No se sabía dónde estaban. Pero sí dónde habían estado hasta hacía cuatro días. El barco, mira por dónde, había desaparecido la misma noche que Nizar Majluf. El práctico de guardia recordaba haberse fumado un cigarro con dos tripulantes (padre e hijo; este hacía la primera travesía de su vida y andaba como asustado) sobre las nueve y media o diez, justo antes del cambio de turno. Al amanecer del día siguiente ya no estaba en el pantalán del muelle. Tuvieron que aprovecharse de las sombras, de la calma marina y de que en la oscuridad todos los gatos son pardos. Se trataba de una embarcación de recreo matriculada en Croacia. Un disfraz cojonudo.
No llamó la atención. A Gran Canaria llegaban cada año cientos de barcos como aquel: yates, falúas, veleros, balandros. Cientos. Y en los meses sin erre (de mayo a agosto, precisamente el período de estancia del L’Île de Crète) aquello se convertía en un hervidero de marinos y aventureros. El puerto de la Luz era un enclave idóneo para quienes iban de paso a las Américas. El capitán del L’Île de Crète era italiano. Se llamaba Andrea Mariotti. La documentación estaba en regla y las leyes comunitarias lo amparaban. Y sí. Antes de que lo preguntásemos, era bastante frecuente ese batiburrillo de nacionalidades. A nadie le extrañó que un barco croata llamado Isla de Creta escrito en francés tuviese un capitán italiano. El mar no entiende de idiomas.
La conducta de la tripulación también podría considerarse normal. Bajaban a tierra en busca de provisiones. Charlaban con los vecinos de los otros barcos. Asistían a alguna fiesta en un velero. No. Que se tuviera constancia, nunca organizaron una en su embarcación. Eso sí (y ese fue el único detalle fuera de lógica): la última noche se les vio entrar en la nave con un congelador. ¿Cómo era? Uno de Coca-Cola rojo y blanco. Ah, ¿cómo de grande? Pues bastante. ¿Lo suficiente para contener el cuerpo ovillado de un poeta?
Las noticias que traía Esponda nos dejaron maguados. En cuatro jornadas de navegación los tipos podían estar ya en aguas del Mediterráneo. Margarita, por si acaso, había conseguido una orden internacional de busca y captura. Ajá. Había sacado a un juez de la cama de su amante para que la firmara por vía de urgencia. ¿De qué modo lo había logrado? Del modo más simple. El mentado amante era el dueño de una tienda de lencería de Triana y Margarita (su sonrisa ladina daba pavor) no sabía lo que pensaría la mujer del juez sobre esa relación. Seguro que no le haría ni puñetera gracia enterarse por los periódicos. ¿También había involucrado a la prensa en su chantaje? Sí pero no. Sí había dejado caer lo de la prensa (y que yo me callara la boca porque la vieja de la pensión todavía debía de estar acojonada en la bañera) pero chantaje era una palabra fea. En realidad, le estaba haciendo un favor a su señoría porque el lencero era un mal bicho y además tenía la lengua demasiado larga. O ¿cómo creíamos que se había enterado ella del asunto?
El caso fue que el juez firmó la orden aún con los pantalones a medio poner. Margarita la cursó a medianoche. Y nosotros podíamos estar seguros de que, desde que tocaran puerto, los bosnios serían detenidos. Álvarez y yo disparamos al mismo tiempo. Cómo que desde que tocaran puerto. ¿Es que aún no habían llegado a ninguno? Pues no. ¿En cuatro días? No. ¿Con ese tiempo? Que no, coño, que no.
Nos miramos con un brillo de promesa en los ojos. Tal vez fuera el clavo ardiendo al que se agarran los desesperados pero ¿y si no hubieran abandonado la isla? ¿Y si, por un motivo desconocido, aún estuvieran fondeados en cualquier recodo de la costa? Margarita ya había pensado en ello. Y el motivo no tenía por qué ser tan desconocido. Acaso los tipos sospecharan que emitiríamos esa orden y temieran no tener tiempo de llegar a lugar seguro.
Álvarez quiso poner freno a tanta euforia. Ya estaba escarmentado de espadas al vuelo que luego había que envainarse. Estábamos dando por sentado que los bosnios pretendían regresar a su país. No contábamos con otra vía de escape tan lógica y natural como aquella. Dos musulmanes no llamarían la atención en tierras africanas. Podían estar en Marruecos o en Argelia o en Túnez. Y allí las órdenes de busca y captura se las pasaban por el forro de la chilaba. El inspector cogió el teléfono y se puso al habla con el subinspector Méndez, el colega de la comisaría central que hacía las veces de enlace con el Magreb. Tenía contactos en los servicios secretos de todos esos países desde las escaramuzas del Frente Polisario. Si los asesinos se habían dirigido a aquella región, sería el primero en enterarse.
Pascual Méndez parecía cualquier cosa menos subinspector de Policía. Podría haber pasado por empleado de banca, vendedor de enciclopedias o fontanero. Era dueño de una de esas caras que uno olvida no más se da la vuelta. Una de esas caras que uno luego es incapaz de reconocer. O que, si reconoce haberla visto antes, no recuerda dónde ni cuándo ni si entonces llovía. Y, bien pensado, es lo que suele esperarse de un espía, ¿verdad? Imaginé que aquel era el aspecto que le tocaba esa tarde. Que el tipo cambiaba de identidad cada cierto tiempo para evitar acostumbrarse a una.
El inspector le explicó lo ocurrido con cuatro frases sueltas y sin acabar. Méndez no parpadeó ni una vez mientras lo escuchaba, no supe si porque todo le sonaba conocido o porque no entendía nada. Cuando Gervasio acabó de exponer los hechos (la verdad es que el relato sonaba a jerigonza en su boca), su colega movió los ojos y puso en marcha el resto de sus gestos de una manera desganada. Con cada gesto llegó un razonamiento. El guiño de su boca negó la posibilidad de que el barco estuviera más allá de Marruecos. Las manos nervudas sostuvieron con firmeza que cruzar el estrecho no era tan fácil como hacían pensar los contrabandistas de droga. Sus hombros dudaron de que en cuatro días hubieran podido haber llegado a Argelia, y menos a Túnez.
Lo que podía afirmar con todo el cuerpo al unísono era que, si recalaban en puerto amigo, lo sabríamos en dos horas. Pensaba poner en marcha de inmediato el tantán de la selva. Y que no tomáramos sus palabras como un desprecio racista. Porque era la forma en que llamaban a las alertas internacionales en la zona y porque Pascual Méndez llevaba veinte años felizmente casado con una marroquí. Tanto fue el cántaro a la fuente que acabó enamorándose del agua.
Los había oído discutir en cubierta. Desde su camarote, en la popa, no podía entender lo que decían pero, como que Alá era el único Dios y Mahoma su profeta, los tripulantes tenían tremenda bronca con los secuestradores. Majluf temía que porfiaran por él. Quizá echaran a suertes si lo tiraban por la borda ya. Quizá ventilaran si lo descuartizaban antes de botarlo al mar. Quizá acordaran quién había de matarlo.
Estaba tan cansado que ni siquiera sintió miedo. El barco se movía menos (llevaba notándolo alguna horas) pero la fatiga persistía. ¿Le estarían dando a beber alguna pócima para entontecerlo o, aún peor, para acabar con su vida poco a poco? ¿Con qué intención? ¿Por qué demonios no lo mataban ya? Intentó de nuevo recordar la última vez que le habían dado de comer y beber. Y la cabeza no le daba para más. Volvió a sentir ganas de vomitar.
Pensó en la muerte por primera vez en muchos años. Cuando joven solía imaginar cómo sería. Se veía a sí mismo cayendo en una guerra. Fueron tantas. Tenía tanto donde elegir. Se adivinaba ahorcado, fusilado, degollado. Con suerte una bala le rompería el corazón mientras tomaba una plaza enemiga. ¿Qué más podía pedir? Un compañero de batallón con fama de visionario al que todos iban a consultarle el futuro le predijo que eso no ocurriría. Que Nizar iba a llegar a viejo. Que iba a morir en la cama rodeado de sus hijos y sus nietos.
Desde la ingenuidad idealista a Nizar le pareció una burla, un insulto. No. Los poetas no mueren en la cama, arropados por la familia. Ni de coña. Prefería el martirio. Una bomba. O una tuberculosis en una buhardilla de París. Eso. Quería morir en París con aguacero, como César Vallejo. Claro que sabía quién era César Vallejo. Si el mar no entiende de idiomas, la poesía mucho menos. Definitivamente, Nizar Majluf moriría en París, después de hacerle el amor a Patricia, escribiendo un poema y escupiendo sangre. Pero no en la cama. En un diván con vistas a Montparnasse.
Ahora todo aquello parecía muy lejano: la guerra, las ilusiones, Patricia (¿qué habría sido de ella?; ¿se habría casado con su arquitecto?; ¿tendría hijos?), Montparnasse. Ahora el mundo cabía en un camarote y al poeta Nizar Majluf se lo iban a comer los marrajos en mitad de una nada azul e inmensa.
O no. Los de arriba seguían discutiendo. Pero ya no estaban tan arriba. Uno de ellos había descendido a la sala de mandos. Y entonces Nizar pudo entender algo más de lo que decían. De un modo entrecortado (las voces iban y venían, agazapadas tras las paredes, moviéndose nerviosas) comprendió que los marineros estaban arrebatados, inquietos. No pensaban tirarlo por la borda. En verdad, no pensaban en él. Nizar Majluf era el menor de sus problemas. Tenían algo más grave en que entretenerse. El motor de la embarcación no funcionaba bien. Se atascaba. No conseguían mantener una velocidad constante.
El mecánico no daba con la tecla. Iba a necesitar más tiempo para hallar una solución. Pedía que lo dejaran regresar al puerto. Allí podría encontrar las piezas de recambio. Pero le denegaron la petición. Los secuestradores se mantenían en sus trece: atrás no volvían ni para coger impulso. Sin embargo, el capitán estaba determinado a esperar. No se iba a arriesgar a salir a alta mar en aquellas condiciones. No estaba dispuesto a quedar a la deriva en medio del océano. Nizar se preguntó quién mandaba allí. Hubiera jurado que era el viejo Orucevic. Pero ya no lo veía tan claro. La única verdad era que estaban fondeados en alguna cala. Por eso no sentía ya el mismo balanceo. Estaban fondeados. Ignoraba si aquello era bueno o malo pero, por lo que había entreoído, aún permanecían en la isla.
No puedes pensar si solo tienes una ficha. Después de haberse marchado el subinspector, nadie supo qué hacer ni qué decir. Margarita y yo teníamos la ventaja de que obedecíamos órdenes. En cambio, Álvarez no pudo ampararse en esa prebenda. Le tocaba decidir a él el siguiente movimiento y, como su fuerte no era el ajedrez, se arrancó con una de sus frases de viejo jugador de dominó. No puedes pensar si solo tienes una ficha.
¿Y eso qué significaba? Significaba que a veces dispones de varias posibilidades, varios frentes que se abren ante ti. Entonces te conviene tantear tus fuerzas, medir las del contrario, indicarle a tu compañero las que llevas para que obre en consecuencia. Pero esa noche tocaba esperar. ¿A qué? A que alguien (los guardacostas marroquíes o los nuestros) diera la alerta sobre el Isla de Creta. Genial. Ocurría, sin embargo, que el día que Dios repartió la paciencia yo debía de estar en el limbo. No podía quedarme mano sobre mano hasta que aparecieran los bosnios. No con un poeta en la bodega del barco. Si es que estaba en la bodega. Si es que aún había poeta. Evalué las opciones que le quedaban a Nizar Majluf. Y me brotó en los labios una simple pregunta: a los secuestradores, ¿cómo les servía mejor el secuestrado, vivo o muerto?
Reparos en matar no tenían. La prueba estaba en el cementerio de San Lázaro (Sebastián Acevedo), en el anatómico forense (Safet Efendic) y en el hospital Negrín (Diego Galván). Este último había escapado por los pelos pero, de no haber desobedecido Efendic las órdenes, la fila de cadáveres hubiera llegado a La Laja. No. A los bosnios les daba lo mismo que lo mismo les daba una víctima más. Entonces (yo insistía en aferrarme al sueño de creerlo vivo, se lo debía a su editora), ¿por qué mantener con vida a Nizar todo ese tiempo? Solo se me ocurría una respuesta: por si el niño venía de nalgas. En el caso de que los pillaran, podrían negociar con la vida de Majluf. La deducción no es que me acabara de convencer pero no tenía otra ficha.
Me despedí de Álvarez y de Esponda. Allí ya no se me había perdido nada. Necesitaba una ducha y una cena. Pensaba mejor oliendo a limpio y con el estómago lleno. Me comprometí a mantener el teléfono abierto toda la noche por si debían dar conmigo. Salvo con Beatriz, no tenía intención de hablar con nadie. Y ella (sus hijos habían vuelto, arrepentidos, al redil) estaría ocupada en sus asuntos, así que la llamada sería breve. Me preparé un sándwich de atún, abrí un paquete nuevo de anacardos salados, saqué una cerveza de la nevera y puse música. Michael Bublé entonaba Mack the Knife cuando sonó el móvil. Si hay algo que me mata es no reconocer el número de la persona que llama. La gente que me interesa está registrada en mi lista de contactos. Por experiencia sé que el resto o no me va a interesar jamás o es portadora de malas noticias. Por otra parte, no podía ser de la comisaría. No tan pronto. De modo que lo dejé sonar hasta que se cansó.
Al rato tintineó la señal de que alguien había dejado un mensaje en el buzón de voz. Acabé mi cena. Fregué los platos y el vaso. Tiré la lata de cerveza vacía y la servilleta en la bolsa de basura. Me comí una nectarina que se aburría de soledad en el frutero de la mesa. Bublé había cambiado a una canción más dulce, Dream a Little Dream. Me serví una copa. Me encendí un puro. Y esperé a que acabara la balada: si eran malas noticias, mejor que me agarraran con buen ánimo.
Debía de hacer seis años que no sabía de él. De ahí que no tuviera copiado el número. Suele pasar. Por un motivo u otro uno se deja arrastrar por la inercia del tiempo y así cambian las estaciones, las modas en el vestir, los teléfonos móviles sin que nos demos cuenta. Seis años. Pero a veces sucede que a algunas relaciones les basta una chispa para reinventarse. Lo reconocí enseguida, antes de que acabara de grabarse su mensaje. Le devolví la llamada. Pancho Viera era un insomne convicto y confeso. Seguía igual de coñón y malhablado. Eso sí, el humor se le había descompuesto algo por culpa de la bebida. ¿Aún se cogía esas chispas monumentales que lo dejaban baldado media semana? No, coño. Qué más quisiera él. Todo lo contrario. Ya no bebía ni gota de manera que nada tenía ya puñetera gracia. ¿Desde cuándo? Desde hacía nueve meses. Lo tenía prohibido, so pena de muerte. Literalmente. De muerte chunga.
Llegó a mear sangre. Sí. Como lo oía. A mear sangre y a llorar de dolor cada vez que tenía que desabrocharse la bragueta. ¿Sabía yo lo que era eso? Pues mejor que tardara en saberlo. Una putada de las gordas. Hasta follar le resultaba un suplicio. Debía de ser por empatía con lo de la meada que la cuca se le había encogido. Así que fuera el alcohol, las noches de farra y la comida de mierda que solía engullir sin importar la hora. Nueve meses de ascetismo. Aún no estaba del todo recuperado pero al menos meaba sin dolor y se echaba una vaina de cuando en cuando. ¿Con quién? Eso a mí no me incumbía. Vaya cara. Seis años sin querer saber de él y ahora venía de novelero.
De verdad no tenía excusa. Me hubiera gustado encontrar una pero no atinaba con ella. Al final, no sé por qué, mentí. Pancho Viera ejercía de médico y, por suerte, yo no había necesitado de su sapiencia. Ah, carajo, qué bonito. Vaya porquería de coartada. ¿Y qué pasaba con la amistad? Lo sentía. En los últimos tiempos no había estado para amigos. Demasiado dolor para compartirlo. ¿Cómo andaba mi abuelo? Ahí estaba el origen de mi dolor. Mi abuelo ya no andaba de ninguna manera.
A Pancho se le notó la emoción. Le cambió hasta la voz. Detuvo su mordacidad en el quicio de la lengua. Claro que lo sentía. Joder. Lo sentía muchísimo. Colacho Arteaga era un tipo de los que ya no quedan. La vieja guardia de la decencia y la integridad. Vaya mierda. Teníamos que vernos para mojarle las patas al muerto. Con dos años de retraso. Él con cerveza sin alcohol, por descontado. Yo con lo que me viniera en gana. ¿Podía ser al día siguiente? Se dijo. Al día siguiente. Un almuerzo. En un bar de pescadito de La Puntilla. Hecho.
Cuando colgamos no pude menos que poner sobre la mesa mi recuerdo de Viera. Un tipo al que llamaban doctor sin serlo. Un tipo al que adoraban las putas y los matados de media ciudad. Un tipo que se conocía hasta el último garito de La Isleta y El Sebadal. Su consulta era de una discreción a prueba de bombas. Te cosía un navajazo, te sacaba una bala, creo que hasta algún aborto practicó, por la voluntad y sin hacer preguntas. Casi todos los costurones que tenía yo en el cuerpo eran obra de aquel cabrón que ni anestesia usaba, Te jodes, pibe; no haber estado jugando a espías; ahora te mamas el escozor. Por aquella época bebía ron blanco. Sobre todo mientras operaba. Un buchito para limpiar la herida (la madre que lo parió) y dos para mantenerse despierto. Pancho es el único tipo que conozco que mejora el pulso cuando está borracho. Lúcido como un filósofo. Y un practicante de primera categoría. De los de la vieja escuela: de los que llevan el instrumental en una lata de metal labrada y lo cauterizan con un infiernillo de fuego azul. ¿Para qué diantre querría verme?
Me fui a la cama con esa pregunta en la boca, después de haber hablado (en efecto, una llamada breve; ella estaba molida de cansancio y poco habladora) con Beatriz. Y, claro, se me precipitaron de un modo atrabancado los personajes en un sueño extraño. Mi farmacéutica me operaba la entrepierna con un escalpelo cauterizado en tanto que Pancho Viera le daba instrucciones desde una butaca, mientras se ventilaba a pelo una botella de Arehucas. Me despertó, bien entrada la mañana, el miedo y una tertulia de la radio, no recuerdo la emisora. Entrevistaban a la alcaldesa de la ciudad más endeudada de España después de Madrid: Telde. La habían acorralado entre tres periodistas (la más cruel, otra mujer; a la mierda la lealtad con los del mismo sexo) que la acusaban hasta de haber matado a Carrero Blanco. Probablemente la regidora se lo mereciera pero me estaba dando acidez tanto ensañamiento.
Me levanté empapado, la memoria de mi cuerpo estampada en la sábana bajera. Me duché, me vestí y salí a la calle (qué remedio, era agosto) a seguir sudando. Desayuné en la plaza del mercado. Un bocadillo de salami con queso blanco, el último invento del dueño de la churrería, y dos cafés cortos y cargados. La botella de agua Firgas me la llevé para el camino. Pasé por el cuartelillo a ver si Álvarez escondía alguna novedad sobre los bosnios, pero el inspector no estaba en su despacho. Había salido de urgencia por un asunto feo que los tenía a todos en alerta. Debían detener a un traficante del tres al cuarto en un suburbio conflictivo y se le había rebelado el vecindario. Lo que tenía que haber sido un arresto sin más se convirtió en batalla campal con una docena de chechenios enfebrecidos que amenazaban con pegarle fuego al barrio entero. ¿Y no hubiera sido mejor posponer la detención? Ni hablar. Estábamos locos o qué. Si cedían en eso ya no habría manera de hacer cumplir las leyes.
Lo sentí por mi amigo. Gervasio odiaba esa clase de jaleos. Generalmente se ponía de parte del detenido aunque no tuviese más remedio que arrestarlo. Porque no se trataba de criminales ni violadores (por esos no se amotinaba ni su madre), sino de pobres pringados que habían nacido y se habían criado en puro territorio comanche. Tipos sin infancia y sin horizonte. Huesos de arrabal y carne de presidio. Le dejé una nota de ánimo. Apenas una línea pero la entendería.
Luego, pasé por el Rincón del fumador, que me pillaba de paso. Necesitaba reponer la purera. Compré un mazo de robustos y otro del número cuatro que me recomendó el dueño de la tabaquería. No tenían pedigrí (nada de vitolas doradas ni herencia habanera) pero eran buenos. Empeñó su palabra de tabaquero viejo. Si no me gustaban, me devolvía el dinero o me los cambiaba por los que yo quisiera sin cotejar el precio. Así, sin más. Él prefería perder un mazo de puros que un cliente.
Cuando llegué al bar ya estaba allí Pancho Viera, sentado a la barra, dando cuenta de unas aceitunas del país (olía a mojo que apestaba) y una cerveza con la etiqueta azul. Cero por ciento de alcohol. Se me hizo raro verlo sobrio. Había perdido (nunca mejor dicho) la chispa de antes. Llevaba una mirada melancólica que no pudo ocultar detrás de su sonrisa. Me saludó a su estilo, Coño, James Bond, cuánto tiempo, cojones; estás desaparecido, viejo; ¿qué has perdido?, ¿diez, quince kilos?; no te habrá entrado la crisis de los cincuenta, ¿verdad?; mira que eso es de maricones. Le di un sentido abrazo, Yo también me alegro de verte, Pancho; los cincuenta los dejé por el camino pero no recuerdo dónde; y son ocho kilos, una larga historia que tiene que ver, como supondrás, con lo de mi abuelo. Nuestro abrazo duró más de la cuenta, ¿y esto no es de maricones?
La parrillada de pescado estaba fabulosa. Me supo a los tiempos en que iba con Colacho al bar Espada. Pedí el mismo vino blanco, de uva bermeja, que él solía beber. Y por primera vez desde su muerte no me dolió hablar del viejo. Pancho Viera comprendió hasta qué punto me hacía falta aquel exorcismo. Me dejó hablar hasta acabar con la botella de vino y la nostalgia. El matasanos, además de mi cuerpo, parecía conocerse de memoria mi alma. Intervino para alentarme a seguir recordando, para que mi discurso no se deshilachara ni sonara hueco, para que echase fuera todo el pus de la añoranza. Únicamente cuando llegó el café y un pan de Calatrava que lo hizo relamerse (¿qué había sido del régimen?; ah, un día es un día) se avino a explicarme la razón de aquella cita.
¿Recordaba yo que Pancho era asiduo a los cuchitriles más infectos entre el mercado del puerto y las Coloradas? Pues hacía unos días que se había dejado caer por uno en concreto, el bar Cosme. No. Ni a beber ni a comer. Ya me había dicho que se había reformado y no le deseaba las albóndigas de la mujer de Cosme ni a su peor enemigo. Se había citado allí con un fulano al que le había reducido una luxación de clavícula. Fue a ver cómo andaba el paciente y, de paso, a cobrarle lo que faltaba de la receta. Veinte euros. Acaso para mí fuera calderilla, una mierda pinchada en un palo, ahora que había heredado de mi abuelo, pero para Pancho era media fortuna. No, coño. No estaba tan necesitado. Podía guardarme la cartera donde me cupiera. Al menos hasta la hora de pagar el almuerzo. El caso (volvió a ponerse serio, sobrio), no tenía que ver con sus penurias.
Resulta que, mientras aguardaba a que llegara el fulano con la pasta, tuvo ocasión de asistir a una tertulia entre Cosme y uno de sus clientes. ¿Y de qué estaban hablando? Exacto. De un asesinato cometido apenas a una manzana de allí. De un tipo al que le habían pegado un pistoletazo en la nuca. Y, mira por dónde, de otro que había estado haciendo preguntas por el bar y al que, más tarde, habían visto con una agente de policía uniformada peinando el barrio en busca de un paralítico y su enfermero. Por cierto que, según la experta opinión de Cosme, la agente tenía unas tetas de puta madre y el preguntón se la estaba tirando como había Dios en el cielo. ¿Era verdad? No. ¿No tenía unas tetas cojonudas o el otro no se la estaba tirando?
Para haber dejado la bebida, Pancho mantenía intacto su sarcasmo. Como era lógico, me negué a responder. Él no insistió. Entornó los ojillos (¿el que calla otorga?) y continuó con su relato. La parte de la historia que más le interesó no fue la del cadáver del callejón ni la de su amigo detective haciendo preguntas (supo que se trataba de mí desde el primer momento; nadie ejerce de mosca cojonera como yo). Fue la del paralítico y su ayudante. Vaya si los conocía. Habían ido a su consulta un par de veces. Sí. Un par de veces son dos, hasta ahí le había llegado la universidad. La primera hacía unos dos meses. Con un amigo que venía hecho un asco. Al parecer había efectuado un largo viaje en barco y, de verdad, cualquiera hubiera dicho que había venido a nado de tan débil que se lo veía.
¿Al viajero le faltaba el meñique de la mano derecha? Pues sí. ¿Cómo coño lo sabía yo? Lo sabía y punto. Para su información ahora le faltaba el meñique y tenía un agujero en la nuca del tamaño de una moneda de dos euros. Se llamaba Safet Efendic y llevaba unos días viviendo de gratis en el Anatómico Forense. Los ojos de Pancho Viera refulgieron. No se lo podía creer. Joder con los amigos. Y él se quejaba de mí.
La segunda vez que vinieron a verlo lo hicieron solos el viejo y el que empujaba la silla de ruedas. Pero había algo en su comportamiento que no casaba con lo que se decía. Por eso me había llamado. Todo el mundo parecía admitir que ahí el que partía el bacalao era el inválido. Que el otro estaba para meterlo en la cama y prepararle el baño. Y si a Pancho le dieran a jurar, juraría que nanay. Que aquello no estaba nada claro. El viejo… ¿Orucevic? Pues Orucevic tenía una contusión en la cabeza y un hombro magullado. Una caída fortuita, dijeron. Un accidente. ¿Y no era así?
Podía ser. Viera no analizaba las causas, solo las consecuencias. Pero allí el que parecía cabreado no era el tullido sino el ayudante. Orucevic llegó cabizbajo, algo timorato. Le costaba mirar a la cara. Sin embargo, el otro no paraba de quejarse. Ya, claro. Era el único de los dos que hablaba en cristiano. Pero no. Allí había gato encerrado. Una jauría de gatos. Para empezar, el supuesto enfermero no tenía ni puta idea de enfermería. Le había puesto un parche al anciano que se le había infectado de pura dejadez. Y el hombro ya llegaba a balón de rugby de tan hinchado. Por otra parte, el edecán mandó callar un par de veces al que debía de ser su comandante en jefe. Por supuesto que lo hizo en árabe y que Viera no entendía el árabe. Pero no hacía falta ser doctor en Filología para traducir lo que las miradas expresaban. Y allí las tornas estaban cambiadas.
Pancho le recetó descanso (una gilipollez, lo sabía, tratándose de un hombre que no puede moverse) y una pomada antibiótica. Los citó para una semana después pero jamás volvieron. No supo de ellos hasta la tertulia del bar Cosme. Pensó que podía interesarme y me llamó. Aquello era todo.
Mi amigo guardó silencio. Esperaba interpretar mis reacciones ante lo que acababa de revelarme. Lo hice sufrir aunque no adrede. Yo necesitaba contrastar la nueva información con la que ya tenía. Habíamos pasado por alto algo importante. Habíamos dado por supuesto que Orucevic tenía mando en plaza en aquella guerra y nadie se preocupó de investigar a su ayudante. Menudos detectives.