Adela comía con ganas. Como los tigres y los cubanos, que no saben cuándo podrán volver a hacerlo. Durante el almuerzo, también supe que se había arrepentido de estudiar Medicina en segundo curso y que, aprovechando su dominio de los idiomas (había estudiado el bachillerato en la alianza francesa), decidió probar fortuna en Traducción e Interpretación. Que era aries de abril. Que no podía tomar mucho el sol por culpa de sus lunares. Y que no confiaba demasiado en los hombres. Por alguna razón en la que preferí no ahondar, yo no entraba en esa categoría. Tal vez le recordara a su padre, un maestro de escuela del que hablaba con devoción. La sonrisa le resplandecía cuando pronunciaba su nombre. El caso es que se avino a ayudarme con los correos de Efendic.

Si Adela había tenido recelos sobre mí, los perdió en algún lugar entre el segundo plato y el postre. Era una muchacha moderadamente feliz. Un poco rara para el gusto de su madre. Rara quería decir, quizá, algo solitaria. Claro que le atraían las cosas que hacía la gente de su edad, pero de uvas a brevas. Los dulces hay que dosificarlos. Igual que a los novios. Eso lo dijo relamiéndose con su helado de turrón. Me pregunté qué significaba dosificar a los veinticinco años. Por un instante regresé a mil novecientos ochenta y uno. Y sentí vértigo. Fue un año extraño aquel. Nada solitario y poco dado a las dosificaciones. Allí nadie hacía régimen ni de dulces ni de novios.

Volví al presente a tiempo de escuchar cómo Adela recitaba un poema de Edith Piaf: Et moi… sans toi je suis perdue… / Sans brise le voilier ne pourrait jamais avancer / Sans la musique personne ne pourrait plus danser / Sans le soleil les oiseaux ne chanteraient plus / Et moi… sans toi je suis perdue… No supe a qué venía la canción pero la declamó con tanto entusiasmo que intuí un mal de amores detrás de cada verso.

Lo primero que hizo con los correos fue ordenarlos. Llevaba dos años haciéndolo con documentos y cartas de Saint-Exupéry. En su trabajo era esencial saber qué pie iba delante. Necesitaba siempre determinar las influencias, las similitudes, a veces los plagios más flagrantes. Ya se había llevado alguna sorpresa desagradable con falsos originales. Lo mejor, pues, era establecer desde el primer momento el orden cronológico del epistolario.

Mientras leía los correos, se lamentó de que ya nadie escribiera de puño y letra. ¿Sabía yo que existía un estudio universitario que defendía que lo único que escriben a mano los niños de hoy son los exámenes y la carta a los Reyes Magos? Pues era una pena. Porque la letra decía mucho de los estados de ánimo, de la emociones. Ella no pretendía dárselas de experta. No tenía ni idea de grafología. Pero durante su tesis había tenido que consultar numerosos originales y había aprendido a distinguir a un hombre exaltado de uno al límite de la depresión. Sin embargo, con los correos electrónicos era imposible, ¿verdad? Por lo pronto, eso sí, podía afirmar que estaban escritos en un francés colonial.

Sí. Había diferencias. ¿Acaso no las había entre el español de España y el de Latinoamérica? ¿No había leído yo a Julio Cortázar, a Cabrera Infante, a Octavio Paz? A que no los entendía siempre. A que había momentos en que tenía que guiarme por el instinto o por el contexto. Pues lo mismo ocurría con el francés de Francia y el de las colonias africanas. No se estaba curando en salud. Es que, a primera vista, ya podía decirme que había cosas que no iba a ser capaz de descifrar. Señaló varias palabras en el primer correo, el del dieciséis de mayo. Sin duda era francés pero no del que ella solía leer. Quizá mezcla con lenguas autóctonas o simples localismos.

El tal S. (Efendic firmaba con la inicial de su nombre) le contaba allí a su amigo las primeras impresiones de Las Palmas. Al parecer, el viaje en barco había sido absolutamente horrible, absolument terrible. El pobre había vomitado hasta el hígado. Entre el balanceo y el olor nauseabundo aquello se convirtió en un auténtico calvario. Sus nuevos amigos (así los llamaba, en francés, mes nouveaux amis) lo trataban con corrección. No podía decir que fueran cariñosos pero sí cordiales. Hablaban poco. Leían constantemente. Y parecían estar todo el tiempo con ganas de mujeres. S. se despedía en el correo con una especie de plegaria: avec l’aide de Dieu je réussirai ma mission («con la ayuda de Dios completaré mi misión con éxito»).

Le permití a Adela que leyera sin interrumpirla con preguntas. Igual que ella intentaba interpretar las palabras de Safet, yo leía entre líneas las líneas de sus ojos. A veces arrugaba la nariz y a mí me daba por pensar que había descubierto algo crucial para la investigación. A veces parecía sonreír y yo dudaba de si el dichoso epistolario no sería una pérdida de tiempo. La muchacha tomaba notas en una pequeña libreta de tapas negras que llevaba en la mochila, garabateaba algo y seguía leyendo.

Cuando acabó volvió a recolocarse el cabello detrás de la oreja y se acomodó las gafas de pasta. Recordaba a los abogados de las viejas películas americanas. Parecía estar haciendo una pausa efectista, un silencio significativo, la calma que antecede a la tempestad furiosa de un alegato final. ¿Me había hablado ya de los estados de ánimo que se deducen a través de la letra? Pues, aunque no hubiera letra que valiera, el autor de aquellos correos debía de ser un hombre inestable, movedizo. ¿Inestable y movedizo un manipulador de bombas? Sí. Ella no se refería a su pulso sino a su carácter.

Por lo que se podía deducir, Safet Efendic había pasado por tantos estados como la Divina comedia de Dante. Al principio se le notaba ilusionado con su proyecto. Le encontraba sentido a lo que estaba haciendo. Tenía claro que, de una u otra forma, había que devolver mal por mal. Al enemigo ni agua. Entonces no se cuestionaba ni una coma del plan que sus nuevos amigos habían trazado. Sobre la mirada de la muchacha cruzó un pájaro negro. Imaginé que esas palabras en francés y en español escapaban a su vocabulario. ¿Qué era aquello de oeil pour oeil et dent pour dent, ojo por ojo y diente por diente? ¿En qué consistía el plan de S.? Adela no esperaba una respuesta. Tan solo lanzó sus dudas como dados. Y no aguardó a que acabaran de rodar sobre la mesa.

El problema, según ella, surgió cuando el autor de los correos comprendió que su venganza iba a perjudicar a buenas personas que no tenían vela en aquel entierro. Y no le valía eso de que todas las guerras dejaban daños colaterales. Que los muertos y heridos entraban dentro de la lógica militar. Hasta allí habíamos llegado. ¿Qué lógica era aquella que permitía que murieran inocentes? Y no inocentes desconocidos ni anónimos. En aquel caso, los heridos y muertos tenían rostro, nombre y apellido, familia. Entonces lo agarró la culpa y dejó de verle sentido a todo el plan.

La muerte casa bien con el amor pero no con la juventud. Quizá hubiera debido pensármelo dos veces antes de proponerle a una muchacha de veinticinco años que me tradujera los correos. La estaba obligando a leer algo que escapaba a su entendimiento. Porque una cosa es interpretar un idioma y otra las barbaridades y las vilezas que un idioma es capaz de reflejar. Y (por el rostro contrito de la chica lo supe) lo que reflejaban las palabras de Efendic estaba lejos de ser un cuento de hadas. Adela comenzaba a ser consciente de que no estaba traduciendo una novela, una ficción literaria, un relato fruto de la imaginación de un escritor. Lo que leía era real. Ni verosímil ni creíble ni las machangadas que le enseñaron en las clases de Literatura. Real. Lo que leía había sucedido con certeza, hacía apenas unas semanas y a un tiro de piedra de donde estábamos sentados. El hombre de Sarajevo hablaba de heridos y muertos de verdad, de seres humanos y no de personajes imaginarios.

¿Cómo es que aquello no había salido en los periódicos? ¿Por qué no se había denunciado lo ocurrido? La respuesta era más cruel si cabe que lo que acababa de descubrir Adela. Porque el muerto y el herido eran dos pobres obreros de la construcción y algún iluminado determinó que había sido un accidente y no merecían más aprecio. Porque el autor de los correos (a esas alturas, la muchacha suponía que también había sido asesinado) era bosnio musulmán y no americano ni inglés ni alemán. Porque la policía no tenía medios para investigar un cadáver que ningún familiar había reclamado. Y porque nadie relacionó los dos sucesos. La muchacha abrió los ojos, que semejaron lunas negras detrás de sus gafas. Nunca había sido demasiado aficionada a las novelas policíacas. Y acababa de descubrir por qué. No se las creía.

Siguió leyendo para ver si escampaba. Y el chirimiri se convirtió en tormenta. Safet, a pesar de su desasosiego, había detonado la bomba. Pero en un momento en que pensaba que apenas iba a dañar la estructura del edificio. En contra de lo que le habían ordenado sus endemoniados jefes (ya no los llamaba amigos, los llamaba des chefs diaboliques), lo había hecho por la tarde, cuando apenas quedaban cuatro gatos en la obra. Por la mañana el desastre hubiera sido brutal y no estaba dispuesto, jamais de la vie, ni en broma, a llevarlo sobre su conciencia. Pero, a pesar de todo, algo salió mal. El muro de ladrillos no aguantó el estampido y acabó sepultando a dos hombres. Su fe se fue a la mierda, sepultada también bajo los cascotes del remordimiento.

El quinto y sexto correo eran una confesión de libro. Estaba escrita, más que para su amigo, para la posteridad. Como la nota de un suicida. Porque lo que estaba claro (en francés localista y en español de América) era que Safet Efendic iba a morir. Lo sabía. Había incumplido su parte del contrato y aquellos hombres no se andaban con chiquitas. Eran soldados. Peor. Eran los jodidos inventores de la guerra.

La nota de un suicida. Probablemente. Pero ¿de qué tipo? ¿De los que están determinados a acabar con todo sin miramientos? ¿De los que esperan que alguien los rescate en el último instante? ¿De los que buscan que los quieran, que los comprendan un pizco? Adela sonrió con un revoltijo de extrañeza y timidez. A su edad solo se suicida uno por amor. Lo de los remordimientos viene después, cuando echas la vista atrás y te das cuenta de hasta qué punto tu vida ha sido un desperdicio. A la muchacha no le había ido demasiado bien en los amores, pero no tanto como para pensar en el suicidio. Le parecía algo radical.

Sí. Radical era drástico. Como un tatuaje. ¿Un tatuaje? Sí. Irreversible. Un piercing te lo puedes quitar cuando te aburras pero un tatuaje no. Ella tenía uno. Una pluma azul a la altura de la nuca. Se lo había hecho con dieciocho años en un arranque de rebeldía. Eso era radical. El suicidio también. Me pareció un razonamiento simple pero irrebatible. Pensé en Safet Efendic. A él le habían hecho también el tatuaje a la altura de la nuca. Pero se pasaron con la tinta.

En cualquier caso, Safet aparentaba un suicida decidido. Ni buscaba cariño ni comprensión ni que lo rescataran a última hora. De hecho, en ningún momento del epistolario le pedía a su amigo que viniera en su ayuda. No. El último correo reflejaba otro estado de ánimo. Extraño. Sí. Parecía sosegado. Como si lo hubiera escrito en plena resaca de marihuana o lo que fumaran los bosnios musulmanes para colocarse. Estaba… Adela no sabía expresarlo. ¿Como en el Nirvana? ¿En dónde? Nada. Volvimos a la marihuana, que se entendía mejor. El caso era que Safet había alcanzado cierta serenidad.

Contaba cómo había ido a ver al hospital al obrero que sobrevivió. El hombre saldría de aquella. Su mujer estaba muy tranquila cuando hablaron. Era una mujer apacible, bondadosa. Une bonne épouse tranquille. Incluso lo invitó a pasar a la habitación. Pero él no tuvo arrestos. Se marchó con la calma de que al menos uno de los dos accidentados superaría el trance. ¿Eso disminuía la culpa? Acaso no. Pero tampoco la aumentaba. Le dejó una bandeja de dulces libaneses. Una disculpa mierdosa, une excuse de merde, lo sabía. Pero el hombre iba a vivir y eso era lo importante.

Cuando la acompañaba de vuelta a su despacho de la facultad, Adela me confesó que se había equivocado de época. Ella hubiera cabido mejor en la de sus padres, en la mía, antes del Facebook y del Twitter. Parecía triste, asolada por funestos pensamientos, tal vez por culpa mía. En verdad no sabría decir si se alegraba o no de mi visita. En dos horas yo había puesto patas arriba muchas de sus convicciones. ¿Por ejemplo? Por ejemplo, hasta que leyó los correos estaba convencida de que la policía se dedicaba a resolver asesinatos fueran quienes fueran los asesinados. Que los distingos entre ricos y pobres, negros y blancos, moros y cristianos eran cosa de políticos sin escrúpulos. Hasta que me conoció pensaba que aquellas cosas de tiros en la nuca y guerrillas urbanas nada más sucedían en los telediarios, en Oriente Próximo o Medio o Lejano. Que su ciudad no pasaba de albergar a chaperos, mafiosillos de poca monta o ladrones de bolsos en la playa.

En lo único en que se mantenía su fe inquebrantable era en su profesión. Le gustaba la literatura. Leer, interpretar, traducir textos. La literatura reflejaba la grandeza y la ruindad humanas pero se limitaba al papel, a la fantasía de un escritor. Me mordí la lengua. Iba a preguntarle de dónde creía ella que sacaban las fantasías sus idolatrados escritores, pero ya había causado demasiados destrozos en su ánimo. Así que cambié de tercio. Le di las gracias. Le pedí disculpas por el susto (sí, el que le desmigajó la tesis también, pero me refería al que le habían provocado los correos). Le prometí que, gracias a su colaboración, pronto leeríamos en los periódicos lo ocurrido en el callejón de La Isleta. Íbamos a devolverle la dignidad al hombre de Sarajevo. Se lo prometía.

Antes de despedirnos dejó caer una pregunta que nada tenía que ver con nuestro encuentro y me pilló despistado. ¿Me parecía a mí una mujer fea? ¿Quizá si se pusiera lentillas estaría mejor? La pregunta se respondía sola pero presentí que Adela necesitaba oírla. Desde luego que no. Me parecía guapísima. En la época de sus padres y en la suya. Con gafas y con lentillas. Muy guapa. Y que nadie la convenciera de lo contrario.

En el taxi, mientras me dirigía a la cita con Álvarez y Esponda, iba mascando el chicle desabrido de la pregunta de Adela. Tenía que haber reaccionado con más agilidad y más convicción. Mi abuelo la hubiera consolado mejor. Le hubiera regalado uno de sus refranes, ¿fea tú?; ¿quién ha dicho eso?; ¿el mismo que te rompió la sonrisa?; bonito totorota, carajo; Dios le da pan al que no tiene dientes. Colacho tenía mano con las mujeres. Las entendía con solo mirarlas. Yo no había heredado esa capacidad. Acaso con la edad mejorara la cosa, pero no ponía la mano en el fuego por ello.

Tardé más de lo previsto porque había habido un accidente en el túnel de Julio Luengo y Pío XII se convirtió en una ratonera. El taxista juraba en arameo a cuenta de la incompetencia del ayuntamiento. Siempre era igual. Cuando no se jodía el túnel por las lluvias (mire usted fuerte tragedia, cuatro gotas de porquería) se jeringaba por un mentecato que se pasaba de frenada y se empotraba contra el camión de alante. Y siempre pagaban los mismos. Los taxistas. Después de tres o cuatro maniobras arriesgadas (se llevó dos pitadas y un me cago en tus muertos proferido por una conductora que no llegaba a los veinte), el hombre logró escabullirse como pudo y callejeó por Ciudad Jardín hasta bajar a la avenida, que estaba igual de atascada pero desde la que al menos se veía el mar.

Álvarez estaba solo y de mal humor. El régimen al que lo obligaba Susana le resultaba insoportable en verano. Si. En invierno aún tenía la opción de comerse un buen potaje o un arroz con pollo, pero en verano a su mujer le daba por experimentar con las ensaladas y las verduras. Y mi amigo era de los que pensaba que lo verde es para las vacas y los campos de fútbol. Cuando llegué estaba zampándose una magdalena integral del tamaño de mi puño.

—Joder, Gervasio. Eso es como ponerle los cuernos a tu mujer y contentarse con un beso y toqueteos por debajo de la ropa. Ya que peca, cómase un dulce de verdad.

—Habló el experto, coño. ¿Cuántas veces te has casado tú? Ah, pues entonces no me toques las narices que ya bastante tengo con esta mierda que sabe a paja.

—Vale, vale. ¿No ha llegado Margarita?

—Está al caer. Llamó hace diez minutos. Y parece que trae algo de la autoridad portuaria.

—¿Bueno o malo?

—Eso está por ver. Pero las cosas comienzan a aclararse. A ti se te perdió un poeta, ¿verdad? Pues a ellos se les ha perdido un barco.

Aquello era más grave. Y sobre todo más difícil de justificar. Los poetas se pierden a diario. Pero un barco… Álvarez me miró con cara de asco, quise creer que por la magdalena. Al final las ensaladas iban a saberle a gloria, mierda de régimen. Y sí. Un barco es grande pero el océano lo es más. Vete a saber dónde estarían ahora los dichosos bosnios.