Trabajaba en La Provincia. David Guillén tenía su despacho en las oficinas del periódico en la avenida marítima. Delgado, moreno, la cabeza rapada con tanta pulcritud que brillaba debajo de su lámpara de mesa. Sonrió de un modo sibilino cuando me presenté, a saber qué le habría contado Beatriz sobre mí, sobre nosotros. Debíamos de ser de la misma quinta, pero él parecía mucho más joven, con un cuerpo curtido de gimnasio y sin un pelo en ningún sitio visible. Hablaba de una forma vehemente y expresiva, no tanto por las palabrotas que usaba a cada rato cuanto por su manera de mover las manos: se enrabietaba como si le aquejara el mal de San Vito.

Guillén compartía un reducido escritorio con otros dos colegas. Malos tiempos para la lírica de las comodidades. Llevaban quince meses desaguando puestos de trabajo, reubicando compañeros, prejubilando gente, reduciendo la paga a mínimo común múltiplo o a máximo común divisor, que no sabía bien la diferencia. Para la empresa era una estrategia de supervivencia (se les llenaba la boca de conceptos ampulosos como optimizar recursos, priorizar objetivos, fidelizar al puñetero lector y martingalas de esas). Para David eran familias jodidas, buenos profesionales en el paro, apuros para llegar a fin de mes, una historia que no por tan oída dejaba de ser triste.

Pero yo venía a hablar de la guerra de Bosnia y no de la de su periódico, ¿verdad? Debía perdonarle el ataque de rabia. Al menos creía tener el derecho a la pataleta. Por todos aquellos que ya no podían. Él sí se permitía quejarse. Se permitía cagarse en su jefe y en el jefe de su jefe. Se permitía, incluso, invitarme a café. De máquina, eso sí. Pero con crema de leche y mucho azúcar daba el pego. Le conté que ya había desayunado. Muy bien y en muy buena compañía. Y no quería quitarle demasiado tiempo.

El periodista se enderezó las gafas, cruzó los brazos, frunció el ceño. Y me habló con franqueza y sin dobleces. Al pan, pan, y al vino, vino. ¿Cuánto conocía yo de la guerra de los Balcanes? Menos que poco. Casi nada. Lo que recordaba haber leído en la prensa, haber visto en los telediarios, haber oído en la Ser que era la cadena que escuchaba por aquellos años. Entonces era cierto. No sabía una puta mierda. Porque fue peor de lo que contaron. Porque nadie pudo ni supo narrar la atrocidad de Sarajevo. Porque Vietnam, Corea, las otras guerras del siglo veinte fueron horribles, nos ha jodido mayo con las flores. Pero uno siempre espera que de los errores se aprenda. Que después de haber vivido (televisado, radiado, contado en los periódicos) las barbaridades de todas aquellas contiendas, alguien con sentido común impediría que se repitiesen.

Y un huevo. Se repitieron en Srebenica y en Vukovar y en Dubrovnik. A una ciudad preciosa como Sarajevo le faltó el canto de un euro, una bomba más, para desaparecer por completo. Sarajevo, la cuna del desastre y la barbarie. Igual que en mil novecientos catorce, con el asesinato del archiduque de los cojones, que dio paso a la primera salvajada mundial. A Guillén le importaba una vaina la guerra del catorce. Pero le dolían las de los noventa en carne propia. Porque las vivió. Sí. Hablaba en plural. A mí me interesaba la de Bosnia Herzegovina pero no debía olvidar que, por el mismo precio, la desaparición de Yugoslavia propició también la de Eslovenia y la de Croacia. Aquello fue una auténtica atrocidad. Se volvió todo el mundo loco. Les entró una paranoia con lo de la Gran Serbia para arriba y la Gran Serbia para abajo. Putos desquiciados. ¿Como la Alemania nazi? Sí y no. Desde luego que se inspiraron bastante en las ideas nacionalsocialistas del chiflado de Hitler. Y que por mucho que la quisieran pintar como una guerra civil, fue una limpieza étnica de principio a fin. Pero los judíos de los Balcanes no estaban indefensos del todo.

En los Balcanes había dos bandos que atacaban y se defendían. Por supuesto que él no iba a ser tan pánfilo como para creer en pajaritos preñados, manda cojones. Claro que uno de los bandos tenía más fuerza, más tropas, más apoyos. Por eso murieron el doble de bosnios musulmanes que del resto de participantes juntos. Y por eso sufrieron el doble de todo: de dolor y de muerte y de humillación. A Guillén no le extrañaba que todavía caldeara el ambiente. Y si él fuera bosnio musulmán andaría por ahí jodiendo en lo que pudiera a los serbios. Obstaculizando sus negocios. Rapiñando en sus tiendas. Meándose en sus tumbas.

Sin embargo, ellos no eran los únicos que tenían patente de corso para la venganza. El periodista había visitado campos de concentración de ambas partes. Sí. Eso significaba que ambos ejércitos se habían pringado en la guerra. Que se habían ensañado con viejos, con niños y con mujeres. Que habían violado. Pateado cabezas. Ahorcado. Empalado. Hasta ahí llegaron los muy cabrones. David llegó a gozarse un espectáculo bestial en una plaza de Mostar. Todavía soñaba con aquello. Cuatro hombres ensartados en picas que les entraban por el culo y les salían por la cara reventada. Los empaladores serbios se descojonaban. Hacían burla con algo así como de ojo a ojo y tiro porque me mojo. Su puta madre.

Ninguna gracia tenía la cosa. Y cuando no eran los hombres y las mujeres, era la tierra. Quemaban todo lo quemable: casas, huertas, arboledas. Destruyeron lugares de culto, que para aquella gente era como mentarles a los muertos. No dejaron títere con cabeza: cementerios, bibliotecas, escuelas, iglesias. Todo arrasado. Y por doquier un tufo a cadáver que tiraba de culo. Era lo que mejor recordaba el periodista: el olor a podredumbre, a orín mezclado con sangre, a miedo. Había que tener muchas tragaderas para aguantarlo. Así acababan los testigos alcoholizados, coño. ¿Qué otra cosa se podía hacer para olvidar? Además, el alcohol salía más barato, era más fácil de conseguir que el agua. Él sabía de lo que hablaba: su hígado maltrecho aún estaba pagándolo.

Acaso para mí no tuviera sentido lo de los sabotajes. Acaso no entendiera yo del todo a qué venían unos pobres bosnios a desbaratarle el negocio a un serbio rico. Acaso me resultase inconcebible el hecho de que hubieran acabado en el culo del mundo (que lo perdonara yo si ofendía mis sentimientos) para poner una bomba en un centro de salud de un barrio. Eso era porque lo observaba desde mi perspectiva occidental, desde mi privilegiada posición primermundista. Pero convenía no olvidar una cuestión: veinte años después de aquellas guerras, habiendo intervenido Naciones Unidas y tropas de pacificación (no me las pierdan, para lo que hicieron) y regresada la democracia (Guillén tosió con fingimiento para recalcar su insinuación; por un momento pensé que iba a escupir en el suelo), allí nadie se sentía culpable de nada. Nadie reconocía sus crímenes. Nadie aceptaba haber sido un bellaco, un hijo de puta, un asesino. Y es difícil convivir con el tipo que mató a tu padre, violó a tu hermana o le reventó las piernas a tu hijo pequeño y que, encima, jamás se disculpó ni pagó por ello. ¿Yo no ardería en ganas de vengarme?

Guillén apuró su café con crema de leche y mucho azúcar. Se estiró en la silla. Su camiseta se levantó un palmo y dejó ver un estómago liso y depilado. Me deprimí. David y yo debíamos de estar en dos puntos distintos de la evolución. Me dio por pensar lo que opinaría Beatriz al respecto. ¿Le resultaría seductor o le repelería un cuerpo lampiño? Tenía que preguntárselo algún día. El periodista reanudó su relato. Quizá estaba siendo demasiado rudo, demasiado visceral. Pero por mucho que enseñaran en la facultad que había que mantener las distancias y la objetividad, eso no valía una mierda cuando te enfrentabas a lo que te enfrentabas en el mundo real. Era mentira que uno se limitara a narrar, sin más, lo que ocurría en las guerras. Esa famosa foto del buitre y el niño famélico y mocoso era más falsa que una moneda de tres euros.

Él había salvado más de una vida en Bagdag y en Sarajevo. Y no pretendía hacerse el héroe. No presumía de algo que cualquiera hubiera hecho. Sí. Cualquiera. Yo mismo si hubiese estado en una situación similar. Las balas zumbando sobre tus orejas. Las bombas reventando los adoquines del suelo. Tranvías y trenes devorados por el fuego. El ruido de los morteros. Y entonces ves a un niño perdido en mitad de la calle. Un niño desalado, medio desnudo, con cara de no entender nada de nada. ¿Yo lo dejaría allí mientras retransmitía a mi audiencia los desastres de la guerra? ¿Le tomaría una instantánea con la que ganar el Premio Hasselblad? No, coño, no. Allí primero se salvaba al niño y luego se sacaba la foto y se escribía el reportaje. Vamos. Que él se llega a topar con un fotógrafo así de repugnante y de la trompada que le metía se comía los dientes.

Y es que lo de los niños era superior a sus fuerzas. Un hombre o una mujer lloraban, gritaban, corrían despavoridos. Un niño no. ¿Había visto yo alguna vez a un niño en mitad de una guerra? Joder. La puta. Los pobrecillos solo hacen que mirar asustados. Tienen tanto miedo que no consiguen ni moverse. Es lo más atroz que uno puede echarse en cara. Ese llanto mudo. Ese silencio en medio de las bombas. Ese terror instalado en sus caritas. No, amigo. Eso no se olvida ni con una botella de ron al día. ¿O es que yo pensaba que Hemingway bebía por placer? Ni de coña.

En ese momento lo llamaron desde un despacho que había al final de la sala. Parecía importante. El despacho y la llamada. Guillén se disculpó y desapareció cinco minutos tras una puerta de cristal. Cinco minutos que yo aproveché para echar un vistazo a su mesa de trabajo. A un ordenador, una montaña de libretas de anillas gastadas de tanto uso, una taza de té para guardar bolígrafos con la inscripción I love NY. Los laterales del ordenador, los bordes de la mesa, el canto de un listín telefónico del año dos mil siete estaban plagados de papelitos amarillos con anotaciones, direcciones de correo y nombres. Y, como ya no se podía fumar en ningún sitio, un cenicero de loza blanca a juego con la taza servía de depósito de grapas y monedas de dos y de cinco céntimos.

Cuando el periodista regresó, nos cruzamos las miradas como dos duelistas del Viejo Oeste. Yo quise ver en la suya un contratiempo (una rebaja de sueldo, un reportaje antipático, una bronca del jefe), y él, en la mía, una sombra de curiosidad. David abrió las manos. Nada grave. Gajes del oficio. Luego señaló su escritorio. Yo no debía dejarme engañar por el desbarajuste. Todo estaba bajo control. Él sabría encontrar lo que necesitara en aquella anarquía. Una vez la señora de la limpieza pretendió poner orden allí y casi la matan entre los tres. La pobre mujer ahora se limitaba a pasar un trapo húmedo por los huecos que dejaban francos las libretas y los papeles amarillos y a vaciar la papelera.

Guillén se interesó por la supuesta conspiración que investigaba yo. En qué lugares se habían cometido y quiénes estaban detrás de los sabotajes. Le conté lo que sabía con la esperanza de que él pudiera rellenar los huecos que me faltaban. Me pidió, al igual que Margarita Esponda, que le repitiera el nombre de las ciudades en las que se habían producido los atentados. Lo hice. Y cuando iba a añadir que ya sabía lo de los puertos, a David se le iluminó la mirada. Levantó la mano izquierda para que lo dejara pensar un instante. Miró al techo. Cerró los ojos. Y lanzó una maldición. Joder. Joder. Joder. No eran tontos los muy cabrones. Y no elegían al azar, ¿eh? Sí. Lo decía también por lo de los puertos. Pero él se refería a algo más sutil, más enraizado en la memoria. San Petersburgo, Odessa, Tesalónica. ¿Sabía yo que otra cosa tenían en común?

Tras la matanza de Srebenica, los vencedores bailaron sobre los cadáveres de los vencidos. Bebieron a la salud de la Gran Serbia. Cantaron sus himnos. Agitaron sus banderas. Y como solía decirse: mientras la derrota es huérfana, la victoria tiene mil padres. Por eso, junto a las banderas serbias que ondeaban en la celebración, también se veían otras. ¿Qué otras? Por ejemplo la de Rusia, siempre controlándolo todo. Por ejemplo la de Ucrania, recién independizada. Por ejemplo la de Grecia, con intereses en la región. O lo que era lo mismo: San Petersburgo, Odessa y Tesalónica. De manera que el círculo de la venganza se cerraba. Los bosnios no solo estaban vapuleando los intereses serbios, sino los de aquellos países que colaboraron en la masacre.

Para lo único que Guillén no tenía respuesta era para lo de La Isleta. Los españoles no habíamos participado en los Balcanes más que como misioneros de paz. Pero, visto el plan inicial, vista la escrupulosa organización de los atentados, debía de haber una razón para que los saboteadores eligieran Gran Canaria. Por si podían serme de ayuda, sacó del último cajón una carpeta con recortes de prensa y apuntes sobre aquellos años, me señaló la fotocopiadora (que se jodieran sus jefes y sus recortes) y me invitó a que me llevara una copia de los documentos. Nada de gracias. Un placer. Y que le diera recuerdos a la prima Beatriz.

Eran siete los correos electrónicos de Safet. Posiblemente hubiera habido algún otro intercalado entre ellos, pero los que Nizar Majluf había impreso y se había llevado consigo en la maleta eran siete. El primero estaba fechado el dieciséis de mayo. El último, el sábado cuatro de agosto, el día antes de su muerte. Debió de haberlos enviado desde algún locutorio o algún cibercafé de los que abundan en Guanarteme o Las Canteras.

La teoría de Beatriz sobre que podríamos encontrar ayuda en la universidad para traducirlos se dio de tortas con la época en que estábamos. Agosto. Mal mes para pedir auxilio en el campus. Entre que el nuevo equipo rectoral había ordenado clausurar las instalaciones para ahorrar gastos y que el nuevo sistema educativo había clausurado septiembre como mes de exámenes (las convocatorias, no sé por qué política de homogeneización europea, se realizaban en junio y en julio), aquello era un desierto. Ni siquiera la biblioteca estaba abierta. ¿Para qué, si nadie tenía que examinarse después del verano? Probé suerte, a pesar de la tristeza que producía aquella calma, en los despachos de los profesores.

No era la primera vez que acudía allí. Mientras investigaba una red de trata de blancas en el sur de la isla, necesité de la colaboración de un profesor de cultura eslava: Nicolai Dzurinda. Un tipo polifacético que hablaba y bebía en media docena de idiomas, y que me había presentado, en su despacho, el inspector Álvarez. Pero aquel caso había transcurrido en febrero (lo recordaba bien porque me pilló un tiroteo disparatado en mitad del entierro de la sardina que a pique estuvo de mandarme al otro barrio) y no en agosto. En mi recuerdo había corrillos de estudiantes parlanchines, el sonsonete de las máquinas de bebidas y el eco de algunos profesores dando clases. Ahora, el silencio se había adueñado de los pasillos.

Un guardia de seguridad negro y bembón que escuchaba una canción de Pablo Milanés, Yo no te pido que me bajes una estrella azul, se levantó de su garita para recibirme. Imaginé que el hombre andaba aburrido de tanta quietud y que cualquier interrupción de su lectura le sonaba a verbena. Me explicó lo del ahorro de energía y dinero. Y lo de los nuevos planes de Bolonia. El caso era que aquello estaba muerto. Solo se oía su reproductor de música, Yo no te pido que me firmes mil papeles grises para amar. Había días en que no iba nadie. Esa mañana, desde que él había relevado al compañero de la noche, únicamente tres personas habían entrado (señalaba a mi espalda) por esa puerta. ¿Los conocía? Desde luego que sí. Llevaba seis años trabajando de seguritas en el campus de Humanidades. Conocía a todo el mundo.

Pues uno era profesor de Historia Contemporánea que, allí entre nosotros, tenía muy poca vida privada porque pasaba más tiempo en la universidad que en su casa. Otra, una profesora de Arte que se pasaba el día restaurando cuadros de la época de Maricastaña. La última, una becaria que estaba acabando su tesis doctoral. Una preciosidad, si se le permitía señalarlo. Claro que se le permitía. Lo que molestaba era la baba de sátiro que ponía al cabrón al hablar de la chica.

Sin mucha convicción subí la escalera por si sonaba la flauta. Y no sólo sonó sino que la melodía era encantadora. Tenía razón el sátiro bembón. En un despacho de la segunda planta, una muchacha morena se dejaba la vista (llevaba gafas de pasta azul que no lograban ocultar sus hermosos ojos) delante de un portátil. Debía de tratarse de la preciosidad de la que había hablado el guardia. Sin embargo, empezamos con mal pie. Tan concentrada estaba en su trabajo, tan silencioso estaba el edificio, que el simple golpeteo en la puerta del despacho hizo que se sobresaltara. Un desastre. Su tesis por los suelos. Sus gafas por los aires. El ordenador a la otra punta de la mesa.

Levanté las manos y puse cara de circunstancias. Perdón. Me había dejado entrar el guardia. Perdón. Venía a hacer una consulta y sentía en el alma todo el estropicio que había causado. Perdón. Me acerqué despacio para ayudarla a recoger los papeles. Me arrodillé junto a ella. Le pedí por favor que me dijera que tenía copia de esa tesis en alguna parte. A la muchacha le regresó el color a la cara. Como para no tenerla, con lo traicionera que es la informática. Una copia en el portátil y dos más en pen drive. Suspiré aliviado. Y la risa de Adela se desordenó como sus papeles. Sí. Se llamaba Adela. Había obtenido una beca de posgrado para realizar su tesis sobre la traducción de El principito de Saint-Exupéry. Y eso significaba una cosa: que conocía perfectamente el francés.

Le expuse lo que hacía para ganarme la vida. Ya sabía que sonaba a trola para impresionar, pero le juraba que era cierto de principio a fin. Resumí en cuatro frases los últimos cuatro días. Y porque la necesitaba, porque le había dado un susto de muerte y porque era la hora, quería invitarla a almorzar. Ella dudó un instante. Me miró de otra forma, como buscándome imperfecciones. Era todo tan raro. No me conocía de nada. Tenía mucho trabajo que hacer. Y había tanto pirado suelto por ahí… Me la jugué al tres negro. Una, yo tampoco la conocía a ella. Dos, no me sobraba el tiempo: había un poeta que pedía a gritos que lo rescataran. Tres, los pirados sueltos de hoy en día no tienen sexo: si yo le contara de algunas mujeres que había conocido en mi oficio. Y negro, el guardián me había visto entrar y nos iba a ver salir: si ella quería, le dejaba mi DNI en prenda. Adela se arregló el pelo en un gesto que, luego supe, repetía como un tic nervioso. Con el dedo índice de su mano izquierda se colocaba los flecos detrás de la oreja para que no la estorbaran al hablar. Tampoco hacía falta tanta parafernalia. Mejor no, que el seguritas negro era un bocazas y un cotilla. Recogió su mochila. Apagó el ordenador. Y aceptó mi invitación.