A veces pienso que las cosas, como diría el cubano, suceden cuando convienen. Esa tarde salí de la comisaría sin hambre. Con ganas de marcharme a casa. De darme una ducha. De olvidarme por unas horas de tirios y troyanos, bosnios y serbios, vencedores y vencidos. De esperar a que el calor diera una tregua y dormir cinco horas seguidas. Pero sonó el teléfono. Y pude no haber contestado pero contesté. Y pudo haber sido alguien que se equivocaba pero no lo era. Y la voz de Beatriz sonó más frágil que nunca. Y mis planes se fueron al garete.

Acababa de dejar a sus hijos en casa de César. No había podido soportar que Marta se le rebelara en una discusión de lo más tonta y le hubiera gritado, exigido irse a vivir con su padre durante un tiempo. No sabía qué, pero algo se le había roto. Estaba harta. Harta de sus padres. Harta del cabrón de César. Harta de ser el muñeco del pimpampum de todos. Harta del calor. Hizo una pausa en la que, acaso, debía poner también harta de mí. Pero continuó con su protesta. Ahora, encima, hasta su hija se ponía farruca. Claro que sabía que eran cosas de niños, a ella se lo iba yo a contar, que había criado como quien dice sola a dos. Pero los niños son a veces tan crueles que merecen un escarmiento. ¿Querían ir con su padre? Pues arrieritos somos… que se fueran con él. Con el mejor padre del mundo, el dios de los papás, fuerte bicoca. Así que agarró una maleta, metió varias mudas y los llevó con su exmarido. En la puerta se los dejó. No esperó ni a que abriera. Ya hablarían cuando se le pasara el rebote.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Una cosa es hacerse la fuerte delante del enemigo y otra ser fuerte de veras. Estaba rota, triste, asustada. ¿Y si, después, los niños no querían volver con ella? ¿Y si César la denunciaba por abandono? ¿Cómo había podido ser tan estúpida? Me llamaba desde la avenida marítima. Tuve que suponerlo por el ruido del viento que aprisionaba las palabras y las lanzaba lejos. Había dejado el coche. No sabía decir dónde. Se había echado a andar por el malecón. Habían estado a punto de atropellarla tres ciclistas, una corredora de fondo y un niño con patines. Caminaba sin rumbo. Con un vacío de hielo en el pecho que le impedía respirar, cuánto menos mirar si lo que pisaba era carril bici o suelo libre.

Le pedí que se detuviera. Que intentara calmarse. Que buscara un punto de referencia. No. Se lo agradecía y me sentía halagado pero yo no valía como punto de referencia. Estaba hablándole de una estatua, de una rotonda, de un edificio. ¿Estaba viendo la biblioteca del Estado? Perfecto. Una imagen preciosa, ¿a que sí? Eso estaba a la altura del parque San Telmo. Y cerca había un caminito para entrar a la ciudad por debajo de la avenida. Le pedí que lo cruzara, con calma porque no está bien iluminado. Que fuera al parque. Que se sentara en uno de los bancos. Que me esperara. En diez minutos estaría con ella. Mentí. Fueron veinte. Pero me dio la sensación, tan frágil la encontré, que me hubiera esperado veinte años. Sin moverse. Con los ojos perdidos, secos de llorar.

No dijo nada. Ni se inmutó. Me dejó cogerle la mano, que estaba helada. Y continuó mirando al vacío y llorando en silencio. No supe cuánto estuvimos así. Cayó la noche. Se encendieron las luces del parque. La terraza del quiosco modernista se llenó de vida. Varias pandillas de pibes fueron reuniéndose alrededor de un líder, una guitarra o una botella de ron barato. El barullo no logró sacar a Beatriz de su melancolía. Cuando habló fue para lanzarle una pregunta a la noche, La he jodido, ¿verdad?

—Mira por dónde, has acudido al hombre adecuado. Nadie la jode como yo.

—¡Qué bobo!

—Nada de bobo. Soy experto en joderla, ¿no lo ves? Cincuenta y cuatro años y, por no tener, no tengo ni exmujer que me amargue la vida.

—Je. No sabes la suerte que tienes.

—Según cómo lo mires. A veces me pregunto si es que nadie me ha querido lo suficiente para pasarse después al lado oscuro.

—Yo te quiero.

—Lo sé. Y tus hijos a ti. Por eso te lo digo. No vas a perderlos. Los niños son crueles, es cierto, pero también son egoístas. Y los tuyos no van a cambiar a una madre cojonuda que se desvive por ellos por un tipo que no sabe ni qué número de zapatos calzan. Mañana o pasado, a más tardar, te estarán llamando para que vayas a por ellos. Se acordarán de quién se mamó sus fiebres y sus catarros en pura vela. Te pedirán perdón. Te jurarán que jamás volverán a hacerlo. Te mentirán.

—¿Y mientras?

—Mientras tienes dos opciones: o te vas a tu casa sola a morderte las uñas o te vienes a dormir conmigo.

—Con este calor no hay quien duerma, cóntrale.

—Pues si no vamos a dormir, mejor estar acompañados, ¿no?

—¿Te sabes algún cuento?

—Buf. Te puedo contar una bonita historia de amor y de amistad.

—¿Hay sexo?

—Solo pajas. Pero es muy emocionante.

Se movían. El ruido del motor y los tumbos que daba la embarcación le indicaban que se estaban desplazando. No sabía de dónde ni hacia dónde. No sabía por qué. Ni cuánto iba a durar el viaje. Nizar intentó abrir los ojos para capturar algún atisbo de luz que le indicara si era de día o de noche. Pero la gasa debía de estar bañada en algún líquido porque le abrasaban. Como si tuviera vidrios adheridos a los párpados. Hacía calor allí dentro. Notaba el sudor, el olor amargo, la angustia pegajosa. A lo peor, entonces, no era que hubieran rociado la venda con algo, sino que fuesen sus propias gotas de sudor las que le hirieran la vista. Tenía sed. Intentó recordar la última vez que le habían dado de beber. Pero es difícil calcular el tiempo cuando la muerte te está soplando en la oreja.

Comenzaba a sentirse mareado. Y entonces tuvo miedo. ¿Y si devolvía y se ahogaba en sus propios vómitos? Ladeó la cabeza. Y un tufo bilioso le advirtió de que ya había vomitado en algún momento de su cautiverio. Pero ¿cuándo? No recordaba haberlo hecho. Unos pasos fuera del camarote lo pusieron en alerta. Y el ruido de una cancela que se abría. Y un carraspeo de ruedas metálicas sobre la madera de la habitación. La voz de Orucevic seguía sonando dulce. Hablaba con una calma adormecedora. Se interesó por el estado de Nizar. Se disculpó por la situación en la que se habían visto obligados a mantenerlo. Le preguntó si necesitaba algo.

Al poeta le pareció una broma de mal gusto. ¿Acaso el jodido viejo aquel, además de las piernas, tenía también el olfato muerto? Le costó emitir un sonido. La sequedad de la garganta y el esfuerzo por vomitar habían acabado por hacer mella en su voz. Cuando habló no se la reconoció. Pidió si podían cambiarlo de postura y limpiar la esterilla donde dormía. El anciano estuvo de acuerdo en que aquello apestaba a pocilga. Hizo un mal chiste sobre cerdos y serbios, carne infecta en cualquier caso. Ordenó a alguien que abriera las ventanas y limpiara el camarote.

Lo desataron y lo volvieron a atar a una silla. Oyó cómo baldeaban el suelo y frotaban la madera con una sustancia que olía a lejía o a desinfectante. La brisa marina refrescó algo el ambiente y el poeta pudo respirar sin miedo a ahogarse. Mientras tanto, nadie le dirigió la palabra. Lo mantuvieron a ciegas. Pidió un poco de agua pero fue en el desierto. Levantó la cabeza por si podía percibir algo por debajo de la venda pero le volvió el dolor lacerante, así que prefirió la oscuridad. No lo devolvieron inmediatamente al camastro. Le acercaron a los labios un vaso de agua. Bebió despacio, apurando cada gota. Sabía a herrumbre y a lodo, pero aliviaba la sed.

Seguían sin hablarle, sin responder a sus preguntas desesperadas. La puerta se cerró de nuevo y el camarote se despejó de ruidos. La oscuridad era de fuego. Le ardía la cara. Intuía que alguien estaba a su lado pero desconocía quién, cuántos y con qué intenciones. Si hubiesen querido matarlo ya lo habrían hecho. Entonces a qué tanto misterio. Esperó unos segundos que se le figuraron años hasta que el anciano decidió intervenir. Y la intervención se convirtió en relato bíblico.

Nizar conocía la historia. Tal vez no toda. Tal vez no así. Pero había vivido los mismos acontecimientos. Había sufrido la misma miseria de aquella guerra puta. Pensó que la edad podría haber desteñido los hechos. Que podría haberlos simplificado, bastardeado, negado. Que a los veinte años no se vive una desgracia como a los cincuenta. Que la historia de amor con Patricia quizá había distorsionado su percepción de la realidad. Porque lo que el viejo le contaba le sonó más cruel, más descarnado que su recuerdo del sitio de Sarajevo.

Orucevic no había sido siempre como le estaba viendo. Perdón. Como lo estaba escuchando. Y no se refería a su invalidez, esa era la menor de las secuelas. Quería decir que, antes de la guerra que los cambió a todos (a muchos, definitivamente), se ganaba la vida de un modo honroso. Tenía un negocio de carnes. Por eso, y no por otra cosa, lo llamaban el Carnicero de Srebenica. Sí. Un negocio próspero. Y una esposa llamada Laila, la mujer con la piel más suave del mundo. Y dos hijos llamados Kemal y Samir, muchachos que ahora dormían el sueño de los justos en un cementerio improvisado (entonces, toda Bosnia era un gran cementerio) a las afueras de Mostar. Era un hombre honrado, temeroso de Dios, compasivo. Pero estalló la guerra y en las guerras la honradez y la compasión no sirven de gran cosa. En las guerras solo sirve el odio.

Orucevic aprendió a odiar con tanto fervor como había aprendido a amar la piel de Leila y las risas de Kemal y Samir. Aprendió a odiar con la misma pericia con la que había aprendido el negocio de la carne. Y un cuchillo que destaza un cordero también destaza a un hombre. Así empezó su metamorfosis. A cuchillada limpia. Y certera. Y cuando los cuchillos se le hicieron poco, cuando destrozó hasta el último que había en su carnicería a golpe de tajo, cuando no le llegaba ni a la muela el gusto de matar serbios uno a uno, se pasó a las armas de fuego. A empuñarlas y dispararlas. Pero también a pasarlas de contrabando. Se unió a la guerrilla. Con unos cuantos desencantados como él se formó un grupo cuya misión era hacer llegar a la ciudad sitiada armas, medicinas, alimento, agua, petróleo. Cualquier cosa con que aliviar las penas de los sitiados.

Todo bajo los bigotes de los serbios. A través de subterráneos, de grutas, de riscos por donde no se atrevería a cruzar ni una cabra. El hueco más pequeño y recóndito valía para su cometido. Allí comenzó a labrarse la leyenda del Carnicero. No tenía rango militar ni falta que le hizo. Enseguida se adueñó de las catacumbas y los pasadizos. Lo elevaron a capitán. Por su osadía, su intuición para cruzar al otro lado en el momento justo, su temeridad. Sí. Lo suyo no era valor. Era pura temeridad. Quien no tiene nada que perder (se negó a rememorar lo que los cabrones serbios hicieron con la piel de Leila y la risa de Kemal y Samir) se convierte en un enemigo terrible. El peor al que te puedes enfrentar. De eso se percataron pronto los mandos de la milicia bosnia. Y se aprovecharon de su desesperación, de un deseo de venganza que aún hoy, veinte años después, no había río que aplacara. Todos se aprovecharon de él. Todos. Incluso ahora que…

Si Majluf hubiera podido verlo (no sabía por qué lo mantenían todavía a ciegas si ya sabía quiénes eran), se habría sorprendido de las lágrimas de Orucevic. Por su voz, sin embargo, no pudo advertir que lloraba. Porque el anciano se había vuelto de piedra. Su metamorfosis lo había convertido en un farallón. Y, hasta en los instantes de mayor emoción, conservaba el pulso de su francés elegante y comedido.

Eran casi las once cuando dimos con su coche. Estaba aparcado en una zona de carga y descarga a dos manzanas de la casa de los padres de César. Sí, señor. El tipo había vuelto con ellos. Un hombre como un castillo, coño, y, en lugar de alquilarse un apartamento, regresa al hogar de la infancia. A vivir de la sopa boba en la pensión de Matildita. La madre se llamaba Matilde. Y el padre, Arturo. ¿Cómo eran? La farmacéutica se lo pensó dos veces antes de responder y optó por una versión abreviada que podía significar tanto lo uno como lo contrario: Arturo y Matilde era sus suegros. Y punto pelota.

Beatriz no podía entender por qué en mi casa hacía tanto calor. Cómo podía vivir alguien en aquel horno en verano. En verano y en invierno. Vaya gracia. Era la única casa que tenía yo. Ya me hubiera gustado tener un castillo en Balmoral como la reina de Inglaterra, pero con mi sueldo no me daba ni para una choza en el Confital. ¿La de mi abuelo? Imposible. Demasiado duro. Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio. No podía venderla porque en esa casona estaba la historia de mi vida. Y no podía vivir allí por lo mismo. No. Demasiado doloroso. De manera que a aguantar el calor. Además, la verdad era más vergonzosa e interesada. La mantenía adrede a esa temperatura para que las chicas se desnudaran pronto. Beatriz me miró con ojos de gata. No sabía yo nada. Menudo pasado que debía de tener.

Le juré por mis muertos (que son muchos, que son todos) que se equivocaba. Que mi pasado a ese respecto tiraba a patético. Que me ocurría con las mujeres lo que a Mohamed Alí con los rivales: no me duraban un asalto. A las primeras de cambio se asustaban de un oficio tan extraño. Se cansaban de esperar sentadas a que cambiara de trabajo. Se acordaban de un novio anterior que les ofrecía mejores perspectivas de futuro. O simplemente se desenamoraban. El caso era que acababan rajándose. Siempre.

Beatriz levantó la frente. Se puso seria y digna. Se negaba a ser una más. Con lo que le había costado volverse a enamorar para ahora rajarse. No. Que no me hiciese ilusiones. No le asustaba mi trabajo ni pretendía cambiármelo. Y en cuanto a su novio anterior que le guardaran una cría de la echadura. Ni hablar. Tenía el propósito de quedarse conmigo a pesar de mi casa horno. Y reafirmó su declaración con un gesto casi teatral. Se desnudó del todo. Dejó el suelo minado con su falda y su blusa, sus bragas y su sujetador. Y verla andar desnuda por mi salón fue sin duda lo mejor de aquel verano.

No estaba acostumbrado a amanecer al lado de nadie. De ahí que me sobresaltara una mano distinta de la mía a la altura de mi ingle. Y unos cabellos ajenos sembrados en mi pecho. Y unos pies fríos (¿cómo podía un ser vivo, santo Dios, tener así de fríos los pies?) enredados en mis pantorrillas. Mi bote en la cama despertó a Beatriz, que andaba en no sé qué sueño sobre hijos perdidos y madres sin conciencia. La abracé para probarle que todo estaba en orden. La besé en la frente para calmar sus miedos. Le acaricié la espalda a fin de devolverle el sosiego. Su mano en mi ingle me respondió que estaba sosegada. Su boca en mi cuello, que ya no sentía miedo. Su sonrisa, que todo estaba en orden. Pero quería desordenarlo todo, ponerlo todo patas arriba, mandar al carajo la desazón de la noche anterior, agradecerme mis desvelos.

Una hora de reloj duró el agradecimiento. Tres veces gritó gracias, gracias, gracias. Tuve la sensación de que sus gritos no iban destinados a mí, de que sus pensamientos estaban en otro sitio. Pero no se me da bien contradecir a una mujer cuando decide llevar las riendas de su pasión hasta el final. Nos encontramos luego ante el espejo del baño. Su reflejo parecía más divertido que feliz. El mío, más feliz que divertido. Nos duchamos juntos. Siempre había querido, dijo, ducharse conmigo. Un momento mágico de intimidad. Una catarsis compartida. Con el agua que cae sobre los cuerpos caen también las pesadillas y los miedos. Para asegurarnos de que todo lo malo se iba por el sumidero usamos las manos, las caderas, la lengua. Sus pezones sabían a gel de manzana.

Desayunamos desnudos en la cama, que aún mantenía caliente el olor de la noche. Café, zumo de naranja y magdalenas integrales. No supe de dónde había salido todo eso. No recordaba haber comprado ni naranjas ni magdalenas (mucho menos, integrales). Sospeché que la buena de Gloria pretendía mimarme como antes había mimado al abuelo Colacho. Le hablé a Beatriz de mi caso. De mi extranjero muerto. De mi poeta perdido. De un viejo paralítico y su enfermero que se hallaban al final de la escalera. De una guerra de hacía veinte años que parecía no acabar nunca. De unos correos electrónicos. ¿Conocía a alguien que hablara bien el francés? No. Pero en la universidad o en una escuela de idiomas debía de haber traductores a patadas. A quien sí conocía era a un periodista experto en guerras. Su primo David Guillén trabajaba en uno de los periódicos, no recordaba en cuál. Había seguido, en vivo y en directo, el conflicto de Palestina, las dos guerras del Golfo y alguna que otra batalla más en lugares que ni siquiera sabría pronunciar. Tal vez podía ayudarme en la investigación. Por algún sitio debía de tener su número.