La cama se movía. No exactamente la cama, que era un jergón áspero y deshilachado sobre el suelo, sino toda la estancia. Un balanceo cadencioso, como de susurro. El susurro del mar. Estaba en un barco. No necesitaba verlo (tenía los ojos vendados con una cincha grasienta y maloliente) ni tocarlo (las manos presas con una cadena fijada a la pared) para saber que lo habían trasladado a un barco. Le bastaba con olerlo. Una mezcla de sal y carburante. La culpa había sido del idioma. Sí. De haber sabido leer en castellano, se hubiera dado cuenta a tiempo de la muerte de Safet. Hubiera comprendido que Thomas Tesla no era más que un burdo seudónimo. Que el cadáver hallado en un callejón de La Isleta (se trataba de La Isleta y no de la isla, como él había creído en un principio) era el de su compañero de universidad.
Le habían tendido una celada. Atraído a la tela de araña con mentiras, se había comportado como una mosca ingenua. No sabía si le dolía más el golpe en la cabeza o la forma en que se había dejado engañar. En cualquier caso, ya era tarde para arrepentirse. Su amigo había muerto y él lo iba a estar muy pronto. La verdad es que no entendía por qué no lo estaba ya, por qué lo mantenían allí a base de arroz hervido y té verde. Imaginó que pretendían guardarse esa baza por si tenían, más tarde, que negociar una salida. O sea que a peor la mejoría: estaba muerto aunque aún respirara.
Había acudido a la llamada del falso Safet Efendic. Había seguido a pie juntillas las instrucciones que venían en la nota. Había cogido una guagua en la alameda que estaba frente a su hotel. Se había bajado en la última parada. Había atravesado una plazoleta con árboles pelados y bancos rojos. Subido una calle estrecha cuyo nombre no recordaba. Doblado la esquina donde un bazar de golosinas. Seguido recto por el margen izquierdo. Cruzado otra callejuela sin asfaltar. Y pulsado el telefonillo de la tercera vivienda, la número 23, donde rezaba escrito con letras de molde, planta baja. Dos timbrazos breves y tres más espaciados le pusieron fantasía al anzuelo.
La primera puerta cedió enseguida con un zumbido metálico. Cuando se abrió la segunda, la de la casa, el viejo le dio la bienvenida en un árabe culto y delicado. La silla de ruedas impresionaba. La engañosa fragilidad de aquel hombre que parecía un senador romano. Su voz cálida, amable. Por un instante pensó que su amigo había exagerado en la descripción de Orucevic. Que no era tan cruel, tan sanguinario. Por un instante. Una sombra desde atrás y un golpe en la cabeza que aún escocía lo sacaron del error. Y luego la negrura más furiosa.
Ahora Majluf se aferraba a un argumento, cualquier argumento, para seguir luchando. Estaba el instinto de supervivencia. El dolor por la muerte de Safet. El deseo de venganza. Las ganas de regresar a casa y a la poesía, que era otra manera de estar en casa. Aún tenía muchas cosas que vivir, que escribir. Una novela había quedado a medias. Una novela, acaso demasiado lánguida, que narraba su juventud en Sarajevo; sin duda la mejor época de su vida a pesar del drama y el sufrimiento. O quizá precisamente a causa del drama y del sufrimiento. La guerra. Y el amor arrebatado por una parisina. Y la rivalidad con Safet, primero. Y su amistad imperecedera a pesar de los celos, después. De hecho, aunque el idioma materno de ambos era el árabe, siempre se habían comunicado en francés. Por ella. ¿No decían que era el idioma del amor?
Los había presentado Patricia en un tugurio cochambroso del puente latino. Y ambos se habían sentido defraudados porque esperaban ser protagonistas únicos y no secundarios siempre al límite de la tragedia. Veinte años después aún bromeaban con la historia. Tremendo novelón por entregas. Solo les había faltado un duelo con padrinos al amanecer. Y la cosa era bien simple, lo más simple del mundo. Sucedió que Patricia se sentía sola en aquella ciudad romántica, aquella Sarajevo sitiada, aquellas calles llenas de peligros de mil novecientos noventa y uno. Necesitaba compañía, calor, amparo. Se encariñó del tímido estudiante de ingeniería y del poeta rebelde. La cara y la cruz de la moneda. Vivió con ellos un año de risas y peligros, de juegos cómplices, de lecturas y llantos, de borracheras mimosas hasta la madrugada. Puede que se hubiera enamorado de ambos. Pero, llegado el momento, no supo por cuál decidirse. Así que, a fin de no romper el hechizo de una linda amistad, los dejó compuestos y sin novia de París. ¿Vislumbraba quizá que sería más fácil recoger los pedazos si eran dos los corazones rotos?
Safet y Nizar comprendieron que los unían más lazos que el amor. Tenían las mismas ideas, les gustaba la misma música, leían a los mismos autores. Y aún estaban por experimentar lo peor. Continuaron citándose en el mismo bar, primero para hablar de ella, de su piel nívea y suave, de sus ojos profundos, de la manera en que su risa lo iluminaba todo. Luego continuaron hablando de otras cosas. Hicieron planes. Se implicaron en la guerra de guerrillas por las calles asoladas. Soñaron con cambiar el mundo. Así sobrevivieron juntos al abandono, y el abandono forjó una amistad inquebrantable. Al final tuvo razón Patricia. Por eso Majluf había llegado a Gran Canaria. Por eso estaba allí, en aquel barco. Por eso necesitaba aguantar el dolor de la cinchas en las muñecas, soportar la oscuridad y el tufo a orines de la gasa en los ojos, sobreponerse al mareo de las olas. Necesitaba vivir para vengar la muerte de su hermano.
Margarita Esponda no llegó a subir la escalera. Antes de que se cumplieran los tres minutos pactados ya estaba yo en la puerta del zaguán, con las llaves del piso y una sonrisa desvergonzada. ¿Cómo las había conseguido? Ah, amiga. Los trucos de magia no se revelan. La mujer policía aceptó mi discreción. Solo quiso recalcar una cosa: aspiraba a que el truco no hubiera incluido amenazas o promesas falsas de una recompensa. Por ahí no pasaría.
Eso era pedir demasiado. ¿Qué esperaba ella? Nadie da duros a cuatro pesetas. Hube de necesitar algún tipo de contrapartida, ¿verdad? Pero que no se preocupara: ni había prometido nada que no pudiera cumplir ni se me había ocurrido implicar a la policía. En cuanto a las amenazas, no las necesité. Nada más amenazador que una puerta cerrada, un piso vacío en el que no se sabe lo que han dejado atrás los inquilinos. Y sí. Puede que yo no hubiera empleado la palabra inquilinos. Puede que terroristas saliera a colación. Pero me había limitado a subrayar lo obvio. Y, entonces, Antonia Algo debió de quedar convencidísima. Probablemente estaría, en aquel instante, al otro lado de la casa. En el baño. Tal vez metida en la bañera con un colchón encima para protegerse de una posible explosión. Esponda se imaginó la escena y soltó una risotada que reverberó como un trueno en el zaguán. Menudo mago estaba hecho yo.
La puerta permanecía cerrada con doble llave. El piso estaba a oscuras. Una llovizna de polvo se colaba por entre las rendijas de luz de las persianas. Olía a especias (curry, clavo, cayena, menta), a sudor y a tabaco negro. Lo que en otras circunstancias me hubiera repugnado, no me produjo ni dentera. Cualquier cosa preferible a la ausencia de olor. O al olor más terrible de la descomposición de un cuerpo. Margarita fue a encender la lámpara del salón pero se lo pensó dos veces. Detuvo el dedo en el aire y aguzó el oído. Mejor no. Mejor valernos nada más que de la luz de la tarde. No era probable que hubieran amañado la instalación para hacerla estallar pero no convenía tentar a la suerte.
Reconozco que esperaba encontrarme un panorama atroz. Pero solo había silencio y abandono. En el fregadero de la cocina aún quedaban calderos y loza con la roña encostrada. El grifo goteaba con una lentitud martirizante. Debajo, en el armario, los útiles de limpieza aparecían ordenados junto al tubo de desagüe. En el baño, toallas arrebujadas por el suelo, la bañera tiznada de pelos y una pasta de dientes casi vacía sobre el lavamanos. En las habitaciones, las camas sin hacer y los almohadones arrugados. En el salón, algunas revistas (qué manía la de los bosnios por las mujeres desnudas), una tetera de acero labrado con dos vasos renegridos y un cenicero de cristal. Fuera de eso no quedaba rastro de que hubiera vivido nadie en la casa desde hacía mucho. Los roperos permanecían abiertos y vacíos. Las cajoneras de las mesillas de noche también. Los tipos se habían ido para no volver.
Margarita insistió en la pulcritud. Si, por un descuido, llegábamos a destruir la más pequeña prueba, Álvarez nos empalaría en mitad de la plaza del Pilar. La sola idea me resultó asquerosa. No me hizo falta expresarlo porque mi rostro se contrajo en una mueca. La agente sonrió, me picó un ojo, se sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa blanca y me obligó a usarlo para mover cualquier objeto de sitio. Y allí me vi yo, registrando la casa de unos asesinos sin alma, en penumbra y protegido por un Pilot azul.
En el patio de luces (me costó Dios y ayuda abrir la puerta sin emplear las manos) tampoco habían dejado nada. Dos trapos de cocina más sucios que otra cosa ondeaban en la liña. El balde de la fregona tenía un poso de agua pestilente con una capa de grasa sobre la que los mosquitos campaban a sus anchas. Sentí alivio de que Nizar Majluf no estuviera allí. Pero también frustración: ahora tendríamos que volver a empezar desde el principio.
Cuando salíamos, la luz del pasillo iluminó parte del salón de los bosnios. Apenas dos metros de suelo sin barrer. Nos percatamos al mismo tiempo. Una baldosa que debía de ser de color marfil como las otras se había teñido de un rojo turbio y grumoso. Esponda se agachó. Raspó una esquina del manchón con la punta de su bolígrafo. Lo levantó en el aire para verlo al trasluz. Lo olió. ¿Era lo que parecía? ¿Podía ser la sangre del esclavo muerto? Sí y no. Se trataba de sangre. Pero no pondría yo la mano en el fuego porque fuera de Tesla. ¿A cuento de qué iban a dispararle en la casa, sacarlo a rastras de allí, y rematarlo en el callejón? Demasiado lío para un inválido y su secretario, por muy alto y muy fuerte que este fuera. No. O mucho me equivocaba o la sangre del suelo pertenecía a mi poeta perdido.
Debo reconocer que Margarita sabía aguantar el tipo en las peores situaciones. A pesar de mi insistencia en que ella no había participado en el registro de la casa, en que la idea había sido una locura y, por tanto, solo podía habérseme ocurrido a mí, la bronca de Álvarez tuvo que oírse hasta en Artenara. ¿Habíamos perdido el juicio o qué? ¿Nos habíamos vuelto totorotas con el calor? La mujer, no obstante, se mantuvo firme (literal y literariamente) delante de la mesa de su jefe. Las piernas juntas. Los brazos estirados y pegados al cuerpo. La cabeza alta. La mirada al frente. Y seria como un disgusto.
Me pareció una deslealtad, una deserción mantenerme al margen del rapapolvo que le estaba cayendo a Esponda, así que me quedé de pie a su lado, chasqueando los dientes, haciendo aspavientos para que Álvarez se olvidara de su presa y fijara su rabia solamente en mí, el auténtico culpable de aquel despropósito. Cuando la fiera se hubo calmado, el silencio se hizo nido en el despacho. El inspector se tomó su tiempo para estudiar el informe que tenía delante; Margarita, para cerrar los ojos y darse una tregua, y yo, para revolver un pensamiento que llevaba rondándome desde hacía un par de días. ¿Por qué Tesla no aparecía en la lista de Borrego? ¿Cómo y cuándo había llegado a Gran Canaria?
Álvarez retomó su discurso con una voz más calmada, apaciguadora, de abuelo indulgente. De acuerdo. Habíamos descubierto la guarida de los asesinos. La perra gorda para nosotros. Pero, al no haber pedido refuerzos, habíamos corrido un riesgo innecesario. Y él no podía permitirse perder a una buena agente y a un buen amigo. No tenía tantos ni de unas ni de otros. ¿Qué habría ocurrido si, al abrir la puerta, aquello hubiese saltado por los aires? ¿Y si se hubiera venido abajo todo el edificio? ¿Cómo íbamos a justificar un desastre de ese tamaño?
Era consciente de que lo habíamos llamado para consultarle y de que él no había respondido (se ahorró cualquier explicación; no tenía por qué darla), pero su respuesta tenía que haber sido la del jaque pastor. La más previsible de todas las respuestas. Nos habría exigido que regresáramos a la comisaría. Que les dejáramos la faena a los que se dedicaban a eso, a los que sabían de eso, a los que cobraban por eso. Pero no, carajo. Teníamos que jugar a espías. Y ahora, encima, a él le tocaba batallar con los artificieros por no haberlos informado a tiempo. Nosotros no teníamos ni idea de lo quisquillosos que eran esos tipos, joder. Para mí era difícil entenderlo porque siempre había ido a mi aire, sin encomendarme a Dios ni a Satanás. Pero Margarita jugaba en equipo y sus decisiones afectaban a todos. Si cada uno hace la guerra por su cuenta, apaga y vámonos.
Cuando tocó preguntar, nos ordenó sentarnos, que parecíamos perros apaleados allí de pie. Quería que le explicásemos el informe. Con detalle. Como si él fuera tonto de baba. Con oraciones simples, nada de subordinadas. Con palabras claras; las metáforas para los poetas. ¿Por dónde empezábamos? Por el principio, desde luego. ¿Quiénes eran y qué coño hacían en Las Palmas el tullido y su enfermero?
Por seguir con la línea de su discurso, reconocí que aún nos quedaban algunos versos sueltos por juntar. Pero el poema empezaba a rimar con venganza. Sí. Venganza. Allí no parecía tener cabida el sexo, por más que asesinos y víctimas se pasaran el día pajeándose como monos. Ni el dinero, aunque las pérdidas económicas de GB Construcciones y Contratas fueran cuantiosas. Ni la ambición de poder, por muchas heridas que aún quedaran abiertas en la dichosa guerra de los Balcanes. Se trataba de venganza. De devolver al enemigo serbio el dolor y la humillación infligidos durante tantos años.
Orucevic había protagonizado las escaramuzas más sonadas durante el sitio de Sarajevo. Su nombre iba asociado al ojo por ojo bíblico, a una ley del talión que en aquella guerra se convirtió en sagrada. Hasta que lo cazaron como a un conejo desde una azotea y ya no pudo seguir adelante sin ayuda. Ahí entraba en escena el enfermero, edecán, sicario o guardaespaldas que lo acompañaba siempre. Todo el mundo hablaba de Turajlic pero nadie podía dar demasiados detalles aparte de que se expresaba en un español despellejado y jugaba a Guadiana en todos sitios. Sí. Nadie lo había visto dos veces. Tesla, por su parte, era un experto en explosivos al que habían contratado para sabotear el centro de salud. El de La Isleta, claro, ¿de qué otro centro de salud podría estar hablando?
Porque en La Isleta estaba la clave de todo aquel enredo. La empresa constructora pertenecía a un tal Goran Banjac, un serbio que se había hecho de oro mercando con la miseria de su pueblo. El derrumbe de la obra había sido provocado. Ni accidente producto de una racha de viento ni vainas. Un sabotaje en toda regla. Idéntico a los producidos en Tesalónica, Odessa y San Petersburgo. Como lo estaban oyendo. Así de grande era el embrollo. Nadie hasta entonces había relacionado todas las explosiones porque los saboteadores se habían cuidado bien de no repetir atentado en el mismo país. Eso hubiera despertado sospechas, ¿verdad? A alguien podía ocurrírsele atar cabos y desmontarles el tinglado, ¿no es eso?
Pero contaban con que los diferentes gobiernos estarían haciendo, ¿cómo había dicho Álvarez?… Eso. La guerra por su cuenta. Cada uno enfrascado en su crisis y en sus problemas domésticos. Las policías nacionales, igual que ocurría en España, bastante tenían ya con atajar los delitos caseros con unos recursos cada vez más precarios. Y la INTERPOL, la EUROPOL y las demás agencias de seguridad internacionales andaban a lo suyo, persiguiendo terroristas, pederastas, traficantes de droga y blanqueadores de dinero. ¿Quién iba a preocuparse por un par de accidentes laborales?
Gervasio Álvarez, mientras yo les exponía mis averiguaciones, consultaba su ordenador para contrastar la tesis de la conspiración. Sonaba todo tan inaudito, tan excéntrico. La luz de la pantalla se le reflejaba en los cristales de las gafas, lo que daba a su rostro un aspecto futurista, las imágenes superpuestas en el aire. De vez en cuando se llevaba la mano a la barbilla y se masajeaba el mentón. Era un tic que tenía desde siempre. No acababa de creerse ese rollo de sabotaje internacional. O tal vez se lo creía pero no le cuadraba que Las Palmas de Gran Canaria fuera uno de los pilares de aquel contubernio bosnio masónico.
Margarita jugaba con los anillos de sus dedos, que era la manera que tenía de pensar. Quien no la conociera podría creer que se había perdido en otras selvas. Que andaba cavilando en asuntos personales: en cuánto se iba a resentir su relación con Álvarez después de la felpa que acababa de llevarse; en cómo iba a afectarle a su carrera; en a ver quién se atrevía a tener un hijo si la botaban del cuerpo. Sin embargo, la agente no se había movido de allí ni un palmo. Miraba el problema en su conjunto y desde arriba. Por eso alejaba su mano, para verse los anillos con perspectiva. Su padre era maestro jubilado. Ahora, como le ocurría a casi todos los viejos, comenzaba a írsele la cabeza. Pero cuando ella era niña, nadie sabía más que Mauricio Esponda de cualquier cosa. Sobre todo de mapas geográficos.
Estilaba jugar a preguntarle a su hija por las capitales de Europa, de África, de América Latina. Animaba a la niña (diez duros por respuesta acertada era una gran motivación) a que señalara en el globo terráqueo países, cordilleras, mares, ríos. De aquel tiempo le venía a Margarita su afición por la geografía. Una vez que los anillos y el recuerdo de infancia se lo habían dicho todo, me miró, puso su mano en mi rodilla y susurró, Repíteme, Ricardo, esos lugares donde se supone que actuaron los saboteadores.
—Según los periódicos digitales, pusieron bombas en Rusia, en Ucrania, en Grecia y aquí. Tal vez lo hicieran también en otros países pero no lo he encontrado en Internet.
—No, chico. Me refiero a los lugares concretos. A las ciudades.
—Ah. Las ciudades. Pues San Petersburgo, Odessa, Tesalónica y Las Palmas. ¿Por qué?
—Porque todas tienen una cosa en común.
—¿Qué cosa?
—Un puerto.
—…
—¿No lo ves? Son ciudades portuarias. Supongo que es la forma más sencilla de entrar y salir sin ser controlado por los servicios de inmigración.
Si no me lancé a besar a Margarita no fue por falta de ganas. Álvarez abrió los brazos con las palmas hacia arriba como un viejo párroco. En su rostro había un gesto casi evangélico de ¿Lo ves?; ¿qué te había dicho?; pon a una mujer en tu investigación y verás la luz. Pero no lo dijo. Se lo guardó para más tarde, por si la cagábamos y tenía que comerse el elogio con papas. Se limitó a dar órdenes. Una por cabeza para ganar tiempo, por si él estaba equivocado y mi poeta aún respiraba en algún cuarto oscuro de la ciudad y no se lo estaban comiendo los marrajos en el fondo de la dársena.
Margarita se pondría en contacto con la autoridad portuaria para que le dieran una lista de embarcaciones que hubieran llegado al puerto de la Luz en los últimos meses y aún anduvieran fondeadas por aquí. Yo tiraría de los correos de Majluf, que los tenía abandonados. Necesitábamos saber qué decían, si había algo en ellos que pudiera servirnos en la investigación. Y él le haría la pelota a la policía científica para que analizaran hasta el último pelo de la bañera en la casa de los bosnios. Teníamos treinta y seis horas. Ni una más.