Un viejo inválido con su mayordomo. Al fin una pieza que encajaba en el rompecabezas. Una buena noticia. Para mí, claro. Para Nizar Majluf sonaba a la peor de todas. Porque resultó que el tullido se llamaba Bakir Orucevic y era un líder guerrillero regresado del infierno de Srebenica. A Rafael Borrego no le costó más que cinco minutos obtener su historial de guerra, de posguerra y hasta de armisticio. El policía lanzó un silbido al desplegar las primeras páginas de Internet sobre Orucevic. Se trataba de un hombre venerado. Un gurú. Había salvado cientos de vidas de compatriotas. Le llamaban el carnicero. Había defendido hasta la invalidez la causa de los bosnios musulmanes. Le había alcanzado una bala en la avenida de los francotiradores, en pleno corazón de Sarajevo. Sí. Avenida de los francotiradores. Joder con el nombre. Hasta de la desgracia somos capaces de hacer broma. Pero un disparo en la columna no tiene nada de gracioso. Un disparo en la columna te jode la vida. Así que no era de extrañar que lo que Orucevic más odiara en este mundo fuera a los serbios. O sea que ya teníamos un móvil para los sabotajes.

Pero eso nos planteaba una duda mayor que parecía desafinar en el cuarteto de Sarajevo: Orucevic, su ayudante, Tesla y Majluf pertenecían al mismo bando; el bando de los saboteadores, de los vencidos y humillados, de los que hubieran dado la vida por acabar con Goran Banjac y todo lo que este significaba. ¿Por qué, de repente, se habían convertido en enemigos mortales? Me di cuenta de que pensaba en voz alta y de que Rafael Borrego no perdía ripio a mi razonamiento. Pero la ocasión lo merecía. Acababa de abrirse una rendija en aquel sótano oscuro. A Tesla no lo había matado un enano de circo ni un hombre arrodillado. Lo había hecho un viejo a sangre fría. Un viejo compatriota que se habría negado a delegar en su edecán de campo la tarea de impartir justicia o escarmiento o venganza. Un viejo compatriota y lisiado que había llegado a Gran Canaria hacía cincuenta y cinco días. Por eso la bala se había incrustado a más de dos metros de altura en la pared del callejón. Y por eso la policía había preguntado al cliente de Cosme si aún pasaba por el barrio el carro de los helados. Una silla de ruedas dejaría el mismo rastro.

¿Dónde vivían Orucevic y su asistente? En el hotel Cristina. O eso ponía en su ficha de entrada. ¿Cincuenta y cinco días en el Cristina? Ni que fuera Pekín, carajo. No se lo creían ni los peces de colores. Una llamada bastó para comprobar que, en efecto, los dos bosnios se habían alojado allí. Pero durante tres noches. Se habían comportado de un modo correctísimo. Habían pagado en efectivo. No habían recibido mensajes durante su estancia. Y no los habían vuelto a ver desde entonces. ¿Todo eso con una simple llamada? Sí. No se veían muchas sillas de ruedas al año en el hotel.

Le di las gracias a Borrego. Me había servido de gran ayuda. Esperaba no tener que molestarlo más. El policía no dijo nada. Entornó los ojos como quien intenta acostumbrarse a la luz tras un largo tiempo de oscuridad. Me dio un apretón de manos breve y tímido. Y regresó a sus asuntos virtuales antes de que yo saliera del despacho. Bajé la escalera de la comisaría despacio, con una duda encima como un fardo de arena. No tenía claro si debía hacer partícipe del descubrimiento a Álvarez o esperar tener otros argumentos, el paradero de Orucevic por ejemplo. Imaginé que Borrego, tarde o temprano, informaría al inspector de mi visita y no quería problemas con mi viejo amigo.

Ya lo sabía. En ese mismo instante lo estaba sabiendo. Al agente informático le había faltado tiempo para llamarlo. Cuando toqué a su puerta, Álvarez me esperaba con una mirada circunspecta y el teléfono en la oreja. Respondía con monosílabos a su interlocutor, la voz grave y cetrina, las cejas engrifadas. Jugaba con un pastillero negro de metal que hacía sonar al ritmo de sus palabras. Para matar el hambre se había aficionado al regaliz. Una vez hubo colgado, me lanzó una sonrisa socarrona de las suyas, Qué buen policía hubieras sido, Ricardillo; no sé por qué no te hemos fichado aún. Me sorprendió su cambio de humor, Porque hay que estudiar mucho, Gervasio; y, además, yo no sirvo para acatar órdenes; ya me conoce: con mi carácter me pasaría más tiempo arrestado de empleo y sueldo que en la comisaría.

Le di el parte completo. Sin disimulos. A fin de cuentas estaba allí por él. Susana había mostrado empeño, pero sin la anuencia de Álvarez jamás me hubiera metido en aquel fregado. Le di el parte pero, eso sí, insistí en que esta vez, sin que sirviera de precedente, le encargara la investigación a alguien que no estuviera a punto de jubilarse, ande. A alguien que no hubiera llegado al cargo hacía diez días, mire a ver. A alguien que no se creyera James Bond, por lo que más quiera. En suma, a alguien con sentido común, hombre, por Dios. El inspector escuchó mi demanda con los ojos entrecerrados. No supe si le aburría el alegato o simplemente no se lo creía del todo. Ni una cosa ni otra. Simplemente, estaba meditando su próxima jugada, ¿qué tal te va con la farmacéutica?; parece una buena chica; no irás a cagarla, ¿eh?; mira que ya no tienes edad de andar pendoneando.

Si pretendía pillarme con la guardia baja, lo consiguió de pleno. Por una vez no supe qué decir, ¿cagarla?; ¿con Beatriz?; nos va bastante bien… creo. Y mi amigo, tirando de la madeja de mis dudas, ¿crees?; ¿qué coño es eso de que crees?; ¿tú no lo sabes? Y yo, titubeando, A ver, creo que sí; sí… seguro; no he recibido quejas; pasa que no tengo con qué comparar esta relación; nunca una me había durado tanto. Y él, dando rodeos, como un viejo vaquero, Las mujeres son de lo que no hay; nos dan un contrapunto interesante, ¿verdad?; a veces ven las cosas con tanta claridad que nos abruman; fíjate en la mía: si no llega a ser por ella no estaríamos teniendo esta conversación; Susana es así, capaz de enredarlo todo en un segundo y desliarlo al siguiente. Y yo, harto de que me torearan, ¿y esto a qué viene, Álvarez? Y él, donde me quería, Viene a que he pensado en una agente para que te ayude en esto; exacto, Margarita Esponda; ya has trabajado con ella antes; es leal hasta donde casi nadie lo es hoy en día; tiene ese sentido común que me pides; y mira por dónde tengo ganas de joder a los bosnios.

Me satisfizo la idea. Margarita era una policía cojonuda. La había conocido años atrás en un caso de trata de blancas con burdel al fondo. Ella había congeniado bien con Inés y con una muchacha polaca que hubimos de esconder para que una panda de mafiosos no la torturara hasta la muerte, que era lo que solían hacer con las prostitutas. Le recordaba a Esponda un rostro contradictorio (la sonrisa presta y la mirada triste) que dejaba un poso de melancolía. En cualquier caso, buena elección la de Álvarez. El razonamiento con los bosnios me resultó atinado. Una mujer, sin duda, los desconcertaría. Tal vez los hiciera sentirse superiores, a salvo. Y, con suerte, provocaría un error que pudiéramos aprovechar para trincarlos.

La agente se mostró entusiasmada con la idea de colaborar conmigo. Mientras se hacía a la idea y se preparaba, llegaron las fotocopias de los pasaportes de Orucevic y su mayordomo, que atendía al nombre de Todor Turajlic. El primer paso sería empapelar los muros de La Isleta con sus fotografías. Por mucho que hubieran procurado pasar desapercibidos, alguien tenía que haberlos visto en todo ese tiempo, alguien los habría atendido en un restaurante, les habría cedido el asiento en la guagua, habría hablado con ellos.

Aunque no lo necesitaba, hice llegar por fax a Casa de África una foto de los tipos. No era cosa de que anduvieran sueltos dos viejos en silla de rueda y dos ayudantes altos con barba desastrada. Nuestro destino inmediato, sin embargo, era La Isleta: la pensión de Andamana, el bar de Cosme, el centro de salud a medio hacer. Yo no tenía costumbre de trabajar con nadie. No sabía manejar los tiempos y las formas de una investigación en equipo. Desconocía las reglas de protocolo en esos casos. Así que le dejé a Esponda la labor de hacer las preguntas y me mantuve siempre un paso por detrás. Al fin y al cabo era ella quien llevaba los galones.

Apenas tuve que intervenir en los interrogatorios. Margarita (su rostro había ganado en armonía: ahora, ojos y boca llevaban el mismo ritmo) se mostraba hábil: discreta cuando había que serlo, rotunda cuando la ocasión lo requería. Incluso en el bar, en un momento en que los parroquianos se pusieron babosos a cuenta de lo bien que le quedaban a una mujer el uniforme y el arma, y pretendieron hacerse los gallitos en el corral de Cosme, la agente manejó el asunto con destreza. Les mantuvo la mirada tan firme, la voz tan templada que hasta yo me acojoné. Los otros acabaron por agachar la cabeza y se achicaron tras las sombras de la barra.

El ayudante de Orucevic fue reconocido por Paula Tarajano y por Tomás Correa como el traductor de Tesla. A la dueña de la pensión le costó soltar prenda. Quizá temía que, si lográbamos dar con Turajlic, volvieran a precintarle la habitación en busca de huellas o ADN. Pero al final acabó por ceder. Por su parte, Correa se ratificó en su declaración primera: no había vuelto a ver a aquel sujeto desde que se presentó con el extranjero. Estando él en la obra, el traductor no se había acercado por allí. Dos personas más declararon habérselo encontrado por el barrio: con bolsas de la compra, en la farmacia, en un estanco de tabaco. Siempre solo. Extrañamente, nadie recordaba a ningún viejo paralítico. Y eso que una silla de ruedas llama la atención tanto como un charco de sangre en la nieve. Orucevic, por lo escuchado, se dejaba ver poco en la calle. Por lo menos de día.

Únicamente paramos tres cuartos de hora para almorzar en una tasca del mercado del puerto. Un salpicón de huevas y media ración de churros de pescado con dos cervezas. Allí supe que Margarita Esponda, después de un matrimonio desgraciado y un marido bruto (¿otro?; ¿qué coño les pasaba a los maridos en esta ciudad?), había hallado la paz con un profesor de Derecho de la universidad a quien conoció en un juicio de faltas. El profesor la trataba con mimo y ella había descubierto, nunca es tarde, lo que era sentirse querida. ¿El único problema? Que él estaba loco por tener un hijo y ella, con su horario, con su profesión, con lo que veía cada día en las calles, no estaba por la labor. Era una decisión difícil. Se me ocurrió filosofar en voz alta. Si todo el mundo pensaba igual, ¿quién iba a pagar nuestra pensión de retiro?

Eso mismo decía Damián, su pareja. Parecía que la gente estuviese preocupada solo por la jubilación, caramba. No. Ni hablar. Margarita tendría su hijo (cada vez era menos reacia a la maternidad, lo había notado en las últimas discusiones) pero no sería por una causa tan miserable. Lo tendría porque sí. Porque le apetecía. Porque creía sentirse preparada. Nunca para que la mantuvieran de vieja. Aunque eso sí: aún faltaban unos años, vísteme despacio que llevo prisa. Primero quería cerciorarse de que el amor de Damián no era flor de un día. Me interesó esa parte de la conversación. ¿Cómo se cercioraba uno de eso? ¿Cuánto tiempo se necesita en descubrir que la otra persona es la que va a quedarse para siempre? Esponda dio un sorbo a su café con leche. Me miró con cierto rubor. El rubor que precede a las confesiones.

Para siempre no se queda ni el ángel de la guarda. No. Allí no había receta que valiera. Su madre le aconsejó que se fiara de su instinto y mira adónde la había llevado el puñetero instinto. A un exmarido infiel y rastrero. A la inseguridad. Al miedo. Prefería las enseñanzas de la academia. Sí. Había un instructor allí que solía decir que, a veces, cuando las cosas se ponen feas, solo basta esperar. Agazapado. Inmóvil. En silencio. A que el villano cometa un error. Los villanos siempre tienen prisa. Tarde o temprano se descubren. ¿Y ella estaba esperando a que Damián se descubriera? No, hombre. Damián no era un villano. Pero nada de malo había en tener paciencia.

Por la tarde, con el estómago lleno, buscamos la sombrita. El calor se había hecho rey en las calles del barrio. En las que daban al litoral aún corría algo de fresco. Pero en la caldera de La Isleta no había quien diera dos pasos sin asarse vivo. El sofoco era en verdad sangrante. Lo bien que nos hubiese venido una buena panza de burro. Margarita, a pesar de todo, no se quejó ni una vez. Pero la notaba incómoda con el uniforme apergaminado y cosido al cuerpo por el sudor. Al andar hacía un ruido de miriñaque que hacía suponer el infierno que estaba padeciendo.

Enseñamos las fotografías a no menos de cuarenta personas. Llegó un momento en que perdimos la esperanza. Habíamos probado suerte de todas las maneras: desplegando amabilidad, tirando de amenaza, dejando caer una improbable gratificación por parte de la familia del extranjero. Esponda ponía la cara afable, y yo, los dientes largos. Tocaba cambiar de papeles, no iba a tocarle siempre a ella bailar con el mamarracho.

Cuando, a eso de las siete, cruzábamos un callejón sin gracia ni esperanza (tres metros mal contados entre fachada y fachada, un cielo nublado de ropa tendida, un pestazo a leche agria por las cuatro esquinas) se nos apareció la Virgen. Desde la ventana de un segundo piso, alongada a un alféizar de geranios, una voz nos chistó. Al principio pensamos que nos reconvenía por la tremenda marimorena que estábamos montando con tanta pregunta y tanta foto. Pero pronto descubrimos que no, que lo que la voz pretendía era llamar nuestra atención, que no tuviéramos tanta prisa en deponer las armas. La Virgen, perdón por la blasfemia, tenía cara de ajo. Su rostro era un poema: una sombra de pelusa subrayaba la nariz equina; una verruga repulsiva soliviantaba la barbilla; una leve bizquera brillaba en la mirada. Un poema barroco, vaya.

Se llamaba Antonia Algo (ni Esponda ni yo logramos sujetar un apellido cuatrisílabo, por más que la señora lo repitió hasta tres veces) y le habían dicho que ofrecían una gratificación para quien diera referencias de un paralítico y su acompañante. Le aclaramos que no. Que había oído solo una campana. Que los tiempos no estaban para despilfarrar el dinero público. Pero que, nunca se sabía, tal vez la familia de la víctima se mostrase generosa con quien ayudara a detener a su asesino. Antonia Algo cerró un ojo como un francotirador haría para fijar el blanco. No le quedaban en la recámara demasiadas balas (iba disparada hacia los ochenta años), así que aceptó el arreglo. Por eso repitió varias veces su nombre completo. Quería que constara en acta quién había dado la pista definitiva para encontrar a Orucevic.

En efecto, a Orucevic. Al viejo tullido. Vivía allí con su silla de ruedas y su enfermero tieso. Antonia les había alquilado la planta baja por cuatro meses. De eso hacía casi dos. Le habían pagado por adelantado. Mil quinientos euros. Trescientos por mes y trescientos de fianza. Sí. Fianza. No sabía por qué la mirábamos así. Era legal, ¿no? ¿Y si a los tipos les daba por llevarse la loza, la ropa de cama o incluso los muebles? Margarita Esponda evitó mirarme no fuera que se le escapara una carcajada en mitad de la escalera.

La mujer reconoció a los bosnios, aunque en los papeles parecían más oscuros de lo que en verdad eran. Las fotocopias tenían eso, ennegrecían hasta lo negro. Pues se trataba de sus inquilinos. Sin ninguna duda. Aparte de buenos pagadores, eran buenos vecinos. El anciano apenas salía de casa. Un rato por la tardecita, cuando refrescaba. El único ruido que hacían era el del motor de la silla de ruedas, una especie de zumbido de mosca verde. Y la única visita que recibían, la de un señor con aspecto de esclavo. Sí. Un tipo retraído y soso que jamás miraba a los ojos. Antonia Algo se fijaba en esas cosas.

El esclavo, de eso estaba segura, no hablaba cristiano. Lo poco que le oyó no había Dios que lo entendiera. Venía por las mañanas y se quedaba hasta después de almorzar. No. Ignoraba lo que se traían entre manos allá dentro. Ella (la bizquera se le encabritó, se le erizó el bigotillo, hasta la verruga pareció querer despeñarse al vacío) no era de esas caseras fisgonas y metomentodo. Le importaba una higa lo que hicieran en su casa (por ella, como si se untaban en aceite de linaza y se daban a orgías) siempre que no molestaran al vecindario. Y hasta la fecha no habían molestado. Ya lo decía. Solo el runrún tecloso de la silla de ruedas. Y, para ser sincera, en la última semana ni siquiera eso. ¿Ningún problema? ¿Nunca?

Bueno. Nunca es una palabra gorda que no cabe en la boca. Una mañana se les fundió la plancha pero eso no constituía un problema, ¿verdad? La invitamos a que nos lo contara. Y Antonia Algo se sintió feliz por su cuarto de hora de gloria. Había sido a mediados de julio, quizá antes. A eso de las once de la mañana, quizá después. Fue como un estallido repentino que hizo temblar el suelo de su casa. La vieja se asomó al patio y preguntó qué había ocurrido. Al momento apareció por el ventanuco de la cocina la cabeza del mayordomo para tranquilizarla. Y eso. Se les había fundido la plancha. Pero ya estaba todo bajo control. Ningún desperfecto en la vivienda. La instalación eléctrica había resistido el embate. La casera podía bajar a comprobarlo. Antonia no estaba para pelearse con la escalera por una plancha de porquería. Así que dio por buena la explicación y no se volvió a hablar del asunto. Claro que, ahora, a toro pasado, ya no estaba tan segura. Si la policía andaba buscando a aquellos hombres no sería por no saber usar los electrodomésticos, ¿verdad?

Y tan verdad. La policía los buscaba por asuntos más trascendentes. Una muerte. Un secuestro. Un sabotaje. Contados de mayor a menor gravedad. Un sabotaje, una muerte y un secuestro si nos fiábamos de la cronología. La mujer nos despidió en el umbral de su puerta. Esperaría noticias nuestras o de la familia del muerto. Sí. Definitivamente, preferible de la familia del muerto. Esponda, mientras bajábamos la escalera, rumiaba sus dudas acerca de la vieja casera. Tenía ojos de avara. Se frotaba las manos cada vez que mentábamos el dinero. Y, sobre todo, no acababa de ver lo de la plancha. Ni yo. ¿Los moros planchan la chilaba? ¿Y de cuándo a dónde una plancha provoca tremendo terremoto? Como mucho, se hubieran fundido los plomos. Y no se fundieron. ¿Entonces?

Entonces ya podíamos hacernos una idea de lo que hacían dentro de la casa alquilada: iniciar otra guerra de los Balcanes. Margarita se puso seria. En ese caso, debía avisar al inspector Álvarez para que enviara a alguien. Los tipos ya no estaban allí, pero no daba un euro porque no hubieran dejado detrás una trampa para volar por los aires cualquier huella. Intenté serenarla. Sí pero no. Había que actuar pero, en lo que pedían una orden de registro y armaban a los artificieros, se nos haría de día. Y yo había prometido encontrar a un poeta, a ser posible con vida.

Fue el primer encontronazo que tuvimos en aquella investigación. Esponda no podía, no quería asumir la responsabilidad de entrar a saco en casa de los bosnios. ¿Y si explotaba otra plancha y se venía abajo media manzana? Intenté explicarle que, con Tesla muerto, no había nadie capaz de manipular un artefacto así. Lo habían traído a él para eso. Ni el viejo paralítico ni su edecán de campo parecían expertos en bombas. Margarita se mantuvo firme. ¿Cómo estaba yo seguro de que no la había fabricado, montado y armado antes de morir? ¿Y si, precisamente por eso, porque ya no lo necesitaban, se lo habían cargado? ¿Me arriesgaría yo a correr con esa cuenta?

Tenía que arriesgarme. No me quedaba otra. Entendía sus reparos, desde luego. Su deber era regresar a la comisaría e informar a su jefe. El mío, quedarme por el barrio y seguir preguntando. Esponda me miró. Me pareció que apretaba los dientes. Que se tomaba unos segundos en calcular los riesgos. Resopló. Ella también me comprendía a mí. Pero la habían puesto al mando del caso y se sentía responsable. No pensaba dejarme solo en aquellas circunstancias. Aceptaría mi propuesta siempre que Álvarez no pusiera objeciones. Sacó su móvil. Marcó un número. Esperó. El inspector debía de estar ocupado porque no respondía.

Margarita se alejó andando hasta la esquina, se detuvo unos momentos, dio la vuelta y regresó al zaguán de Antonia Algo. ¿Hacía tiempo? ¿Meditaba su próximo movimiento? Intentó una segunda llamada con el mismo resultado. Negó con la cabeza. ¿Fue impresión mía o asomó una mueca de resignación a su rostro? La iba a meter en un berenjenal, ¿lo sabía yo? Claro que lo sabía. Era mi especialidad. Meter en berenjenales a quienes me rodeaban. Un berenjenalista de primera, vamos. Por eso la gente me adoraba. Por eso Susana, la mujer de Álvarez, me había invitado a la fiesta. Por eso el propio inspector había puesto en mis manos toda la información del crimen. Por eso Rafael Borrego había investigado para mí. Pero, sobre todo, por eso una agente editorial desesperada me había contratado. Para meter en berenjenales a todo Cristo con tal de salvar la vida de Nizar Majluf.

La segunda mención del poeta libanés pudo más que el resto de mis argumentos. De acuerdo. Una vez en el burro, arre burro. Pero con una condición. Subiríamos de nuevo a ver a la casera y le pediríamos amablemente la llave del piso. Ni de coña íbamos a forzar la puerta con una ganzúa o un destornillador para entrar allí. Ya se la estaba jugando bastante para añadir, encima, un allanamiento de morada. Si la vieja se negaba, volveríamos juntos a la comisaría y esperaríamos órdenes. ¿Estaba claro? Clarísimo. Pero yo también tenía una condición que proponer. Esponda me dejaría tres minutos a solas con Antonia Algo.