Por más que lo visite, jamás me acostumbraré al olor melancólico del depósito de cadáveres. Paredes y suelos fríos que te erizan el alma. Silencios doloridos. Pasillos desangelados. La casa de la muerte no tiene piedad con el visitante. Según la teoría del viejo Santa Ana, el antiguo forense, las morgues están hechas para quienes ya no pueden quejarse. Allí importa un huevo la incomodidad, la frialdad o el desánimo: ya nadie espera nada.

Su hijo, que había heredado la plaza, se le parecía bastante. Aún no había alcanzado el nivel de cinismo y mala leche, pero todo se andaría. Por primera vez desde que lo conocía, ese lunes el hombre no andaba apremiado por el trabajo. Además del cadáver del extranjero, tenía pendientes el de una vagabunda que habían hallado en un portal roñoso de San Juan y el de un anciano al que habían atropellado en la avenida Marítima. A otro no había podido enterrarlo porque nadie quería hacerse cargo de la funeraria. Me lo juraba. Seis meses llevaba allí. Parecía de chiste, pero no lo era. Había un conflicto jurisdiccional, pocas perras y ninguna vergüenza. Igual que sucedía con Tesla, no los habían reclamado. Sus muertes no impresionaron, no preocuparon, no entristecieron a nadie. ¿De qué habían muerto? De tantas cosas: de pobreza, de vejez, de meterse porquería en las venas, de soledad. En realidad llevaban muertos mucho tiempo pero no lo sabían. Sus cuerpos continuaban moviéndose por inercia, como cola de lagartija. Y allí Santa Ana se encontraba ante un dilema: los cadáveres anónimos daban poco trabajo pero dolían más que los conocidos.

Tuvo la delicadeza de preguntarme si quería ver o escuchar. Recordaba la última vez que nos habíamos citado en esa misma sala y cómo yo había preferido oír su versión antes que contemplar un cadáver carcomido por las puñaladas. Tesla, hasta donde yo tenía noticia, presentaba mejor aspecto. Pero estaba igual de muerto que el otro. Así que me incliné por una charla amistosa que salvaguardara mi estómago. ¿A qué conclusión había llegado tras explorar al extranjero? A una muy extraña. A la de alguien desenfocado, fuera de sitio. ¿Por qué? Porque normalmente los cadáveres sin identificar traían secuelas de miseria y hambre, de abandono, de suciedad. Normalmente solían oler a mugre y a sudor viejo. Normalmente había que apartar la mierda empegostada antes de abrir.

Tesla no. Tesla olía a Varón Dandy. Sí. Un olor clásico, discreto, de barbería antigua. Fuera de los destrozos que le había producido el balazo en la nuca (la sangre es lo más escandaloso que existe), su cuerpo aparecía limpio de aguijonazos, tatuajes, heridas o hematomas. Tenía la piel suave y, a excepción de las excoriaciones en las manos, no parecía un hombre dedicado a trabajos duros. Las uñas cuidadas y limpias. Los dientes sanos. ¿Un intelectual? Podría ser. Peón albañil, desde luego, no era. Tiraba a esmirriado, a enclenque. La falta del dedo meñique lo había desconcertado. Si le daban a jurar, se decantaría por un accidente. Santa Ana había visto algo parecido en heridos con pólvora. Antes de trabajar en el Anatómico pasó sus buenos años en urgencias de un hospital y más de una vez le llevaron a un niño al que le había explotado un volador antes de tiempo. La herida era muy semejante.

No llevaba abalorios de ningún tipo. Ni collares ni anillos ni pulseras. Ni siquiera reloj. Y no creía Santa Ana que se lo hubieran arrancado después de muerto, porque esas cosas dejan marcas de erosiones o cambios de tonalidad en la piel. Puede que llevara gafas. No siempre pero sí para leer o trabajar. ¿La diferencia? Los surcos de la montura en el puente nasal. Quienes llevan gafas siempre los tienen muy profundos y rosáceos. A los que solo las usan en ocasiones les queda una muesca tenue, incolora. Santa Ana tuvo que mirar con lupa para notarlo. ¿No habían hallado gafas en su habitación? Ah, caramba. Pues al forense se le ocurría que el tal Tesla leyera o trabajara en otro lugar.

¿Por dentro? Por dentro la historia era distinta. El hombre fumaba. Sí. Los pulmones tenían memoria. Y, aunque los había visto peores, los suyos estaban despellejados. Uno de los riñones le funcionaba a trancas y barrancas, pero de eso no se muere. En cuanto al estómago, la última cena de Tesla había consistido en arroz hervido con cordero y dátiles. También había ingerido tequila. Una dosis muy leve, seguramente una copa después de comer. Sobre el balazo poco más podía decirme. Muy limpio. Un disparo a pocos metros de distancia. Con dirección ascendente. Arma corta. Y calibre de nueve milímetros.

Me di por satisfecho. Podía hacerme una idea de qué tipo de hombre había sido el extranjero. Antes de irme, le acepté al forense un café y un bollo de anís en el cuartito donde se reunían en los descansos entre horas. Lo hice más por él que por mí. Más por su pesadumbre que por mi hambre. Tuve la sensación de que a Santa Ana aún le quedaba bilis que tragar antes de acostumbrarse a un oficio tan cabrón. Había elegido la opción fácil, la evidente. Como en tantos otros casos, la figura del padre había ejercido una influencia tal que al hombre no se le habría ocurrido jamás que podía ser otra cosa que no fuera médico patólogo. Y lo llevaba bien, aunque en ocasiones la muerte lo demadejaba.

Me despedí de él con la promesa de que lo mantendría al tanto del caso Tesla. Sentía curiosidad, dijo. Para mí que lo que sentía era remordimiento. Los sucesos de los días siguientes impidieron que pudiera cumplir mi promesa. Pasé por mi despacho a ver lo que Inés había logrado averiguar sobre la famosa obra de La Isleta. La encontré enfrascada en la pantalla de su ordenador, hurgando en las páginas del Ayuntamiento y del Gobierno de Canarias, fisgoneando en noticias de prensa en las que aparecían un par de nombres con los que se había topado por el camino.

Mi secretaria llevaba toda la mañana entre una maraña de datos algo contradictorios. La obra en cuestión había sido proyectada por la Consejería de Sanidad. Pretendía responder a una vieja demanda del barrio de contar con un segundo centro de salud. No parecía necesario, pero La Isleta solía ser territorio de la izquierda y el Gobierno buscaba arañar un puñado de votos en las próximas elecciones. El problema se planteó cuando se acabaron las perras. Y lo que empezó siendo un proyecto faraónico se fue convirtiendo, a base de recortar de aquí y de allá, en un simple apaño que no convencía a nadie.

Había descubierto también una entrevista con la consejera en la que afirmaba que no querían cometer los errores de otros gobernantes torpes que habían construido aeropuertos donde no cabían los aviones o auditorios donde no cabían los músicos. Así que para ahorrar gastos, además de achicar las dimensiones del centro de salud, le habían dado la concesión a un constructor extranjero que había presentado un polémico proyecto. Las empresas canarias aseguraban, en un apéndice de la noticia, que era imposible construir el centro de salud a ese precio y que alguien había tenido que forrarse con la licencia y que, si se desmoronaba a los cuatro días, a quejarse a la marea. Por supuesto, la consejera lo negaba todo. Alguien había interpuesto una demanda judicial. Pero, como las promesas del rey tardan un huevo en convertirse en ley, la obra estaba en su tramo final de ejecución y no se había resuelto la demanda.

La historia, por mucho que a la consejera se le llenara la boca de palabras grandilocuentes como transparencia, rectitud y servicio público, era la de siempre. Al menos la de siempre de los últimos tiempos. No había dinero para nada, ni siquiera para robarlo. De hecho, la fotografía elegida para ilustrar la entrevista mostraba a una mujer de cuarenta y pico años y sonrisa fingida con las manos abiertas y las palmas hacia arriba en ademán de a mí que me registren. No obstante, la cosa olía tan mal que Inés arrugaba la nariz para contarme una trama con aire de guiñol, de teatro de marionetas. ¿Por qué lo decía? Porque, detrás de la empresa constructora, había alguien que manejaba los hilos y alguien que ponía la cara: un administrador y un ingeniero técnico.

Goran Banjac y Mirsad Popovic. Ambos socios de origen serbio. La empresa matriz tenía su sede en Belgrado. Y el ingeniero Popovic parecía el testaferro, el hombre de paja del administrador. Había fotos suyas como para parar un carro. Sin embargo, por mucho que había escarbado en la Red, de Banjac apenas encontró datos fragmentados sobre licencias y contratas en varias ciudades europeas. Ni una sola imagen. ¿Qué significaba eso? Que el empresario tenía cadáveres en el armario. Que no quería que lo identificaran. Que podía ser cualquier persona. Que había forjado su fortuna de un modo poco claro. Sí. Poco claro era un eufemismo. Inés se refería a un modo ilegal, inmoral, injusto. Posiblemente las tres cosas a un tiempo. Me había dejado todo en una carpeta para que yo le echara un vistazo, que cuatro ojos ven más que dos. El vistazo se lo echaría en casa, por la noche. Sí. Tenía un compromiso ineludible para almorzar. Y sí. Ineludible podía considerarse otro eufemismo: la cita con mi farmacéutica podría aplazarla a otra tarde pero no pensaba hacerlo. Llevaba todo un fin de semana mordiéndome las ganas.

Beatriz Guillén llegó antes de tiempo. Para ayudarme a preparar el almuerzo, dijo. ¿No se fiaba de mis dotes culinarias? Se hubiera fiado si yo tuviera de eso. Pero no lo tenía ni por asomo. Así que decidió darse un salto al mercado y traerse los ingredientes para preparar una ensalada verde y una salsa de anchoas con la que aliñar algo de pata asada. También traía una botella de vino blanco. Almuerzo muy frío para combatir el calor de agosto.

Lo bueno de los almuerzos muy fríos es que no tienes que apurarte en comer. Puedes hacer descansos entre plato y plato para charlar, pelearte o hacer el amor. Y todo eso hicimos durante un banquete que duró tres horas. Nos pusimos al día en algunas emociones. Discutimos por un quítame allá esas pajas de su ex y la necesidad que tenía Beatriz de mi protección. E hicimos el amor porque, según ella, era la mejor forma que tenía yo de protegerla. No dormimos siesta, ni falta que nos hizo. Ignoro si mis caricias le sirvieron de protección, si mis besos inventaron una coraza para resguardarla de sus temores, si mis susurros apagaron su sed. Pero se los ofrecí con toda el alma, con la necesidad de quien se siente desamparado y no halla mejor modo de sobrevivir.

Quiero pensar que durante aquellas horas le serví de ayuda. La sentí amiga, amante, camarada de armas, paño de lágrimas, confidente. Me reí de mí mismo, de aquel que fui cuando me creía vivo. Sentí lástima del pobre diablo. Y ganas de partirle la cara por tolete. Y vergüenza por pensar en mi felicidad cuando el mundo se estaba desmoronando a nuestro alrededor. ¿Qué mundo era ese que permitía tres muertos sin reivindicar en el depósito y uno a la espera de que lo enterraran dignamente? Porque podía aceptar que al extranjero no lo extrañase nadie tan lejos del hogar. Pero los otros debían de tener padres, hermanos, hijos tal vez. Y en eso Tesla salía ganando. Él tenía al menos un amigo fiel hasta decir basta, que en aquellas circunstancias era algo así como decir muerte. Alguien que se había jugado la libertad (quizá la vida) por echarle una mano. ¿Quién sabe? Ahí podría estar la esperanza de salvación: en la amistad. Y entonces me sentí un privilegiado.

No supe si fue la aspereza del vino del almuerzo, la dulzura de la piel de Beatriz o el amargor de la visita a Santa Ana, pero esa tarde se me fue en recordar. A mi madre, a mi abuelo Colacho, pero sobre todo a mi padre. Su fantasma, acaso el más doloroso de todos, volvía a visitarme después de tantos años. Quizá mi manera de ser y de estar tuviese mucho que ver con aquella muerte temprana. No por la ausencia de la figura paterna (a mí eso nunca me entrañó mayor trauma), sino por la presencia de la muerte en sí, de lo más concluyente y categórico y atroz que pueda existir. En algún sitio he leído que el mundo es más de los muertos que de los vivos.

A partir de ahí, la vida me pareció una banalidad, un chiste malo. El mayor de los quebrantos se convertía en una menudencia si lo contrastaba con la muerte del viejo. Un simple revés de la vida. Una prueba. Pensándolo bien, que yo me hubiera convertido en detective, que fuera capaz de enfrentarme a situaciones límites tenía que ver con el descreimiento que me había supuesto la desaparición de mi padre. Recuerdo que entonces el dolor se mezcló como aceite y vinagre con la rabia. Unas veces, aquel bullía hasta volverse insoportable. Otras, esta se exaltaba hasta hacer daño de veras. Porque Agustín Blanco era un hombre de su generación, que aguardaba (lo había visto en los padres de mis amigos) a que sus hijos fueran mayores para demostrarles afecto. Pero ocurrió que el muy cabrón no me dio tiempo a crecer. Y aún ando buscando la causa de tanta prisa, carajo.

Dormí de pena. Otra vez el calor y los recuerdos vinieron a mortificarme el sueño. Tenía que hacerme con un ventilador antes de que el insomnio me volviera más loco de lo que ya estaba. Ausculté la noche en espera de otro guirigay como el de Chencho Cuyás o el del matrimonio del segundo. Casi lo deseé. Cualquier cosa en lugar de aquel silencio espeso. Al final, harto de dar vueltas, encendí la luz de la mesilla, me senté en la cama, coloqué las almohadas contra la pared para apoyar la espalda y saqué la carpeta de Inés con los documentos sobre la empresa constructora. En algún lugar de aquellos papeles debía de existir una conexión con el asesinato del extranjero.

Mi secretaria tenía razón. El asunto apestaba. ¿Cómo explicar, si no, que en el reino de las telecomunicaciones y de la información no existiera ni un mísero retrato de Goran Banjac? Por el número de obras que tenía (conté hasta veintisiete) licitadas a lo largo de toda Europa, desde Portugal hasta Gales, el constructor debía de estar forrado en pasta. ¿Y no se supone que el ojo del amo engorda al caballo? Pues ¿dónde demonios se metía aquel tipo?

A falta de empresario, me centré en la empresa. Se llamaba GB Construcciones y Contratas, en una traducción muy libre de Internet. El edificio donde estaban las oficinas centrales en Belgrado era un antiguo gimnasio de boxeo rehabilitado hacía quince años, después de las guerras que lisiaron al país hasta volverlo irreconocible. A río revuelto, ganancia de pescadores. Banjac y Popovic habían aprovechado la convulsión para invertir en un negocio de futuro. Claro. Sobre un país en ruinas nada mejor que una empresa de reconstrucción. Crecieron pronto. Poco a poco fueron consiguiendo conciertos cada vez más suculentos con diversos ayuntamientos y diputaciones. Abrieron casa en otras tres ciudades. Dieron empleo a más de un centenar de obreros y, tal vez, de comer a unos cuantos concejales ambiciosos.

En dos hojas aparte Inés había formulado esa posibilidad. Más que eso. Había aventurado una probable relación entre el enigmático empresario y cierto político, Tristan Banjac, que ostentaba el cargo de secretario de Fomento o como lo llamaran en Serbia. La hipótesis no era descabellada. No sería la primera ni la última vez que un matrimonio de conveniencia entre la política y las finanzas dieran pingues beneficios para ambos cónyuges. Quizá por eso el interés de Goran en el anonimato y la diversificación del negocio y la necesidad de un testaferro ajeno a la familia para cubrir las apariencias. Pero aquello explicaba que la corrupción puede darse donde menos se espera. No la muerte de Tesla. Ni la ausencia, ya demasiado prolongada, de Nizar Majluf. Ni el derrumbe de la obra de La Isleta. ¿O sí?

Detuve la lectura de los documentos para acechar un bicho que recorría la pared de enfrente. Era una mariposa de la luz, inofensiva y tímida. Iba dejando un rastro de color ceniza. Yo había llegado a un extremo de melancolía tal que me daban lástima hasta los insectos. Me quedaba, a veces, alelado, mirándolos, sintiéndome tan insignificante como ellos. De pronto, la mariposa se volvió osada y vino a posarse en mi pierna derecha, justo donde una vieja herida recorría el muslo. Una herida de guerra que, igual que otras en el pecho y la espalda, cada cambio de estación, me recordaban como a los antiguos césares hasta qué punto era mortal.

Una idea, una visión fugaz sobrevoló la alcoba. Si yo, que era un simple insecto de la luz, tenía el cuerpo cruzado de cicatrices, ¿cuántas tendría un gigante como Goran Banjac? ¿Cuántos enemigos se habría creado él a lo largo de los años? ¿Cuánta gente (y por cuántos motivos) estaría deseando su perdición? Me levanté de la cama. Me vestí con lo primero que encontré a mano, una camiseta con un revólver pintado sobre un charco de sangre, un homenaje estétrico (la imagen era hermosa pero daba pánico) a la muerte de John Lennon. Encendí el ordenador. Fui a la cocina a preparar café. Y cuando regresé al salón con una taza humeante, ya me aguardaba la pantalla encendida sobre un fondo de arenas.

Me amaneció sentado ante el escritorio, con un bloc de notas y un mapa llenos de garabatos encima de la mesa. No había dormido, y, sin embargo, me sentía descansado. Ni el café revive tanto como hallar respuestas a preguntas pejigueras. Yo había obtenido dos, de modo que tenía derecho a sentirme doblemente revivido. La primera era un hecho, una cifra fría y objetiva: el desplome de La Isleta había sido el cuarto accidente en lo que iba de año que había sufrido una obra de GB Construcciones y Contratas. El cuarto en ocho meses. En febrero se había venido abajo parte de un supermercado que se construía en Tesalónica. En abril, lo que iba a ser un cine en San Petersburgo. En junio, el más sonado porque habían muerto tres obreros, un edificio de oficinas en Odessa. Y en agosto, un centro de salud en Las Palmas de Gran Canaria.

Cuatro obras del mismo constructor se desmoronaban, en apariencia de la misma forma, con un intervalo de dos meses entre derrumbe y derrumbe. ¿Accidentes? Y un huevo. Me faltaba encontrar la relación entre las cuatro ciudades y, no obstante, tenía que haberla. Tracé una línea en el mapa pero no parecía tener sentido. Iluso de mí, esperaba descubrir la pólvora: tal vez una figura siniestra o un signo esotérico sobre el plano de Europa. Demasiadas novelas policíacas. Jugué con el nombre de las ciudades, con los gobiernos de los países, con el clima. Ni modo.

La segunda respuesta era una conjetura pero bien hilvanada. Belgrado y Sarajevo. Serbia y Bosnia. Dos vecinos mal avenidos. Un conflicto de viejo. Excesivos muertos en la cuneta de la historia. Y, al final del camino, un extranjero con un dedo de menos, según el forense producto de una explosión. La pieza que faltaba para el rompecabezas. Ya no cabía duda de que la muerte de Tesla tenía que ver con algún tipo de venganza; una escaramuza más en una guerra fratricida.

Busqué información que relacionara los cuatro accidentes. Me negaba a creer que nadie antes hubiera caído en la cuenta de tamaña coincidencia. No podía ser que un detective de medio pelo en el culo del mundo hubiera dado con un enigma de esa talla durante una noche de insomnio. Pero el único acontecimiento que había merecido atención por parte de la prensa y las autoridades fue el de Odessa, por aquello de los obreros muertos. Y habían resuelto, mire usted por dónde, que era cosa de la mafia y los sindicatos. Insistí en una cuestión que chirriaba como verja mal engrasada. Si yo tuviera una empresa constructora y me sabotearan varias obras, lo denunciaría. Reclamaría una investigación. Ofrecería recompensa por la cabeza de los saboteadores. Iría a los periódicos y a la televisión.

Sin embargo, ni en Tesalónica ni en San Petersburgo ni en Odessa (en el culo del mundo mucho menos) había salido nadie a la palestra a revelarse contra una conspiración. Nunca. En ninguno de los países. ¿Por qué? Solo se me ocurría un argumento. Una tercera respuesta en aquella noche de agosto insomne. Porque se trataba de una guerra íntima y personal. Porque en GB Construcciones y Contratas no necesitaban que nadie metiera las narices en asuntos de familia. Porque las pérdidas estaban amortizadas, puras migajas en la gran tarta de la reconstrucción europea. Porque sabían, en definitiva, quién les estaba tocando los huevos.

Esa mañana, después de desayunar, me pasé por la comisaría de Álvarez. No era con él con quien quería hablar, sino con Rafael Borrego. El joven policía estaba en su despacho, delante de los ordenadores. Levantó la vista cuando me tuvo sentado en una silla frente a su escritorio. Alzó el índice de la mano izquierda para instarme a que aguardara. Un reloj enorme color violeta sobresalía de su muñeca. Miré la hora. Asentí. No había prisa. Uno de los inexpresivos colegas de Borrego se levantó a buscar algo a la vitrina de los archivos. Sus buenos días sonaron tan extraños como él.

Cuando acabó, mi agente se puso a rebuscar bajo unos papeles de la mesa hasta dar con un documento parecido al de la vez anterior: una lista de nombres y fechas, en esta ocasión acompañada de fotografías de pasaporte. En los dos últimos meses habían llegado a Gran Canaria un centenar de hombres de los países que yo le había solicitado, de los cuales treinta y dos aún continuaban en la isla. Fui directo a los serbios. Pero no había más que un pibe de veinticuatro años en viaje de luna de miel. Observé las fotos de Mijail y Alina Djorovic buscando hallar la estela de una tapadera. Si aquellos dos enamorados eran terroristas, yo pertenecía al coro de monaguillos de la catedral de Santa Ana. Ni hablar. No me servían. ¿Había algún otro? No. Borrego podía ofrecerme lo que yo quisiera excepto serbios. Me sonó a mercadillo de pueblo. Tengo turcos, egipcios, griegos, bosnios… ¿Bosnios? Sí. Cuatro. En realidad, dobles parejas. Dos homosexuales que ahora andarían tostándose al sol de Maspalomas y un viejo inválido con su mayordomo.