Gervasio Álvarez andaba en su despacho, sentado tras su mesa y una pila de documentos sobre casos que empezaban a oler a rancio. Era el signo de los tiempos. La marca de agua de unos años jodidos para desempeñar su profesión. A la comisaría, porca miseria, también le había llegado su San Martín. Como a los hospitales y las escuelas. Menos agentes, menos medios, menos presupuesto. Menos jabón en los baños y bombillas en las lámparas y ordenadores en los despachos. Los delincuentes, sin embargo, seguían teniendo los mismos medios para delinquir. La guerra en las calles se estaba convirtiendo en una farsa: tanques contra tirachinas, como en las imágenes que daban los telediarios en Siria, Israel o México DF. ¿Qué coño querían que hiciera la policía con esos mimbres?
Nada. Dejar desprotegidas a las víctimas. Llegar tarde a los crímenes. Investigar a medias. Irse a casa con las manos vacías. Lamerse las heridas como un viejo tigre. ¿Sabía yo que el cuarenta por ciento de los coches patrulla estaban averiados en el garaje? No había dinero para los repuestos. Así que punto en boca y todo Cristo a patearse las calles. Como en los viejos tiempos. Y que no se te ocurriera disparar el arma porque las balas te las descontaban del sueldo. Oyéndolo, me entraron ganas de dejarle un donativo en la hucha para los huérfanos del cuerpo y marcharme por donde había llegado. Pero Álvarez no estaba dispuesto a permitírmelo. ¿Con quién se iba a desahogar entonces? Me haría pagar la ayuda que había ido a solicitar con una hora de lamentos y un café horrendo de la máquina del vestíbulo.
Le propuse ir al Deenfrente pero se negó. Una cuestión de imagen. No podía dejarse ver en un bar a media tarde como un jubilado. ¿Para qué lo necesitaba yo? Buscaba a alguien que supiera escarbar en las llamadas de teléfonos. Seguro que en la sección de delitos informáticos podrían prestarme a un buen rastreador un par de horas. ¿Tenía que ver con el extranjero asesinado? No. Si Álvarez quería, se lo estaba pidiendo para ver si mi novia me engañaba con otro. No me jodas. Claro que tenía que ver con eso. Bueno. En realidad aún no estaba del todo probado pero me maliciaba que sí.
El inspector conocía bien el alcance y las consecuencias de mi malicia: normalmente, o nos llevaba a la solución o nos metía en problemas hasta el cuello. Estimó los daños. Sonrió a media boca. Se encogió de hombros. Levantó el teléfono. Y mandó llamar a alguien que podría serme útil. Mientras lo esperábamos hablamos de otras cosas menos desabridas: de sus nietos, de mi abuelo, de algunos casos en los que colaboramos en el pasado, de cómo pasan los años, del maldito calor. Dio tiempo también a que llegara el esperado mensaje de Lourdes Ávila con el número de móvil de Majluf.
Quince minutos más tarde apareció un muchacho que no debía de tener más de veinticinco años. Llevaba una camiseta de manga corta con el escudo de la selección escocesa de rugby, unos vaqueros desteñidos con un roto a la altura de la rodilla y unas zapatillas de deporte amarillas atadas de un modo estrambótico (no tenían lazo sino que los cordones se fijaban a los aros con un nudo corredizo). Álvarez me cató la mirada y se adelantó a mis escrúpulos, No midas la valía por la edad, Ricardillo; en cuestión de máquinas y aparatos electrónicos, los pibes nuevos nos lavan la cara; es su mundo; nacieron ya sabiendo, mientras que nosotros hemos tenido que aprender a desgana; dale a Borrego un portátil y te saca hasta la talla del tanga de la vecina de abajo.
Rafael Borrego llevaba en la policía tres años. Tenía más edad de la que aparentaba, una mujer lagunera y una hija de diez meses. Y, lo que de verdad me interesaba, entendía de su negocio como pocos. Se sentó en la silla libre que estaba frente a la mesa de Álvarez. Cruzó una pierna sobre la otra. Y me pidió que le explicase, en román paladino, qué problema tenía yo con el ordenador. Lo puse en antecedentes. Con el ordenador yo no tenía ningún problema. Funcionaba muy bien. Algún virus me tocaba las narices de vez en cuando, pero a quién no, ¿verdad? La cosa iba de teléfonos móviles. Necesitaba seguir la pista a las llamadas de un poeta, Nizar Majluf, que había desaparecido como por ensalmo. Según un camarero del Madrid, el hotel en el que se hospedaba, Majluf no paraba de recibir llamadas y para mí que el misterio tenía que ver con ellas. Álvarez comenzó a impacientarse con el relato. Mucho teléfono y mucho poeta extraviado pero hasta la fecha nadie le había dicho dónde encajaba ahí el extranjero muerto. Le hice un gesto con la mano para aquietar su enojo, ¿a cuántos tipos conoce usted, Gervasio, que hayan estudiado en la Universidad de Sarajevo?
El inspector cerró un ojo antes de contestar, A ninguno; Sarajevo queda muy lejos, chico. Yo asentí, Y tanto que queda lejos; pues resulta que su extranjero muerto dormía con una sudadera de esa universidad, y mi poeta perdido cursó filología allí; ambos nacieron en el mismo año, el setenta y tres, y son demasiado talluditos para pasar por estudiantes Erasmus; a esa casualidad se le une un detalle en el que he estado pensando toda la tarde. El policía me interrumpió, Coño, Ricardo, arranca; no hay nada que más me jeringue que esa manía tuya de ir rumiando la información como si fueras una vaca, joder. Rafael Borrego nos miraba en silencio como si fuéramos de otro planeta. ¿Esperaba que nos liáramos a trompadas en el despacho de Álvarez? Era un pibe poco acostumbrado a tanto preámbulo. Solo precisaba de un par de datos para ponerse a funcionar. El resto, para él, era pura literatura.
Les conté la conversación con Lourdes Ávila acerca de Majluf. El poeta estaba interesado en una guagua que lo llevara a la isla. Sí. La isla. Ella, claro, no conocía ninguna y menos que pudiera visitarse en guagua. El libanés, ya no me quedaban dudas, a donde quería ir era a La Isleta. ¿Y qué hay que ver de turístico en La Isleta? Exactamente. Nada. Sin embargo, allí vivía (y allí murió) el tal Tesla. Y una casualidad podía pasar, pero dos ya chirriaban.
Álvarez se estiró en su silla, respiró hondo y se frotó las manos antes de hablar, ¿me estás diciendo que te dejé hace unos días cuidándome un cadáver y ahora me vienes con dos? Tuve que morderme las ganas de mandarlo al carajo delante de su subordinado, No, Álvarez, le estoy diciendo que cuidando de su cadáver se me cruzó un gato negro; creo que Nizar Majluf vino a Gran Canaria a echarle una mano a su amigo Tesla, pero llegó tarde; puede que el extranjero intuyera lo que le iba a pasar, se sintiera en peligro o yo qué sé, y pidió ayuda a su viejo compañero de universidad; seguro que encontraré la respuesta en un puñado de correos electrónicos que tengo en la oficina; en cuanto a lo dejarle un segundo muerto, inspector: hasta que no se demuestre lo contrario, prefiero suponer que el poeta libanés continúa con vida.
El policía me miró con sorna, ¿de verdad lo crees?; no lo de la relación entre ambos, eso parece bastante razonable; me refiero a lo de que tu poeta aún viva; ¿de verdad lo crees? Tuve que aceptar que los recelos de Álvarez estaban fundamentados. Pero le había prometido a una editora que iba a tomarme la desaparición de Nizar con cariño. Y poco cariño es ese que empieza por aceptar el fracaso. El inspector consideró mi argumento demasiado sensiblero pero acabó admitiéndolo. No obstante, se le había quedado atrás una reprimenda. ¿Cómo era que tenía en mi poder correspondencia privada de Nizar Majluf? Entonces fui yo quien sonrió a media boca, quien se encogió de hombros, quien se estiró en la silla.
Nos despedimos de Álvarez, yo con un hasta la vista y Borrego con un a sus órdenes que sonó algo extemporáneo en un tipo como él. Seguí al agente a través de un pasillo estrecho. Subí tras él unas escaleras mal iluminadas. Lo perseguí por otra galería llena de recovecos. Así hasta llegar a un cuarto que compartía con otros dos policías informáticos que vestían también con vaqueros, camisetas y zapatillas de deporte, y que ni siquiera nos miraron. El despacho mantenía la informalidad de la indumentaria de sus tres ocupantes: aparatos en pleno funcionamiento, cables por todos lados, sillas desperdigadas sobre las que habían ido apilando sin demasiado tino carpetas y cedés. Rafael Borrego me liberó una de las sillas para que pudiera sentarme junto a él, me pidió el número del móvil que me interesaba y se puso a teclear como un poseso.
Estuve a pique de preguntarle si lo que hacía podía considerarse legal, si no necesitábamos de una orden judicial o algo por el estilo. Pero me dio vergüenza solo de pensarlo. Borrego me hubiera respondido con una andanada de preguntas igual de retóricas que me hubieran afrentado: ¿íbamos a utilizar la información para perjudicar al poeta?; ¿la queríamos como prueba en un juicio?; ¿buscábamos probar la culpabilidad de Majluf? No, no y no. Pretendíamos ayudarlo. Nadie pensaba en juicios todavía. Y de haber habido delito, Nizar sería la víctima y no el victimario. Por otra parte, no creía yo que, caso de rescatarlo, el libanés nos fuera a denunciar por intromisión en su vida privada o en su honor.
Mientras el policía trasteaba en la Red, me dediqué a observar su lugar de trabajo. Había un silencio extraño, apenas roto por el tictac furioso de los teclados y los dispositivos de refrigeración de las máquinas. Ninguno de los tres hombres levantaba la vista de la pantalla. Me pareció que se olvidaban hasta de pestañear. Parecían hipnotizados por el parpadeo de los aparatos. Había sobre los escritorios fotografías familiares: unos padres orgullosos; una esposa y un hijo sonrientes; una hermosa muchacha en traje de noche. Me compadecí de todos y cada uno de ellos. No debía de ser fácil convivir con aquellos autómatas. El mundo se había vuelto un poco loco. Demasiada virtualidad. Esa querencia siniestra de estar en todos sitios a la vez, de conectarse con el mundo exterior sin haber llegado a comprender del todo el de dentro.
En esos pensamientos estaba cuando Borrego se levantó de su asiento y recorrió medio despacho hasta donde se hallaba la impresora. Le dio a un botón y esperó a que la máquina regurgitara dos hojas de papel. Regresó con ellas y me las puso encima de la mesa, triunfante, como el niño que acaba de resolver un enigma. La primera hoja traía una lista de números de teléfonos con los que Majluf se había comunicado en las dos últimas semanas (por experiencia, prefería pasarse que quedarse corto). Como yo podía ver, había dos que se repetían con insistencia. En el otro folio aparecía la localización de esos dos números: el de un móvil que se encontraba operativo en esos instantes en un pueblo cerca de Beirut y el de una cabina telefónica mucho más cercana.
No me hizo falta calcular las distancias. El pueblo beirutí me pillaba a trasmano pero la cabina estaba a dos calles de la pensión de Paula Tarajano, en Andamana. Era la confirmación de que ambos hombres, el extranjero asesinado y el poeta perdido, habían seguido manteniendo su amistad después de tantos años. La confirmación de que Nizar Majluf había venido a Gran Canaria en ayuda de su amigo. La confirmación de que la desaparición del libanés tenía que ver con la muerte de Tesla. Me sobrevino una sensación confusa, mestiza entre la euforia y el desánimo. Porque yo tenía razón en mis conclusiones. Pero quizá Álvarez la tenía en las suyas y Nizar Majluf estaba más muerto que mi tatarabuela.
Aún era de día cuando salí de allí. Decidí dar una vuelta por las Canteras para estirar las piernas y las ideas. Había gente bañándose en el mar. Niños jugando en la orilla de la playa no lejos de las miradas de sus madres. En el paseo, las terrazas bullían de gente tertuliando delante de una cerveza o de un Irish Coffee. Acodado en la barandilla, algún que otro mirón se deleitaba con las muchachas en sus escuetos bikinis. Un grupo de árabes tomaba café en un bar de la avenida. Hablaban a gritos y se reían de un modo estrepitoso. Me fijé con atención en sus rostros hasta acabar encontrándoles diferentes matices: uno tiraba a negro; otro hubiera pasado sin duda por canario; un tercero parecía griego, fino y gesticulante. Los comparé con mi muerto y mi desaparecido. Por las fotografías que había visto de Majluf y de Tesla (de este poco podía deducirse, dado su rostro exangüe de cadáver olvidado), cabría pensar que acataban un canon europeo: rasgos occidentales y ropajes modernos. Como no conocía a ninguno de los dos, me era imposible atisbar si también sus ideas y costumbres iban en esa línea.
Adivinaba los motivos del poeta para venir a Las Palmas ese verano, todo apuntaba a una llamada de socorro de su camarada. Pero ¿cuáles serían los de Tesla? Alguien lo había traído (¿invitado?, ¿forzado?) para algo más que para limpiar escombros en una obra de La Isleta. Y cuando el extranjero dejó de serles útil (¿habría concluido su tarea?, ¿se habría vuelto una molestia o un peligro?), le habían pegado un tiro y lo habían abandonado en plena noche, en mitad de la nada.
La tarea, en cualquier caso, debía de ser muy peligrosa y poco legal. Se me ocurrieron varias opciones: drogas, crimen por encargo, tráfico de mujeres. Tesla podía ser químico, asesino a sueldo o simplemente un hijo de la gran puta. Lo de asesino a sueldo lo descarté de inmediato. No daba el tipo. Esos no se dejan matar con un tiro en la nuca, llevan siempre un ojo en la espalda. Trabajan solos, no llaman a un amigo para que venga a rescatarlos. Y desde luego no se arrepienten ni van a visitar a sus víctimas al hospital. Se me ocurrió pensar en un recaudador, uno de esos que van por ahí cobrando deudas con mala leche y un bate de béisbol. Pero la oficina de cobros (así creo que les dicen en la policía) es labor más de grupos colombianos que de árabes.
De vuelta a casa hice dos llamadas. La primera a Rafael Borrego. ¿Podía usar sus mañas para conseguirme una lista de extranjeros recién llegados a Gran Canaria? ¿Cómo de recién? Me valía con aquellos que hubieran aterrizado en los dos últimos meses. ¿Cómo de extranjeros? Preferiblemente con pasaporte turco, armenio, chipriota o de cualquier república desgajada de la Europa comunista. La segunda llamada fue para Inés. Quería que me indagara lo que pudiese de la obra en la que Tesla trabajaba. Necesitaba saber quién era el promotor, quién la había encargado, quién la pagaba, quién se llevaba la mordida. Mi secretaria estuvo encantada. Ya estaba harta de regar plantas y tramitar facturas. Le venía bien algo de acción. ¿Qué iba a hacer yo? Irme a casa, que las morgues de noche me daban escalofríos. Pero al día siguiente le haría una visita al forense Santa Ana a ver qué sacaba en claro de un cadáver que nadie se había dignado reclamar.
La noche se iba a hacer, contra todo pronóstico, larga y chinchosa. Tanto que casi me arrepentí de no haber elegido muerte en vez de susto. Se me ocurrió llamar a Beatriz para ver cómo estaba y me saludó una voz adormilada, melancólica, llena de espacios en blanco que le costaba rellenar. ¿Qué había pasado? Lo de siempre. Lo de los últimos meses de su vida. ¿Les había ocurrido algo a sus padres? No. Peor. Una bronca farragosa con César a cuenta de la educación de sus hijos. ¿Muy farragosa? Bastante. Su exmarido le había echado en cara de un modo injusto y cruel que desde hacía un tiempo, desde que se la veía tan feliz con ese nue-vo-no-vio (le recalcó las enes y las uves como escupitajos), había dejado de atender a los niños como se merecían. La amenazó con quitarle la custodia. César tenía contactos en los ambientes judiciales. Conocía a varios jueces y fiscales que se encargaban de asuntos de familia. Se había asesorado bien para la guerra.
Pero Beatriz no estaba preocupada por eso. Podía demostrar donde y delante de quien fuera que era una buena madre. En el colegio de Marta y Pablo responderían por ella. Al padre ni le ponían cara. César no había asistido jamás a ninguna reunión ni los había acompañado a las actividades de las tardes. Cuando le tocaban a él, los dejaba en la verja de entrada y, por no saber, no sabía ni cómo se llamaba la maestra. Los chiquillos iban limpios y desayunados a clase, tenían un buen comportamiento y, si bien sus notas no eran siempre excelentes, se encontraban entre las mejores. No. Por ese lado estaba muy tranquila.
El problema era cómo podía repercutir en el ánimo de los niños la disputa de sus padres. Porque a César le importaba un carajo dejar cadáveres por el camino en la batalla contra su ex, pero a ella no. Para Beatriz lo más importante, lo único importante eran sus hijos: su bienestar, su felicidad, su educación. Tenía amigas recién separadas, en plena querella con los que habían sido el amor de su vida, y no les arrendaba la ganancia. Había visto y oído tantas cosas sobre familias deshechas por culpa de una separación mal tolerada que le daba grima pensar que pudiera ocurrirles lo mismo a ellos.
Me sentí impotente, incapaz de consolarla. Me las había visto con bandas de mafiosos, asesinos sin piedad, violadores brutales. Pero a un tipo capaz de sacrificar a sus propios hijos, a un Saturno caníbal, no tenía ni idea de cómo tratarlo. Beatriz Guillén, acaso imaginando mis dudas, se negó a implicarme en un problema personal que consideraba íntimo y desagradable. Alabé su reserva e intenté quitarle hierro a la vergüenza que estaba sintiendo al contarme todo aquello. ¿Problema personal? ¿Íntimo? ¿Desagradable? Si colocaba esas palabras juntas en un buscador de Internet, saldría mi foto.
Ella se enrocó en su pudor. Me agradeció que estuviera allí, Te lo agradezco en el alma, Ricardo, de veras; pero esto es algo que tengo que resolver sola; ya no soy una chiquilla a quien sus padres deben rescatar de los peligros de la vida; ¿dime?; desde luego que no eres mi padre, desde luego que sé que para que eso también están los amantes, que no solo sirven para reír, beber vino y hacer el amor; pero hasta donde sea posible prefiero reír, beber y follar contigo para coger fuerzas y pelearme con César; aunque no lo creas ya me estás ayudando; gracias por ser y por estar.
No se me pasó por alto el contrapunto de nuestros lenguajes: el detective duro y cuajado hablaba de hacer el amor; la madre delicada y atenta, de follar. Manda huevos. A ver si iba a resultar que solo me quería por mi cuerpo. Beatriz se rio con ganas por única vez aquella noche, Lo has pillado; por tu cuerpo te quiero, compañero; y me lo dice Ricardo Blanco, el coleccionista de cicatrices, anda ya; no, en serio, estoy bien; acabo de abrirme una botella de vino para acompañar las tres croquetas de salmón que dejaron mis hijos; esta noche soy mala compañera de viaje; me apetece llorar a gusto y contigo aquí no podría; de verdad, el lunes almorzamos juntos; si quieres en tu casa, que César recoge a los niños del colegio; tengo tiempo para una siesta larga; sí, contigo siempre son largas porque no me dejas dormir; así que eso: el lunes quedamos a no dormir la siesta, ¿vale?, y hablamos de otra cosa que no sean mis problemas exmatrimoniales.
El calor no se iba. Aquella iba a ser una noche en blanco. Una de esas noches en las que uno no sabe si abrir las ventanas o cerrarlas. Di vueltas como un trompo. Intenté leer algo pero no lograba concentrarme. Cada frase se convertía en un jeroglífico cada párrafo, en un Everest insufrible. Me levanté varias veces a beber agua, al baño, a asomarme a la ventana, a sentarme en el sofá del salón con las luces apagadas. Contar ovejas no me iba a servir de nada. Había lobos por todas partes: la sombra de un exmarido, dos huellas de disparos en una pared gofio, la ausencia de un poeta.
No era el único que no podía dormir. En el piso de abajo se había montado una buena carajera. Amenazaba noche movidita como la de la muerte de Chencho Cuyás. De un tiempo a aquella parte la gente había perdido la paciencia y el tino. Un matrimonio discutía por algo que tenía que ver con la hipoteca. El marido quería vender una casa que le estaba costando sangre, sudor y lágrimas para mudarse a otra más pequeña en Ciudad Alta. La mujer respondía que por encima de su cadáver se marcharían a un barrio de mierda lleno de drogadictos y borrachos. El hombre se mostró ofendido. Sus abuelos y sus padres eran de Ciudad Alta. Él y sus hermanos habían nacido en Ciudad Alta. Y ninguno de ellos era un drogadicto o un borracho. ¿Por qué no podían educar a sus hijos allí? La mujer le escupió una risotada falsa, imaginé su cara despectiva, arrogante. ¿Por qué? Le iba a decir ella por qué. Porque no quería hijos perdedores, sin futuro, que no fueran capaces de pagar una hipoteca y sacar adelante a su familia. Por eso, joder. Sonó de pronto un murmullo de madera astillada, como si alguien le diera una patada a un mueble. Un estruendo de cristales rotos. Un grito. Y otro. Y otro.
El tercero venía de la casa de al lado. Una voz masculina, ronca y airada, amenazaba con llamar a la policía. Aquellas no eran horas de tremenda bulla. Ni aquel un barrio para arrebatos. Si no se sabían comportar, a lo mejor les convenía marcharse de una puñetera vez a Ciudad Alta. Allí nadie extrañaría sus modales. Y ahorrarían para la comunidad de vecinos, que llevaban ocho meses sin pagarla. La arenga fue mano de santo. Ya no volvió a oírse una mosca en el edificio. Y no hizo falta llamar a la policía.
Regresé a la cama para más insomnio. Los lobos se tornaron de nuevo ovejas. Pero eran ovejas tristes, desamparadas. Ovejas que no podían vivir en una selva que, primero, los había invitado al festín del boato, al espectáculo del lujo, de los viajes, de los restaurantes caros para, luego, botarlos como agua sucia cuando no podían costearse el sueño. Recordaba a los vecinos de abajo como una familia feliz, una pareja enamorada con dos niños, dos coches, dos casas, dos todo. Y ahora llegaba el duelo de la mitad de sueldo, la mitad de esperanza, la mitad de amor. A ver quién era el guapo que se dormía con esa nana.