Esa noche necesitaba a Beatriz. Echaba de menos sus pies fríos y su cálida conversación. Cenamos en su casa, seguía siendo madre y tenía responsabilidades. Una cena ligera y un debate profundo. Una botella de vino. Un Arzuaga crianza. Roble francés y aroma de vainilla. Sus hijos dormían ya. Habían estado batallando hasta bien tarde. Porque yo la echaba de menos a ella, muy lírico, pero ella echaba de menos la vuelta al colegio. Sic transit gloria mundi. Sí. Necesitaba ya que Marta y Pablo regresaran a la rutina, a los horarios, a las tareas, para poder organizar su tiempo y su vida. La encontré preocupada, nerviosa. Empezaba a conocerla bien, a leer en sus silencios, a saber cuándo podía bromear y cuándo no. Esa noche las bromas estaban censuradas.
Para apartarla de sus preocupaciones le hablé de las mías, más lejanas y menos comprometedoras. ¿Sabía lo último? Pues se me había perdido un poeta. Desde luego. Era manifiesto que los poetas se perdían a cada rato, que estaba en su naturaleza desaparecerse del mapa. Pero en este caso me daba la impresión de que lo habían desaparecido contra su voluntad: o estaba oculto por puro miedo o lo habían secuestrado. Beatriz escuchó el relato de Nizar Majluf en silencio. Asentía tras su copa de vino. Rumiaba la información junto con el lomo de jabugo y una ración de queso majorero con mermelada de arándanos.
Cuando tomó la palabra fue para argumentar su conclusión. La clave estaba en el anciano de la silla de ruedas. ¿Por qué? Porque había sido presentarse el viejo y esfumarse el poeta. A veces las cosas son tan simples como aparentan. Ocurría que yo me confiaba demasiado a las trolas de las novelas policíacas. No. Beatriz Guillén estaba dispuesta a reconocer que la verdad se esconde a veces debajo de la mentira. Pero en este caso, por mucho que yo le diera mil vueltas, se trataba de sota, caballo y rey. Si hallaba al viejo paralítico, encontraría a Majluf.
Decidimos bajar al salón a tomar el café y los licores. Beatriz podría poner algo de música sin molestar a los niños, que dormían en el piso de arriba. Encendió el aparato y seleccionó uno de los discos que más le gustaba a su padre, uno de Tony Bennett. Sonaba All of My Life mientras ella colocaba la bandeja con las tazas y las copas sobre la mesilla de cristal. Se puso cómoda en el sofá. Yo elegí el sillón de orejas, menos mullido y más recto. Beatriz me miró cáustica, No pensaba abalanzarme sobre ti y arrancarte la ropa a jirones, ¿eh? Y yo, algo sorprendido, Ya lo sé, bobilina; es que si me siento en ese sofá en cinco minutos me tienes roncando como un serrucho. Y ella, insistente, Eso será que te aburre mi conversación. Y yo, apaciguador, Si me aburriera no estaría aquí contigo. Y ella, necesitada de mimos, ¿por qué estás aquí conmigo, Ricardo? Y yo, necesitado de mimarla, Porque no se me ocurre otro sitio en el mundo donde pueda ser más feliz; porque mi casa se ha vuelto fría; porque se me ha muerto un vecino de darle tanto a la Viagra; porque tu vino es el mejor que se despacha; porque hueles genial; ¿sigo? Y ella, satisfecha, No; con la mitad de razones me bastaba; la de la Viagra, incluso me sobró. Y se levantó y me dio un beso prolongado y tibio que sabía a vino y queso, que es a lo que deben saber los besos.
Sin duda me estaba volviendo viejo. Hacía unos años no me hubiera resultado ingrato (antes al contrario, lo hubiera preferido) regresar a casa después de disfrutar de cena, vino, conversación y sexo. Me habría vestido. Le habría dado un beso a la mujer. Le habría agradecido la velada. Y me habría despedido hasta más ver, que son signos de volver. No obstante, me supo a purgante tener que hacerlo aquella noche. Lo notaba en el regusto ácido en la garganta mientras conducía por la autopista. En la punzada en el pecho. En la tristeza. Beatriz no quería que sus hijos me vieran al despertar. Ya tenía suficiente con la batalla que lidiaba con su exmarido a cuenta de la educación de Marta y Pablo como para añadirle, encima, los reproches y los ataques de celos.
Por supuesto que la comprendía. Podía imaginar por lo que estaba pasando y no pretendía parecer desconsiderado, pero ¿era consciente Beatriz de que tarde o temprano César tendría que asumir lo nuestro? Sin duda lo era. No obstante, ella quería estar fuerte para esa pelea. Ahora se sentía frágil y cansada. Sería un combate desigual, un peso mosca contra un semipesado. Y no. No iba a permitir que yo la ayudara en eso. Era algo que debía hacer sola. Con lo que le había costado librarse de un hombre sobreprotector para ahora entregarse a otro. Ni loca. Aquello no era negociable. Cuando estuviera preparada para afrontar esa charla con su ex, la tendría. Ni un minuto antes.
Supe, nada más entrar en casa, que no iba a pegar ojo en toda la noche. El vino, la desazón, el calor (el termómetro de las ramblas marcaba veintinueve grados) se iban a compinchar en mi contra. Me fui quitando la ropa de camino al cuarto. Me quedé descalzo y en calzoncillos. Cuando enchufé el móvil para cargarlo (se me debió de haber muerto a medio camino entre el café y el amor) sonaron cuatro señales de mensaje. El último era de Beatriz. Esperaba de nuevo que la comprendiera. Me pedía paciencia. Me decía que me quería con todas las letras. Según parece, no es lo mismo te quiero que tq. Este se desliza entre el amor y el orgullo, como si uno no quisiera que el otro tergiversara las palabras. A Beatriz le importaba una batata que yo tergiversara sus te quiero. Me quería. Y, si no me gustaba, si me daba miedo, si era demasiado el compromiso, pues carretera y manta.
Los otros tres mensajes eran de Lourdes Ávila. En el primero me informaba de que abandonaba Gran Canaria al día siguiente en el avión de las 13.40 y necesitaba verme antes. Tenía información sobre Nizar Majluf. El segundo pretendía tranquilizarme. La información no era trágica. No era que hubieran encontrado el cadáver del poeta flotando en los muelles ni nada de eso. Se trataba de algunas cosas que había hallado en la habitación del hotel Madrid y que quizá podrían serme útiles para la investigación. En el tercero (su voz sonaba algo cansada, no supe si por la hora o por mi indiferencia) me pedía que nos viéramos en el quiosco de San Telmo, al lado de la terminal de guaguas. A las diez. Por favor. No era cuestión de responder de madrugada a los mensajes. Llamaría a Beatriz por la mañana. Y acudiría a la cita con Ávila.
Me senté en el salón. Me serví una copa de ron. Y encendí la tele a ver si, con suerte, encontraba un programa tedioso que me ayudara a dormir. Hice un recorrido por la programación, que fue como visitar media docena de países sin levantarme del sofá. Un japonés con acento argentino enseñaba a preparar sushi de pez espada. Una pareja de americanos (ella, recauchutada hasta las pestañas; él, bruñido como si acabase de salir de un baño de aceite) me animaban a conseguir unos abdominales que serían la envidia de mis vecinos. Pensé en Chencho Cuyás y su sobredosis de Viagra. Mi vecino, allá donde los muertos reposaran, me estaría envidiando aunque yo pesase ciento cuarenta kilos de puro sebo.
En una cadena, Bruce Lee repartía trompadas a diestro y siniestro en una película del año de la polca. Y otra, con una música deprimente, mostraba mensajes de teléfono de lo más obscenos. Cuando apareció el de una mujer madurita y resultona que buscaba joven fuerte que la pusiera mirando para Cuenca en el suelo de su cocina, apagué el televisor. Aretha Franklin (no había color, aunque fuera negra) me acompañaría más que aquella torre de babel caótica. Apuré las emociones y el ron. Pensé en mi abuelo. Recordé una discusión absurda que tuvimos hacía años y que nos peleó durante una semana. Me lamenté de no haberle dicho un te quiero en condiciones, con todas las letras. Debí de dormirme en algún momento porque me sobresaltó el ronquido de una guagua en la calle. Miré el reloj. Eran las ocho y media. Me dolían el cuello y los riñones. Tenía tiempo de una ducha, tiempo de un desayuno, tiempo de llamar a Beatriz antes de mi cita con la editora del poeta perdido.
Había llegado antes que yo. La encontré leyendo el periódico ante una infusión humeante que olía a fresas salvajes. Andaba preocupada. Los ojos alertas, las manos inquietas. No sabía si yo era de esos detectives que nunca miraban el buzón de voz ni respondían a las llamadas. De esos detectives que se pasaban la noche en los bares de putas. De esos detectives que desaparecían y a los que, semanas después, encontraban borrachos en el banco de un parque. Mucho cine había visto Lourdes Ávila. Para ser editora le faltaba un punto de realismo. Puesto que no le incumbía lo que había hecho yo la noche anterior (tampoco era cosa de que se desilusionara tan pronto de mi profesión), me limité a explicarle que sí había escuchado sus mensajes pero que se me había hecho tarde para responderlos. Y que, desde luego, estaba muy interesado en la información que iba a proporcionarme.
Ávila me miró como tasando la mercancía. Quería saber si bromeaba o hablaba en serio. Desde que comprendió que yo era muy serio incluso cuando bromeaba, me puso sobre la mesa un cartapacio gris sin etiqueta. ¿De dónde lo había sacado? De la habitación de Majluf. ¿Había estado en el hotel Madrid? Sí. Y le había costado un triunfo convencer a los dueños, dos hermanos flacos y movedizos que siempre vestían de negro, de que la dejaran echar un vistazo. Resultaba que el hotel era lugar de tertulia de escritores e intelectuales y los muchachos estaban acostumbrados a las rarezas. Se pusieron en la piel de un poeta que debía de encontrarse en apuros: perdido, secuestrado o algo peor. Y le permitieron a la editora mirar pero no tocar. Uno de ellos, el más guapo, la acompañó a la habitación de Majluf y entró con ella.
Se le había caído el alma a los pies. Era duro, cruel irrumpir de aquella forma en la intimidad de Nizar. Había algo de profanación. El cuarto estaba muy acicalado. La ropa doblada en el armario. La maleta debajo del escritorio. Las zapatillas a los pies de la cama. Los útiles de aseo bien ordenados en la repisa del baño. ¿Y cómo sacó los documentos de allí? ¿Qué se había hecho de lo de mirar y no tocar? Ahí Ávila tuvo que reconocer que había tenido suerte. Porque al hermano guapo que la acompañaba lo llamaron de la cafetería y se ausentó un momento, no más de tres minutos, los que necesitaba para husmear en los cajones, rebuscar un poco más debajo de aquel orden tan inverosímil. Inverosímil, sí. Ella conocía a Nizar Majluf. Era el hombre más desordenado del mundo. Como buen poeta, supuso. Y la organización de aquella alcoba en absoluto casaba con su temperamento.
Los papeles estaban en el compartimento más pequeño de la maleta. Sí. Los papeles sueltos. El cartapacio era de ella. Lo había llevado en previsión de que pudiera sacar algo del cuarto. Ya. No tenía que decirle que sus propósitos hablaban poco a favor del pudor que había mostrado hacía unos instantes. Que aquello se parecía bastante a la apropiación indebida. Pero qué quería yo. Se iba esa mañana y tenía que arriesgarse. No levantó sospechas. Abandonó el hotel con los mismos aperos de editora con los que había llegado: su bolso, su ordenador de mano y su carpeta. Tampoco sabía si el botín había merecido el riesgo. Se trataba de una serie de correos electrónicos que yo tendría que interpretar, que para eso me pagaba. ¿Alguna cosa más? No. Sí. Quizá.
La mujer se sonrojó. Era un asunto delicado que, con toda probabilidad, nada tendría que ver con la desaparición. Tal vez una tontería, un chisme de vieja. El dueño del hotel se había liado en la cafetería con un distribuidor de bebidas de mano larga y, en su lugar, envió de vigilancia a la camarera, una muchacha bielorrusa que limpiaba también en las habitaciones. La chica, que se llamaba Lara, parecía apenadísima por lo de Nizar. Allí no se hablaba de otra cosa. Le habían tomado cariño al libanés. Era muy amable con ellos. Incluso (¡estos poetas!) le había dedicado un poema a Lara. ¿Y dónde estaba el chisme? En las sábanas.
Las sábanas de Majluf tenían una tendencia a amanecer manchadas. No. No se meaba en la cama, faltaría más. Hablábamos de semen. De poluciones nocturnas. Bueno. Tampoco era para rasgarse las vestiduras. Carajo. Un hombre solo en una ciudad desconocida, ¿verdad?, debía de aliviarse de alguna forma. Y, al fin y al cabo, la poesía tenía algo de masturbación, algo de soledad en tierra extraña. Había que concluir, pues, que Nizar le había dejado más de un poema a la bielorrusita.
Apenas nos dio tiempo para más sarcasmos. Lourdes debía coger una guagua, un avión y un tren para llegar a casa. Todo eso, sí. Diez horas a partir de ese momento. Queda más cerca La Habana, caramba. Y esperaba no perder ningún enlace porque entonces sería como volar a Australia. Tendría que hacer noche en un motel de carretera y no le apetecía nada. Pactamos mantener un contacto más o menos diario por correo electrónico o, si el asunto se agravaba, por teléfono para que yo pudiera darle cuenta de mis progresos en la investigación. Me pidió que le pusiera cariño al caso Majluf. Que no lo dejara enfriar. Que levantara hasta la última piedra por encontrarlo. Sí. Era cierto que no me pagaba mucho. Pero así y todo no quería abandonar. Le respondí que yo jamás abandonaba. Que siempre tomaba las cosas con cariño. Que lo único frío que admitía era el champán. Y que poco era más de lo que habitualmente me pagaban.
Regresé al despacho después de despedirme de Lourdes Ávila. Triana en agosto estaba bulliciosa, febril, llena de ruidos. Saludé al viejo lotero. Le eché unas monedas a la estatua del caballero sin cabeza. Compré dos mantecados de canela en la dulcería de la esquina y, con la vuelta, ayudé a sofocar el calor a dos músicos ambulantes. A Inés se le iluminaron los ojillos cuando me vio llegar con los mantecados. Le encantaban. Había elaborado un dossier con todo lo encontrado sobre el poeta libanés en Internet. Lo había impreso en papel reciclable (el anverso eran viejas facturas) y me lo había dejado encima de la mesa. Por los dulces, dijo. No. No tenía idea de que fuera a llevárselos pero creía en la magia, en el azar, en que las buenas obras tienen su recompensa. Coloqué el dossier en la carpeta que me había dado Ávila junto con los correos de Nizar que, por suerte, estaban en francés. Digo por suerte porque, de haber estado en árabe, me hubiera costado un riñón buscarme traductor. Y no. Que no mirara a Inés con ojos de cordero degollado. Ella solo sabía decir cruasán y mon cherie en la lengua de Molière. Así que tendría que buscarme ayuda en otra parte.
Se acercaba la hora de comer. Decidí dejarme caer por el hotel de los líos para ver si podía enterarme de más cosas acerca del poeta perdido. El Madrid tiene una de las ofertas más variadas de la ciudad en su menú. Media docena de primeros y otros tantos segundos para elegir. En la pizarra blanca de la entrada estaban los platos escritos con una caligrafía algo infantil en rojo unos y en negro los otros. Opté por un gazpacho de fresa y bistec de hígado. Una copa de vino de la casa y pan de puño con matalahúva redondearon el almuerzo.
Me atendió un camarero ya curtido en años y en socarronería que desplegaba la guasa por entre las mesas del salón, la mayoría de las cuales estaban ocupadas por turistas sonrosados y bochincheros que bebían cerveza como si fuera agua del grifo. El camarero, que atendía por Arturo, encontró pie para mezclar los idiomas al tuntún. Pasaba del castellano al inglés chapurreado y de este a un alemán rudimentario como quien juega al tejo, haciendo filigranas a la pata coja. Puse atención por si sonaba la flauta del francés pero, por lo escuchado, Arturo no lo dominaba. Lástima. Me hubiera venido de perlas para descifrar los correos.
Cuando llegaron los postres (los extranjeros, que almuerzan muy temprano, fueron desalojando el salón), ya se había despejado el local casi por completo. Un anciano vestido de traje y corbata a pesar del calor se tomaba un arroz con leche con parsimonia. A cada cucharada le seguía un movimiento sutil, algo afectado, de la servilleta rozando los labios. Aproveché el silencio para dejarle caer a Arturo lo sorprendido que me tenía la noticia del poeta libanés. Sí. A él también. Había sido una sorpresa para todos. No estaban acostumbrados a esas cosas por allí. Valía que algún cliente se pasara de listo e intentara escabullirse sin pagar la cuenta pero ¿desaparecer? Eso jamás había ocurrido en los veinte años que el camarero trabajaba en el Madrid.
—¿No podría ser que lo hiciera a propósito para ahorrarse pagar el alojamiento?
—No. El alojamiento estaba ya pagado. No sé si por el congreso o por la editorial.
—¿Y entonces?
—Si me da a jurar, señor, juraría que ese tipo se echó una novia canaria y ahora está viviendo la buena vida. De hecho, la última vez que lo vi acababa de recibir una nota.
—¿Una nota?
—Sí. Una nota en un sobre pequeño. De esos de tarjeta de visita. El hombre parecía emocionado. Seguramente una cita. Ya verá. Cuando menos se lo esperen, aparecerá en un hotel del sur tumbado en una hamaca con un gin tonic y unos manises y descojonándose de todos.
—¿El tipo era un juerguista?
—Coño. Era poeta. Y ya sabe lo que pasa con los poetas. Enamoradizos. Inquietos. A las camareras les tiraba los tejos cosa bárbara. Y no paraba de hablar por teléfono.
—¿Por teléfono?
—Ajá. Lo llamaban un montón. Ni idea de quién y para qué. Siempre hablaba en moro… Quiero decir en árabe.
—Oh, pero así no se sostiene lo de la novia canaria.
—También es cierto. Pero usted preguntó y a mí no se me ocurre qué otra cosa le pudo suceder.
A mí sí se me ocurría. Me jugaba la licencia a que el exceso de llamadas (la misteriosa nota habría sido la traca final) tenía que ver con la desaparición del poeta. El problema estribaba en que, con él, habían desaparecido también la nota y su teléfono móvil. Eso iba a complicar el rastreo. Por si acaso pudiésemos encontrar la manera de seguir la pista, le mandé un mensaje a Ávila para que me enviara el número de Nizar. La editora debía de estar volando en ese momento, de modo que tendría que esperar a que llegase a casa.
Regresé al despacho. Me preparé un café. Puse música. Y me tumbé en el sofá con la carpeta del dossier Majluf. Había unas quince páginas con datos, entrevistas, poemas y fotografías del libanés. Comprendí la pasión que había despertado en Inés y el interés que había despertado en la editora. Un hombre comprometido con su pueblo, que además de escribir enseñaba en el Liceo francés y hasta había liderado, con poca suerte, un partido político. Unos versos desgarradores. Unas imágenes rodeado de niños y mujeres en lo que parecía un desierto. El orgullo de haber ayudado a abrir una escuela en su pueblo.
Es en los ojos, dicen, donde buscamos y donde hallamos a los otros. Porque los ojos no saben de mentiras. Los de Nizar Majluf parecían en guerra siempre. Aunque sonriera con la boca, aunque mostrara sus dientes inmaculados, tenía una mirada fiera, una mirada de acero en las fotografías de primer plano. Y también estaban los gestos, las poses, la tensión del cuerpo, como de animal en acecho.
De no saber de su vida y no haberme leído algunos de sus versos, hubiera creído que estaba ante un guerrillero y no ante un poeta. Tenía algo de Ché Guevara sin puro ni boina ni barba de tres días. ¿Y por qué no? ¿Cuántas personas albergamos en nosotros mismos? ¿Cuánto de ángel y de demonio llevamos dentro? Un padre y un marido adorable que se convierte en hiena cuando sale por la puerta. Un tipo gris de día que, por la noche, se vuelve depredador sexual. Un orador locuaz y extrovertido que esconde al ser más tímido del mundo. Un payaso al que, con el maquillaje, se le van todas las ganas de reír. Al fin y al cabo, Majluf era político. Podía tener más caras que un álbum de futbolistas.
El libertario se masturbaba de noche pensando en una camarerita bielorrusa. El soldado se derretía ante unos lindos ojos o las piernas y el culo que acompañan a unos lindos ojos, que no es lo mismo pero es igual. No obstante, su desaparición nada tenía que ver con una mujer como había apuntado el camarero. No. De haber una razón caería del lado del otro Majluf. El adalid. El guerrillero. El Ché lampiño y destocado.
Dejé a un lado los papeles para centrarme en lo malo conocido y no en lo bueno por conocer. ¿Qué sabía de Nizar? Que había insistido hasta el cansancio en ser invitado a un congreso que le importaba un huevo. Que había llegado a Las Palmas guiado por una causa diferente a la de la poesía. Que hablaba mucho por teléfono. Y que había desaparecido tras recibir una misteriosa nota. Las cuatro estaciones de la certeza. De repente, un fragmento del dossier que acababa de leer se revolvió en mi regazo. Había algo en la biografía de Majluf que me sonaba conocido. Volví a ella. Releí las primeras páginas con atención. Dos veces. Y allí estaba la noticia. Mirándome con sorna. Sacándome la lengua. Un pie de foto. Bajo un joven Nizar sonriente y delgaducho. El tipo había estudiado filología francesa en… la Universidad de Sarajevo.
Me levanté del sofá de un salto. Tuve que haber batido algún record porque llegué al escritorio sin pisar el suelo. Al lado del ordenador, junto a la lamparilla, había otro dossier. El de Thomas A. Tesla. Otro extranjero desaparecido (este para siempre). Probablemente otro comprometido con la causa. Y con seguridad otro estudiante de la Universidad de Sarajevo. ¿Casualidad? Casualidad leche machanga. Ahora sí que necesitaba traducir los correos electrónicos y rastrear las llamadas de teléfono.