Lourdes Ávila era una mujer. Tenía voz de estibador del muelle, lo que habría podido llevar a engaño a la buena de Inés, pero era una mujer. Saltaba a la vista. Me aguardaba en la sala de espera. Acababa de regresar de Tenerife. Vestía falda y chaqueta grises de lana fría y a su lado, en el suelo, descansaba una maleta pequeña de viaje, color hueso, de Carolina Herrera. Inés le había servido un café y en ese momento estaban discutiendo sobre redes sociales. No se ponían de acuerdo si era mejor Twitter o Facebook. Al parecer la primera abría más puertas en el terreno profesional y la segunda posibilitaba conocer más gente. Por eso una tenía seguidores y otra, amigos. Como no frecuento ninguna de las dos, no entré al trapo y preferí pasar al despacho con Ávila y enterarme a qué tanto interés en conocerme.
La mujer se tomó su tiempo en estudiarme de arriba abajo, como si calibrara con quién se iba a jugar los cuartos. Cuando se sintió satisfecha, tomó la palabra para explicarme la situación. Comenzó por el principio para que me hiciera una idea cabal. Ella había nacido en Madrid pero, por causas que no tenían que ver con el caso, vivía en Granada. Había trabajado de periodista durante diez años, hasta que se hartó de un oficio que se estaba desprestigiando día tras día con tanto advenedizo y tanta cutrez. Así, junto a una amiga que llevaba la sección de cultura del periódico, decidieron arriesgarse a ver qué pasaba y, con unos ahorros y un préstamo de la Junta de Andalucía, montaron una pequeña editorial. Letras de luna se llamaba.
Publicaban cuentos y poesía. Autores poco conocidos pero de calidad. Nada de autoayuda ni de vampiros ni de novela romántica, que yo la disculpara pero estaba hasta donde no podía decir de mariconadas. Que lo llamara sentimentalismo anticuado o simple manía. Era la gallina de los huevos de oro, lo sabía. Pero se negaba a transigir con esa morralla. El suyo era un negocio perro, no pretendía engañarme. Pero no les iba del todo mal. Habían descubierto más de un escritor con buenas mañas que, por supuesto, una vez les llegaba el éxito, se dejaban tentar por los cantos de sirena de otras editoriales más poderosas. Y si te vi no me acuerdo. La traición venía en el sueldo.
Yo intentaba rememorar, mientras ella contaba su triste historia, a quién se parecía Lourdes Ávila con ese pelo azafranado y esos ojos luminosos y claros. A una actriz quizá. O a una modelo de una marca de perfume. O a una chica que conocí en el pasado. Por culpa de esa matraquilla se me escaparon algunos flecos del relato. Regresé a la conversación justo en el instante en que la editora iba al meollo del asunto. Había desaparecido uno de sus autores. Tal vez el poeta más capaz de Líbano. Sí. El mismo que anunciaban los periódicos. Y sí. Sabía que el hombre tan solo llevaba fuera dos días y eso, en circunstancias normales, era muy poco para que entrara el pánico. Pero aquellas no eran circunstancias normales. Su autor tenía que estar tomando a esa hora un avión a Beirut vía Madrid.
¿Quién decía que no lo estaba haciendo mientras nosotros hablábamos? Lo decía ella, Lourdes Ávila. La editora sacó de su bolso, con una mueca de desencanto, un pasaporte a nombre de Nizar Majluf, nacido en Nabatiye en mil novecientos setenta y tres. La fecha también me sonaba de algo pero pensé que estaba cansado y demasiado puntilloso para tenerlo en cuenta. ¿Por qué llevaba Lourdes el pasaporte del poeta? Porque a veces una editora es como una niñera. Tiene que encargarse de todo. Los escritores suelen ser desorganizados, olvidadizos, caóticos. Si no se les lleva de la mano se pierden. Y podía yo ahorrarme el chiste fácil. Era consciente de que, a pesar de sus esfuerzos, Nizar se le había perdido.
Como no sabía por dónde empezar le trasladé a Ávila mis primeras dudas del desayuno. ¿Desde cuándo Líbano pertenece a África? ¿Y quién fue el iluminado que organizó un congreso en Las Palmas en pleno agosto? La editora sonrió, supuse que ella también se había hecho esas mismas preguntas. Sonrió y se le iluminó la belleza que llevaba escondida tras la pantomima de chica seria. Quizá fuera de esas mujeres de negocios que ocultaban su atractivo por temor a que no las tomaran en serio. Y yo empecé a tomar en serio a Lourdes Ávila después de la sonrisa: se le fundió la pose y se humanizó lo justo para que me interesara lo que me contaba.
Sobre lo de la organización en agosto habría que preguntar en la Casa de África, a ella que la registraran. En cuanto a la presencia del libanés, fue el propio Nizar el que se empeñó en ello. La había llamado hacía dos semanas y había insistido tanto que Lourdes tuvo que remover Roma con Santiago para que lo aceptaran como autor invitado, fuera de programa. No. Él no había dicho por qué tanta monserga y ella no había pedido explicaciones. Pero la razón tenía que ser de peso puesto que estuvo dispuesto a correr con la mitad de los gastos del viaje y los poetas, ya se sabe, no andan sobrados de dinero.
Desde luego que a Ávila, aunque sabía que los escritores son raros como perros verdes, le había resultado extraño. A lo mejor Majluf tenía una amante en Las Palmas o quería disfrutar de unas vacaciones o buscaba inspirarse en tierra nueva. ¿Motivos políticos? También podría ser eso. En la región donde residía Nizar la vida valía poco. ¿Estaba yo sugiriendo que el hombre había montado toda la tramoya para fugarse y pedir, luego, asilo? No. Yo no sugería nada. Aún no tenía suficiente información para las sugerencias. Solo para las preguntas. Pero, como diría mi abuelo Colacho, no había que echar la cuestión política en saco roto.
¿Se le había ocurrido pensar que tal vez a su autor no le interesaba volver a casa? ¿Tenía familia en Nabatiye? La mujer me lanzó una mirada azul como queriendo descifrar la relación entre ambas preguntas. La había, desde luego. Si yo tomara la decisión de no regresar a un país amenazador, me aseguraría de no dejar rehenes que mis amenazantes pudieran utilizar en mi contra: unos padres, una esposa, un hijo. Ávila ignoraba si los padres del escritor seguían con vida pero, que ella supiera, Nizar vivía solo y no tenía hijos. ¿Eso apuntaba hacia un móvil político? No. Pero, al menos, no lo descartaba.
La última vez que lo había visto había sido el día anterior a su desaparición. Almorzaron juntos en un restaurante, Romeo y Julieta, frente a Casa de África. Lo recordaba bien porque Nizar se quedó prendado de la camarera, una argentina delgada como un junco. Hasta le escribió un poema en la servilleta, uno que hablaba de su cintura liviana y el lunar de su boca. Sí. Un poco cursi, para qué engañarnos. Como la muchacha no entendía el francés, le sirvió de poco. ¿Se comportó de un modo extraño en el almuerzo? Lo de la camarera no podía considerarse extraño, yo debía de saber de la tendencia de los poetas al arrebato súbito. Sin embargo, ahora que salía el tema, Lourdes le notó cierta ausencia, cierto ensimismamiento. Se quedaba a veces en silencio, mirando a través de los cristales, antes de retomar la charla. En francés. Hablaban en francés. Ella no sabía árabe y él apenas había aprendido a decir mi amor y cuánta belleza en castellano, cosas de poetas.
Después del almuerzo, la editora había vuelto a su hotel y Nizar, a una mesa coloquio del congreso. No. No lo había acompañado. Una cosa era ejercer de niñera y otra andar pegada al culo de sus autores. Además, ella tenía que trabajar. Su editorial no acababa con Nizar Majluf. Tenía que organizar la presentación de una antología de cuentos de mujeres en el Ateneo de Madrid y concretar una visita a un joven escritor de Tenerife (eso explicaba su reciente viaje), a quien estaban interesados en editar. ¿Había hablado Majluf de algún compromiso fuera del congreso, se había sentido intrigado por algo ajeno a los coloquios? De compromisos no, pero una vez le preguntó por la guagua (la tercera cosa en castellano que aprendió, bien por él) que iba a la isla. Sí. A la isla, eso dijo él. Pero la editora no pudo ayudarlo porque no conocía ninguna isla dentro de la ciudad. Ni que estuviéramos en Huelva.
¿No quería caldo? Pues había pasado de no tener taza a vérmelas con dos al mismo tiempo: la de un extranjero muerto y la de otro desaparecido en combate. Uno que no se sabía cómo había entrado en Gran Canaria pero sí cómo iba a salir. Y otro que había llegado en avión pero había perdido el que lo tenía que devolver a casa. Cuando Lourdes Ávila abandonó el despacho, entró Inés a asegurarse de que mi decisión fuera la correcta. Antes de que pudiera aclararle que ya había resuelto aceptar el caso del poeta libanés, me dejó en prenda su impresión, Haz lo que quieras, Ricardo, pero desde ahora te digo que me gusta esa mujer; he estado rebuscando en Internet y la tipa tiene mucho mérito: un David en tierra de Goliats; y el poeta desaparecido es un héroe en su país, un luchador por la causa palestina; si logras encontrarlo, vas a tener una estatua a caballo en el centro de Beirut.
Los documentos que acababa de imprimir y traía consigo me sirvieron para completar el cuadro de la desaparición de Nizar Majluf. La hice feliz a ella y a su romanticismo. No por el agradecimiento de todo un país (estaba bueno yo para estatuas ecuestres), sino por algo más simple: la curiosidad. Sí. Esa que mató al gato. Solo rezaba para que el gato saliera ileso de aquella historia. Mi primera intención, pues, fue dejarme caer en el congreso de agosto, cuya clausura se celebraba esa misma mañana con una conferencia sobre las lenguas en África.
Al parecer son incontables. No tanto porque sean muy numerosas cuanto porque ni los propios expertos se ponen de acuerdo en el número. Después de la sexta que nombraron (wólof, nkoro, nanga, mbulungi, fula y badyara) perdí la cuenta y el interés. En lo que todos coincidieron fue en que la lengua era un arma poderosísima. Todos se entendían en francés y discutían en el dialecto materno. Los matices, los detalles, las particularidades de esos dialectos eran tan ricos, tan exquisitos que valía la pena morir por defenderlos. ¿Y matar también?
Me habían ofrecido auriculares para la traducción simultánea. Y escuchar dos voces en dos idiomas, uno detrás de otro, me resultaba incómodo y confuso. Tal vez por eso me fui varias veces del coloquio. Me perdí en divagaciones. Me pregunté qué coño pintaba el poeta libanés en aquel congreso. Su lengua materna era el árabe y no una de esas en vías de desaparición. No tenía que morir ni matar en su defensa. Para eso, por desgracia, ya estaban otros más crueles y fanáticos que él. Por más que miraba a los oradores del debate no conseguía encontrarles relación con Majluf. Todos eran de raza negra, casi azules. Su manifiesto parecía más político que literario. Se lamentaban de que la lengua colonial, el francés, no dejara espacio para las demás. Incluso se enfrascaron en una discusión sobre la pertinencia o no de que la ONU interviniera en el conflicto.
Abandoné la sala con más interrogantes que respuestas. En la misma mesa del vestíbulo en la que devolví los auriculares habían dispuesto varias pilas con libros, cuadros y artesanía africana. Hallé varios poemarios de Nizar Majluf en francés y en árabe. Y dos títulos editados con buen gusto por Letras de luna: Poemas del cementerio y La cruzada. Me intrigó, no sé por qué, el segundo. Pagué doce euros por un ejemplar con la esperanza de que los versos me ayudaran a entender al verseador. Pregunté por la encargada del congreso.
Era coordinadora. Si quería encargadas, que fuera al Corte Inglés. Aquello era un evento cultural. Empezábamos bien la investigación, carajo. La susceptible recepcionista me explicó con cierto retintín que iba a ser im-po-si-ble concertar una cita esa mañana. Era el último día y todo el mundo quería hablar con ella: los asistentes, por sus certificados; los ponentes, por su nómina; los políticos, por la foto. Imposible del todo. Por si fuera poco, uno de los escritores (el mauritano o el maliense) era, además, ministro de Cultura de su país y los problemas con la diplomacia llevaban a maltraer a la pobre coordinadora. Pero quizá su ayudante sí podría recibirme.
Se llamaba María Luisa Cuevas, una mujer morena de verde luna muy elegante que llevaba pantalón beis y chaqueta marrón con coderas de pana sobre una camisa azul con botones nacarados. Me atendería encantada pero mientras andábamos. No tenía tiempo, dijo, ni de rascarse. La acompañé en su trabajo de controlarlo todo. Incluso la ayudé a secar unas copas que tuvo que fregar en la cocina. Magüi (nadie la llamaba María Luisa) se quitó el anillo de casada para enfrentarse al fregadero. Gesticulaba mucho al hablar, sus manos serpenteando por el aire. Sí. Recordaba al poeta libanés pero no por su presencia en el congreso, sino por todo lo contrario.
Claro. Después de haberse emperretado tanto en que lo invitaran, el tipo apenas apareció una tarde por allí. La tarde de su ponencia. No. No había asistido a ninguna otra conferencia ni mesa redonda ni exposición. Y no. La víspera de su desaparición (y ella no quería dejar por mentirosa a Lourdes Ávila), Majluf no había estado en Casa de África. Segurísima. Magüi se había dedicado en cuerpo y alma (cuando dijo lo del cuerpo, las manos recorrieron su figura como reafirmándose) a la organización del congreso. Llegaba a las diez de la mañana y se iba a las diez de la noche. Solo paraba para comer. De modo que sabía de lo que hablaba. Para ella, el libanés había venido a Las Palmas de vacaciones, no a vender libros.
Se me acababa el tiempo. No lograba entender el empecinamiento de Majluf en ser invitado. Y la ayudante no parecía poder ayudarme más de lo que lo había hecho. La llamaron por teléfono. Su jefa la reclamaba. Debía asistir a los discursos de clausura. Había sido un placer hablar conmigo pero tenía que irse, se estaba yendo ya. Le lancé al vuelo una última pregunta a lo Colombo, ¿recuerda haber notado algo extraño en el comportamiento del libanés?; quiero decir la única vez que lo vio. Magüi se dio la vuelta a medio camino de su huida y se detuvo. Asintió con la cabeza. Se palpó las manos desnudas (había olvidado el anillo en la cocina) y ladeó la cabeza, Ahora que lo menciona sí; esa tarde se marchó de un modo precipitado; estaba firmando libros en la mesa de conferencias y, de repente, se levantó como asustado y salió a toda prisa; ¿perdón?, ¿alguien más?, no que yo recuerde; quedaban dos personas para que les firmara: una corresponsal marroquí que sigue el congreso para su periódico y un viejo; ¿el viejo?, no me fijé demasiado…; canoso, de rasgos árabes y… no sé si es importante, pero iba en silla de ruedas.
Si no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo en torno a Nizar Majluf, ¿cómo iba a saber si era o no importante que un viejo inválido quisiera un libro suyo firmado? ¿Se habría asustado el poeta por el anciano o por la periodista marroquí o por otra cosa en la que Magüi no se había fijado? Quizá tan solo tuviera prisa, quizá hubiera recordado de pronto una cita mientras firmaba ejemplares. Pero una cita no asusta, salvo que sea con la muerte.
La Casa de África está asentada en un caserón colonial de estilo canario. Un edificio de color azul intenso, más intenso al contraste con la piedra de cantería. En el patio central, en el que habían dispuesto una tarima para los oradores y ocho filas de sillas de madera para el público, se clausuraba la convención. Solo estaban ocupadas las tres primeras filas. Era de esperar: si ni los poetas invitados asistían a los debates, ¿por qué iba a interesarles la literatura africana a los ciudadanos de Las Palmas? En la tribuna presidencial, junto a la organizadora del congreso, una mujer pequeña y de aspecto frágil, se codeaba (literalmente, se daban de codazos para salir en la foto) una florida representación de las instituciones insulares: del Gobierno autónomo, del cabildo y del ayuntamiento.
En una esquina, tras una palmera enana que habían apostado para esconder, no supe por qué, la pila de agua, Magüi aguantaba el tipo con cara de cansancio. Vigilaba su teléfono móvil. Entrecerraba los ojos para protegerse del resol del mediodía. Cuando nuestras miradas se cruzaron amagó una sonrisa que yo le devolví. Luego pareció buscar entre el público a alguien y, una vez hallado, regresó a mí para hacerme una seña con la punta de la nariz. Seguí la dirección de su gesto hasta la tercera fila, donde una mujer tomaba notas y sacaba fotografías con una cámara minúscula. Aquella debía de ser la periodista a la que Majluf había dejado compuesta y sin firma. Le guiñé un ojo a Magüi y fui a sentarme al lado de la marroquí.
Kadima Karam también estaba harta de perseguir noticias por medio continente. Soñaba con casarse con su novio italiano, irse a vivir a Córcega con sus futuros suegros, lejos de teletipos y exclusivas. Quería engordar y ser feliz. Tal cual. No conocía a nadie más gorda y feliz que su madre, que no sabía leer ni escribir ni comprendía para qué necesitaba la gente tantos periódicos con las malas noticias que daban. En cambio, Kadima leía y escribía en cinco idiomas y en todos ellos era desdichada.
La única ventaja de encontrarse sola en tierra extraña (había sido su primera visita a Gran Canaria) era que tenía tiempo libre para responder a todas mis preguntas. Kadima Karam aceptó mi invitación a un aperitivo en la terraza del hotel Santa Catalina, donde sirven el mejor daiquiri de la ciudad. La cita se alargó hasta el almuerzo y decidí llevarla al Bodegón del Pueblo Canario. Viéndola atacar la comida entendí mejor la añoranza que Kadima sentía por engordar y ser feliz. Rebañaba los platos como si no supiera si volvería a comer alguna vez. Ponía cara de orgasmo a cada cucharada de ropa vieja o de carajacas. Sí. Ya sabía ella que las carajacas eran trozos de hígado encebollado pero si no tenía complejos con su novio, menos los iba a tener con su religión.
De Majluf no pudo decirme mucho. Su intención, aquella tarde en que estuvo a punto de lograr su autógrafo, había sido hacerle una entrevista pero el poeta salió disparado como un tiro y no volvió a verlo más. Sí. Ella también notó la reacción del libanés, una especie de vértigo, un latigazo de temor extraño que le ensombreció el rostro. ¿La causa? Kadima sería incapaz de aventurar una. Sencilla y llanamente salió a estampida de Casa de África. Ella lo llamó. Le pidió que le respondiera unas preguntas o que le diera una cita para hacerlo más tarde, pero Majluf no la escuchó. En tres zancadas se puso en la puerta del edificio y se perdió en la noche. ¿Un anciano invalido? Sí. Lo recordaba. Llegó acompañado de un hombre que empujaba la silla de ruedas. Un hombre alto con barba de tres días. De aspecto musulmán los dos. No. Árabes no, de eso estaba segura. Por su forma de hablar y su vestimenta posiblemente fueran europeos. Tal vez turcos o chipriotas. Y no. Ninguno volvió a aparecer por el congreso.
Una racha de viento removió los toldos color vainilla del Bodegón. Kadima hizo un gesto de tortuga: subió los hombros exageradamente, achantó el cuello y arrugó la frente. Cuando se vive en el desierto te acostumbras a tener de techo el cielo. Lo más pesado que puede caerte encima es una tormenta de arena. La tranquilicé. Los toldos aguantarían la embestida. En Gran Canaria también estábamos acostumbrados a sus tormentas de arena. A nosotros nos llegaba la cola del temporal, pero cuando lo hacía no había quien respirara aquel aire tan rojo y tan plomizo. Por eso los toldos eran color vainilla. Para esconder la roña.
La periodista y yo jugamos a intercambiar estampas como chiquillos en el patio del colegio. Ella me ofreció sus recuerdos de aldea, su delgada niñez junto a nueve hermanos, el tesoro que suponía poseer un pozo de agua. Yo le hablé de mi infancia solitaria, sin hermanos, sin pozo de agua. Infancia de niño viejo que ni amigo invisible conocía. Y de mi espíritu curioso. Cualquier cosa me llamaba la atención. ¿Por ejemplo? Por ejemplo, la gente.
Le lancé un reto juguetón, Cierre los ojos y dígame cuántas personas hay ahora mismo en la terraza. Ella sonrió, tímida, No tengo ni idea, ¿seis?, ¿siete? Pero los retos son como los bumeranes, que se te vuelven en contra en cuanto te descuidas. Porque Kadima no había contado las cuatro mesas que estaban ocupadas a esa hora. La pareja de enamorados del fondo. El grupo de turistas alemanes que comían en silencio en una esquina. Los ejecutivos bien trajeados que ojeaban la carta de vinos. La madre feliz que enseñaba a caminar a su niñita. ¿Por qué iba a fijarse en ellos?
Kadima estaba encandilada con una mariposa color zanahoria que revoloteaba en el parterre de flores. Eso era lo importante. Lo efímero. A lo que había que aferrarse a cada instante antes de que se desvaneciera. Las personas que almorzaban en el Pueblo Canario regresarían al día siguiente y al otro y al otro. Excepto los turistas, que como ella volverían a su país tarde o temprano, a los demás se les había dado la posibilidad de vivir una eternidad. Sí. Una eternidad si la comparábamos con aquella frágil mariposa a la que le quedaban, tirando por lo alto, veinticuatro horas. Las hermosas figuras que se deletreaban en la arena duraban lo que un suspiro. Si no las atrapabas, las perdías para siempre. Joder. Me sentí terriblemente imbécil jugando a los espías, dándomelas de avezado observador ante una mujer que supo desde siempre lo que valía la pena observar. La importancia de lo efímero. Mientras regresaba a casa se me venían imágenes fugaces, acaso inconexas pero muy vívidas: un disparo en la nuca, la explosión en una obra, un poeta atemorizado. Tres momentos fugaces que podían explicar tantas cosas…