La vida solo podía empeorar. Después de haber rozado el cielo, en un hotel del sur, con la punta de los sentidos (desde la vista al olfato; desde el oído al gusto; el tacto, sobre todo), no cabía esperar más que una magua lánguida, una cruda nostalgia de escuchar su risa loca y sentir junto a mi boca, como un fuego, su respiración. Y si, encima, tocaba una visita al hospital, apaga y vámonos. De la gloria al infierno en unas pocas horas.

Nunca se me dieron bien los hospitales. La muerte no me es ajena, claro. Pero el sufrimiento y el dolor me resultan insoportables. A mí me ocurre como a los forenses: cuando me mandan llamar ya no hay nada que hacer. Llegar, observar, dudar de todo, hacer el esfuerzo de interpretar los hechos, preguntar. Al muerto ya no puedo devolverle la vida. Y lo que queda es una baba de caracol atormentada, agónica. En los hospitales hay, por otra parte, demasiadas emociones en juego: madres, esposas, hijos que sufren, a gritos o en susurros, el miedo y la tristeza y el abandono. La escena de un crimen no es triste (más bien hueca); los pasillos de una clínica sí.

El lunes por la mañana amaneció con panza de burro. Y en el Negrín había demanda de urgencias. La gente que se rompe la crisma un viernes no acude al médico de inmediato por mucho que le duela. Aguanta unos días aunque sea por no jeringarle el fin de semana a la familia. Sin embargo, el lunes a primera hora se presenta en el médico con una molestia ya vieja para que lo remienden o le receten una cura o, ya puestos, lo ingresen de necesidad. Más de uno se ha muerto de cortesía, por deferencia a los amigos: cuando llega a urgencias nadie puede ayudarle; la enfermedad se ha enseñoreado del cuerpo, lo ha invadido, ha tomado lugares adonde no llega ni la sangre. Y se jodió el invento.

A pesar del tumulto de dolientes, Diego Galván se hallaba casi solo en la tercera planta de traumatología. A esa hora, los médicos atendían en consulta externa y su mujer trabajaba. No estaba la cosa para andar pidiendo permisos no fuese que, al regresar al puesto, hubiera otro ocupando tu lugar. El hombre compartía la habitación tres catorce con otro enfermo, un tipo que llevaba encima más tubos y conexiones eléctricas que años. Galván tenía los ojos cerrados pero no dormía, ¿quién iba a dormir en un hospital? Allí, cuando no era la Juana de un silencio sepulcral, era la hermana de un rumor de llantos. El caso era mantener a los enfermos en vilo, asustarlos para que sanaran antes y no quisieran volver ni en sueños. Diego Galván había llegado a esa conclusión después de una cuarentena en aquella cama blanca y pulcra.

No solo no se sintió importunado por mi presencia, sino que la agradeció. En su situación, cualquier cara nueva era una dicha. Y más cuando el recién llegado se dedicaba a algo tan delirante como resolver crímenes. ¿Me habían dejado entrar con el arma? Ah. Que no llevaba arma. Vaya. Qué lástima. Porque se estaba preguntando si se la dejaría ver. ¿Ni una simple navaja siquiera? Bueno. Peor era nada. De cualquier manera, la visita se convirtió en una fiesta. Galván despertó al viejo de los tubos y llamó a un celador con quien había intimado. Y si no llego a pararle las patas a tiempo, hubiera convocado un mitin sindical en la habitación pi, la tres catorce.

Cuando le expliqué que ni lo que yo hacía era tan arriesgado ni necesitábamos tanto público (más bien suponía un estorbo), se le nubló el semblante de decepción. Aceptó, no obstante, mis condiciones y accedió a contarme lo que recordaba de la tarde en que casi se mata. Antes que nada, quiso poner los puntos sobre las íes: lo de su compañero había sido una putada; lo suyo, un milagro. De no haberse agachado a encender la hormigonera, aquella pared lo hubiera sepultado como a su colega. ¿Amigo? No. Decir amigo era decir mucho. Chano Acevedo y él se conocían de apenas unas semanas. Las cosas ya no eran como antes, que las empresas tenían cincuenta o sesenta hombres en plantilla. Ahora, una agencia de empleo los avisaba, de modo individual o en pequeñas cuadrillas, e iban acudiendo a donde fueran necesarios. De hecho, de todos los compañeros de la obra, con el único con quien Galván había coincidido antes había sido con el encargado, Tomás Correa. Del resto había tenido noticia el día que se presentó al trabajo.

Pero una cosa no quitaba la otra. Que no fueran amigos no significaba que no hubiera sentido su muerte. La había sentido y mucho. Máxime cuando él, Galván, se había salvado de la quema por pura chiripa. Destino. Azar. Que yo lo llamara como me viniera en gana. Al final venía a ser lo mismo: leche; mucha leche. Aquel día alguien tiró una moneda al aire y a él le había tocado cara mientras que a Chano le salió la cruz. No. No la recordaba como una jornada diferente a otras, salvo por la ausencia del extranjero silencioso. ¿La causa? Al parecer tenía una cita en la agencia de inmigración. ¿Por la tarde? Sí. A Galván también le resultó extraño al principio pero supuso que, con tanto inmigrante, la agencia debería de estar hasta arriba de expedientes y tendrían que doblar el turno para atenderlos a todos.

Para el accidente, sin embargo, no tenía explicación. Habían apuntalado la pared norte como las otras, con los mismos cimientos y la misma argamasa. Pero algo tuvieron que hacer mal porque se desmoronó. ¿De repente? En efecto. Fue encender la hormigonera y sentirse un estruendo y venirse abajo la montaña de cascotes sobre ellos. Un alud de piedra y ladrillo de más de quinientos kilos.

Los peritos que enviaron del juzgado (hubo de venir un juez a levantar el cadáver de Acevedo) dictaron que se debía a una lamentable combinación de la corrosión de materiales y al viento reinante esa tarde. ¡Qué sabrían ellos! Menuda panda de mentecatos. Los materiales eran nuevos, estaban en perfecto estado. Y una rachilla de viento no derrumba un muro como aquel. No, señor. Ni en broma. Galván no era capaz de explicar el derrumbamiento pero no se tragaba la milonga del vendaval.

—¿Y dice usted, Diego, que fue poner en marcha la hormigonera y sobrevenir el derrumbe?

—Eso mismo.

—¿Y a los peritos no les extrañó una coincidencia así?

—Los peritos no se enteran de nada. Verá. Yo estuve una semana sin abrir los ojos. Inconsciente. Luego, otra sin poder hablar. Así que, cuando me sentí fuerte para responder, ya se habían acabado las preguntas. Los cabrones dieron por bueno lo de la racha de viento y siguieron trabajando sin mí.

—¿Y nadie más ha venido a interesarse? ¿Ni siquiera periodistas?

—Tomás Correa vino a darme ánimos y me trajo recuerdos de los compañeros. Mi mujer dice que alguien pasó por aquí mientras yo estaba en coma pero si se trataba de un periodista o no ya se me escapa. Fuera de eso, usted es el que más tiempo se ha quedado. Créame. Me encantaría decirle más pero no puedo.

Una enfermera de pelo azafranado y sonrisa pecosa llegó con las bandejas del almuerzo. No necesitó decirme que sobraba. Lo noté en sus ojos, algo cansados de espantar visitantes. Galván fue a protestar por la interrupción pero lo atajé. Tuve que prometerle que volvería. De verdad de la buena. Juradito por mis muertos. Volvería pronto. Hasta el momento, él era el mejor confidente que tenía y quizá necesitara contrastar mis averiguaciones con sus recuerdos. Solo quería saber una cosa más y lo dejaría descansar en paz. No en paz como a los muertos, en paz como a los enfermos. El hombre sonrió de un modo infantil. Pensé que le había hecho gracia el juego de palabras pero no era ese el motivo de su sonrisa. No. Acababa de acordarse del teniente Colombo.

Sí. El de cuando la tele era más vieja que la raspa. Me faltaba la gabardina mugrienta y el ojo de cristal. Colombo siempre tenía una última pregunta antes de irse. Y esa última pregunta ponía nervioso a todo el mundo. Era la más importante, la clave de la investigación. Lamenté joderle a Diego la comparación. Ni yo era Colombo ni aspiraba a ponerlo nervioso ni mi pregunta era tan importante. Me interesaba hablar con su mujer. Para hacerme una composición de tiempo, la de lugar ya me la había dado Galván. Sí. De tiempo. De ese tiempo borroso en el que él había estado fuera de combate. Su mujer se llamaba Milagros Sarmiento. Trabajaba de camarera en el hotel Cristina y, o el tráfico se había puesto muy jodido, o estaría a punto de aparecer por esa puerta para darle el almuerzo.

Como un reloj suizo. Llegó primero su voz bullanguera por el pasillo de la tercera planta, sorteando carros de comida y enfermeros, saludando a todos como si fueran de la familia. Porque eran de la familia. ¿Acaso no le habían salvado la vida a Diego y lo cuidaban a diario como amas de cría? Menos amamantarlo (ya quisiera él), le hacían todos los mimos. Milagros Sarmiento había sobrepasado los cuarenta. Tenía uno de esos rostros a los que es imposible no confiarse. Amigable, cariñosa, optimista. Quizá demasiado para lo que estaba soportando. Le dio dos besos a la enfermera que velaba por el compañero de cuarto de Diego. Besó a este en la frente. A Diego en la boca. Y no me besó a mí porque no nos habían presentado.

Galván vino en mi ayuda. Mi nombre, en sus labios, sonó algo histriónico, desmesurado. ¿Ricardo Blanco? Mi trabajo, algo siniestro, ¿detective privado? Milagros no tenía claro qué hacía allí. Un detective privado daba bien en la pantalla o en los libros pero en la realidad resultaba extravagante. Sin perder la amabilidad, la mujer recogió velas. Porque era cariñosa y amigable, no cabía duda, pero tenía muy claras sus prioridades. Si yo quería hablar con ella, me atendería con gusto. Eso sí. Ni un minuto antes de que su marido hubiera almorzado.

Me pareció justo. No pretendía ser una molestia para nadie. ¿Dónde daban de comer cerca del hospital sin dejarse el estómago en el intento? Ah. ¿En Casa Ramona, el bar de los taxistas, ofrecían un menú aceptable? Estupendo. Que Milagros se tomara su tiempo en atender al enfermo. Yo no tenía prisa. En Casa Ramona la esperaría. Le di la mano a Galván. Le deseé una mejoría rápida. Por descontado. Ricardo Blanco era hombre de palabra: le había prometido volver y volvería. Me fui sin besar a nadie.

El menú consistió en un gazpacho y un arroz a la cubana con huevo, plátano y morcilla dulce. El huevo estaba como debía estar: la clara seca y la yema jugosa para mojar el pan que, en un detalle de modernidad, lo servían con semillas de lino. El vino de la casa era un rioja joven. Casa Ramona era un negocio familiar. Los enfermeros de guardia preferían la cafetería de los taxistas a la del Negrín. Comían en grupos animados, excepto un tipo que leía el Marca mientras daba cuenta del arroz. La muchacha que atendía las mesas era, por lo que pude deducir, la hija del dueño. Se llamaba Clara pero todos le decían Ramona y la muchacha había desistido ya de corregirlos. Clara charlaba con los comensales de un modo amigable. Bromeaba con sus chistes. Escuchaba sus quejas con paciencia. La misma historia de los últimos meses. Habían echado a treinta auxiliares, cerrado dos servicios, eliminado un turno. Las máquinas más caras se morían de asco sin nadie que les diera uso. Hasta el papel higiénico escaseaba.

El lector del Marca levantaba a ratos la vista del periódico cuando alguno de sus colegas relataba los ejemplos de Vigo, Cuenca o Badajoz, donde a los gobiernos de turno les había dado por desmantelar la unidad de quemados o un quirófano de pediatría o el módulo de cuidados intensivos. El hombre negaba con la cabeza sin esperanza y regresaba raudo a sus noticias deportivas, sin duda menos tétricas. Dos celadores llegaron a almorzar con la última novedad. El remate de la puñeta. ¿Sabían contar todos allí? Pues que no contaran con la paga extra de Navidad. Al carajo con ella. Segurísimo. Confirmado de buena fuente. La gerente del hospital había estado negociando con los sindicatos pero no hubo tutía. La tipa se lo dejó claro a los enlaces. Si querían lapas a mojarse el culo: o eliminaban la paga de la plantilla entera o botaban a veinte compañeros más a la calle. Que decidieran ellos. A ver quién era el guapo que tomaba una determinación de ese calibre.

Y es que los cabrones que manejan los hilos son buenos en lo suyo. Juegan a un juego perverso, obsceno, cruel. Y lo juegan con mañas de tahúr. Primero te putean para luego, no contentos, hacerte sentir culpable por dejarte putear. Culpable e insolidario. ¿Acaso no tienes trabajo? Entonces ya estás mejor que cinco millones de españolitos. ¿De qué coño te quejas? Ah. ¿Que te quejas de cobrar cada vez menos y trabajar cada día más? Aaaamigo, en la cola del paro hace más frío. ¿Que te quejas de que los directores de la empresa siguen envainándose beneficios? Pibe, haber nacido rico, conde de la Vega Grande solo hay uno. ¿Que te quejas de que siempre pagan los mismos? Colega, hazte a la idea de que estamos en guerra: las guerras las pagan los que las pierden y tú tienes una cara de perdedor que tira de culo.

La noticia del fracaso en la negociación corrió como la sangre. Alguno hubo que se arrepintió de haber pensado que con una mujer gerente les iba a ir mejor. Una enfermera apareció por el bar con un manojo de octavillas en la mano. Enrabietada, fue dejándolas en las mesas ocupadas y en la barra. Una foto de Juan Carlos y Sofía sonrientes. Sobre la sonrisa de los Borbones una leyenda: Si no vamos a cobrar en Navidad, ¿para qué queremos Reyes? Bueno. Al menos no habíamos perdido el sentido del humor. Aún había esperanza.

Sonó un teléfono móvil. Tres comensales escudriñaron el suyo pero ninguno tuvo suerte. El timbre seguía sonando. Y si no llega a ser porque todos comenzaron a mirarme con impaciencia, lo hubiera dejado morir de aburrimiento. Era Inés para darme un recado. Me había llamado un hombre. No. No había dicho quién era. Ni había dejado recado. Estaba empeñado en hablar conmigo en persona. Ella lo había citado para dos días después. Sí. Al parecer el tipo tenía que viajar a Tenerife esa tarde y no estaría de vuelta hasta entonces. ¿De acuerdo? Sin problema.

Acababa yo de cruzar los cubiertos sobre el plato cuando apareció Milagros Sarmiento en Casa Ramona. Me dio la sensación de que algo no marchaba. Se le había instalado en el semblante una nube de preocupación. Recé para que no tuviera que ver con la salud de Diego. Ella se sentó frente a mí. No tenía hambre. Con un café con leche y un pedazo de queque se contentaría. Para romper el hielo hablamos del cambio climático. Del jodido calor pegajoso que no se iba ni a la de tres. De las ganas que teníamos todos de que, para variar, amaneciera una lluvia que se llevara el polvo sahariano y la melancolía. De fondo, los enfermeros continuaban su lamento perenne. Milagros asintió con desconsuelo, como quien se ve reafirmada en su teoría del caos. ¿Me daba yo cuenta? Todo era demasiado gris. Su madre solía hablarle de la posguerra, de las cartillas de racionamiento, de la hambruna, de la desolación. ¿No estaríamos volviendo a los años cuarenta?

La mujer comía con desgana, haciendo un esfuerzo para tragar cada bocado. Suspiraba. Necesitaba desahogarse y yo le salía más barato que un psicoanalista. Las cosas no iban bien. Y no. No tenía que ver con la salud. Ni con el amor. ¿Qué quedaba entonces? Exacto. El maldito dinero. Delante de su marido se había visto obligada a fingir porque el pobre ya tenía bastante con sus huesos quebrantados. Pero a veces creía que los había mirado un tuerto. A ella le habían bajado el sueldo en el hotel. Los del seguro tardaban en pagar el de Diego. Las medicinas costaban un riñón. Y, por supuesto, el banco quería seguir cobrando la hipoteca de la casa. Luego estaba la luz, el agua, el teléfono, el seguro, la cesta de la compra. Por si fuera poco, tenían dos hijos varones de doce y nueve años que comían como si no hubiera mañana. La ropa se les quedaba pequeña en un abrir y cerrar de ojos. El menor iba aprovechando la del grande, pero para el grande no había recambio.

Y ya estaba bien de lamentarse, caramba, que yo no tenía la culpa de sus penas. Por otra parte, el de detective privado no parecía un oficio demasiado boyante. ¿No era así? Desde luego. Si la gente pasaba apuros para llegar a fin de mes, si se les atragantaban las facturas, si se las veían y se las deseaban para vestir y alimentar a sus hijos, ¿cómo demonios iba a pensar en contratar un detective? Aunque su marido o su mujer le pusiera los cuernos, salía más caro un divorcio que hacer la vista gorda. Y las empresas tampoco nos necesitaban. Antes, cuando buscaban desacreditar a un empleado, cuando querían desvelar un fraude, llamaban a alguien como yo para que escarbara en la basura. Ahora, con las nuevas leyes laborales, despedían al trabajador molesto por cuatro perras y aquí paz y en el cielo gloria. De modo que la entendía perfectamente. ¿Y por qué, entonces, estaba investigando el accidente de la obra? En realidad no lo hacía. Me había topado con el accidente de rebote, mientras trataba de aclarar una muerte, la del extranjero que trabajaba con Diego. Lo habían matado de un tiro en una callejuela de La Isleta. ¿Tenía que ver con lo de su marido? Tal vez sí y tal vez no. Aún no lo había decidido. Por eso estaba allí.

Milagros sabía lo del crimen de oídas. Que yo la creyera. No leía la prensa, no escuchaba la radio y, por supuesto, no se le pasaba por la cabeza sentarse a ver un telediario. Era todo tan deprimente… Estaba harta de tragedias. Para dramas, el suyo y el de su familia. Así que poco podía ayudarme en mi trabajo. A pesar de ello, saqué una foto de Tesla que había recortado de La Provincia y se la mostré. ¿Había visto a aquel hombre anteriormente? La mujer abrió los ojos sobrecogida. Lo había visto, vaya que sí. Una vez. En la foto estaba descompuesto, claro. Nada descompone tanto como la muerte. Pero era él. El hombre que había ido a ver a Diego al hospital cuando estaba en coma. Llegó aturdido. Sí. Ella no sabría explicarlo pero el tipo parecía muy afectado. Se le fue el tiempo en excusarse por el accidente. Como si el infeliz hubiera tenido la culpa de que el muro se viniera abajo.

No hablaba español. Estuvo todo el tiempo de pie en la puerta, sus manos aferradas a una bandeja de dulces que traía para el enfermo. Milagros lo había invitado a pasar pero Tesla no se movió del sitio. Le costaba mirar a la cara. Como si tuviera algo de lo que avergonzarse. Repetía, en un acento boscoso, una frase, Lo siento mucho. Ella llegó a incomodarse. Lo siento mucho. Era muy embarazoso. Intentó cambiar de tema varias veces. Le preguntó si tenía familia, desde cuándo conocía a Diego, si quería entrar a verlo. Pero el otro no pasaba de su frase monótona y su rostro humillado. Al final acabó por dejarle los dulces y marcharse. Y Milagros jamás volvió a verlo. Cuando Diego recobró el sentido, ella le habló de la visita del extraño personaje. Pero entonces su marido estaba más ocupado en volver a la vida que en otra cosa. Y luego lo olvidaron. Hasta que yo había aparecido.

El asunto, ¿verdad?, era para temblar. El extranjero sobrevivió al accidente de la obra y vino a acabar en aquel callejón de un modo horrendo. Sin duda tenía una cita con la muerte. Y a la muerte no se la esquiva dos veces. La pregunta era por qué estaba tan abatido por el accidente si apenas conocía a los accidentados. Milagros no se arriesgó a aventurar una respuesta. Ya había dejado claras su aversión a las noticias de prensa y su ignorancia absoluta en todo lo que tuviera que ver con el tal Tesla. Lo único que podía decirme era que el hombre llevaba la tristeza en los ojos y que sus dulces libaneses se pasaron cuatro días en la mesilla de Diego hasta que alguien se atrevió a probarlos.

Aquella noche, como pedía Milagros, llovió. Pero no lo suficiente para llevarse la melancolía. Llovió para más calor. Me quedé en casa, con las ventanas abiertas, viendo una comedia francesa. Me preparé una ensalada, abrí una botella de vino y me arrebujé en el sofá. De afuera me llegaba el chapoteo de la lluvia, monótona, casi musical. Me hizo pensar. Recordé una conversación con Susana y Gervasio Álvarez mantenida un año y medio atrás, durante el caso del asesinato de una anciana. Susana había dicho algo como que el pensamiento es el más cruel de los castigos. Porque duele. Porque te enfrenta al espejo. Porque te arriesgas a llegar a conclusiones trágicas: ¿qué se hizo de aquel muchacho que quería comerse el mundo?

Aquel muchacho no se comió ni la tierra de una maceta. Había dado más vueltas que un trompo. Había intentado acabar varias carreras. Se había propuesto triunfar en diferentes negocios. Hasta que acabó recalando en una agencia de detectives de la calle Triana. Blanco y Moyano. Y muchos años después de ponerla en pie (mire usted qué batata pa’ un sancocho) había descubierto que hasta en eso había trampa. Tanto tiempo creyendo que las culpables de su decisión habían sido una breve borrachera de ron y una larga amistad con Miguel Moyano y, al final, resultó que detrás de la agencia estaba un viejo calafate que lo quería hasta el punto de esconderle sus intenciones. Solo después de muerto mi abuelo Colacho, enredando en sus papeles, descubrí que la idea había sido cosa suya. Lo había urdido todo, conociendo mi tendencia al delirio, para dejarme bien colocado en la vida. Y el cabrón ni siquiera me dio la oportunidad de agradecérselo. O de echárselo en cara. Pensar duele, tiene razón Susana. Pero duele más no pensar.

Apenas dormí. Cuando parecía que la modorra iba a vencerme del todo, se me colaba un pensamiento, una duda, una inquietud. Y otra vez a dar vueltas en la cama. El maldito calor. Me sobraba la sábana, la ropa y, si me apuran, hasta la piel. El calor y un jeringado mosquito y el desasosiego que me jalaba del pecho desde hacía un año. Nunca he tenido problemas con la soledad. Me llevo bien con ella. Me ha dado siempre más de lo que me ha quitado. Pero desde la muerte de Colacho Arteaga se ha enquistado en mi vida una sensación de orfandad.

A las seis de la mañana me sobresaltó un estruendo en el piso de arriba, en casa de Chencho Cuyás: pisadas frenéticas de un lado a otro, puertas chirriantes, voces. Me levanté. Me puse algo de ropa. Me asomé a la ventana del salón. Las luces encarnadas de una ambulancia titilaban sobre la acera. Al vecino le había dado un jamacuco. Más tarde supe que había muerto en el acto. Así, literal y prosaicamente. En el acto. Una forma cojonuda de morir, te la cambio sin verla, con la única salvedad de que Chencho era diez años más joven que yo. Me sobrevino un ataque de egoísmo insolidario y ruin. Dejé de pensar en mi vecino para pensar en mí. Yo apostaba por aquello de morir en el acto. Pero después de haber actuado algunos años más, carajo.

Dos días después, cuando el calor comenzaba a ser agónico, me desayuné con la esquela de mi vecino en el periódico. Inocencio Cuyás Venta. Un nombre octosílabo y sonoro, igual que el primer verso de un soneto coñón.

En verdad tenía cuarenta y cuatro años. Separado (no había rastro de ninguna afligida esposa) y con dos hijos. Como apenas sabía nada de él, me dediqué a contarle los parientes. Hasta que reparé en una noticia que había al principio de la página de necrológicas. La manía de juntar sucesos y cadáveres. En treinta líneas venía el relato de una extraña desaparición. La de un poeta libanés que había llegado a Las Palmas a un congreso de literatura africana. Se alojaba en el hotel Madrid. La organización del congreso había reservado cuatro noches. Pero él no más había dormido allí dos.

La primera duda fue geográfica: ¿qué pintaba un libanés en un congreso de autores africanos? La segunda fue logística: ¿a quién se le había ocurrido un congreso en agosto? No dejé que una tercera me amargara el desayuno. Cerré el periódico y acabé mi café. Pero no iba a transcurrir ni una hora sin que tuviera que volver al poeta perdido. O que el poeta perdido volviera a mí, que no sé bien cómo se cuecen esas cosas.