Llevaban ya seis meses de retraso. Y no veían la hora de terminar aquella obra del demonio que no había hecho más que jeringarles la vida. Poca broma, con dos muertos y un herido. La dichosa crisis los había agarrado en mitad de la construcción y habían ido bajando las expectativas hasta el ridículo. La primera baja fue el precioso jardín interior con palmeras y banquitos de alabastro a la sombra, proyectado para los enfermos en espera. Que se jodieran los enfermos en espera. Para hacer cola, les valdría igual una silla de palo y una sombrilla. Luego cayeron las dos salas principales, la de operaciones y la de electrocardiogramas, abatidas en un fuego cruzado entre concejales y operarios con comisiones de fondo. ¿Para qué querían un quirófano y unos costosísimos aparatos de escáner los enfermos del barrio? ¿De qué podían enfermar antiguos pescadores y sindicalistas de estiba y desestiba? Por último, el tercer piso, la colina más enrevesada de la batalla de La Isleta, que no pudo soportar el acoso y derribo de la falta de perras. Así que lo que iba a ser el mejor centro de salud de la isla acabó siendo una casa de socorro más. Y, aun así, la obra no parecía acabarse nunca. Como una maldición. Cuando no faltaban ladrillos, lo que faltaba eran vigas. Cuando no llegaban averiados los materiales, acababan extraviándose en la aduana de algún puerto del Mediterráneo. Un mentecato llegó a confundir Las Palmas con Palma de Mallorca y estuvieron mes y medio sin fusibles ni electrodos.

El encargado se llamaba Tomás Correa, un tipo bajo y calentón que llevaba los calzones a medio culo y una taba de cigarrillo siempre en la boca, como un herpes. No supe si por el cigarro entre los labios o por el origen de Correa (tenía acento norteño; Guía o Gáldar quizá), el caso es que me costó Dios y ayuda entender sus quejas. Entre que dejaba las frases a medio terminar, suspendidas en el alféizar de unos y tal y cual muy fatigosos, y que andaba ocupado en que sus hombres hicieran las cosas como él quería, se me hizo eterna la visita a la obra. La prueba fue que solo entendí lo de los dos muertos y el herido (yo preguntaba tan solo por un cadáver) cuando ya la noche despuntaba.

Saqué en claro que Tesla había llegado hacía unos meses. Con otro hombre, uno alto y barbado, sin duda el mismo que lo había acompañado a registrarse en la pensión. El extranjero se ofreció a trabajar por las tardes. A cambio de una miseria: doscientos cincuenta euros al mes, mano de obra más que barata, esclava. Los compañeros lo llamaban el Monje. Sí. Apenas hablaba. Solía rezar una retahíla incomprensible. Y jamás se le oyó una queja, por muy humillantes que fueran sus deberes. Limpiaba las brozas y los escombros del día, llevaba agua a los obreros, cargaba sacas de cemento de un lado a otro y tal y cual. Sin un pero. Ni una palabra más alta que la otra. ¿Por culpa del idioma? Pudiera ser, pero para Correa había algo más, algo así como un voto de obediencia. De ahí lo de fray Tesla.

Por los muertos poco se podía hacer, de manera que me centré en los vivos. En uno en particular: el misterioso protector de Tesla. ¿Quién era? ¿Qué había sido de él? ¿Por qué se había desvanecido tras el asesinato? ¿Había vuelto alguna vez a la obra? Correa hizo memoria, se cambió de lugar la taba del cigarrillo, se echó el casco para atrás, se rascó la cabeza. No sabía quién era ni qué se había hecho de él. Solo que no había vuelto. Y era lógico, ¿verdad? Sus servicios, después de las presentaciones, ya no fueron necesarios y tal y cual. ¿Para qué necesitas un intérprete si el interpretado no había dicho esta boca es mía en dos meses?

¿Algún detalle fuera de lugar? Solo uno pero que valía por todos. El jeringado accidente. Seguro que yo lo habría leído en la prensa. Había sido portada de los periódicos locales. Un muerto y un herido al derrumbarse un muro de contención en la fachada norte de la obra. Una tragedia. Difícil de explicar por más que uno se empeñase. El muro estaba bien apuntalado. Era firme. Sin embargo, nadie supo por qué, se derrumbó a última hora de una tarde de julio. Y menos mal que había sido entonces, de lo contrario los muertos hubieran sido legión. Allí trabajaban treinta hombres por la mañana, sin contar la tropa de jubilados que se arracimaban siempre alrededor de la obra. Por la tarde, en cambio, hacían turnos y cuando el muro se vino abajo solo quedaban cinco. Tres andaban alineando el firme en el interior del edificio. En la fachada norte trabajaban Sebastián Acevedo y Diego Galván. A Chano, el derrumbe lo había pillado de lleno. Murió allí mismo, antes de que llegara la ambulancia. Diego, en cambio, estaba agachado junto a la hormigonera y el armatoste le sirvió de parapeto. Lo salvó la campana pero los cascotes también duelen. Aún estaba en el hospital Negrín. Los médicos todavía no se habían puesto de acuerdo en si volvería a caminar derecho. Lo dicho: una tragedia.

¿Tesla? Esa tarde, casualmente, no se encontraba allí. Se había ido dos horas antes para resolver un asunto con su visado de inmigración. Eso dijo. No. Correa no le pidió el justificante. A un tipo que trabajaba por doscientos cincuenta euros no se le piden justificantes por fugarse un par de horas y tal y cual. Y no. Jamás había faltado ni volvería a faltar hasta su muerte. Solo entonces. Y que a mí no me cupiera duda: aquel día el extranjero había vuelto a nacer. Total, para lo que le sirvió.

No me quedaban fuerzas para más preguntas en un caso que se enrevesaba por minutos. Pero me surgieron al menos dos que me guardé para tiempos de penuria. Por un lado, en inmigración no conocían al tal Tesla de modo que había mentido para ausentarse del trabajo. Por cierto que muy oportuna su ausencia, demasiado. Por otro, Paula Tarajano había declarado que el extranjero salía por la mañana a trabajar y regresaba por la noche. Sin embargo, Correa afirmaba que solo iba a la obra por las tardes. ¿En qué ocupaba el tiempo un hombre como él el resto del día?

No había nada que temer. A pesar del viaje tan largo y la dificultad de la misión, no había nada que temer. Eso le habían repetido como un salmo a Safet Efendic cuando fueron a buscarlo a su taller, en las afueras de Potocari. Todo estaba calculado al detalle. De principio a fin. Él nada más que tendría que hacer su trabajo. Sus nuevos amigos se encargarían del resto.

Había partido, según lo previsto, del puerto de Neum, la única salida de Bosnia al mar. Dos semanas después atracaba en Las Palmas, donde lo esperaban con una nueva identidad, un lugar para vivir, un trabajo de tapadera, y los componentes y materiales que necesitaba para su tarea. El viaje había durado un día menos de lo pronosticado, algo que Safet agradeció en el alma. Una bendición. Ya no aguantaba más. Era hombre de tierra adentro y no le gustaba el mar. Se había pasado el trayecto en la litera, con fatiga, rendido, rezando hasta el último salmo de lo que recordaba de la escuela. Había perdido cuatro kilos y tenía el estómago roto de tanto vomitar. E incluso eso lo habían previsto sus empleadores. Le tenían preparada una bolsa con ropa nueva una talla menor, una revisión médica con un doctor estrafalario pero de suma confianza, un tal Pancho Viera, y tres días de descanso.

Cuando desembarcó le presentaron al gran jefe: Bakir Orucevic. Safet se sintió nervioso, sorprendido, decepcionado. Esperaba experimentar algo cercano al éxtasis, no en vano Orucevic era una leyenda, un héroe nacional. Nada menos que el carnicero de Srebenica. En cambio, lo embargó cierta pesadumbre, algo de culpa por haber salido indemne de aquel infierno, mientras que el hombre que había salvado cientos de vidas de bosnios musulmanes, no. Había leído que a los judíos que sobrevivieron al exterminio les ocurría lo mismo. ¿Por qué no morí yo?

De cerca le pareció un anciano venerable, con la mirada suave, el cabello corto y plateado y la silla de ruedas. Un francotirador le había destrozado la columna en una calle de Srebenica cuando intentaba sacar de allí a una familia que ni siquiera conocía. Cuenta la leyenda que el héroe acabó con éxito su misión antes de derrumbarse en la puerta del hotel donde se hospedaba la prensa. Después, una vez que ya no pudo seguir cumpliendo con su cometido, convertido en un estorbo más que en una ayuda, desapareció del mapa. Para resucitar en una isla atlántica.

De camino a la pensión donde iba a alojarse, Orucevic insistió en responder a todas las preguntas de Safet. Quería, con eso, mostrar sus mangas limpias al ingeniero (hizo el gesto a pesar de llevar una camisa de puño corto), decirle que no había trampa ni cartón en aquel asunto, despejarle hasta la última duda que pudiera tener acerca de la misión. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Quería que Safet supiera que estaban obrando bien, que hacían lo correcto. No eran monstruos. Ni locos. ¿Los guiaba la religión? Por supuesto que sí. Pero no eran los fanáticos que pretendían los periódicos occidentales. Tenían familia, criaban a sus hijos, veneraban a sus ancianos, respaldaban a sus amigos. Y eran leales con la patria. Por eso mismo, porque eran leales con la patria, tenían que pararle los pies a aquel cabrón de mierda. Orucevic escupió en el suelo cuando pronunció su nombre.

A Safet le iba a costar habituarse a la nueva rutina. Era tan diferente a la que llevaba en Potocari: horas y horas sentado ante una mesa con su cristal de aumento, su soplete, sus tenazas, sus planos y sus fórmulas. El suyo era un oficio solitario y lento como una tarde de domingo. Pero sus nuevos amigos habían dispuesto que trabajase en la obra por las tardes para evitar suspicacias. Tendría que desdoblarse: por la mañana en casa del anciano, en la mesa de relojero; por la tarde, de peón en la construcción. Entre ambos lugares apenas había doscientos metros así que no tendría que andar cogiendo guaguas ni lidiando con la gente en las paradas. Cuanto menos se le viera, mejor. Exacto. Como el hombre invisible. Todo tenía su razón de ser. Hasta la última escena de la representación. Pero eso a él, claro, jamás se lo explicaron.

Como no tenía perro que me ladrara, pude tomarme unos días de vacaciones. Beatriz me había propuesto (ella llevaba meses insistiendo y yo, no sé por qué, posponiendo la invitación) un fin de semana en un hotel del sur. Sin cargas ni reloj ni teléfonos móviles. Sin rutina majadera: cuando hubiera ganas de comer, de dormir, de nadar o de amarse, comeríamos, dormiríamos, nadaríamos o nos amaríamos. Así de simple. Así de delicioso.

La mayor parte de los clientes del hotel eran extranjeros. Mucho alemán y mucho nórdico alborotador de piel lechosa y espeluznantes (para nosotros; ellos las lucían con orgullo) quemaduras de sol. Beatriz soltaba de vez en cuando alguna puya a cuenta de los beneficiarios y los culpables (perdón por la redundancia) de la crisis. Protestaba, mentaba madres en un español ralentizado a propósito. No obstante, la pataleta le sirvió de bien poco: los alemanes se hacían los suecos y a los suecos les sonaba a chino.

Tampoco tuvimos suerte a la hora de elegir hamaca. El enemigo del norte se levantaba al alba o enviaba una avanzadilla de niños igual de lechosos y alborotadores a coger las mejores posiciones: las de más sombra, las más cercanas a la piscina, las fronterizas con el bar Caribe. Cuando llegábamos nosotros solo quedaba libre un rincón desangelado junto al generador, el ruido monótono y grosero del motor de las máquinas, ni una planta para darle color o resguardarse. Al final, optamos por pasar más tiempo en la terraza del bar Mediterráneo (había una larga colección de bares mares en el hotel) que en la piscina. Sofocábamos el calor a base de daiquiris y mojitos y regresábamos a la habitación a querernos con ganas y sin prisas.

La segunda noche decidimos salir a cenar fuera. A un restaurante de Meloneras donde hacían unos tagliatelle carbonara deliciosos. Beatriz estaba radiante. Estrenaba zapatos y eso era como estrenar vida nueva. Llevaba tiempo suspirando por una escapada como aquella: los niños, con su padre; sus padres, con la enfermera de guardia; y ella, conmigo. Dormir hasta bien entrada la mañana. Leer el periódico en la terraza. Pasear por la avenida de la playa. Como suele decir ella, la vida son tres cosas y dos están aquí. Nunca me he atrevido a preguntar cuál es la tercera que falta, no sea que me decepcione la respuesta. Lo importante, en cualquier caso, era mantenernos alejados unas horas de los asuntos cotidianos. Pero se trataba más de un deseo que de una realidad.

Porque siempre volvíamos a los asuntos cotidianos. Después del segundo periódico, el segundo paseo o la segunda copa de vino (un tinto chileno, Veramonte, del que se enamoró por el nombre), Beatriz se quedaba un buen rato en silencio mirando al vacío. Esa noche el vacío tenía la forma inmensa del océano. Un carguero cruzaba el horizonte y la estela de la luna besaba el agua negra con un rayo de luz.

—¿En qué piensas, Beatriz?

—En nada… Y no me vengas con la patraña de que no se puede no pensar en nada porque sí se puede.

—No iba a venirte con eso.

—Por si acaso.

—Iba a preguntarte si lo estás pasando bien.

—De maravilla. Necesitaba alejarme de todo lo que me rodea. Respirar. Preocuparme únicamente por qué vino o qué ropa interior elegir para la cena.

—Hasta ahora nos ha ido bien con tu elección.

—Claro. Pero me sabe a poco… El vino lo bebemos de una sentada y la ropa no me dura puesta ni un relámpago.

—Porque eliges muy bien, joder. De todas formas no tienes cara de estar pensando en vinos chilenos ni en encajes franceses.

—¿Me estás psicoanalizando?

—Estoy bueno yo para psicoanálisis. No. Solo observo. Y parece que hay algo que te ronda la cabeza.

—Mire usted qué espía.

No insistí. Los espías no insistimos. Nos limitamos a esperar, agazapados, a que las cosas sucedan. Y sucedió que Beatriz andaba preocupada por algunas cuestiones (¿estarían a gusto sus padres con la nueva enfermera?; ¿comerían bien sus hijos sin ella al cuidado de la cocina?), pero sobre todo por su ex. César aún la quería y en el fondo mantenía la esperanza de que algún día las cosas volvieran a ser como antes. La había mantenido hasta el año anterior. Pero entonces aparecí yo y el monstruo de ojos verdes de los celos se coló en sus vidas.

Aparecí y, para qué negarlo, le serví a ella de excusa, una excusa que tal vez estuviera buscando desde hacía tiempo. La cuestión del huevo y la gallina (¿qué fue antes?), llevada al amor y al desamor. El exmarido de Beatriz estaba convencido de que yo era la causa de sus males. Beatriz se aferraba a la idea de que era la consecuencia: si su matrimonio hubiera funcionado, ni borracha se habría fijado en mí. En mi descargo le recordé que yo la había conocido cuando ya estaba separada de César, así que poca culpa.

Me interesaba un aspecto de la cuestión. ¿Qué podía yo ofrecerle a Beatriz? ¿Qué había visto ella en mí? Sí. Ya sabía que era una pregunta absurda que, para más inri, no nos llevaba a ninguna parte. Pero a todos los enamorados les asalta esa duda sentimental. Sí. Y un poco también existencial. Cuando uno se enamora de alguien, lo ve tan maravilloso que nos asombra que ese alguien pueda a su vez enamorarse de nosotros. A Beatriz se le iluminó la sonrisa. ¿Me estaba declarando? Y yo me sonrojé. ¿Necesitaba, a esas alturas de la fiesta, hacerlo? Ella fingió decepción. ¿Por qué no? Si no me importaba hablar de política, de crisis o de crímenes, ¿por qué suponía un dolor hablar de sentimientos?

Y yo, ayudado quizá por el Veramonte chileno, acepté el envite. No suponía un dolor. Más bien al contrario. Solo que algunos pensábamos que son las obras y no las palabras quienes hablan por nosotros. Su exmarido no paraba de decirle cuánto la amaba y, en la misma tacada, aprovechaba cualquier resquicio para insultarla delante de sus hijos, boicotearle su educación, amenazarla, joderle la vida en suma. Y, claro, para ese viaje no se necesitaban las alforjas del amor, ¿verdad?

Aquella noche nos llevamos a la cama, sobre las ganas (y la necesidad) de querernos, todos los hechos y todas las palabras que pudimos reunir. Nos dijimos con los ojos, con las manos, con los besos lo que sentíamos. Y cuando ya no tuvimos más fuerzas, cuando nos separamos agotados y felices, mirando al techo del cuarto del hotel, también nos lo dijimos con palabras. Y al carajo el psicoanálisis.

Jamás se lo explicaron. Y cuando Safet fue consciente de lo que iba a ocurrir ya era demasiado tarde. Tarde hasta para sentirse culpable. El tiempo que vivió en la isla se le pasó volando. No echó de menos nada ni a nadie. Su trabajo había sido siempre una obsesión constante y puntillosa, apenas se relacionaba con sus vecinos de Potocari. No se había casado. Vivía solo. Sus padres habían muerto hacía unos años, cuando él estudiaba ingeniería en la Universidad de Sarajevo. El único amor de su vida lo había conocido allí, durante el segundo curso de carrera. Se llamaba Patricia, era parisina y vestía de rojo. Acaso vistiera alguna vez de otro color pero todos los recuerdos (los gratos y los ingratos) venían asociados a un vestido rojo hasta las rodillas, como un uniforme de batalla.

Formaban un trío estupendo con otro compañero de farras, un joven escritor que también había sucumbido al embrujo de París. Solía vérseles a los tres, felices, discutidores, fumando tabaco turco de liar, bebiendo cerveza caliente, en los tugurios del puente latino o en alguna terraza de la calle Titova. Eran tan ingenuos…, tan dichosos… Nadie podía presagiar el infierno en que se iba a convertir aquello. Y cuando ya ni siquiera le quedó París (Patricia acabó huyendo con un arquitecto diez años mayor que ellos), prometió que jamás volvería a dejarse enredar por los sentimientos. Así que, junto al amigo escritor (el despecho une más que el pegamento), decidió centrarse en sobrevivir los siguientes cuatro años, que no era poco. ¿Por qué recordaba más a Patricia que las bombas? Será porque algunas guerras duelen menos que algunos amores.

Muchos años después, en la isla, tuvo oportunidad de relacionarse con otro tipo de gente, gracias a la distribución horaria que le había sido impuesta. De ahí que, a pesar de que en un primer momento lo consideró una molestia engorrosa, lo de ejercer de peón albañil se convirtió, andando los días, en un regalo. Los demás obreros lo miraban con extrañeza, como se mira a un animal exótico. Tal vez porque no hablaban el mismo idioma o por su costumbre de rezar. Pero Safet los observaba trabajar y reírse y algunas veces, a tenor de los gestos y las muecas, creía entender lo que decían. Volvió a los años de juventud en Sarajevo y llegó a tomarles afecto a sus colegas. Tanto como para cambiar su vida por la de ellos.