Llevaba tiempo sin saber de ellos, quizá desde finales de febrero o principios de marzo. Por eso me sorprendió la llamada. Susana quería saber qué había sido de mi vida, cómo llevaba la orfandad (mi abuelo Colacho había sido más que un padre, de modo que yo me sentía más que un huérfano) y si trabajaba en algún caso interesante. No había mucho que contar. Mi vida había transcurrido lenta y monótona, I’m sorry for feeling so blue. Aún tenía que asumir algunas cosas, ordenar algunos sentimientos, tomar algunas decisiones. Pero la melancolía me llevaba a posponerlo siempre todo, a esperar a ver qué traía la marea. Y la marea, ese verano, me trajo a Susana.

Por aquel entonces andaba yo en un caso poco interesante, más cerca de laberinto sin final que de cualquier otra cosa. Se trataba de la desaparición de un constructor de Gáldar, un tal Andrés Segovia. No. Ninguna relación con el guitarrista. Puro accidente. Y si Susana hubiera conocido a la señora Segovia, entendería lo del laberinto. Joder. Hasta yo hubiera desaparecido. Una mujer insoportable, arisca, mal encarada. El constructor había salido un viernes de junio a tirar la basura y hasta la fecha. Si el tipo era listo no regresaría ni atado de pies y manos. Había dejado atrás, además de a la esposa, varios negocios y unos terrenos agrícolas que rentaban bien. Era su coartada. Sin duda llevaría años planeando la fuga y habría acumulado un buen dinero en paraísos fiscales.

Susana se sorprendió de las casualidades. Se había aficionado a las novelas policíacas y acababa de leer la de un italiano en la que se contaba algo parecido. Solo que el hombre fugado volvía a casa, después de un mes gozándola en La Habana con una azafata veinte años más joven. Sí. Ambas historias se parecían mucho. Salvo que yo no apostaría un euro por que a Segovia se le volviera a ver el pelo. Azafata o bailarina o camarera de café, cualquier cosa antes que la bruja de su mujer.

Me tocaba llevar el vino a la cena. Con una botella bastaría. No sé por qué me empeciné en el Bierzo. Crianza del año nueve. El tendero sacó la última de una remesa que no llevaba ni una semana en la licorería. Una oferta magnífica: buen buqué, buen color, buen precio. A mis amigos les sorprendería.

Mi amigo, desde luego, se sorprendió. No del mensaje (yo me defendía bien en la elección de los licores), sino del mensajero. Nadie le avisó de que tenía invitados a cenar. Susana le regañó, ¿qué modales son esos, hombre?; Ricardo no es un invitado; es de la familia y me apetecía verlo. Gervasio se encogió de hombros, ¿y yo qué he dicho?; estoy encantado de la visita; me suena a una encerrona como la copa de un pino; pero estoy encantado.

En la mesa (normas de la casa) se comía, se bebía, se reía y hasta se fumaba. Cualquier cosa menos hablar de trabajo. Susana era inflexible en esa cuestión. Si su marido y yo nos dedicáramos a la ingeniería o a la enseñanza, hubiera hecho la vista gorda alguna vez. Pero ni loca iba a permitir que su salmorejo o su redondo de ternera se volvieran rancios por causa de un cadáver destripado o de una muchacha violada en un portal. Ni loca, ¿estábamos?

El problema, en los tiempos que corren, es que cualquier asunto que se trate en la mesa amenaza con agriar la cena: paro, miseria, pensiones cicateras, jóvenes sin ilusiones y sin trabajo. ¿Generación perdida? Lo de ahora sí que es una generación perdida, carajo, y no aquella tropa de juerguistas americanos en París. Al final, el panorama resultaba tan desolador que los cadáveres y las violaciones no sonaban tan mal entre plato y plato.

Susana, con todo, mostraba un optimismo y una vitalidad envidiables. No la conocía demasiado pero, en las escasas ocasiones en que habíamos coincidido, me había parecido una mujer capaz de descubrir oasis en medio de los desiertos. Intentó convencernos de las ventajas del caos. Para ella, los momentos críticos debían servirnos de reflexión. Teníamos que dejarnos de martingalas y separar el grano de la paja. ¿A cuántos lujos superfluos habíamos sucumbido cuando creíamos que éramos ricos? ¿Qué era aquello de tener cuatro teléfonos, cuatro televisores, cuatro ordenadores en cada casa? ¿Y lo de cambiar de coche cada tres años? ¿Y el gimnasio, el yoga, la piscina, el club de tenis? A caminar todo el mundo, coño, que no hay nada más sano y más barato.

Porque lo importante, lo que queda, es todo aquello que no cuesta dinero. El ejemplo lo tenía yo allí delante de mis narices. En Gervasio y en ella. Llevaban cerca de un año saliendo a caminar por las tardes. Él había adelgazado casi diez kilos. Ella había mejorado su nivel de colesterol. Eran más felices. Hablaban más que nunca. Y gastaban menos. Porque gastar menos era la solución a la dichosa crisis. Y otra cosa buena que tenía el caos. ¿No me había fijado yo en la disminución de corruptelas y componendas políticas? Claro. Ya no había un euro que robar en los ayuntamientos, en los cabildos, en el Gobierno. Mejor. Cuanto menos bulto, más claridad y la imaginación al poder. Álvarez no estaba del todo de acuerdo con su mujer. Aceptaba lo de las caminatas porque no le quedaba más remedio, pero si nadie gastaba, se iba a la mierda la economía. Ahora era cuando más había que salir a la calle. Cenar fuera. Comprar ropa. Cambiar de coche. Estaba en los manuales de supervivencia a una crisis económica.

La velada se alargó hasta la medianoche hablando de lo divino y de lo humano. Sobre todo, de lo humano. En septiembre se cumplirían dos años de la muerte de Colacho Arteaga. Y ellos sabían lo que mi abuelo había significado (significaba aún) para mí. Se interesaron por la profundidad de mi dolor. Un pozo negro mi dolor. Se mantenía ahí. Con terquedad. Sin pausa. Aguantando el palo a la bandera como un campeón mi dolor. Sí. Sabía que dos años era mucho tiempo. Pero no. Yo no había hecho nada para mitigarlo. Me gustaba tenerlo cerca. Tener cerca ese dolor era tener cerca a mi abuelo. Me confesé con mis anfitriones. No había un solo día en que no pensase en él. Alguna vez, incluso, me sorprendía hablando con Colacho en la oscuridad del pasillo, en la ducha, en una callejuela de Vegueta o en la playa. Pero no debían preocuparse. No se trataba de andar a rastras, llorando por las esquinas. Nada de eso. Se trataba del dolor de estar vivo. De asumir las ausencias.

Susana se levantó. Me dio un beso en la frente igual que hubiera hecho una hermana mayor. Salió del comedor. Y regresó con la botella de Calvados (homenaje a Maigret) para brindar por el bueno de Colacho, Venga, vamos a cambiar de tema porque estamos poniéndonos trascendentes; ¿te estás divirtiendo, Ricardo? Me sorprendió la pregunta, Sí, mucho; hacía tiempo que no me invitaban a cenar y la cena estaba deliciosa. Ella sonrió, No, bobo; me refiero a si te diviertes en la vida, en el trabajo que haces. Yo me pellizqué la oreja con dos dedos, Bueno; no tiene punto de comparación con lo que hacía antes pero da más dinero y menos preocupaciones. Y ella, vuelta a la carga, Sí, ya; pero ¿te hace feliz?

Álvarez vino en mi auxilio, ¿esto qué es?; ¿un programa del corazón?; ¿cómo que si su trabajo lo hace feliz?; el trabajo es trabajo, no hace feliz a nadie; ¿y con qué aparato se mide eso de la felicidad?; ya sé por dónde vas, Susana; lo supe desde que vi entrar aquí al amigo por la puerta; verás, Ricardo, mi señora quiere proponerte una locura: que vuelvas a investigar un caso de asesinato; que trabajes por amor al arte; que te juegues el culo por un tipo al que ni su familia ha reclamado; esa es la razón de que cenes esta noche con nosotros. Se hizo un silencio espeso, embarazoso, que yo aproveché para esconderme detrás de mi copa de Calvados; Susana para servir más café, y Álvarez para paladear los efectos de su discurso.

¿De modo que era eso? Intenté recordar los detalles que había leído sobre la muerte del extranjero. Había supuesto que la policía se estaba encargando de ello pero, por lo visto y oído en la mesa, había supuesto mal. El inspector me sacó de la duda. No tenían argumentos ni recursos para seguir el caso. Nadie en la puerta de la comisaría exigiendo resultados. Ningún cónsul encabronado por la ineptitud de la policía. Ni siquiera los periodistas parecían interesados en aquella muerte: entre la crisis, los incendios y las olimpiadas, nadie se acordó del armenio. Un tipo tímido, Tesla. Por eso había muerto en agosto. Para no molestar.

Mis amigos acabaron por contagiarme sus tribulaciones: Susana, la curiosidad por el extranjero muerto; Gervasio, el insomnio. Y apenas pegué ojo esa noche pensando en quién podría ser aquel pobre diablo. Por la mañana, mientras me duchaba, comprendí que no iba a ser capaz de rechazar el desafío que me había planteado, a medio camino entre el salmorejo y la ternera, la mujer de Álvarez. Llamé a la comisaría para preguntar qué habían hecho con el cadáver. Como imaginaba, permanecería hasta Dios sabía cuándo en el depósito del Anatómico, en una de las urnas metálicas y frías de Ignacio Santa Ana hijo. Pero tendría que esperar un par de días para fisgonear porque el forense estaba en un congreso de medicina legal en Córdoba o Sevilla. Si de verdad estaba dispuesto a seguir con mi empeño (Álvarez me recordó el mucho peligro y la poca ganancia de un caso como aquel), podría empezar por la pensión de Andamana y la obra donde trabajaba el muerto.

Así fue como conocí a Paula Tarajano, la dueña de la hostería en que vivía el hombre. Doña Paula debía de andar acariciando los setenta. Baja y fornida, de cabello gris casi azul, si uno no la miraba a los ojos pensaría en una abuela encantadora. Sí. La abuela de Piolín. Pero tenía unos ojos negros y turbios como café perrero. Lo del extranjero la había mortificado mucho. El tipo le debía un mes de renta y, encima, su asesinato le daría una fama siniestra al negocio. La vieja temía que se le espantara la clientela. Intenté consolarla con argumentos que se me antojaban contundentes: primero, su clientela no parecía propensa al canguelo (escrúpulos, los justos); segundo, el muerto le iba a dar más publicidad al hostal que un año de anuncios en el periódico, de manera que, a quejarse, al maestro armero.

Tarajano arrugó la mirada. ¿Quién demonios era yo? ¿Cómo pretendía saber tanto de sus clientes? ¿Y qué se me había perdido allí? Porque, para mi información, ya les había contado todo lo que sabía del inquilino a los hombres de la científica que llegaron con sus maletines y sus potingues y le habían dejado el cuarto hecho unos zorros, coño, que ahora iba a tener que aventarlo una semana para que se le fuera el olor a sulfatos. Sí. Un batallón de polis había dejado todo manga por hombro y se había llevado hasta los ceniceros. ¿Qué quería yo ahora? Dichosa manía de hacer repetir las cosas. Si no les había dicho ya lo del intérprete seis veces, no lo había dicho ninguna. ¿Qué intérprete?

Oh, padrito. Pues el intérprete. El extranjero llegó el primer día a alquilar la habitación con otro que dominaba mejor el español. Tampoco era difícil, con lo poco que hablaba el tal Tesla, mire usted qué nombre pa’ un cristiano, seguro que es más falso que un billete de dos euros. Pues de no ser por el amigo, no se hubieran enterado ella y el inquilino de nada. ¿El amigo? Un hombre alto y desaliñado. Tenía un acento extraño, seco y duro. A veces le sobrevenía algo como de mexicano venido a menos. Parecía resentido por todo, como si hubieras escupido en la tumba de su santa madre. Pero al menos se le entendía. Era un tipo joven, alto, de piel oscura sin llegar a negra y con barba descuidada.

Le pedí a doña Paula que me enseñara lo que tuviera del extranjero: una fotocopia del pasaporte o la ficha de alojamiento o el libro donde registraba las llegadas. La vieja lanzó un bufido de hastío. Lo del pasaporte se lo había llevado la policía. El resto, aunque poco, estaba allí. Abrió el primer cajón de un mueble que había debajo de los casilleros de las llaves. Sacó un archivador. Se mojó el dedo con la lengua y fue pasando hojas al revés hasta dar con la fecha, el veintidós de junio. Le dio la vuelta a la carpeta y me señaló el apunte con el mismo dedo aún brillante y húmedo.

Thomas A. Tesla. Con una letra arrugada de niño de parvulario y una firma inverosímil. Tenía razón Tarajano: nombre y firma eran de una falsedad insultante. Pero los tipos tenían sentido del humor. Habían elegido un jeroglífico para darle identidad al extranjero: Thomas Alva Edison y Nikola Tesla se veían por fin reunidos en una pensión de La Isleta. No podía imaginar qué significaba aquel galimatías de nombre (¿el extranjero era serbio, ingeniero electrónico, inventor o simplemente coñón?), pero lo que estaba claro era que no se trataba de un muerto de hambre, de una víctima de la crisis, de un paria. Detrás de su muerte había algo más.

Doña Paula devolvió el libro al cajón y se quedó de brazos cruzados frente a mí, ¿y ahora qué?; no pretenderá entrar en la habitación precintada, ¿verdad? Ni por asomo. Eso era poco legal. Además, los hombres de Álvarez ya habrían realizado su trabajo y no tenía sentido enmendarles la plana. Si Tesla hubiera muerto en su cuarto, podría interesarme fisgonear. Pero lo habían encontrado en un callejón del puerto, y de haber algún resto que explicase el crimen se hallaría allí.

El armenio (lo seguían llamando así aunque ya no se sostenía esa hipótesis) era un hombre reservado. Buen cliente. Nunca llevó a nadie a la habitación. Nunca un escándalo. Salía por la mañana a trabajar y regresaba por la noche. Decían que habían encontrado cigarrillos y una botella de licor en el cuarto pero hasta para fumar y beber era discreto. Tarajano lo iba a echar de menos. Hablaba en serio. Se despidió con un ruego (sus ojos, con una exigencia), Si usted es amigo de la policía, dígales que me levanten el precinto, ande; que estoy perdiendo cuarenta euros cada noche que no alquilo la dichosa habitación. ¿Cuarenta euros? No había llegado a pasar del vestíbulo de la pensión pero cuarenta euros por un cuartucho en aquel sitio me pareció una barbaridad. ¿Un tipo que malvivía con un apaño aquí y otro allá podía permitirse pagar eso por una cama y una bañera?

El lugar donde habían encontrado a Tesla no tenía desperdicio. O, mejor dicho, tenía todos los desperdicios habidos y por haber. Un contenedor que olía a gato muerto, sobre el que se apoyaban los restos de un somier y de una silla desvencijada. Un negocio en ruinas que se caía de viejo, con una verja de hierro sin candar que por las noches alguien levantaba para hacerse la cama entre cartones podridos, traperas, vasos de papel usados y tufo a meados. Las ventanas del vecindario estaban cerradas a cal y canto. Allí nadie quería saber ni ver ni oír, pero más que nada oler lo que ocurría en la calle.

La policía había establecido un cordón de seguridad entre el contenedor hediondo y una señal de dirección prohibida que había en la esquina. La cinta blanca y roja se arrastraba por el suelo y, movida por la corriente del callejón, parecía una serpentina olvidada después de una fiesta de fin de año. Sonaba a locura hallar una pista en el asfalto. Un extravío de chiflado. Demasiadas huellas, pisadas y basura antigua que se habían ido arremolinando, supurando un hedor a tabaco y pescado rancio, con los días. Imposible saber si se habían grabado allí antes, mientras o después del asesinato.

Me acerqué a la pared del edificio frente al que habían matado a Tesla. Estaba pintada de amarillo gofio aunque tenía lamparones para dar y regalar: tatuajes de grafiteros; una declaración de amor adolescente sobre el que alguien había dibujado una pinga descomunal de negro montuno; un antiguo cartel del carnaval de dos mil cinco; la foto de un matrimonio de ancianos que, como por arte de birlibirloque, llevaban seis meses desparecidos. Los de la científica habían señalado con un círculo de tiza el lugar exacto donde había ido a parar la bala que mató al extranjero. Todo normal, excepto por la altura. El proyectil se había incrustado a más de dos metros del suelo. O Tesla estaba subido en una silla cuando se lo cargaron o el asesino se había escapado de un circo de enanos.

Llamé a Álvarez para consultar ese detalle. El inspector se maravilló de que ya estuviera sobre el asunto y me recordó que me estaba metiendo en camisa de once varas, si bien se tomó unos segundos en comprobar lo que me interesaba, Tú sabrás, Ricardillo; pero ándate con ojo, que la cosa no es de broma; a ver…, sí, ajá, la trayectoria de la bala es ascendente; ¿la distancia?; si te refieres a la del asesino con respecto a la víctima, muy corta, a bocajarro casi; si hablas de la víctima con respecto a la pared, unos dos metros; y antes de que te pongas pistoso y empieces a medir los pasos, desde ya te digo que el tipo que le disparó al extranjero o estaba de rodillas o mide menos de uno cuarenta.