CAPÍTULO XLVI - CONSTANTINO

Flavio Valerio Constantino era hijo bastardo de Constancio Cloro, el César de Maximiano, y ahora nuevo Augusto de Milán, que lo había tenido de Elena, una doncella oriental convertida en concubina suya. Diocleciano, al nombrar César, en Tréveris, a Constancio, le impuso librarse de aquella compañera poco cualificada y contraer matrimonio con Teodora, la hija de Maximiano. El chico no tuvo una buena educación de la madrastra, pero se la hizo en el Ejército, al que se alistó muy joven. El otro Augusto, Galerio, el de Nicomedia, llamó a su lado al brillante oficial: le apremiaba tenerle como rehén en caso de sinsabores con el padre, su colega de Milán, que en realidad había de quedar como subordinado suyo y a quien había impuesto, como César a Severo. Para sí mismo tomó a Maximino Daza.

Pero Constancio no se sentía tranquilo en el cuartel general de Galerio y tal vez tenía motivos para ello, por lo que un buen día escapó, cruzó toda Europa, se reunió con su padre en Bretaña, le ayudó notablemente a ganar algunas batallas y le cerró los ojos pocos meses después en York. Los soldados, que le apreciaban por sus cualidades de mando, le aclamaron Augusto. Mas Constantino prefirió el más modesto título de César «porque —dijo— éste me deja el mando de las legiones sin las cuales mi vida estaría en peligro». Y Galerio, Augusto en funciones, aun cuando a desgana, le ratificó.

Pero entretanto, el título de Augusto, en Milán, era disputado por dos aspirantes. En línea directa, hubiese debido corresponder a Severo, el César en cargo. Pero el hijo de Maximiano, Majencio, apoyado por los pretorianos, presentó su candidatura. Temiendo no conseguirla solo, llamó en su ayuda a su padre, que volvió a tomar el cargo que había abdicado a la par que Diocleciano; y con él marchó contra Severo, que fue muerto por los soldados. Desde Nicomedia, Galerio trató de resolver el conflicto nombrando un Augusto de su agrado, Liciano. Entonces, hasta Constantino salió en campaña como Augusto. Para llevar el caos al colmo, Maximino Daza, el César de Galerio, hizo otro tanto. Y así Diocleciano, regando sus coles en Spalato, supo que su Tetrarquía se había convertido en un Hexarcado, todo de Augustos en guerra uno con otro.

Honestamente, no nos atrevemos a aturrullar más la cabeza del pobre lector, ya puesta a dura prueba como la nuestra, con un enredo semejante, siguiendo su desarrollo. Y llegamos a la conclusión de que fue también el fin de la era pagana y el comienzo de la cristiana. El 27 de octubre de 312 después de Jesucristo, los dos mayores aspirantes al trono, Constantino y Majencio, se enfrentaron con sus ejércitos, unos veinte kilómetros al norte de Roma. El primero, con hábil maniobra, acorraló al otro en el Tíber. Después, Constantino miró al cielo y más tarde el historiador Eusebio, contó que había visto aparecer en él una cruz llameante que llevaba inscritas estas palabras: In hoc signo vinces. «Con este signo vencerás».

Aquella noche, mientras dormía, una voz le retumba en los oídos, exhortándole a marcar la Cruz de Cristo en los escudos de los legionarios. Al alba dio orden de que así se hiciera, y en vez del estandarte hizo enarbolar un lábaro que ostentaba una cruz entrelazada con las iniciales de Jesús. En el ejército enemigo flameaba la bandera con el símbolo del sol impuesto por Aureliano como nuevo dios pagano. Era la primera vez, en la historia de Roma, que una guerra, se combatía en nombre de la religión. La Cruz resultó vencedora, y el Tíber, al arrastrar hasta su desembocadura los cadáveres de Majencio y de sus soldados, pareció que barriese los residuos del mundo antiguo.

No todo había terminado, pues quedaban aún Licinio y Maximino. Con el primero se encontró Constantino en Milán el 313 después de Jesucristo y el resultado de aquella entrevista fue el reparto del Imperio entre dos Augustos y la publicación del famoso edicto que proclamaba el respeto del Estado a todas las religiones y devolvía a los cristianos los bienes que les habían sido arrebatados en las últimas persecuciones. Maximino murió, Licinio casó con la hermana de Constantino, y por un momento pareció que los dos emperadores podían dar vida a una pacífica diarquía.

Pero al año siguiente volvieron a las andadas. Constantino derrotó en Panonia a un ejército de Licinio, que se vengó en los cristianos en Oriente reanudando las persecuciones contra ellos. Constantino no se había convertido aún oficialmente. Pero los cristianos ya veían en él a su caudillo y constituían seguramente la aplastante mayoría, si no la totalidad, de aquel ejército de ciento treinta mil hombres que, bajo su mando personal luchó contra los ciento sesenta mil defensores del paganismo a las órdenes de Licinio. Primero en Adrianópolis y después en Escútari, los primeros obtuvieron la victoria. Licinio se rindió y salvó la vida, que le fue quitada, empero al año siguiente. Con el signo de Cristo se volvió a formar un Imperio que de romano no tenía ya más que el nombre.

¿Qué había ocurrido?

Hemos dejado a los cristianos, en Roma, en los comienzos de su organización: primero unos pocos centenares, después miles de personas, casi todos hebreos, reunidos en sus pequeñas ecclesiae, con pocas conexiones entre sí, con una doctrina todavía en estado fluido y en medio de la indiferencia, más que de la hostilidad, de los gentiles. Aquellas desperdigadas y escasas células estaban unidas por la creencia de que Jesús era el Hijo de Dios, que era inminente su retorno para establecer en la Tierra el Reino del Cielo y que la fe en Él sería recompensada en el Paraíso. Pero ya habían comenzado a surgir disensiones sobre la fecha del Retorno. Algunos la vieron anunciada por las calamidades que se abatieron sobre el Imperio: Tertuliano dijo que había que esperarlo después de la caída de Roma, la cual parecía tan inminente que un obispo de Siria partió sin más con sus fieles al desierto, seguro de encontrar en él al Señor; Bernabé proclamó que faltaban aún mil años. Sólo mucho más tarde triunfó la tesis de Pablo que transfería definitivamente al mundo ultraterreno el Reino del Señor. Mas, por entonces, la espera de su inminente instauración contribuyó poderosamente, con las inmediatas promesas que implicaba, a la difusión de la fe.

Pero había otros puntos de la doctrina que amenazaban con provocar verdaderas herejías. Celso, el más violento de los polemistas anticristianos, escribió que la nueva religión estaba dividida en facciones y que cada cristiano constituía en ellas un partido adaptándola a su gusto. Ireneo contó una veintena de esas facciones. Hacía falta, pues, una autoridad central que determinase lo que era justo de lo que era falso.

La primera decisión a tomar que fue debatida durante dos siglos recayó sobre la sede. La nueva religión había nacido en Jerusalén, pero Roma tenía a su favor las palabras de Jesús: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Y Pedro había venido a Roma. Más que los argumentos, lo que decidió fue la circunstancia de que el Mundo se dominaba desde Roma, no desde Jerusalén. Tertuliano aseguró que Pedro, al morir, confió los destinos de la Iglesia a Lino. Pero el primer sucesor seguro es el tercero, Clemente, del que nos queda una acta redactada con tono autorizado, dirigida a los demás obispos.

Los obispos comenzaron a reunirse en los Sínodos, y fueron esos Sínodos los árbitros de aquella religión cristiana que se llamó católica por cuanto universal. El término de Papa volvióse exclusivo del Sumo Pontífice solamente al cabo de cuatro siglos, durante los cuales se dio a todos los obispos para refrendar su paridad.

Con aquella primera y rudimentaria organización, la Iglesia llevó a cabo su guerra en dos frentes: el exterior, del Estado y el interior, de las herejías. Y no sabemos cuál de los dos era más peligroso. Sabemos tan sólo que a fines del siglo II la Iglesia había comenzado a inquietar hasta tal punto a los romanos, que uno de éstos, de los más cultos, Celso, dedicó su vida a estudiar el funcionamiento de aquélla, acerca de la cual escribió un libro esmerado e informadísimo, aunque parcial y rencoroso en sus conclusiones. Éstas eran que un cristiano no podía ser buen ciudadano. Y en cierto sentido tenía razón, mientras el Estado fuese pagano. Pero el hecho es que él paganismo ya no tenía defensores y hasta los que se negaban a abrazar la nueva fe no encontraban argumentos para defender la vieja. Sobre la estela de Marco Aurelio y de Epicteto, Plotino fue clasificado como filósofo pagano solamente porque no se bautizó. Pero toda su moral ya es cristiana como por lo demás lo es en Epicteto y en Marco Aurelio.

Hasta cuando la negaban, todas las mentes elevadas de la época comenzaron a esforzarse en torno a la doctrina de Jesús y de los Apóstoles, Tertuliano que, aun cuando de Cartago, poseía el riguroso sentido jurídico de los romanos y era ante todo un gran abogado, cuando se hubo convertido, extrajo del Evangelio un código de vida práctica y le dio la orgánica de un decreto-ley propiamente dicho. Aquel vigoroso orador, que hablaba como Cicerón y escribía como Tácito, de carácter riposo y sarcástico, fue de gran ayuda a la Iglesia, que, después de tanta teología y metafísica griegas, necesitaba organizadores y codificadores. Tertuliano en su extremado celo, acabó casi herético porque en su vejez, agriado su temperamento, criticó a los cristianos ortodoxos por demasiado tibios, indulgentes y blandengues y abrazó la regla, más rigurosa, de Montano, una especie de Lutero avant la lettre que predicaba el retorno a una fe más austera.

Otro formidable propagandista fue Orígenes, autor de más de seis mil libros y opúsculos. Tenía diecisiete años cuando su padre fue condenado a muerte por cristiano. El muchacho quiso seguirle en el martirio y su madre para impedírselo, le escondió las ropas. Te lo ruego: no reniegues de tu fe por amor a nosotros, escribió el muchacho al que iba a morir. Se impuso a sí mismo un noviciado de asceta. Ayunaba, dormía desnudo sobre el pavimento y por fin se castró. En realidad, Orígenes era un perfecto tipo estoico, y del cristianismo dio en efecto una versión suya, que de momento fue aceptada, aunque no por todos. El obispo de Alejandría, Demetrio, la consideró incompatible con el hábito talar que entretanto Orígenes había vestido, y revocó su ordenación. Éste colgó los hábitos, continuó predicando con admirable celo y refutó las tesis de Celso en una obra que ha permanecido famosa; fue encarcelado y torturado, mas no renegó de su fe y murió pobre y sin tacha como había vivido. Doscientos años después, sus teorías fueron, empero, condenadas por una Iglesia que ya tenía bastante autoridad para hacerlo.

El Papa que más contribuyó a consolidar la organización en aquellos primeros y difíciles años fue Calixto, a quien muchos consideraban un aventurero. Decían que, antes de convertirse, había sido esclavo, amasado una pequeña fortuna con procedimientos más bien reprobables, hízose después banquero, robó a sus clientes, le condenaron a trabajos forzados y se fugó mediante engaño. El hecho de que, en cuanto fue Papa, proclamase válido el arrepentimiento para borrar todo pecado, incluso mortal, nos hace sospechar que en esas voces había algo de verdad. De todas maneras, fue un gran Papa, que truncó el peligroso cisma de Hipólito y reforzó definitivamente la autoridad del poder central. Decio, que fue un irreductible enemigo de los cristianos, decía que hubiese preferido tener en Roma un emperador rival antes que a un Papa como Calixto. Con éste, el Papado tornóse de veras romano en muchos sentidos. De los sacerdotes paganos de la Urbe tomó prestado la estola, el uso del incienso y de los cirios encendidos delante del altar y la arquitectura de las basílicas. Pero las derivaciones no se limitaron a éstas de carácter formal. Los constructores de la Iglesia se apropiaron especialmente de la armazón administrativa del Imperio y la copiaron, instituyendo al lado y contra, cada gobernador de provincia a un arzobispo, y un obispo al lado y contra cada prefecto. A medida que el poder político se debilitaba y que el Estado iba a la deriva, los representantes de la Iglesia heredaban sus tareas. Cuando Constantino subió al poder, muchas funciones de los prefectos, considerablemente en declive, eran asumidas por los obispos. La Iglesia era notoriamente la heredera designada y natural del Imperio en colapso. Los hebreos le habían dado una ética, Grecia una filosofía y Roma le estaba dando su lengua, su espíritu práctico y organizador, su liturgia y su jerarquía.