CAPÍTULO XXXII - CLAUDIO Y SÉNECA

Los pretorianos, que por haber matado a Calígula se habían hecho amos de la situación y querían seguir siéndolo, miraron alrededor suyo en busca de un sucesor de quien poder disponer a su antojo. Y les pareció que el personaje más indicado era el tío del difunto, aquel pobre Claudio ya cincuentón con las piernas anquilosadas por la parálisis infantil y la lengua, por el tartamudeo, y de expresión atónita, el cual, la noche del asesinato, fue hallado oculto, temblando de miedo, detrás de una columna.

Era hijo de Antonia y de Druso, hijo a su vez de Germánico. Y había pasado por en medio de las tragedias de la casa Claudia, protegido por una bien acreditada fama de mentecato. Si la suya había sido una comedia, conviene decir que, desde niño, la representó muy bien, pues hasta su madre le llamaba «un aborto», y cuando quería hablar mal de alguien le definía como «más cretino que mi pobre Claudio».

Es difícil decir hasta qué punto aquel personaje, que después se reveló como un excelente emperador, era idiota o fingía serlo, para no pagar impuestos. Cierto que él fue, de tal suerte el único de la familia que se salvó. Arrastrando las delgadas y anquilosadas piernas y escupiendo, al hablar, en la cara de todos; alto, barrigudo y de nariz colorada por el vino, había vivido hasta entonces sin hacer sombra a nadie, estudiando y componiendo historias, entre ellas su autobiografía. Hablaba griego y sabía mucho de Geometría y de Medicina. Y cuando se presentó al Senado para hacerse proclamar emperador, dijo: «Ya sé que me consideráis un pobre necio. Pero no lo soy. He fingido serlo. Y por esto hoy estoy aquí». Después de lo cual, empero, lo echó todo a perder, dando una conferencia sobre la manera de curar las mordeduras de víbora.

Claudio debutó con una buena gratificación a los pretorianos que le habían elegido, mas, en cambio, se hizo entregar por ellos a los asesinos de Calígula y les exterminó, para instaurar, dijo, el principio de que no debe matarse a los emperadores. Luego anuló de un plumazo todas las leyes de su predecesor y se puso a reordenar la administración, mostrando una sensatez y un equilibrio que nadie sospechaba en él. Convencido de que entre los senadores no quedaba ya nada bueno, formó un ministerio de técnicos, escogiéndolos en la categoría de los libertos. Y se dio a proyectar y realizar con ellos obras públicas de largo alcance, divirtiéndose con hacer personalmente cálculos y proyectos. Lo que más le ocupó fue la desecación del lago Fucino. Empleó a treinta mil excavadores y once años en abrir un canal por donde hacer fluir las aguas. Cuando estuvo listo, ofreció a los romanos, como postrer espectáculo antes de la desecación, una batalla naval entre dos flotas de veinte mil condenados a muerte, que le dirigieron el famoso grito: «¡Ave, César! ¡Los que van a morir te saludan!», se echaron a pique unos a otros y se ahogaron. El público, que llenaba las colinas circundantes, se divirtió muchísimo.

Todos se echaron a reír cuando, en 43, ese emperador tartajoso y de aspecto bobalicón y jocoso partió al frente de su ejército para conquistar Britania. No había sido nunca soldado porque le habrían declarado inútil en las quintas, y Roma estaba convencida de que huiría al primer encuentro. Mas cuando cundió la noticia de que había muerto, la congoja fue grande y general: los romanos habían cogido sincero afecto a aquel emperador que, con todas sus extravagancias, se mostró el mejor, o al menos el más humano, de los que sucedieron a Augusto.

Pero Claudio no sólo no había muerto, sino que conquistó de veras Britania y ahora volvía trayéndose consigo al rey, Caractaco, que fue el primero, de los reyes vencidos por Roma, en ser indultado. El mérito de aquella victoria, fue ciertamente, más que de Claudio, de sus generales. Mas los generales era él quien los nombraba, y en tales selecciones no solía engañarse. Fue bajo él que también se formó Vespasiano.

Desgraciadamente, aquel buen hombre tenía una debilidad: las mujeres. En este aspecto era incorregible. Había tenido ya, y engañado, a tres esposas, cuando, casi cincuentón, casó con la cuarta, Mesalina, que tenía dieciséis años. Mesalina ha pasado a la Historia como la más infame de todas las reinas y acaso no sea verdad. Acaso fue tan sólo la más desvergonzada. Como no era guapa, cuando algún jovenzuelo se le resistía, le hacía dar la orden por Claudio de ceder, transformando así el amor en un acto de patriotismo. Claudio se prestaba a ello con tal de que le dejase la mano libre con las criadas. Eran, en el fondo, una pareja bien avenida, pero lo malo estaba en que Claudio se había metido en la cabeza reformar las costumbres romanas basadas en la austeridad, y una mujer, de aquella calaña no constituía el mejor ejemplo. Un día, estando él ausente, se casó por las buenas con su amante de turno, Silio. Los ministros informaron de ello al emperador diciéndole que Silio quería sustituirle en el trono. Claudio volvió, le hizo matar y después mandó a dos pretorianos a llamar a Mesalina que se había ocultado en la casa materna. Temerosos de una venganza, los pretorianos la apuñalaron en brazos de su madre. Claudio les ordenó que le matasen también a él, caso de que mostrase intención de volverse a casar.

Volvió a casarse al año siguiente, y la quinta mujer virtuosa, hizo añorar a la cuarta, desvergonzada. Agripina, hija de Agripina y de Germánico, era su sobrina, había tenido ya dos maridos, el primero de los cuales le había dejado un hijito llamado Nerón, cuya carrera fue su única pasión. En ella revivía una Livia empeorada. Con sus treinta años, le fue fácil tener dominado a aquel marido casi sesentón, enflaquecido por los abusos con las criadas. Le aisló de sus colaboradores, puso a su amigo Burro al frente de los pretorianos, e instauró un nuevo reinado de terror, del que senadores y caballeros hicieron el gasto. Las condenas capitales llevaban una firma de Claudio que, después de la muerte de éste, demostróse que era falsificada. El pobre hombre, si bien chocho, pareció notar en cierto momento lo que sucedía y se propuso remediarlo. Agripina se le adelantó administrándole un plato de setas venenosas. Nerón, que a su manera tenía cierto ingenio, dijo más tarde que las setas debían ser un yantar de dioses, visto que habían logrado transformar en dios a un pobre hombrecillo como Claudio.

Nerón, en dialecto sabino, quería decir fuerte, y en los primeros cinco años de reinado el hijo de Agripina tuvo fe en su nombre, mostrándose como emperador magnánimo y sensato, pero el mérito no fue suyo, sino de Séneca, que gobernó en su nombre.

Séneca era un español de Córdoba, millonario por su familia y filósofo de profesión, que ya había dado que hablar de sí antes de que Agripina le contratase como preceptor de su hijo. Calígula le había condenado a muerte por «impertinente» y después le indultó porque estaba muy enfermo de asma. Claudio le confinó en Córcega a causa de una intriga amorosa con su tía Julia, la hija de Germánico. Séneca permaneció allí ocho largos años escribiendo excelentes ensayos y algunas malas tragedias. No sabemos quién le propuso a Agripina como el hombre más adecuado para educar a Nerón según los dictados del estoicismo, del cual era incontestable maestro. Como fuere, en el espacio de pocos días pasó del estado de recluso al de amo del futuro dueño del Imperio.

Era un hombre extraño. Sin muchos escrúpulos, aprovechóse de su situación para acrecentar su patrimonio, que no utilizó, sin embargo, para llevar una vida de señor. Comía poquísimo, sólo bebía agua, dormía en una tarima y se gastaba el dinero sólo en libros y obras de arte. Desde el día en que se casó le fue fiel a su mujer, y a quien le reprochaba amar demasiado el poder y el dinero, le contestaba: «¡Pero si yo no alabo la vida que llevo! Alabo la que debería llevar, y de la cual imito a distancia, ronqueando, el modelo». Mientras estaba en el ápice de su fortuna, un libelista le acusó públicamente de haber robado al Estado trescientos millones de sestercios, de haberlos multiplicado con usura y de haberse librado de rivales y enemigos mediante denuncias. Séneca, que podía hacer suprimir a quien quisiera, respondió absteniéndose de denunciar a su delator. Pero siguió ejerciendo la usura, según dice Dión Casio.

Cuando su pupilo subió al trono, Séneca le dio a leer en el Senado un buen discurso, en el que el nuevo emperador se comprometía a ejercer tan sólo el mando supremo del Ejército. Probablemente nadie lo creyó, pero la promesa fue mantenida cinco años, durante los cuales todos los demás poderes fueron ejercidos por Agripina y por Séneca. Y las cosas anduvieron bastante bien mientras estos dos estuvieron de acuerdo. Nerón, arropado con aquellos dos consejeros, tomó algunas decisiones juiciosas: rechazó la propuesta del Senado de elevarle una estatua de oro, se negó a firmar penas de muerte y cuando tuvo que hacer una excepción, exclamó blandiendo la pluma: «¡Ojalá no hubiese aprendido nunca a escribir!» Parecía de veras un buen chico, interesado casi exclusivamente por la poesía y la música, sin que nadie pensara que estas buenas disposiciones pudieran revelarse peligrosas algún día.

Después, Agripina quiso excederse, o sea hacérselo todo sola. Séneca y Burro se alarmaron y, para neutralizarla, instaron a Nerón a que hiciese valer su autoridad. Encolerizada, Agripina amenazó con destruir su obra, poniendo en el trono a Británico, hijo de Claudio. Nerón respondió haciendo suprimir a éste y confinando a su madre en una villa, donde prestó un mal servicio a la Historia, creemos, escribiendo un libro de Memorias sobre Tiberio, Claudio y Nerón, en el que abrevaron hasta la saciedad Suetonio y Tácito y que, inspirado como estaba por la venganza, sospechamos que no era muy digno de consideración.

Cabe preguntarse qué papel tuvo Séneca en la muerte de Británico. Como autor de un ensayo titulado De la clemencia, creemos que no tuvo ni pizca. Pero, habida cuenta de los precedentes, no nos atreveríamos a jurarlo.

Mientras Nerón siguió escarbando como Séneca predicaba, Roma y el Imperio estuvieron tranquilos, las fronteras seguras, próspero el comercio y en auge la industria. Mas en determinado momento el pupilo, que tenía apenas veinte años, comenzó a volverse a otro maestro que satisfacía más sus tendencias de esteta. Cayo Petronio, el árbitro de todas las elegancias romanas, el fundador de una categoría humana bastante difundida; la de los dandies.

Encontramos cierta dificultad en identificar a aquel rico aristócrata que Tácito describe como refinado en sus apetitos, delicadamente voluptuoso, de irónica y elegantísima conversación, como el Cayo Petronio autor del Satiricón, libelo de rimas vulgares hasta la obscenidad, con personajes triviales y situaciones equívocas. Si es verdad que se trata de una misma persona, quiere decirse que entre el modo de vivir y de ser y el de escribir y aparentar hay de por medio no el mar, sino el océano. Sea como fuere, Nerón encantado con el Petronio que conoció en sociedad, refinado, culto, seductor de hombres y de mujeres, entendedor infalible de lo Bello, encontró más fácil imitar al mal poeta y practicar sus enseñanzas literarias. Tomó como compañeros a los héroes del Satiricón, y con ellos se entregó a la orgía en los barrios peor reputados de Roma.

De momento, el casto Séneca no halló nada que objetar; al contrario, es probable que impulsara por aquel camino a su discípulo para distraerle cada ves más de los problemas de Gobierno, que prefería resolver solo o con Burro. De tal manera, durante algunos años, bajo un emperador que se degradaba cada vez más, el Imperio siguió prosperando. Más tarde, Trajano definió el primer lustro de Nerón, calificándolo de «el mejor período de Roma». Pero, en un momento determinado, el joven soberano cayó en los brazos de Popea, una Agripina en el esplendor de su belleza, que quería hacer de emperatriz y que para conseguirlo empujó a Nerón a hacer de emperador. Cuando la conoció, Nerón tenía veintiún años, una mujer honesta, Octavia, que llevaba con mucha dignidad sus desgracias conyugales, y una amante, Acté, buena persona también y enamorada de él. Pero a Nerón no le gustaban las mujeres honestas y traicionó a ambas por la desvergonzada, sensual y calculadora Popea. Es en este punto donde iniciamos su historia y las tribulaciones de Roma.