La única cosa segura que se puede decir de Tiberio es que nació con mala estrella. Juzgadlo vosotros mismos.
Cuando su madre le llevó, de niño, a casa de Augusto, el emperador no tuvo ojos más que para su hermano Druso, tan alborotador simpático, absolutista e impulsivo como él era tímido, reservado, reflexivo y sensible. Tiberio hubiera podido derivar de ello algún sentimiento de rencor y de envidia. En cambio admiró afectuosamente a Druso, arriesgó la vida por tratar de salvarle cuando estaba herido en Germania, y su muerte fue para él una auténtica tragedia. Escoltó su féretro a caballo, desde el Elba a Roma, y necesitó años para curarse de aquel dolor.
Había estudiado intensamente y con provecho; en cuanto le dieron un ejército, lo condujo de victoria en victoria contra enemigos aguerridos y engañosos como los ilirios y los panonios: y cuando le dieron provincias que administrar puso orden en ellas con competencia e integridad. Por su seriedad, a los veinte años ya le llamaban «el viejecito». Dedicaba las pocas horas de ocio que le permitían sus quehaceres a refrescar el griego, que conocía muy bien, o entregándose a estudios de astrología que le valieron la reputación de «herético». No frecuentaba salones ni el Circo. Y tal vez la primera mujer que conoció fuera su esposa Vipsania, hija de Agripa, dama de grandes virtudes y de costumbres hogareñas como las suyas.
De haber podido seguir con ella, acaso su carácter se habría conservado como era en la juventud: el de un estoico, sereno en su sencillez, generoso con los amigos y más intransigente para consigo mismo que para los demás. Lo demuestra el hecho de que los soldados le adorasen mientras que en Roma le detestaban como modelo de una virtud que constituía un reproche para todos. Pero Augusto le hizo divorciar para darle por esposa a su hija Julia, una calamidad simpaticota, pero lo menos adecuado para ser compañera de un hombre como aquél, es cierto. Mas él jamás mostró grandes aspiraciones a ella. Había sido un celoso colaborador de su padrino, pero jamás le hizo demasiado la corte y prefirió ser estimado a ser querido por él. En su aquiescencia intervino sin duda Livia, ejemplar esposa de Augusto, pero terrible madre para Tiberio, cuya gloria quiso aun a costa de su felicidad.
Tiberio sobrellevó sus desgracias conyugales con grandísimo decoro. Y no es cierto que se negase a denunciar a Julia por adulterio, como la ley le daba derecho y aún más le imponía el deber, para no perder los favores de Augusto. Tan es verdad, que lo plantó todo para retirarse como ciudadano particular a Rodas, donde acaso vivió el período más tranquilo. Después, el emperador, una vez confinada Julia y perdido los dos hijos de ésta, Gayo y Lucio, le reclamó.
Y también en esto reconocemos la intromisión de Livia. Tiberio reanudó su labor al lado del padrastro que se había vuelto aún más insoportable y melancólico, y aguantó su antipatía. Tenía ya cincuenta y cinco años cuando le tocó sucederle. Lo hizo presentándose ante el Senado y pidiéndole exonerarle del cargo para restaurar la República. El Senado lo consideró una comedia, como tal vez era, le suplicó que se quedara, aun detestándole, y le pidió permiso para dar su nombre a un mes del año, como se había hecho con Augusto «¿Y qué haréis —contestó Tiberio— después del decimotercer sucesor?»
Con esta sarcástica actitud hacia toda forma de adulación, el taciturno y casto Tiberio se puso a gobernar con mucha equidad y tino, dejando a su muerte un estado más floreciente y rico que el que había encontrado. Pero cayó bajo la pluma de Tácito y de Suetonio, dos historiadores republicanos, que hicieron de él la víctima propiciatoria de todos los vicios de la época.
La culpa más grave que se le imputa es haber hecho suprimir a su sobrino Germánico, tras haberlo adoptado como hijo designándole como sucesor. Germánico era hijo de Druso y de una nieta de Antonio: un buen mozo, inteligente vivaz, valeroso, que agradaba a todo Roma. Tiberio le mandó de gobernador a Oriente para que se ejercitase y la gente murmuró que le había exilado por celos. Allí murió, y la gente dijo que Pisón le asesinó por orden del emperador. Pisón se suicidó para sustraerse al proceso, y la viuda de Germánico, Agripina, fue de las más despiadadas acusadoras de Tiberio, en tanto que su madre, Antonia, le permaneció fidelísima. Y nosotros, entre una esposa y una madre, creemos más a la madre.
Otra acusación que se le dirigió fue la de crueldad para con Livia. A Livia, ciertamente, le debía el trono. Mas no debía ser fácil vivir con ella, que pretendía poner el visto bueno a los decretos imperiales, en todo momento le recordaba que, sin su ayuda, se habría quedado en un simple ciudadano emigrado en Rodas y, sobre todo, que en casa se consideraba como dueña negándose a darle las llaves cuando salía. Finalmente, Tiberio se fue a vivir por su lado, en una vivienda modesta y melancólica, donde nadie le calentara los cascos. Mas tuvo que habérselas con Agripina, que se jactaba a su vez de tener una cuenta con él: la vida de Germánico.
Además de sobrina por el matrimonio con el hijo de su hermano Druso, esta Agripina era también su hijastra, pues se la había traído en dote Julia, del matrimonio que la unió a Agripa; una mujer quejicosa y codiciosa con todos los vicios de su madre y ninguna de sus cualidades: la simpatía, el ingenio, la generosidad. Había tenido un hijo de Germánico: un tal Nerón que, según ella, debía ser ahora designado sucesor al puesto del difunto padre. Tiberio aguantaba sus ataques con resignada paciencia. «¿Te sientes verdaderamente defraudada de no ser emperatriz?», le decía. También él tenía un hijo, que le diera la virtuosa y querida Vipsania. Pero era un inútil, lleno de vicios, y le había repudiado. Buscaba, en efecto, un sucesor, pero Nerón tampoco le convencía.
Una serie de conjuras se tramaron contra él. Seyano, comandante de los pretorianos de Palacio, le trajo las pruebas. Quién sabe si eran auténticas. Mas poco a poco Tiberio comenzó a no fiarse más que de él y le permitió aumentar la guardia hasta nueve cohortes, sin darse cuenta del terrible precedente que se disponía a crear. Y se retiró a Capri.
No puede decirse que desde allí cesase de gobernar. Pero las órdenes las transmitía a través de Seyano, que las modificaba a su gusto, y gracias a las cuales se convirtió en el verdadero dueño de la ciudad. Descubrió una enésima conjura fomentada por Popeo Sabino, Agripina y Nerón, y recabó autorización para castigarles. El primero fue suprimido, la segunda exilada a Pantelaria, el tercero se suicidó. Druso murió y también Livia, la «Madre de la Patria», como la llamaban por escarnio.
Un día su cuñada Antonia, madre de Germánico, le mandó secretamente, con riesgo de la vida, una esquela para avisarle que Seyano estaba a su vez conspirando para asesinar al emperador y sustituirle. Tiberio ordenó por carta que arrestasen al traidor y lo entregó para ser procesado al Senado que hacía años vivía aterrorizado por aquel sátrapa. No sólo él, sino todos sus amigos y parientes fueron ejecutados. La hija menor, dado que la Ley prohibía la ejecución de vírgenes, fue desflorada antes del proceso. La mujer se suicidó, mas no sin haber escrito una carta a Tiberio denunciando a Livia, hija de Antonia, como cómplice de Seyano. Tiberio la hizo detener. Ella murió en la cárcel, donde se negó a comer. También Agripina se suicidó. El Tiberio que surgió de esta hecatombe familiar, de este infierno de sangre y de traición, es natural que no fuese ya el hombre de antes. Sobrevivió seis años y al parecer tenía la mente desequilibrada. En 37, se decidió a abandonar Capri y mientras remontaba Campania, contrajo una dolencia, tal vez un infarto cardíaco. Cuando vieron que se recobraba, los cortesanos le metieron debajo de una almohada, asfixiándole.
Tiberio había mantenido la paz, mejorando la administración y enriquecido el Tesoro. El Imperio parecía intacto, pero su capital se corrompía cada vez más. Para poner coto a la descomposición se necesitaba la mano dura de un gran reformador. Y tal vez Tiberio creyó advertir las aptitudes de tal en el segundo hijo de Agripina y Germánico, Gayo, a quien los soldados entre los que se había criado en Germania llamaban Calígula, o «Botita», por el calzado que usaba, de tipo militar.
Efectivamente, en un principio pareció una buena elección. Calígula, se mostró generoso con los pobres, devolvió una apariencia de democracia restituyendo a la Asamblea sus poderes y era ya conocido como soldado valeroso y concienzudo. Su imprevista y rápida transformación no es explicable más que con la hipótesis de alguna dolencia, que le trastornó el cerebro: un caso típico de esquizofrenia, o de disociación de la personalidad. Comenzó a tener crisis nocturnas de terror, especialmente cuando había tormenta, y a recorrer el palacio pidiendo auxilio. Alto y grueso como era, atlético, deportivo, pasaba horas delante del espejo haciéndose muecas, que le salían muy bien a causa de sus ojos saltones y de un atisbo de calvicie que le hacía como una tonsura en la cabeza. En cierto momento se enamoró de la civilización egipcia y pensó en introducir sus costumbres en Roma. Pretendió de los senadores que le besasen los pies, que peleasen en el Circo con gladiadores haciéndose matar regularmente, y que eligiesen cónsul a su caballo, Incitato, al que hizo construir una cuadra de mármol y un pesebre de marfil. Siempre por imitar a Egipto, tomó por amantes a sus hermanas. Es más, a una de ellas, Drusila, la desposó francamente nombrándola heredera del trono y después la repudió para casarse con Orestila el día que ésta iba a unirse en matrimonio con Gayo Pisón. Se paró en la cuarta esposa, Cesonia, que estaba encinta cuando la conoció y era más bien feúcha. A ésta le fue, a saber por qué, devoto y fiel.
Puede ser que Dión Casio y Suetonio, en su odio por la monarquía, hayan cargado un poco la mano. Pero, loco, Calígula debía serlo de veras. Una buena mañana despertó con alergia por los calvos, y todos los que lo eran los dio a comer a las fieras del Circo, hambrientas por la escasez. Luego les tomó ojeriza a los filósofos, y les condenó a todos a muerte o deportación. Se salvaron tan sólo su tío Claudio, porque era considerado como idiota, y el joven Séneca, porque se hizo pasar por enfermo grave. No sabiendo ya a quién perseguir, obligó al suicidio a su abuela Antonia sólo porque un día, mirándola, encontró que su cabeza era hermosa, pero que no le sentaba bien a los hombros. Al final la tomó con Júpiter. Dijo que era una pelota hinchada que usurpaba el puesto el rey de los dioses, hizo cortar la cabeza de todas sus estatuas y la remplazó con la propia.
Lástima, pues en los raros momentos de lucidez era simpático, cordial, ingenioso y tenía el sarcasmo fácil y la respuesta pronta. A un zapatero galo que le llamó «fantoche» a la cara, contestó: «Es verdad, pero ¿crees que mis súbditos valen más que yo?»
Efectivamente, si hubiesen valido algo más, de un modo u otro se habrían desembarazado de él. En cambio, le aplaudían y le besaban los pies, empezando por los senadores.
Fue precisa la resolución del comandante de los pretorianos, Casio Quereas, para liberar a Roma de aquel azote. Calígula se divertía dándole, como consignas, obscenos insultos. Casio era susceptible y una noche, mientras acompañaba al emperador por el pasillo de un teatro, le apuñaló. A la ciudad le costó creerlo. Temía que se tratase de un truco de Calígula para ver quiénes se alegraban de su muerte y castigarlos en consecuencia. Para demostrar a todos que era verdad, los pretorianos mataron también a su mujer Cesonia, y le rompieron la cabeza contra la pared a su hija pequeña.
Era una conclusión a tono con los personajes y al hosco clima de terror y de demencia en que habían vivido. Pero Roma ya era esto: la capital de un Imperio donde al desenfrenado satrapismo no cabía más alternativa que el regicidio, y para los regicidios hacían falta los mercenarios. Los romanos no sabían ya ni matar a sus tiranos.