La negra Khalhoum había acertado una vez más en sus predicciones, se iba a morir allí, en un sucio rincón de destruidos restos de un templo rumi, en el corazón de una ciudad superpoblada, escuchando el retumbar del mar, lo más lejos que imaginar cupiese de la abierta soledad de un desierto por cuyas silenciosas llanuras corría el viento libremente.
Trató de taponar la herida en sus dos limpios agujeros, de entrada y salida, se vendó fuertemente el pecho con ayuda del largo turbante, y se arrebujó en la manta, temblando de frío y fiebre, recostándose contra un rincón para quedar sumido en una inquieta duermevela, sin más compañía que el dolor, los recuerdos y el gri-gri de la muerte.
No cabía ya el recurso de convertirse en piedra o intentar que la sangre se espesase hasta el punto de impedir que continuara empapando el mugriento turbante y no dependía tampoco de su fuerza de voluntad o su entereza de espíritu, puesto que su voluntad se había quebrantado bajo el impulso de una pesada bala, y su espíritu no era el mismo desde que había perdido toda esperanza de recuperar a su familia.
«…Ved cómo las luchas y las guerras a nada conducen, porque los muertos de un bando con los muertos del otro se pagan…».
Siempre las enseñanzas del viejo Suílem; siempre el regreso a la misma historia, porque la realidad era que podían cambiar los siglos e incluso los paisajes, pero los hombres continuaban siendo los mismos, y se convertían al fin en los únicos protagonistas de la misma tragedia mil veces repetida por más que variase el tiempo o el espacio.
Una guerra empezó porque un camello aplastó a una oveja de otra tribu. Otra guerra semejante empezó porque alguien no respetó una antigua tradición. Podía tratarse del enfrentamiento de dos familias de fuerzas equilibradas, o, como en su caso, de un hombre contra un ejército. El resultado era el mismo: el gri-gri de la muerte se apoderaba de una nueva víctima y la iba empujando, lentamente, al abismo.
Y allí estaba ahora, al borde de ese abismo, resignado a caer a él, aunque triste porque quienes descubrieran algún día su cadáver advertirían que la bala le había entrado por la espalda, cuando él, Gacel Sayah, siempre había sabido dar la cara al enemigo.
Se preguntó si con sus acciones habría ganado el paraíso prometido, o, si por el contrario, se vería condenado a vagar eternamente por las «tierras vacías» y sintió una profunda pena por su alma que tal vez acabaría por reunirse con las de los componentes de «La Gran Caravana».
Soñó luego con ella, y vio a los camellos momificados y a los esqueletos envueltos en jirones reiniciar la marcha por la silenciosa llanura, para cruzar más tarde la estación y adentrarse en la ciudad dormida, y negó con la cabeza, golpeándose contra los muros, porque tuvo la certeza de que venían a por él y pronto penetrarían en la gran nave vacía, para acampar allí pacientemente, a la espera de que se decidiera a acompañarles.
No quería regresar con ellos al desierto; no quería vagar por los siglos de los siglos a través de la «tierra vacía» de Tikdabra y les susurró quedamente, porque no tenía fuerzas para gritar, que se marchasen sin él.
Por último durmió tres largos días.
Al despertar, la manta aparecía empapada en sudor y sangre, pero esta había dejado de manar, y el vendaje se había convertido en una dura costra, pegada a su piel. Trató de moverse, pero el dolor resultó tan insoportable que tuvo que permanecer durante horas completamente estático antes de atreverse e iniciar siquiera el gesto de tocarse la herida. Más tarde consiguió arrastrarse penosamente hasta la cantimplora, bebió hasta saciarse y se durmió de nuevo.
Cuánto tiempo permaneció entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la inconsciencia o entre el sueño y la realidad, nadie, y él menos aún, sabría decirlo. Días, tal vez semanas, pero cuando al fin despertó una mañana y advirtió que respiraba plenamente sin sentir dolor, y que todo se le aparecía como sabía que en verdad era, tuvo la impresión de que la mitad de su vida había transcurrido entre aquellas cuatro paredes, y hacía ya años —o siglos— que había llegado a la ciudad.
Comió con apetito nueces, dátiles y almendras, y consumió los últimos restos de agua. Se puso luego en pie, penosamente, y apoyándose en la pared logró dar unos pasos aunque se mareó y tuvo que recostarse de nuevo, pero buscó a su alrededor, llamó en voz alta, y tuvo la seguridad de que el gri-gri de la muerte no dormía ya junto a su lecho.
«Tal vez la negra Khaltoum se equivocó —se dijo feliz de su descubrimiento—. Tal vez en sus sueños me vio herido y derrotado, pero no alcanzó a imaginar que fuera capaz de vencer a la muerte».
A la noche siguiente logró alcanzar, a medias caminando, y a medias arrastrándose, la cercana fuente en la que se lavó a duras penas, y consiguió desprenderse los vendajes que parecían haber formado un solo cuerpo con su piel.
Cuatro días más tarde, cualquiera que hubiera osado aventurarse en el interior de la vieja iglesia calcinada, se habría horrorizado ante la presencia de un alto fantasma esquelético y vacilante, que arrastraba los pies por la nave vacía venciendo a la fatiga y los vómitos, empeñado, con una fuerza de voluntad sobrehumana, en conseguir recuperar el equilibrio y volver a la vida.
Gacel Sayah sabía que cada uno de aquellos pasos le alejaba un poco más de la muerte, y le acercaba un poco más al desierto que amaba.
Aún dejó pasar otra larga semana recuperando fuerzas, hasta que no le quedó ya nada que comer, y comprendió que había llegado el momento de abandonar para siempre su refugio.
Lavó su ropa en la fuente, se lavó él también casi por completo aprovechando las tinieblas y la soledad del barrio, y a la mañana siguiente, cuando el sol estaba alto, guardó en su bolsa de cuero el pesado revólver que había pertenecido al capitán Kaleb-el-Fasi y abandonando con pena su espada, su fusil y sus ya destrozadas gandurahs, emprendió, despacio, el camino de regreso.
Se detuvo en la casba, donde comió hasta hartarse, bebió un té hirviente, fuerte y dulce, que hizo circular con fuerza la sangre por sus venas, y se compró una camisa nueva, de un color azul eléctrico, que le hizo sentirse feliz por un momento.
Ya reconfortado reanudó la marcha para detenerse brevemente en la escalinata en que había sido herido, y observar la marca que dejaran las balas en las viejas paredes.
Desembocó de nuevo en la ancha avenida, le sorprendió el gentío que se arremolinaba en una y otra acera, y cuando quiso atravesar la calzada en dirección a la estación, un policía de uniforme se lo impidió:
—No puedes cruzar —dijo—. Espera.
—¿Por qué?
—Va a pasar el Presidente.
No necesitaba verlo para adivinar que el gri-gri de la muerte le acompañaba una vez más. De dónde había salido, o dónde se había ocultado aquel tiempo, no podía saberlo, pero allí estaba, aferrado a su camisa nueva y riéndose por lo bajo de que, en algún momento hubiera podido abrigar la estúpida esperanza de ser libre.
Había olvidado al Presidente. Había olvidado su juramento de matarle si no le devolvía a su familia, pero ahora, cuando el edificio de la estación aparecía ya ante sus ojos y cien metros le separaban de él y del regreso a su desierto y su mundo, el destino parecía querer burlarse de sus buenas intenciones, el gri-gri de la muerte le gastaba una trágica broma, y el hombre que era el origen y el fin de todos sus males y desgracias, se cruzaba en su camino.
¡Insh’Alah…!
Si era esa su voluntad y debía cumplir su promesa y matarle, lo mataría, porque él, Gacel Sayah, por más que fuera noble e imohag del bendito pueblo del Kel-Talgimus, nada podía hacer contra la voluntad del cielo. Si este había dispuesto que aquel día, a aquella hora, su enemigo se interpusiera una vez más entre él y la vida que había elegido, debía ser porque el Altísimo había decidido que ese enemigo debía ser destruido y era él, Gacel Sayah, el instrumento elegido para aniquilarle.
¡Insh’Alah…!
Dos motoristas pasaron haciendo sonar su sirena, y casi al instante, en la parte alta de la avenida, las gentes comenzaron a gritar y aplaudir.
Ausente de cuanto no fuera su misión, el targuí introdujo la mano en el bolso de cuero y buscó la culata de su arma.
Nuevos motoristas, ahora en pelotón, hicieron su aparición en la curva y diez metros más atrás avanzó, muy despacio, un gran coche negro, cerrado, que ocultaba casi por completo a otro descubierto en cuya parte trasera un hombre saludaba alzando los brazos.
Los policías contenían a la multitud que vociferaba y aplaudía, y desde las ventanas de los edificios mujeres y niños arrojaban flores y papelillos de colores.
Apretó con fuerza el arma y esperó. El reloj de la estación dejó escapar dos campanadas como si le invitara una vez más a olvidarlo todo, pero su eco se perdió entre el aullar de las sirenas, los gritos y los aplausos.
El targuí sintió deseos de llorar, los ojos se le nublaron, maldijo en voz alta al gri-gri de la muerte, y el policía que abría los brazos ante él se volvió a mirarle, sorprendido por una frase cuyo significado no había comprendido.
El pelotón de motocicletas cruzó acallándolo todo con el estruendo de sus máquinas, llegó luego el gran auto negro, y en ese instante, Gacel arrojó a un lado el gran bolso de cuero, apartó de un brusco empujón al policía y dio un salto colocándose, en dos zancadas, a tres metros del coche descubierto con el revólver amartillado y listo para disparar.
El hombre que respondía a los vítores y aclamaciones con los brazos en alto le descubrió casi al instante, el terror se dibujó en su rostro y adelantó las manos abriendo las palmas para protegerse mientras dejaba escapar un grito de espanto.
Gacel disparó por tres veces, comprendió que la segunda bala le había atravesado el corazón, le miró a la cara para comprobar por su expresión que lo había matado, y fue como si un rayo divino le fulminara, paralizándole de asombro.
Sonó una ráfaga de metralleta, y Gacel Sayah, inmouchar más conocido por el sobrenombre de el Cazador, cayó de espaldas, muerto, con el cuerpo destrozado y el desconcierto pintado en el rostro.
El auto aceleró su marcha bruscamente, y las sirenas aullaron abriendo paso a la búsqueda de un hospital, en un vano intento por salvar la vida al Presidente Abdul-el-Kebir en el glorioso día de su triunfal regreso al poder.