Era un autobús desvencijado. El más cochambroso, renqueante y sucio vehículo de transporte público que hubiese intentado correr jamás sobre carretera alguna, aunque en verdad aquel no intentaba en modo alguno correr, sino que se limitaba a avanzar asmáticamente a una máxima de cincuenta kilómetros por hora a través de llanuras de matojos, contrafuertes rocosos e infinitos pedregales.
Aproximadamente cada dos horas, se veía obligado a detenerse por culpa de un reventón o porque las ruedas se atascaban en una trampa de arena, y entonces, conductor y cobrador obligaban a descender a los pasajeros, cabras, perros y cestas de gallinas incluidas, incitándoles a empujar o señalándoles que se sentaran a esperar al borde del camino mientras cambiaban la rueda.
También, cada cuatro horas, se hacía necesario rellenar el depósito del combustible por el primitivo procedimiento de empalmar una goma a un bidón firmemente amarrado al techo, y en las cuestas, cuando encaraban una pendiente pronunciada, los hombres estaban obligados a realizar a pie el recorrido.
Así durante dos días y dos noches, apretujados como dátiles en una bolsa de piel de conejo, sudorosos y asfixiados por el bochorno irresistible, incapaces de predecir cuánto faltaba para concluir con semejante suplicio, o si llegarían alguna vez a distinguir los confines del monótono desierto.
En cada parada Gacel experimentaba el impulso de abandonar el mugriento vehículo y continuar a pie su camino por largo que este fuese, pero en cada parada comprendía que tardaría meses en alcanzar por sus propios medios la capital, y cada día, cada hora que perdiese, podía resultar esencial para Laila y sus hijos.
Continuó por tanto, sufriendo lo indecible por el encierro, él que amaba la soledad y la libertad por encima de todo, soportando a comerciantes parlanchines, mujeres histéricas, chiquillos ruidosos y gallinas pestilentes, incapaz como lograra hacerlo en la «tierra vacía», de convertirse en piedra, aislarse de cuanto le rodeaba, conseguir que su espíritu abandonara momentáneamente su cuerpo.
Allí cada bache, cada bamboleo, cada reventón o cada eructo de un vecino le devolvía a la realidad, y ni aun en lo más oscuro de la noche conseguía descabezar un corto sueño que le permitiera reponer fuerzas o regresar, imaginariamente, junto a los suyos.
Por último, en el turbio amanecer del tercer día, cuando un viento insistente y pegajoso que arrojaba al rostro nubes de polvo gris y asfixiante, impedía distinguir los contornos de los objetos a más de cincuenta metros, atravesaron un conjunto de casuchas de adobe, un barranco seco, y una plazuela maloliente y fueron a detenerse en el centro mismo de lo que había sido un viejo zoco a la sazón abandonado.
—¡Fin del trayecto! —gritó el cobrador mientras se apeaba estirando brazos y piernas y observándolo todo a su alrededor como si le costara trabajo admitir que una vez más había coronado con éxito la insensata odisea de bajar hasta El-Akab y regresar con vida—. ¡Alabado sea Dios!
Gacel descendió en último lugar, contempló las derruidas paredes del zoco que amenazaban con derrumbarse sobre su cabeza en cuanto el viento arreciara, y se aproximó, desconcertado, al conductor.
—¿Esto es la capital…? —quiso saber.
—¡Oh, no! —fue la divertida respuesta—. Pero hasta aquí llegamos nosotros. Si pretendiéramos meter este trasto en la carretera general, nos encerrarían por locos.
—¿Y qué tengo que hacer para llegar a la capital?
—Puedes coger otro autobús, pero te recomiendo el tren, es más rápido.
—¿Qué es el tren?
Al otro no pareció sorprenderle la pregunta, ya que no se trataba, desde luego, del primer beduino que transportaba en sus casi veinte años de dar tumbos por el desierto.
—Será mejor que vayas a verlo tú mismo… —fue la respuesta—. Sigue por esa calle y a tres manzanas, cuando veas un edificio marrón, allí es…
—¿A tres qué…?
—Tres manzanas, tres cuadras… —Hizo un amplio ademán con la mano—. Bueno, supongo que donde vives no existe nada de eso… Sigue adelante hasta que veas el edificio. No hay otro.
Gacel hizo un gesto de asentimiento, tomó su fusil, la espada y la bolsa de cuero en que había guardado municiones, algo de comida y todas sus pertenencias, y echó a andar en la dirección que le habían indicado, pero el cobrador le gritó desde el techo del autobús.
—¡Eh…! ¡Aquí no puedes pasearte con esas armas…! Si te ven, te vas a meter en un lío… ¿Tienes licencia?
—¿Qué?
—Permiso de armas… —Le rechazó con la mano—. ¡No! Ya veo que no la tienes… ¡Esconde eso o acabarás en la cárcel!
Gacel permaneció muy quieto en el centro del zoco, desconcertado y sin saber qué actitud adoptar, hasta que uno de los pasajeros que se alejaba en dirección opuesta con una maleta al hombro, otra en la mano y un rollo de alfombras bajo el brazo, le dio una idea. Corrió hacia él.
—Te compro las alfombras —dijo mostrando una moneda de oro.
El otro ni respondió siquiera. Tomó la moneda, levantó el brazo dejando que se apoderara de su carga, y continuó su camino, apresurando el paso, temeroso de que aquel estúpido targuí cambiara de idea.
Pero Gacel no cambió de idea. Desenrolló las alfombras, envolvió en ellas sus armas, se las colocó a su vez bajo el brazo y se encaminó a la estación.
Desde lo alto, del autobús el cobrador movió repetidamente la cabeza de un lado a otro, divertido.
El tren era aún más sucio, incómodo y ruidoso que el propio autobús, y aunque tuviera la ventaja de que no se le reventaban las ruedas, tenía el inconveniente de llenar de humo y carbonilla a los pasajeros y detenerse con desesperante regularidad en todas las ciudades, pueblos, villorrios y simples caseríos del camino.
Cuando lo vio aparecer en la estación brillante, rugiendo y despidiendo chorros de vapor como un monstruo más propio de las historias del negro Suílem que de la realidad, Gacel experimentó una incontrolable sensación de pánico y tuvo que echar mano a todo su valor de guerrero y toda su serenidad de inmouchar del glorioso «Pueblo del Velo», para dejarse arrastrar por la marea de pasajeros y trepar, atropelladamente, a uno de los destartalados vagones de duros bancos de madera y ventanas sin cristales.
Intentó comportarse como vio que los demás lo hacían, dejó sus alfombras y su bolsa de cuero en el portaequipajes, y se sentó en el rincón más apartado, tratando de hacerse a la idea de que aquello no era, en realidad, más que una especie de gran autobús que marchaba sobre barras de acero, evitando las pistas polvorientas.
Pero cuando escuchó el silbato, y la locomotora se puso en movimiento con un brusco tirón, entre bufidos, entrechocar de hierros y gritos del maquinista, el corazón le dio un nuevo vuelco y tuvo que aferrarse con fuerza al asiento para no lanzarse de cabeza al andén.
Y en los descensos, a casi cien kilómetros por hora, con el aire y el humo penetrando libremente por la ventana, viendo pasar a su lado, vertiginosamente, postes de luz, árboles y casas, Gacel creyó morir de la impresión y mordió con fuerza el borde de su velo para no romper a gritar pidiendo que detuvieran la máquina infernal.
Luego, a media tarde, aparecieron ante sus ojos las montañas, y creyó estar soñando, pues nunca imaginó que pudieran existir moles semejantes, que se alzaban como una barrera impenetrable, escarpadas, altivas y con las cumbres tapizadas de blanco.
Se volvió a una gorda que se sentaba tras él y que pasaba la mayor parte de su tiempo amamantando a dos niños idénticos, e inquirió:
—¿Qué es aquello?
—Nieve —replicó la mujer dándose aires de superioridad y profunda experiencia—. Y abrígate, porque pronto empezará a hacer frío.
Y en efecto hizo un frío como el targuí no había conocido jamás, porque un aire gélido que arrastraba a veces microscópicos copos de nieve se apoderó poco a poco del vagón, obligando a los sufridos viajeros a envolverse, tiritando, en todo cuanto encontraban a mano.
Cuando, ya casi oscureciendo, se detuvieron en una minúscula estación de montaña, y el revisor anunció que disponían de diez minutos para comprar la cena, Gacel no pudo evitar la tentación, saltó a tierra, y corrió hasta las afueras del andén a tocar la blanca nieve con sus propias manos.
Le asombró su consistencia. Más que el frío fue el tacto, aquella indescriptible blandura levemente crujiente que se deshacía entre sus dedos, ni como arena, ni como agua, ni como piedra, distinta a todo cuanto hubiera palpado hasta ese instante, lo que le impresionó, desconcertándole, y era tanta su sorpresa, que tardó en advertir que sus pies, casi desnudos en el interior de las ligerísimas sandalias, se estaban congelando.
Regresó muy despacio, pensativo, casi horrorizado por su descubrimiento, compró a una vendedora una pesada y gruesa manta, a otra una honda escudilla de caliente cuscus y regresó a su asiento, a comer en silencio contemplando la noche que caía, el paisaje nevado que desaparecía tragado por las sombras, y la pintarrajeada pared de madera del vagón, en la que aburridos pasajeros habían matado largas horas de viaje grabando a cuchillo toda clase de inscripciones. Allí, en la estación, de pie sobre la nieve, Gacel Sayah había descubierto, de improviso, que la predicción de la vieja Khaltoum llevaba camino de cumplirse. El desierto, el amado desierto en que había nacido, quedaba atrás, al pie de aquellas altas montañas cubiertas ahora de verdes praderas y gruesos árboles y él se encaminaba, ciego, e ignorante, hacia lejanas tierras desconocidas y hostiles, en las que pretendía enfrentarse a los dueños del mundo, con la única ayuda de una vieja espada y un triste fusil.
Le despertó un chirriar de frenos, una brusca sacudida, y voces de ultratumba, voces somnolientas, devueltas por el eco de lo que parecía una inmensa cueva vacía.
Asomó el rostro por la ventanilla y le maravilló la altura de la cúpula de hierro y cristal, que parecía mayor aún iluminada apenas por mortecinas bombillas y polvorientos anuncios luminosos.
Los pasajeros que habían permanecido fieles al largo viaje descendían ya con sus ajadas maletas de cartón, y se alejaban con paso cansino, maldiciendo el horario absurdo de aquel tren matusalénico que llegaba siempre a su destino con más de seis horas de retraso.
Bajó el último, cargando con sus alfombras, su bolsa de cuero y la pesada manta, y encaminó sus pasos tras los que desaparecían más allá de una gran puerta de cristal opaco, impresionado por la grandiosidad de la alta estación por la que volaban bandadas de murciélagos, y en, la que no se escuchaba ya más que el resoplar de la locomotora que parecía respirar profundamente recuperando el aliento después de un fatigoso esfuerzo.
Cruzó luego la gran sala de espera, de sucios mármoles y largos bancos en los que dormían familias enteras aferradas a tristes equipajes, y franqueó por último la puerta de salida, deteniéndose en lo alto de la ancha escalinata a contemplar la amplia plaza y los macizos edificios que la circundaban.
Le anonadó el muro de ventanas, puertas y balcones que cerraban casi herméticamente el recinto, y sacudió la cabeza incrédulo ante la diversidad de hediondos olores absolutamente desconocidos que le asaltaron como mendigos hambrientos que aguardaban ansiosos su llegada.
No era olor a sudor humano, a excrementos o a bestia muerta y putrefacta. No era tampoco el olor del agua corrompida, en viejos pozos, o de macho cabrío en celo. Era más suave, menos notorio, pero igualmente desagradable y profundo para su olfato de hombre de los espacios libres; olor a gente hacinada, miles de comidas diferentes guisadas las unas junto a las otras, cubos de basura desparramados por las aceras por famélicos perros callejeros, y cloacas que dejaban escapar su hedor a través de las alcantarillas, como si toda la ciudad estuviera —y de hecho lo estaba— edificada sobre un profundo mar de heces.
Y el aire era denso. Quieto y denso en la noche caliente. Húmedo, salado, quieto y denso. Aire con sabor a azufre y plomo, a gasolina mal quemada; a aceite mil veces refrito.
Permaneció muy quieto, dudando entre adentrarse en la ciudad dormida o retroceder y buscar también refugio en uno de aquellos largos bancos a la espera de la luz del día, pero un hombre de gastado uniforme y roja gorra abandonó la estación, cruzó a su lado, y cuando ya se encontraba en el último peldaño, se volvió a mirarle.
—¿Te ocurre algo? —quiso saber, y ante la muda negativa hizo un gesto de comprensión—. Entiendo… —señaló—. Es la primera vez que vienes a la ciudad… ¿Tienes donde dormir?
—No.
—Conozco un sitio cerca de casa… Tal vez te acepten… —Advirtió que no se decidía a moverse, e hizo un amplio gesto con el brazo, animándole a que le siguiera—. ¡Vamos! —señaló—. No tengas miedo… No soy marica ni pienso robarte.
Le agradó el rostro del hombre, cansado, marcado por las arrugas de una vida difícil, casi amarillento por las horas de trabajo nocturno y con los ojos ribeteados de rojo y un bigote lacio, sucio de nicotina.
—Ven… —insistió—. Sé lo que es sentirse solo en una ciudad como esta. Yo llegué de la cabila hace quince años con menos equipaje que tú y un queso bajo el brazo… —rio burlándose de sí mismo—. Y ahora ya me ves… Tengo hasta uniforme, una gorra y un silbato…
Gacel se había colocado a su altura y atravesaron la plaza en dirección a la ancha avenida que se abría al otro lado, y por la que, de tanto en tanto, cruzaba un solitario automóvil.
Casi en el centro mismo, el hombre se volvió y le observó con atención.
—¿Realmente eres targuí? —quiso saber.
—Sí.
—¿Y es verdad que no enseñas el rostro más que a la familia y a los íntimos?
—Sí.
—Pues aquí vas a tener problemas… —sentenció—. La Policía no acepta que andes por ahí con la cara tapada… Les gusta tenernos controlados… Todos con nuestro carnet de identidad, nuestra foto y nuestras huellas dactilares. —Hizo una pausa—. Imagino que nunca has tenido un carnet de identidad… ¿O sí?
—¿Qué es un carnet de identidad?
—¿Lo ves…? —Habían reiniciado la marcha, y el hombre andaba sin prisas, como si no tuviera demasiado interés por llegar a su destino y le agradara el paseo nocturno y la charla.
—Dichoso tú… —continuó—. Dichoso, si has podido vivir sin él todo este tiempo. Pero dime, ¿qué diablos se te ha perdido a ti en la ciudad?
—¿Conoces al ministro? —inquirió de improviso.
—¿Ministro? ¿Qué ministro?
—Alí Madani.
—¡No! —fue la rápida respuesta—. Por suerte para mí, no conozco a Alí Madani… Y espero no tener que conocerle nunca.
—¿Sabes dónde puedo encontrarle…?
—En el Ministerio, supongo.
—¿Y dónde está el Ministerio?
—Bajando por esta avenida, todo recto. Cuando se llega al paseo marítimo, a la derecha. Un edificio gris de toldos blancos. —Sonrió divertido—. Pero te aconsejo que no te acerques por allí. Dicen que por las noches se escuchan los gritos de los presos que torturan en los sótanos. Aunque hay quien asegura que se trata de los lamentos de las almas de todos cuantos han asesinado allí abajo. Al amanecer sacan los cadáveres por la puerta trasera en un furgón de repartos.
—¿Por qué los matan?
—Política… —replicó con gesto de hastío—. En esta maldita ciudad todo es política. En especial desde que Abdul-el-Kebir anda suelto. ¡Se va a armar una…! —exclamó, y luego indicó con la mano una callejuela lateral hacia la que se encaminó cruzando la calzada principal—. ¡Ven! —señaló—. Es por aquí.
Pero Gacel negó con la cabeza, y señaló hacia la parte baja de la avenida.
—No… —dijo—. Voy al Ministerio.
—¿Al Ministerio? —se asombró el otro—. ¿A estas horas? ¿Para qué?
—Tengo que ver al ministro.
—Pero él no vive ahí. Sólo trabaja. De día.
—Le esperaré.
—¿Sin dormir?
El ferroviario fue a decir algo, pero de pronto observó detenidamente a Gacel, reparó en el largo bulto del rollo de alfombras, que apretaba contra su cuerpo, advirtió la decisión en sus oscuros ojos, más allá de la rendija que marcaban el turbante y el velo, y se sintió repentinamente incómodo sin saber exactamente a qué atribuirlo.
—¡Es tarde! —dijo de pronto, asaltado por una súbita ansiedad—. Es muy tarde y mañana tengo que trabajar.
Cruzó la calle a toda prisa, aun a riesgo de que un pesado camión de basura lo atropellase y desapareció en las sombras de la calleja tras volver repetidamente el rostro para comprobar que el targuí no le seguía.
Este ni se inmutó siquiera. Aguardó a que el camión y su pestilencia se perdieran de vista, y continuó solo por la ancha avenida pobremente iluminada, con su alta figura y sus ropajes al viento, absurdo y anacrónico frente a aquel paisaje de pesados edificios, oscuras ventanas y cerrados portones, dueño absoluto de la ciudad dormida que tan sólo un perro vagabundo parecía pretender disputarle.
Más tarde pasó un coche amarillo, y luego una mujer le chistó desde el quicio de un portal.
Se aproximó respetuoso y le desconcertó su escote y la rajada falda que enseña una pierna, pero más se desconcertó ella cuando la luz de un farol le permitió distinguirlo con absoluta claridad.
—¿Qué quieres? —inquirió con cierta timidez.
—No, nada… —se disculpó la prostituta—. Te confundí con un amigo. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
Continuó su camino y dos calles más abajo un sordo rumor que iba ganando en intensidad a medida que avanzaba llamó su atención, ya que se trataba de un ruido monótono y constante que no alcanzaba a reconocer, pero que recordaba el rítmico golpear de una gigantesca piedra contra un suelo de tierra apisonada.
Cruzó un amplio paseo en el que parecía concluir la ciudad, y cuando atravesó la línea de altas farolas que se elevaban al borde mismo de la arena, pudo distinguir a su luz la ancha playa, al fondo de la cual reventaban con furia enormes olas que alzaban a la noche blancos penachos de espuma.
Se detuvo estupefacto. De la negrura nacía de pronto una monstruosa masa de agua como nunca pudiera imaginar que existiera en este mundo, se rizaba en su cresta, ganaba altura, y se precipitaba contra el suelo provocando el sordo estruendo y retirándose con un susurro para reiniciar el ataque con renovados bríos.
¡El mar!
Comprendió que allí estaba el portentoso mar del que tanto hablaba Suílem y al que se referían con respeto los más aventurados viajeros que pasaron alguna noche en su jaima, y cuando una larga ola, más osada, avanzó impetuosa por la arena a punto casi de empapar sus sandalias y lamer el borde de su gandurah, fue tal el espanto que se apoderó de su ánimo, que no supo siquiera dar un salto atrás para escapar corriendo.
El mar del que nacieron un día sus antepasados «garamantes»; el mar que bañaba las costas senegalesas y al que iba a morir el gran río que delimitaba el desierto por el Sur; el mar donde concluían las arenas y todo universo conocido, más allá del cual tan sólo habitaban los franceses.
El mar que jamás soñó conocer algún día, tan lejano para él como la más lejana de las estrellas de la última galaxia, frontera infranqueable que el propio Creador había impuesto a los «Hijos del Viento», eternos vagabundos de todas las tierras y todos los arenales.
Había llegado al término de su camino y lo sabía. Aquel mar era el confín del universo y el estruendo de su furia la voz de Alá que le llamaba advirtiendo que había ido más allá de sus fuerzas y más allá de lo que Él permitía a los imohag de la llanura, y se aproximaba el momento de rendir cuentas por la magnitud de su insolencia.
«Morirás lejos de tu mundo», había predicho la vieja Khaltoum, y no acertaba a imaginar nada más ajeno a su mundo que la rugiente barrera de espuma blanca que se alzaba furiosa ante sus ojos, al otro lado de la cual tan sólo alcanzaba a distinguir la profundidad de la noche.
Tomó asiento en la arena seca fuera del alcance del oleaje y permaneció allí, muy quieto, recordando su vida y pensando en su esposa, sus hijos y su paraíso perdido, dejando que las horas siguieran su camino a la espera de la primera claridad del alba, una luz glauca e imprecisa que comenzó a extenderse por el cielo para permitirle admirar la inmensidad de la extensión de agua que se abría ante él.
Si imaginó que la nieve, la ciudad y las olas habían agotado para siempre su capacidad de asombro, el espectáculo que el amanecer descubrió ante sus ojos le sacó nuevamente de su error, ya que el gris plomizo y metálico de un mar encrespado y amenazador tuvieron la virtud de hipnotizarle, sumiéndole en un profundo trance que le mantuvo inmóvil y absorto, como una estatua inanimada.
Luego, el primer rayo de sol descompuso el gris en un azul luminoso y un verde opaco, con lo que el blanco de la espuma pareció ganar intensidad, contrastando con el negro amenazante de una nube de tormenta que se aproximaba por poniente, y fue un estallido de formas y luces como no hubiera concebido jamás por mucho que se lo propusiera, y hubiera permanecido allí clavado durante horas, si un insistente rumor de vehículos, a sus espaldas, no le hubiera sacado de su abstracción.
La ciudad despertaba.
Lo que en la noche no eran más que altos muros de cerradas ventanas y confusas manchas oscuras de vegetación, con el día se transformaba en un derroche de color, donde el rojo violento de los autobuses contrastaba con el blanco de las fachadas, el amarillo de los taxis, el verde de los copudos árboles y la mezcolanza anárquica de los chillones carteles que cubrían por miles las paredes.
Y la gente.
Podría creerse que todos los habitantes de la Tierra se habían dado cita aquella mañana en el ancho paseo marítimo, entrando y saliendo de altos edificios, tropezando y evitándose, yendo y viniendo en una especie de danza del absurdo en la que de pronto todos se detenían al borde de una acera, para lanzarse luego de improviso, al unísono, sobre la amplia calzada en la que autobuses, taxis y cientos de vehículos de distintas formas se habían detenido bruscamente, como si los frenara una mano invisible y poderosa.
Luego, al cabo de un rato de observarlos, Gacel llegó a la conclusión de que esa mano pertenecía a un hombre regordete y apopléjico que se agitaba continuamente alzando y bajando los brazos, como si la estupidez y la locura se hubieran apoderado de él, haciendo sonar un largo silbato con tanta insistencia y furia, que los transeúntes se detenían como si su sonido proviniese de la misma boca del Altísimo.
Era un hombre importante aquel, no cabía duda, pese a su rostro enrojecido y las manchas de sudor de su uniforme, pues hasta los más pesados camiones se detenían cuando alzaba la mano y tan sólo cuando él concedía de nuevo su permiso, se atrevían a reanudar la marcha.
Y justamente a sus espaldas, alto, macizo y recargado, protegido por una gruesa verja y un pequeño jardín de mustios árboles, se alzaba el edificio gris de toldos blancos que el ferroviario le indicara.
Allí vivía, o por lo menos allí trabajaba, el ministro del Interior, Alí Madani; el hombre que se había apoderado de su mujer y de sus hijos.
Tomó una decisión, recogió sus pertenencias, cruzó la calle con gesto decidido y se aproximó al gordo apopléjico, que le dirigió una larga mirada de asombro sin dejar por ello de agitar las manos y hacer sonar su silbato.
Se detuvo frente a él:
—¿Vive ahí el ministro Madani? —inquirió con voz grave y profunda que impresionó al guardia tanto o más que su extraña apariencia, sus vestidos y su rostro cubierto hasta los ojos por un velo.
—¿Cómo dices?
—Que si vive o trabaja ahí el ministro Madani…
—Sí. Ahí tiene su despacho, y dentro de cinco minutos, a las ocho en punto, llegará. ¡Y ahora vete!
Gacel asintió en silencio, cruzó de nuevo la calle seguido por el desconcierto del guardia que había perdido, momentáneamente, su ritmo de trabajo, y se detuvo al borde de la playa, aguardando.
Exactamente cinco minutos después se escuchó el aullar de una sirena, hicieron su aparición dos motoristas a los que seguía un largo y pesado automóvil negro, y toda la circulación de la avenida se interrumpió en el acto, para que la comitiva avanzase sin obstáculos y penetrara, majestuosa, en el pequeño jardín del edificio gris.
Desde lejos, Gacel pudo distinguir la alta silueta de un hombre elegante y altivo que descendía entre inclinaciones ceremoniosas de porteros y funcionarios, y subía, sin prisas, los cinco peldaños de mármol de la amplia entrada, a cuyos costados dos soldados armados de metralletas montaban guardia.
En cuanto Madani desapareció, Gacel cruzó de nuevo la calle ante el manifiesto nerviosismo del guardia, que no había cesado de observarle de reojo:
—¿Era ese el ministro? —quiso saber.
—Sí. Ese era… ¡Y te he dicho que te vayas! ¡Déjame en paz!
—¡No! —el tono del targuí era seco, decidido y amenazante—. Quiero que le digas algo de mi parte: si pasado mañana, no ha dejado en libertad a mi familia, aquí mismo, en el punto en que te encuentras, mataré al Presidente.
El gordo le miró absolutamente asombrado. Tardó en reaccionar y al fin balbuceó estúpidamente:
—¿Qué has dicho? ¿Que matarás al Presidente…?
—Exacto —asintió, y señaló con el dedo hacia el interior del edificio—. ¡Díselo así! Yo, Gacel Sayah, que liberé a Abdul-el-Kebir y he matado ya a dieciocho soldados, mataré al Presidente, si no me devuelven a mi familia. ¡Recuérdalo! ¡Pasado mañana!
Dio media vuelta y se alejó abriéndose paso entre los autobuses y camiones que se habían detenido, y que hacían sonar insistentemente sus bocinas porque el encargado de dirigir el tráfico parecía haberse convertido en estatua de sal contemplando con ojos de vaca muerta el punto por el que un beduino de alta estatura desaparecía tragado por la multitud.
Durante los diez minutos que siguieron, el guardia se esforzó por recuperar el control de sus nervios y reorganizar a duras penas la fluidez de la circulación, tratando de convencerse a sí mismo de que nada de lo ocurrido tenía sentido, y se trataba de una estúpida broma o una simple alucinación producida por el exceso de trabajo.
Pero había algo en la seguridad de las palabras de aquel loco que le mantenía inquieto, al igual que le inquietaba el hecho de que hubiera mencionado a Abdul-el-Kebir y su libertad, cuando era público ya que el expresidente había conseguido escapar y se encontraba en París, desde donde lanzaba constantes llamamientos para la reorganización de sus partidarios.
Media hora después, incapaz de concentrar la atención en su trabajo y consciente de que estaba a punto de provocar un colapso circulatorio o un grave accidente, abandonó su puesto, cruzó el paseo y el pequeño jardín del Ministerio y penetró, casi temblando, en la amplia recepción de altas columnatas de mármol blanco.
—Quiero hablar con el jefe de Seguridad —pidió al primer bedel que se cruzó en su camino.
A los quince minutos, el propio ministro Alí Madani le observaba atentamente con gesto preocupado y el entrecejo cómicamente fruncido desde el otro lado de una bellísima y casi etérea mesa de caoba lacada.
—¿Alto, delgado y con el rostro cubierto por un velo? —repitió queriendo cerciorarse de que el otro no se equivocaba—. ¿Está seguro?
—Completamente, Excelencia… Un targuí auténtico, de esos que únicamente se ven ya en las postales. Hace unos años aún pululaban por la casba y el zoco, pero desde que se les prohibió usar el velo no había vuelto a ver ninguno…
—Es él, no cabe duda… —admitió el ministro que había encendido un largo cigarrillo turco emboquillado y parecía absorto en sus propias ideas—. Repítame, lo más exactamente posible, lo que le dijo —pidió luego.
—Que si no le devuelven pasado mañana a su familia, dejándola libre, en la esquina, matará al Presidente…
—Está loco…
—Eso es lo que me dije yo, Excelencia… Pero a veces esos locos son peligrosos…
Alí Madani se volvió al coronel Turki, que cumplía la función de director general de Seguridad del Estado, y al que podía considerar como su auténtica mano derecha, y cruzó con él una mirada de profundo desconcierto.
—¿A qué demonios de familia se refiere…? —inquirió—. Que yo sepa, ni siquiera hemos tocado a su familia.
—Tal vez no se trate del mismo individuo…
—¡Vamos, Turki…! No hay muchos tuareg en este mundo que puedan saber lo de Abdul-el-Kebir y la muerte de esos soldados. Tiene que ser él. —Se volvió al guardia e hizo un gesto con la mano pidiéndole que se retirase—. Puede marcharse… —señaló—. Pero ni una palabra de esto a nadie.
—¡Descuide, Excelencia…! —contestó nervioso—. En cuestiones de secretos del servicio, soy una tumba.
—Más le vale —fue la seca respuesta—. Si cumple lo que dice, le propondré para un ascenso. En caso contrario, me encargaré de usted personalmente. ¿Está claro?
—Desde luego, Excelencia. Desde luego.
Cuando hubo abandonado la estancia, el ministro Madani se puso en pie, se aproximó al amplio ventanal y apartó los visillos deteniéndose a contemplar largamente el mar sobre el que descargaba a lo lejos una negra nube provocando un hermoso efecto de luces y sombras.
—De modo que ha llegado hasta aquí… —comentó en voz alta, para que el otro le oyera, pero hablando en realidad para sí mismo—. Ese maldito targuí no se da por contento con el millón de problemas que nos ha causado, y ha sido capaz de presentarse ante nuestra propia puerta, a provocarnos… ¡Es inaudito! ¡Ridículo e inaudito!
—Me gustaría conocerle.
—¡Rayos! Y a mí —exclamó convencido—. Un tipo con tales cojones no se encuentra a menudo… —Aplastó el cigarrillo contra el cristal de la ventana—. ¿Pero qué diablos busca…? —inquirió súbitamente malhumorado—. ¿Qué historia es esa de su familia?
—No tengo ni la menor idea, Excelencia.
—Ponte al habla con El-Akab —ordenó—. Averigua qué ha pasado con la familia de ese loco. ¡Mierda! —masculló al tiempo que arrojaba la colilla al aire y observaba cómo iba a caer sobre su propio auto, aparcado en un extremo del jardín—. ¡Como si no tuviera bastante con Abdul…! —le miró de frente—. ¿Qué diablos hace tu gente en París?
—No pueden hacer nada, Excelencia —se disculpó el coronel—. Los franceses lo tienen perfectamente protegido. Ni siquiera hemos podido averiguar dónde lo esconden.
El ministro acudió de nuevo a su mesa y alzó un puñado de documentos mostrándoselos acusadoramente.
—¡Mira esto! —dijo—. ¡Informes de generales que desertan, de gente que cruza la frontera para unirse a Abdul, de reuniones secretas en las guarniciones del interior…! Lo que me falta es un targuí loco intentando cazar al Presidente… ¡Búscalo! —ordenó—. Ya conoces la descripción: un tipo alto, vestido de fantasma, con un velo que le tapa la cara y que no deja ver más que los ojos. No creo que haya muchos así en la ciudad.