Fue un largo viaje, sin saber exactamente dónde se dirigía de regreso a casa, sin saber dónde estaba ahora su casa; en busca de su familia, sin saber si aún tenía familia.
Fue un largo viaje.
Primero al Oeste, dejando a un día de distancia el nacimiento de la «tierra vacía», y luego, cuando supo que esta ya había concluido, girando hacia el Norte, consciente de que estaba atravesando de nuevo la frontera y en cualquier momento podían hacer su aparición, una vez más, los soldados que parecían haberse convertido en su pesadilla.
Fue un largo viaje.
Y triste.
Nunca, ni aun en los peores momentos, cuando en el confín de Tikdabra comprendió que la muerte era ya su única compañera de camino, imaginó que los acontecimientos pudieran adquirir un sesgo semejante, pues para él, como guerrero y noble de un pueblo de nobles guerreros, esa muerte constituía la única derrota definitiva.
Pero ahora, súbitamente, como un mazazo, descubría que el hecho de morir nada significaba frente a la tremenda realidad de comprobar que los seres que amaba se convertían en víctimas de su guerra privada, y se constituían en la auténtica, la más tremenda de las derrotas.
Por su mente cruzaban una y otra vez, obsesivamente, los rostros de sus hijos, la voz de Laila, o las escenas infinitamente repetidas de su vida en el campamento, cuando todo era soledad y paz al pie de las grandes dunas y los años pasaban sin que nadie acudiera a turbar la calma de una vida monótona y sencilla.
Fríos amaneceres en los que Laila se acurrucaba contra su estómago buscando la tibieza de su cuerpo; largas mañanas de luz esplendorosa y expectante ansiedad en busca de la caza; pesados mediodías de calor bochornoso y dulce somnolencia; tardes de cielos rojos en las que las sombras se prolongaban por la llanura como si quisiera tocar el borde del horizonte y noches olorosas y densas, a la luz de una hoguera, repitiendo sin fatiga leyendas ya sabidas.
Miedo al harmatan que soplaba rugiente, y a la sequía; amor a la llanura sin viento, y a la negra nube que se abría para que la tierra se cubriese con la alfombra verde del acheb.
La cabra que moría, la joven camella que al fin se preñaba, el llanto del pequeño, la risa del mayor, el gemido de placer de Laila en la penumbra…
Esa era su vida, la que anhelaba, la única que había ambicionado, y que había perdido porque no se sintió capaz de soportar una ofensa contra su honor de targuí.
¿Quién podía haberle culpado por no enfrentarse a un ejército?
¿Quién no le culparía ahora por haberlo hecho perdiendo en la aventura a su familia?
Ignoraba el tamaño de su país. Ignoraba incluso el número de seres que lo habitaban, y, sin embargo, se había opuesto a él, a sus soldados y sus gobernantes sin detenerse a meditar en las consecuencias que tamaña ignorancia podían acarrear.
¿En qué lugar, de aquel país gigantesco, encontraría a su mujer y sus hijos? ¿Quién, de entre todos sus habitantes, sabría darle noticias de ellos…?
Día a día, a medida que avanzaba hacia el Norte, fue tomando conciencia de su propia pequeñez, pese a que ni el mismo desierto, con toda su inmensidad, había conseguido acomplejarle en más de cuarenta años de existencia.
Ahora se sentía diminuto, no frente a la grandeza de la tierra, sino frente a la bajeza de quienes la habitaban, que habían sido capaces de involucrar, en una lucha de hombres, a mujeres y niños.
No conocía las armas con las que debía enfrentarse a semejante clase de individuos. Nadie le había explicado nunca las reglas de aquel juego, y recordó una vez más la vieja historia que siempre contaba el negro Suílem y en la que dos familias en lucha llegaron a odiarse de tal modo que una vez enterraron a un pequeño en una duna haciendo que su madre se volviera loca.
Pero había sido una sola vez en toda la historia del Sáhara, y tanto espanto causó entre sus habitantes, que su recuerdo perduró a través de los años transmitiéndose de boca en boca en los corros nocturnos, asqueando a los adultos y sirviendo de enseñanza a los menores.
«Ved cómo el odio y las luchas a nada conducen más qué al miedo, la locura y la muerte».
Podía repetir de memoria cada una de las palabras del anciano, y quizás ahora, por primera vez después de años de escucharlas, caía en la cuenta de lo profundo de su significado.
Eran tantos los hombres que habían muerto desde aquel lejano amanecer en que decidió montar en su mehari y lanzarse al desierto a la búsqueda de su honor perdido, que no tenía derecho a sorprenderse de que parte de la sangre de esos muertos le salpicara de pronto a él y a su familia.
Mubarrak, cuyo único delito había sido conducir a una patrulla tras las huellas de unos hombres de los que nada sabía; el sudoroso capitán, que se defendía alegando que se había limitado a cumplir órdenes, a las que no podía negarse, los catorce guardianes de Gerifíes, que no habían cometido otro error que el de dormirse en su camino; los soldados que mató al borde de la «tierra vacía», y los que volaron luego por el aire sin tiempo a averiguar de dónde les llegaba la muerte…
Demasiados, y él, Gacel Sayah, no tenía más que una vida que ofrecerles a cambio; una sola muerte con la que compensar tantas muertes.
Tal vez por ello le exigían a su familia como parte del pago de tan tremenda deuda.
¡Insh’Allah! hubiera exclamado Abdul-el-Kebir.
Le vino a la memoria una vez más la imagen del anciano, y se preguntó qué habría sido de él, y si habría vuelto, como prometió, a la lucha por el poder.
«Era un loco… —musitó en voz muy baja—. Un loco soñador, de los que nacen predestinados a recibir todas las bofetadas, y el gri-gri de la desgracia cabalgaba a su lado, pegado a su ropa. Tanta era la fuerza de ese gri-gri que incluso a mí me contagió parte de su desgracia».
Para los beduinos, los gri-gri eran espíritus del mal que podían acarrear la enfermedad, la desgracia o la muerte, y aunque oficialmente los tuareg se reían de tales supersticiones, propias de siervos y esclavos, lo cierto era que incluso los más nobles inmouchars se esforzaban por evitar ciertas regiones, famosas por sus malos espíritus, o determinadas personas de las que se sabía, positivamente, que atraían de modo muy, especial a los gri-gri.
Triste resultaba, ¡y trágico!, que un gri-gri se enamorara de alguien, pues resultaba inútil en ese caso intentar escapar al confín del universo, enterrarse en la más profunda de las dunas, o atravesar a pie el infierno de Tikdabra.
Los gri-gri se aferraban a la piel, como las garrapatas, como el olor o el tinte de las telas, y ahora el targuí tenía la impresión de que se había apoderado de él el gri-gri de la muerte; el más fiel e insistente de entre todos ellos; aquel del que un guerrero tan sólo se libraba cuando se enfrentaba a otro guerrero cuyo espíritu de muerte fuese aún más poderoso.
«¿Por qué me has elegido? —le preguntaba a veces, en las noches, cuando a la luz de la hoguera creía verlo sentado al otro lado del fuego—. Yo nunca te llamé. Fueron los soldados los que te atrajeron a mi casa cuando el capitán disparó contra el muchacho dormido…».
Desde aquel mismo día; desde el momento en que un huésped había resultado asesinado bajo su techo, resultaba lógico aceptar que el gri-gri de la muerte se apoderase del dueño de esa jaima, del mismo modo que el gri-gri del adulterio se instalaba para siempre en la esposa que traicionaba a su marido durante el mes que precedía a la boda.
«Pero yo no tuve la culpa —protestó intentando ahuyentarle de su lado—. Quise defenderle, y hubiera dado mi vida a cambio de la suya».
Pero, como Suílem decía, los gri-gri eran sordos a las palabras, los ruegos e incluso las amenazas de los humanos, pues tenían criterio propio, y cuando amaban a alguien lo amaban hasta el fin de los siglos.
«Hubo una vez un hombre —contaba— al que tomó un amor inusitado el gri-gri de la langosta. Habitaba en Arabia, y año tras año, indefectiblemente, la plaga maldita acudía a arrasar sus campos y los campos de sus conciudadanos.
»Desesperados, sus vecinos, le llevaron ante el califa rogándole que lo ejecutara o de lo contrario todos morirían de hambre, pero el califa que comprendió que el pobre hombre no tenía culpa alguna de su desgracia, le defendió diciendo: “Si le mato, el gri-gri de la langosta, que le ama más allá de la muerte, acudirá cada año a visitar su tumba. Por lo tanto, le ordeno que tanto ahora, en vida, como su espíritu el día de mañana, cuando muera, viajen cada siete años a la costa oeste de África y permanezcan allí durante igual período de tiempo. De ese modo, como la langosta es también obra de Alá y no podemos ir contra Alá, pues le ofenderíamos, al menos distribuimos equitativamente la carga, y disfrutaremos, alternativamente, de siete años de abundancia y siete de miseria”.
»Así lo hizo el hombre en vida y continuó haciéndolo su alma, y es por ello que la plaga nos visita siempre durante ese período de tiempo, y regresa luego, en pos del espíritu del hombre, hasta su país de origen».
Fuera cierta o no la leyenda, cierto era, sin embargo, que de aquel modo se comportaba la langosta, pero cierto era, también, que los tuareg, más astutos que los campesinos de Arabia, habían solucionado el problema de su hambre por un procedimiento mucho más práctico que el de intentar ejecutar a un inocente, y habían optado por devorar a los insectos, del mismo modo que estos devoraban sus cosechas. Tostadas a la brasa, o convertidas en harina, las transformaban en uno de sus alimentos preferidos, y su llegada, por millones, ocultando el sol en los mediodías, no representaba para ellos una imagen de la miseria, sino por el contrario, de prosperidad y abundancia durante largos meses. Dentro de tres años regresarían y Laila las convertiría en harina que mezclada con miel y dátiles haría las delicias de los niños.
Le gustaban aquellos pasteles y añoraba las horas del atardecer mordisqueándolos contemplando el sol que se ocultaba y sorbiendo té hirviendo a la puerta de su tienda. Luego, mientras las mujeres ordeñaban las camellas o los muchachos recogían las cabras, paseaba despacio hasta el pretil del pozo, a comprobar la altura del agua, y se negaba a admitir que todo aquello había acabado y nunca regresaría junto a su pozo y sus palmeras o junto a su familia y su ganado, por el mero hecho de que el invisible espíritu maligno amaba su compañía.
«¡Vete! —le suplicó una vez más—. Estoy cansado de llevarte conmigo y de matar sin saber por qué lo hago».
Pero sabía que, aunque el gri-gri quisiera marcharse, las almas en pena de Mubarrak, el capitán y los soldados, nunca se lo permitirían.