A las tres horas de marcha golpeó levemente el antebrazo del oficial.
—Para… —pidió.
El otro obedeció deteniendo el jeep, y alzando la mano para que la tanqueta que les seguía se detuviera a su vez.
—¿Qué ocurre…? —quiso saber.
—Me bajo aquí.
—¿Aquí…? —Se asombró dirigiendo una desconcertada mirada a la llanura de piedras y matojos—. ¿Qué vas a hacer aquí?
—Volver a casa… —señaló el targuí—. Tú vas al Sur. Mi familia está allá, muy lejos, al Nordeste, en las montañas del Huaila… Es hora de regresar.
El militar agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo.
—¿A pie? ¿Y solo…?
—Alguien me venderá un camello.
—Es un viaje muy largo bordeando la «tierra vacía».
—Por eso debo emprenderlo cuanto antes.
El oficial se volvió y señaló con un gesto de la cabeza el dormido cuerpo de Abdul-el-Kebir.
—¿No vas a esperar a que despierte…? Querrá darte las gracias personalmente…
Gacel negó con naturalidad. Había descendido a tierra tomando sus armas y su gerba de agua.
—No tiene nada que agradecerme… —Hizo una corta pausa—. Quería cruzar la frontera y ya la ha cruzado. Ahora es tu huésped… —Le dirigió una larga mirada afectuosa—. Deséale suerte de mi parte.
El otro pareció comprender que su decisión era firme y nada podía hacer para disuadirle.
—¿Necesitas algo? —inquirió—. ¿Dinero o provisiones?
Negó con la cabeza y señaló la llanura:
—Ahora soy un hombre rico, y en esta región he visto mucha caza. No necesito nada.
Permaneció muy quieto mientras los vehículos pasaban a su lado y se alejaban hacia el Sur, y tan sólo cuando el polvo que habían levantado se posó de nuevo y el ruido de los motores se perdió en la distancia, miró a su alrededor, se orientó aunque no existiera en la ancha planicie accidente natural alguno que sirviese para orientarle, e inició la caminata, sin prisa, con el aire tranquilo del paseante que recorre un prado en el suave atardecer, admirando el paisaje, cada matojo, cada roca, cada zancuda y cada escurridiza serpiente.
Tenía agua, un buen rifle y municiones; aquel era su mundo, el corazón del desierto que amaba, y pensaba disfrutar de un largo viaje al final del cual encontraría a su esposa, sus hijos, sus esclavos, sus cabras y camellos.
Corría una brisa suave, y al oscurecer las bestias de la planicie abandonaron sus refugios para ramonear los bajos chaparrales, en los que abatió una hermosa liebre que le sirvió de cena a la luz de una hoguera de tamariscos. Luego contempló las estrellas que acudieron a hacerle compañía, y se complació en sus recuerdos; el rostro y el cuerpo de Laila; las risas y juego de sus hijos; la voz, profunda y las inteligentes palabras de su amigo Abdul-el-Kebir y la hermosa, apasionante e inolvidable aventura que le había tocado vivir en el umbral mismo de la madurez, que marcaría su vida para siempre y que los ancianos relatarían durante años, asombrando a los muchachuelos con las hazañas del único hombre que había desafiado a un ejército y a la «tierra vacía» de Tikdabra al mismo tiempo.
Y contaría a sus nietos cuáles fueron sus sentimientos el día que pasó en compañía de los espíritus de «La Gran Caravana» y cómo les habló de su miedo a morir también en la llanura, y cómo las voces ahogadas de las momias y sus dedos sin carne le marcaron el camino correcto, y cómo lo siguió durante tres días y tres noches, sin detenerse ni una sola vez en ese tiempo, consciente de que, si lo hacía, ni él ni la bestia serían capaces de reanudar la marcha, convertidos ambos, merced a su indomable voluntad, 1en auténticos autómatas mecanizados, insensibles al calor, la sed y la fatiga.
Y ahora estaba allí, tendido sobre la blanda arena, notando bajo la mano el dulce contacto de la húmeda gerba rezumante de agua, con los restos de la liebre humeando aún junto a la hoguera, y la bolsa de oro colgando de su cintura y se sintió en paz consigo mismo y con el universo que le rodeaba, orgulloso de ser hombre y ser targuí, y orgulloso, sobre todo, de haber demostrado que nadie, ni siquiera un Gobierno, podía permitirse el lujo de despreciar las leyes y costumbres de su pueblo.
Meditó después en lo que sería su futuro lejos de los pastizales conocidos y los lugares a los que estaba acostumbrado desde niño, pero no le inquietó la idea de emigrar más allá de las fronteras, pues el desierto era el mismo, e idéntico seguirla por miles de kilómetros cualquiera que fuese el país en el que se estableciese y no tenía por qué temer que nadie viniera a disputarle los arenales las rocas y los pedregales, pues resultaba claro que cada día eran menos los que elegían el desierto como forma de vida.
No quería ya más guerras ni más luchas y ansiaba la paz de su jaima, los largos días de caza y las hermosas veladas a la luz de la hoguera escuchando una y otra vez las historias del viejo Suílem; historias que escuchó ya cuando era un niño, y que seguiría escuchando, sin cansarse, hasta que el fiel esclavo enmudeciese para siempre.
Al atardecer del tercer día descubrió un campamento de jaimas y sheribas junto a un pozo.
Eran tuareg, del «Pueblo de la Lanza», gente pobre pero amable y hospitalaria, que aceptaron venderle su mejor mehari, sacrificaron en su honor un cordero con el que confeccionaron el más sabroso cuscus que había saboreado en mucho tiempo, y le invitaron a una fiesta que tendría lugar a la noche siguiente.
Comprendió que no podía ofenderles negándose, y extrajo de la pequeña bolsa de cuero rojo que colgaba de su cuello una pesada moneda de oro que depositó ante él.
—Únicamente acudiré, si yo soy quien paga los corderos —dijo—. Ese es mi precio.
El dueño de la casa aceptó en silencio, tomó la moneda y la examinó interesado.
—Ya circulan pocas de estas —señaló—. Todo son sucios billetes cuyo valor cambia de un día al siguiente. ¿Quién te la dio?
—Un viejo conductor de caravanas… —replicó sin mentir, pero sin decir tampoco exactamente la verdad—. Tenía muchas.
—Con esto se pagaba a los guías y a los camelleros… —admitió el otro convencido—. Con esto se compraban las bestias y las provisiones… ¿Sabes? —añadió luego con una sonrisa irónica—. Yo me enrolé con «La Gran Caravana», pero diez días antes de partir comencé a escupir sangre y me rechazaron. «Tienes tuberculosis —dijeron—. No llegarías a Trípoli…». —Agitó la cabeza como si le costara trabajo admitir las bromas del destino—. Pronto cumpliré noventa años… —continuó—. Y de «La Gran Caravana» nada queda.
—¿Cómo te curaste de la tuberculosis? —quiso saber Gacel—. Mi hijo mayor y mi primera esposa murieron a causa de ella.
—Hice un trato con un carnicero de Tombuctú… —replicó el anciano—. Trabajaría un año gratis para él, a cambio de que me permitiese comerme cruda la giba de todos los camellos que sacrificase… —sonrió divertido—. Engordé hasta convertirme en una especie de tonel, pero al fin dejé de escupir sangre… ¡Casi doscientas gibas de camello! —exclamó—. No he vuelto a acercarme a una de esas malditas bestias en mi vida, y prefiero caminar tres meses que subir a una de ellas…
—Eres el primer imohag al que oigo hablar mal de los camellos… —le hizo notar Gacel.
—Tal vez… —fue la divertida respuesta—. Pero también soy el primer imohag que sobrevive a una tuberculosis…
La hermosa muchacha de finas trenzas, altos pechos y enjoyadas manos de palmas rojas, templó la única cuerda de su violín, extrajo de su interior un agudo sonido que más bien parecía un lamento o una aguda risa, miró directamente a Gacel, el extranjero, al que parecía dedicar personalmente su historia, y dijo así:
«—Alá es Grande. Alabado sea… —hizo una pausa—. Cuenta, y esto no ocurrió en el país de los imohag, ni en el de los Tekna, ni en Marraquesh, Túnez, Argel, o Mauritania, sino allá, en Arabia, cerca de la ciudad santa de La Meca, a la que todo creyente debe hacer su peregrinación al menos una vez en la vida, que vivieron, mucho tiempo atrás, en la floreciente y populosa ciudad de Mir, gloria de los Califas, tres astutos mercaderes que habían logrado, después de muchos años de comerciar juntos, una apreciable cantidad de dinero que decidieron invertir en un nuevo negocio…
»Resultaba, sin embargo, que estos mercaderes no confiaban los unos en los otros, por lo que guardaron su oro en una bolsa y acordaron dejárselo en custodia a la dueña de la casa en que vivían, con la expresa recomendación de que no lo entregara a ninguno de ellos si no se encontraban los otros presentes.
»A los pocos días decidieron escribir por asuntos de su negocio a una ciudad vecina, y necesitando un pergamino, uno de ellos dijo:
»—Voy a pedírselo a la buena mujer, que seguramente tendrá alguno.
»Pero entrando en la casa le dijo a esta:
»—Entrégame la bolsa que te dimos, que la necesitamos…
»—No lo haré si no están tus amigos presentes —replicó la mujer, y aunque el otro insistió, continuó negándose, hasta que el astuto mercader le indicó:
»—Asómate a la ventana, y verás cómo mis compañeros, que están en la calle, te ordenan que me la des…
»Hizo la mujer lo que pedía, mientras el mercader salía y aproximándose a sus socios dijo en voz baja:
»—Tiene el pergamino que necesitamos, pero no quiere dármelo a no ser que vosotros también se lo pidáis.
»Ajenos a esta trampa, le gritaron a la mujer que hiciera lo que el otro decía, y así fue como esta le entregó la bolsa con la que el ladrón huyó de la ciudad.
»Pero cuando los dos mercaderes cayeron en el engaño y se dieron cuenta de que se habían quedado sin dinero, culparon a la pobre mujer, y llevándola ante el Caíd, pidieron justicia.
»Resultó aquel juez un hombre equilibrado e inteligente, que escuchó a ambas partes, y tras una larga meditación, sentenció:
»—Pienso que razón tenéis en vuestra demanda, y justo es que esta mujer devuelva la bolsa, o reintegre de su hacienda el dinero… Pero como se da la circunstancia de que el pacto que acordasteis exige que para que la bolsa sea entregada es imprescindible que os encontréis reunidos los tres socios, estimo justo que os ocupéis de buscarle, lo traigáis a mi presencia, y en ese momento yo mismo me ocuparé de que el acuerdo se cumpla…
»Y así fue cómo triunfó la justicia y la razón, gracias al acertado juicio de aquel inteligente magistrado.
»Quiera Alá que así sea siempre. Alabado sea…».
La muchacha tañó el violín, como para poner un definitivo punto final a su relato, y luego, sin apartar los ojos de Gacel, añadió:
—Tú, que al parecer vienes de tan lejos, ¿por qué no nos cuentas una historia?
Gacel paseó la mirada por el grupo: una veintena de muchachos y muchachas que se amontonaban en torno a la hoguera, a cuyas brasas se asaban lentamente dos enormes carneros de los que emanaba un aroma dulce y profundo, e inquirió:
—¿Qué clase de historia queréis escuchar…?
—La tuya… —replicó la muchacha rápidamente—. ¿Por qué te encuentras, solo, tan lejos de tu casa? ¿Por qué pagas lo que compras con viejas monedas de oro? ¿Qué misterio ocultas? A pesar de tu velo, tus ojos delatan que escondes un profundo secreto.
—Son tus ojos los que quieren ver secreto donde no existe más que cansancio —aseguró—. Hice un largo viaje. Quizás el más largo viaje que haya realizado nadie jamás en este mundo… Atravesé la «tierra vacía» de Tikdabra.
El último de los llegados a la fiesta, un muchacho fuerte y de cráneo rapado, de ojos que bizqueaban levemente y una profunda cicatriz que le bajaba de la mejilla a la garganta, inquirió de improviso con voz alterada:
—¿Eres tú, quizá, Gacel Sayah; inmouchar del Kel-Talgimus, cuya familia acampaba en el guelta de las montañas del Huaila…?
Advirtió que el corazón le daba un vuelco.
—Sí. Yo soy.
—Tengo malas noticias para ti… —se lamentó el muchacho—. Vengo del Norte… De tribu en tribu, de jaima en jaima corre la voz…: los soldados se llevaron a tu esposa y tus hijos… A todos los tuyos. Únicamente un viejo criado negro escapó y él lo dijo: «Te esperan para matarte en el guelta del Huaila…».
Tuvo que esforzarse para que del fondo de su garganta no naciera un sollozo y se exigió, más que en lo más profundo de la «tierra vacía», contener sus emociones.
—¿Adónde los llevaron…? —pudo articular al fin con voz falsamente tranquila.
—Nadie lo sabe. Tal vez a El Akab… Tal vez más al Norte aún, a la capital… Quieren cambiártelos por Abdul-el-Kebir…
El targuí se puso en pie y se alejó despacio hacia las dunas, seguido por todas las miradas y un silencioso respeto, pues, como por arte de magia, la alegría de la fiesta había desaparecido y nadie pareció reparar en que uno de los corderos se estaba quemando. El gri-gri de la desgracia, parecía haber nacido de las llamas de la hoguera y con su fétido aliento borraba la luz de entusiasmo en las miradas y el deseo de diversión de los cuerpos.
Gacel se dejó caer en la oscuridad sobre una duna, y enterró el rostro en la arena esforzándose por no dar rienda suelta a su llanto, clavándose las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre.
Ya no era un hombre rico que regresaba a la paz de su hogar tras una larga aventura. Ya no era ni siquiera el héroe que había arrebatado a Abdul-el-Kebir de las garras de sus enemigos, y había atravesado con él el infierno de la «tierra vacía» poniéndolo a salvo al otro lado de la frontera. Ahora no era más que un pobre imbécil que había perdido cuanto tenía en este mundo por su estúpido empecinamiento en respetar unas caducas tradiciones que nada significaban para nadie.
¡Laila…!
Un estremecimiento, como una corriente de agua helada, le recorrió la espalda al imaginarla en poder de aquellos hombres de sucios uniformes, pesados correajes y fuertes botas malolientes. Recordó sus rostros cuando le apuntaron con sus armas a la puerta de la jaima, la dejadez de su campamento o el despotismo con que trataban a los beduinos en El-Akab, y aunque trató por todos los medios de evitarlo, un ronco gemido escapó de sus labios obligándole a morderse con fuerza el dorso de la mano.
—No lo hagas… No te contengas. El más fuerte de los hombres tiene derecho a llorar en un momento como este.
Alzó el rostro. La hermosa muchacha de las finas trenzas había tomado asiento a su lado, y extendía la mano para acariciarle el rostro como pudiera hacerlo una madre con un niño asustado.
—Ya pasó —dijo.
Ella negó con firmeza.
—No trates de engañarme. No ha pasado… Esas cosas no pasan. Quedan muy dentro, como una bala sin salida. Lo sé porque mi esposo murió hace dos años, y aún mis manos lo buscan en la noche.
—Ella no ha muerto. Nadie puede atreverse a hacerle daño… —aseguró como si tratara de convencerse a sí mismo—. Es casi una niña… Dios no permitirá que le hagan nada.
—No existe más Dios que el que nosotros queremos que exista —replicó ella con dureza—. Puedes confiar en él si quieres. Nunca está de más. Pero si has sido capaz de vencer a la «tierra vacía» de Tikdabra, serás capaz de recuperar a tu familia… Estoy segura.
—¿Y cómo podré hacerlo? —señaló sin ánimo—. Ya lo has oído: quieren a Abdul-el-Kebir y ya no está conmigo.
La muchacha le miró con fijeza a la clara luz de la luna llena que había ascendido en el cielo hasta convertir la noche en día.
—¿Hubieras aceptado el cambio si aún siguiera contigo? —quiso saber.
—Son mis hijos… —fue la respuesta—. Mi mujer y mis hijos… Lo único que tengo en esta vida.
—Te queda tu orgullo de targuí… —le recordó ella—. Y por lo que sé de ti, eres el más orgulloso y valiente de nosotros. —Hizo una pausa—. Demasiado tal vez… Cuando los guerreros os lanzáis a la lucha, nunca os detenéis a meditar en el mal que podéis causarnos a nosotras, las mujeres, que quedamos atrás, recibiendo los golpes y sin participar de las glorias… —Chasqueó la lengua como disgustada consigo misma—. Pero no he venido a culparte —aseguró—. Lo hecho, hecho está, y tus razones tendrías para ello. He venido porque en momentos como este, un hombre necesita compañía… ¿Te gustaría hablarme de ella…?
Agitó la cabeza.
—¡Es tan niña…! —sollozó.