—En ese mismo camastro en el que estás sentada, y aproximadamente a esta misma hora, cuando todos dormían, tu marido degolló a mi capitán, y comenzó a complicarse la vida aún más de lo que la tenía.

Laila hizo un gesto instintivo para levantarse del camastro, pero el sargento Malik-el-Haideri colocó con fuerza la mano sobre su hombro y la obligó a permanecer en el sitio.

—No te he dado permiso para moverte —puntualizó—. Y tienes que ir acostumbrándote a la idea de que en Adoras, y hasta que envíen a un nuevo oficial, nada se mueve sin mi permiso.

Atravesó la estancia, tomó asiento en la vieja mecedora en la que el difunto Kaleb-el-Fasi pasaba horas leyendo y balanceándose y se impulsó, despacio, sin apartar la vista de la muchacha.

—Eres muy bonita… —dijo al fin con la voz un poco ronca—. La targuí más bonita que he visto nunca… ¿Cuántos años tienes?

—No lo sé. Y no soy targuí. Soy akli.

—¿Akli…? ¡Hija de esclavos! —exclamó—. ¡Vaya…! Ese targuí debe estar loco por ti para convertir a una esclava en su esposa. No me extraña… Tienes aspecto de ser buena en la cama. ¿Eres buena en la cama?

No obtuvo respuesta y se diría que no la esperaba. Buscó un cigarrillo en el bolsillo superior de su camisa, lo prendió con el encendedor que había pertenecido al capitán, y fumó despacio complaciéndose en el humo y en la visión de la muchacha que le contemplaba a su vez, erguida y desafiante.

—¿Sabes cuánto tiempo hace que no veo a una mujer desnuda? —inquirió sonriendo con amargura—. No; no puedes saberlo, porque ni siquiera yo mismo lo recuerdo a estas alturas. —Hizo un ademán con la cabeza hacia un viejo calendario que colgaba sobre la cama—. Esa puta gorda, que ya debe tener cien años, es todo cuanto he tenido en este tiempo y he pasado horas mirándola, masturbándome y soñando en el día en que encontrara una mujer de verdad. —Buscó un sucio pañuelo y se enjugó el sudor que corría libremente por su cuello—. Y ahora estás aquí, como en mis sueños; mejor y más joven aún que en mis sueños… —Hizo una pausa y por último, suavemente sin alzar el tono de voz pero con firmeza, añadió—: Desnúdate.

Laila permaneció inmóvil, como si no le hubiera oído y tan sólo un leve destello de temor brilló en el fondo de sus inmensos ojos negros mientras sus dedos se crispaban levemente sobre la áspera y sucia tela del jergón.

Malik-el-Haideri aguardó unos instantes, concluyó su cigarrillo, lo depositó con cuidado en el suelo, bajo la mecedora, y dejó que esta lo aplastara en su vaivén. Alzó de nuevo el rostro y la miró con fijeza.

—¡Escucha…! —señaló—. Hay dos formas de llevar estos asuntos adelante: Por las buenas, o por las malas. Yo, personalmente, prefiero la primera, porque es siempre más divertida para los dos. Colaboras, pasamos un rato agradable, y yo colaboro a mi vez, haciéndote el encierro más llevadero. Si te resistes, obtendré lo mismo por la fuerza, y además no me importará en absoluto lo que pueda pasarte después… O lo que pueda pasarle a tu gente… —Sonrió con intención—. Dos de los hijos de tu esposo son muy guapos… ¡Lindos adolescentes…! ¿Te has fijado en cómo los miran algunos de mis hombres? También llevan aquí años encerrados y hay por lo menos ocho que se sentirán muy felices si hago la vista gorda y permito que esta noche, cuando todos duerman, les pongan la mano encima a esos muchachos…

—Eres un cerdo.

—No más que otro cualquiera que haya pasado tanto tiempo como yo en este maldito desierto. —Se detuvo en su balanceo y se inclinó hacia atrás, contemplando, a través del ventanuco, las altas dunas que encerrajaban el oasis—. Las cosas se ven distintas desde aquí, a medida que van corriendo los años y pierdes la esperanza de que algún día te permitan regresar… Cuando comprendes que ya nadie va a sentir nunca interés o compasión por ti, dejas de sentir interés o compasión por los demás. —Se volvió de nuevo a mirarla—. No me van a dar nada. Lo que yo no tome, nadie me lo ofrecerá y te garantizo que, en cuanto te vean, otros lo intentarán también… ¡Desnúdate! —repitió, y ahora era ya una orden.

Laila dudó.

Aún trató de resistirse y todo su ser se rebeló contra la idea de obedecer, pero comprendió, lo sabía desde el momento en que lo vio por primera vez, que el sargento mayor Malik-el-Haideri era capaz de todo, incluso de permitir que sus hombres se divirtieran hasta el agotamiento con los hijos de su esposo, a los que este le había enseñado a querer como si fueran propios.

Al fin, muy lentamente, se puso en pie, cruzó los brazos, asió los bordes de su sencillo vestido, y lo alzó sobre su cabeza arrojándolo a un rincón. Su cuerpo, firme, joven y oscuro, de pechos pequeños y duras nalgas, quedó por completo al descubierto, y el sargento Malik lo contempló largo rato sin dejar por ello de mecerse, como si le complaciera la idea de prolongar lo más posible aquel momento regodeándose con sus pensamientos a la espera de desnudarse a su vez.

El sol estaba muy alto, el hedor de los cadáveres comenzaba a hacerse insoportable y los buitres se habían convertido en una nube contra la que resultaba inútil combatir.

Distinguió en primer lugar la columna de polvo que se alzaba al Oeste aproximándose con rapidez, y cuando trepó al jeep y trató de estudiar el mecanismo de la ametralladora dispuesto a defenderse, advirtió la mancha gris y maciza de un nuevo vehículo que llegaba del Sur, más lento y pesado, coronada su diminuta torreta por un cañón ligero de tiro rápido.

Su aguda vista le hizo comprender que contra semejante arma todo intento de resistencia resultaba inútil, y trató de consolarse con la idea de que había vencido al desierto de los desiertos de Tikdabra, y que tan sólo su fidelidad hacia su huésped había conseguido derrotarle.

Tomó su rifle y avanzó hasta el borde mismo de la hamada sin buscar la protección de rocas o matojos, mientras Abdul-el-Kebir quedaba a sus espaldas, fuera del alcance de las balas.

Aprestó su arma y esperó calculando la distancia y el momento en que el jeep se pusiera a tiro, pero cuando pudo distinguir perfectamente a los soldados, y dudaba, con el arma encarada, entre abatir al conductor o al que se disponía a amartillar la ametralladora, resonó, lejana, una explosión, un obús silbó en el aire, y el vehículo saltó en pedazos, alcanzado de pleno y frenado en seco como si se hubiera estrellado contra un muro invisible.

Un cadáver destrozado voló a más de cuarenta metros de distancia, el otro se desintegró como si nunca hubiera existido y a los pocos segundos no quedaba del jeep más que un montón de humeante chatarra.

Gacel Sayah, inmouchar del Pueblo del Kel-Talgimus, conocido por el sobrenombre de el Cazador, permaneció clavado en el suelo, asombrado, incapaz quizá por única vez en su vida, de comprender qué era lo que estaba ocurriendo ante sus propios ojos.

Al fin, lentamente, se volvió hacia el segundo de los vehículos, la «tanqueta-oruga», que continuaba su marcha impertérrita, y que fue a detenerse a una veintena de metros de distancia, en el punto exacto en que se unían la hamada y la «tierra vacía».

Un hombre alto, de cuidado bigote, uniforme color arena, y estrellas en la bocamanga, saltó de inmediato y avanzó con paso firme para detenerse frente al targuí.

—¿Abdul-el-Kebir…? —inquirió.

Gacel señaló a sus espaldas.

El oficial sonrió aliviado y agitó la cabeza como si acabara de quitarse un gran peso de encima.

—En nombre de mi Gobierno y en el mío propio, les doy la bienvenida a nuestro país… Será para mí un honor escoltarlos al puesto militar y acompañar personalmente al Presidente Kebir hasta la capital…

Echaron a andar despacio, hacia el vehículo, y, al hacerlo, Gacel no pudo evitar lanzar una larga mirada hacia los restos del destrozado jeep aún humeante. El recién llegado lo advirtió y agitó la cabeza negativamente.

—Somos un país pequeño, pobre, y pacífico, pero no nos gusta que nadie invada nuestras fronteras.

Cuando llegaron junto al cuerpo, aún inconsciente, de Abdul-el-Kebir, lo examinó minuciosamente, se cercioró de que respiraba con naturalidad y parecía fuera de peligro, y alzó el rostro lanzando una larga mirada a la infinita llanura que se abría ante él.

—¡Nunca hubiera creído que nadie…, nadie en este mundo… fuera capaz de atravesar este lugar maldito!

Gacel sonrió levemente.

—Acepta un consejo —dijo—. ¡Huye de Tikdabra!