El cabo Abdel Osmán abrió los ojos y, de inmediato, maldijo su suerte. El sol se había alzado ya una cuarta en el horizonte y calentaba la tierra, o mejor dicho, la arena blanca y dura, casi petrificada, de la llanura; aquella llanura torturante en cuyos límites llevaban seis días acampados, sufriendo el calor más insoportable que recordaba de sus trece años de servicio en el desierto.

Se volvió a medias, ladeando apenas el rostro, y observó al gordo Kader que aún dormía resoplando agitado, como si, inconscientemente, luchara por continuar en el mundo de los sueños, negándose a volver a la puerca realidad que les rodeaba.

Las órdenes habían sido tajantes: «Quedarse en aquel punto y vigilar la “tierra vacía” hasta que vinieran a buscarles. Podía ser mañana, dentro de un mes o dentro de un año, pero si se movían, los fusilaban».

Había un pozo cerca: agua sucia y maloliente que producía diarrea, y caza donde acaba la «tierra vacía» y nace la altiplanicie de la hamada, con sus pedruscos, sus matojos, y sus viejos cauces de ríos que miles de años atrás debieron correr impetuosos hacia el lejano Níger o el lejanísimo Chad. Un buen soldado, y se suponía que ellos lo eran, tenía la obligación de sobrevivir en semejantes circunstancias, resistiendo el tiempo que fuera necesario.

Que acababan por volverse locos en semejante soledad y bajo aquel calor inaguantable, era ya algo que no entraba en los cálculos de quienes habían impartido la orden, y que a buen seguro, jamás habían conocido, ni de lejos, el Sáhara.

Una gota de sudor, la primera del día, le corrió por el grueso mostacho y se deslizó cuello abajo, hacia el velludo pecho. Se irguió de mala gana quedando sentado sobre la sucia manta, y entrecerró los ojos recorriendo con la vista, de forma mecánica, la blanca planicie.

Súbitamente el corazón le dio un vuelco, alcanzó los prismáticos y los fijó en un punto casi directamente frente a él. Luego, llamó impaciente:

—¡Kader…! ¡Kader…! ¡Despierta, maldito hijo de perra!

El gordo Mohamed Kader abrió los ojos con desgana y sin sentirse ofendido, pues años de convivencia le había acostumbrado al hecho de que el cabo no podía pronunciar su nombre sin incluir un cariñoso insulto.

—¿Qué coño pasa…?

—Mira y dime qué puede ser aquello…

Le tendió los prismáticos, y, apoyado sobre un codo como se encontraba, Kader los fijó en el lugar que el otro le indicaba. Sin alterarse replicó suavemente:

—Un hombre y un camello.

—¿Estás seguro?

—Seguro.

—¿Muertos? —Eso parece…

El cabo Abdel Osmán se había puesto en pie y, trepando a la parte trasera del jeep, se recostó contra la ametralladora y fijó de nuevo los prismáticos procurando que el pulso no le temblara.

—Tienes razón… —admitió al fin—. Un hombre y un camello… —Hizo una pausa en la que buscó a su alrededor—. El otro no está.

—No me extraña… —puntualizó el gordo que había comenzado a recoger calmosamente las mantas sobre las que habían dormido y el pequeño hornillo que les servía para calentar el té y preparar la comida—. Lo extraño es que «ese» haya logrado llegar hasta aquí.

Osmán le miró con fijeza y un cierto aire de duda:

—¿Y ahora qué hacemos?

—Ir a buscarlo, digo yo…

—Ese targuí es peligroso. Jodidamente peligroso.

Kader, que había concluido de guardarlo todo en el vehículo, indicó con un gesto la ametralladora en la que el otro se encontraba apoyado.

—Tú apuntas y yo conduzco. Al menor movimiento lo achicharras.

Dudó un instante pero acabó asintiendo convencido.

—Siempre será mejor que quedarnos esperando… Si está realmente muerto, hoy mismo podemos largarnos. ¡Vamos!

Amartilló el arma y el obeso y sudoroso Mohamed Kader puso el jeep en marcha y arrancó despacio, girando el volante para enfilar directamente hacia el lugar en que se distinguían los dos cuerpos.

A trescientos metros se detuvo, observó atentamente y tomó los prismáticos mientras el cabo no perdía al yacente de su punto de mira.

—Es el targuí, no cabe duda.

—¿Está muerto?

—Con tanta ropa no puedo saber si respira o no. El camello sí está muerto. Ha comenzado a hincharse…

—¿Le disparo a ese cerdo…?

Mohamed Kader negó. El cabo era su superior en rango, pero resultaba claro que él era el más inteligente de los dos, aparte de que su calma, su sangre fría, o su pachorra, eran famosas en el Regimiento.

—Sería mejor cogerle vivo. Podría decirnos qué fue de Abdul-el-Kebir… Al comandante le gustaría eso…

—Tal vez nos ascienda.

—Tal vez… —admitió de mala gana el gordo, que no tenía ningún interés en ser ascendido y que sus obligaciones aumentaran—. O tal vez nos concedan un mes de permiso en El-Akab.

El cabo pareció tomar una determinación.

—Bien… ¡Acércate más!

A cincuenta metros pudieron advertir que no se distinguía ningún arma junto al cuerpo del targuí, y que sus manos aparecían abiertas, separadas y perfectamente visibles, pues había caído a unos diez metros del camello como si hubiera intentado seguir su camino cuando las fuerzas le abandonaron por completo.

Al fin se detuvieron a menos de siete metros mientras la ametralladora le apuntaba directamente al pecho, con lo que, al menor movimiento, le hubieran acribillado. Mohamed Kader saltó del asiento, tomó su metralleta y, dando un rodeo por detrás del camello para no situarse en la línea de tiro del cabo Osmán, se aproximó al targuí cuyo turbante aparecía levemente ladeado, casi caído sobre el sucio velo. El gordo clavó el cañón de su arma en el estómago del yacente, que ni se movió, ni emitió sonido alguno. Le golpeó luego con la culata, y concluyó por inclinarse sobre él escuchando los latidos de su corazón.

Desde su puesto, tras la ametralladora, el cabo se impacientó:

—¿Qué ocurre…? ¿Está vivo o muerto?

—Más muerto que vivo… Apenas respira y está completamente deshidratado. Si no le damos agua no aguantará ni seis horas.

—¡Regístralo…!

Lo hizo minuciosamente.

—No tiene armas —aseguró, y luego se interrumpió mientras abría una bolsa de cuero y desparramaba sobre la dura arena una catarata de monedas y diamantes—. ¡Joder…! —exclamó.

El cabo Abdel Osmán saltó del vehículo, en dos zancadas se colocó junto a su compañero, y extendió la mano hacia las monedas y el puñado de gruesas piedras que rodaban por el suelo.

—¿Qué es esto…? ¡El hijo de puta es rico…! ¡Puñeteramente rico…!

El gordo Mohamed Kader dejó a un lado su arma y recogió todo guardándolo de nuevo en la bolsa. Sin alzar el rostro, señaló:

—Sí. Pero eso únicamente él lo sabe… —Hizo una pausa—. Y ahora nosotros.

—¿Qué quieres decir?

Lo miró de frente.

—¡No seas estúpido! Si lo devolvemos vivo, nos darán un mes de permiso, pero en cuanto se recupere reclamará su dinero y el comandante tardará un minuto en averiguar quién lo tiene. —Hizo una pausa—. ¿Pero qué pasaría si hubiéramos tardado tan sólo unas horas más en encontrar el cadáver…?

—¿Serías capaz de dejar morir así a un tipo?

—Le estamos haciendo un favor —le hizo notar—. ¿Qué crees que va a ocurrir cuando le pongan la mano encima después de todo lo que ha hecho? Lo apalearán, se las harán pasar putas, y acabarán ahorcándolo. ¿O no?

—Eso no es cosa mía. Yo cumplo con mi deber —extendió la mano y apartó el velo que cubría el rostro del hombre inconsciente—. ¡Mírale a la cara! ¿Vas a asesinarle…?

Aun sin desearlo, el gordo Mohamed Kader observó el rostro cubierto de costras, macilento y arrugado, que una hirsuta barba blanca envejecía notablemente. Quiso apartar de inmediato la vista, pero algo llamó su atención y súbitamente exclamó:

—¡Este tipo no puede ser el targuí…! ¡Este es Abdul-el-Kebir…!

Como si ese descubrimiento le hubiera advertido del peligro echó mano a su arma, pero en ese mismo instante sonaron dos disparos, únicamente dos, y el cabo Abdel Osmán y el soldado Mohamed Kader dieron un salto en el aire como si hubieran sido empujados violentamente por una mano invisible y cayeron de bruces, el primero sobre el cuerpo de Abdul-el-Kebir y el segundo de cara a la arena.

Pasaron unos segundos en los que todo fue quietud. El cabo ladeó pesadamente la cabeza, descubrió el rostro de su compañero con un agujero en la frente y experimentó un profundo dolor en el pecho y en la boca del estómago pero aun así, hizo un esfuerzo y consiguió girarse, cara al cielo, para erguirse trabajosamente y buscar a su alrededor al autor de los disparos.

No distinguió a nadie. La llanura continuaba tan infinita como siempre, tan desolada y firme, sin ofrecer escondite alguno a un francotirador, pero ante sus ojos, cuya visión comenzaba a emborronarse lentamente, hizo su aparición, semidesnudo y cubierto de sangre, como un ser de otro mundo que sujetaba firmemente un arma en la mano la alta figura de un hombre delgado y fuerte que parecía nacer del hinchado vientre de la camella muerta.

Cruzó a su lado tras dirigirle una corta mirada por la que pareció comprobar que no ofrecía peligro, empujó con el pie, alejándola, la metralleta del gordo, y se encaminó rápidamente al jeep, en el que buscó ansioso hasta encontrar una cantimplora de agua de la que bebió largamente sin apartar por ello la vista del herido.

Bebió y bebió permitiendo que el líquido escurriese por su garganta y su pecho, atragantándose y tosiendo, pero volviendo a beber de nuevo como si no lo hubiera hecho en años, y al fin, cuando hubo consumido hasta la última gota, soltó un sonoro eructo y se apoyó un instante en la rueda de repuesto para recobrar el aliento tras el tremendo esfuerzo.

Tomó luego otra cantimplora, se aproximó al cuerpo de Abdul-el-Kebir, le alzó la cabeza y le hizo tragar como buenamente pudo, aunque era más el agua que se desperdiciaba que la que descendía garganta abajo. Por último le remojó la cara y se volvió al herido:

—¿Quieres agua…?

El cabo Osmán asintió con un gesto. El targuí se aproximó, le tomó por los hombros, lo arrastró hasta apoyarle a la sombra del vehículo, y le ofreció la cantimplora ayudándole a beber. Observó la herida del pecho por la que manaba la sangre a borbotones y agitó la cabeza.

—Creo que vas a morirte… —dijo—. Necesitas un médico y no hay ninguno cerca.

Osmán asintió con un gesto y, pesadamente, inquirió:

—Tú eres Gacel, ¿verdad? Debí recordarlo, y recordar ese viejo truco de cazador. Pero las ropas, el turbante y el velo me confundieron.

—Esa era mi intención.

—¿Cómo supiste que vendríamos?

—Os descubrí con la primera claridad y tuve tiempo de prepararlo todo.

—¿Mataste al camello?

—Hubiera muerto de cualquier modo.

El cabo tosió dejando escapar un hilillo de sangre por la comisura de los labios y cerró un momento los ojos con un gesto de profundo dolor y desaliento. Cuando los abrió de nuevo hizo un ademán hacia la bolsa que continuaba junto al cadáver del gordo.

—¿Encontraste «La Gran Caravana»?

Asintió con un gesto y señaló a sus espaldas.

—Está allí; a tres días de distancia.

El otro agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo o le maravillase el hecho de que fuera cierta su existencia. Al fin cerró los ojos y respiró con dificultad. No dijo nada más, y diez minutos después estaba muerto.

Gacel permaneció inmóvil, acuclillado ante él, respetuoso con su agonía, y tan sólo cuando advirtió que había inclinado definitivamente la cabeza sobre el pecho, se puso en pie y arrastró, empleando sus últimas fuerzas, el cuerpo de Abdul-el-Kebir, hasta la parte trasera del vehículo.

Descansó un rato porque el esfuerzo había sido excesivo, despojó luego al inconsciente Abdul de sus ropas, su velo y su turbante, y se vistió. Cuando hubo concluido, se sentía agotado. Bebió de nuevo, y se tumbó a la sombra del jeep, junto al cuerpo del cabo Osmán. Al instante dormía.

Le despertó, tres horas más tarde, el aletear de los primeros buitres. Algunos habían penetrado ya en las entrañas de la bestia muerta, y otros comenzaban a aproximarse, tímidamente, al cadáver del soldado.

Miró al cielo. Las aves de rapiña eran ya docenas, pues se encontraban al borde mismo de la «tierra vacía», y se pensaría que aparecían de pronto como por arte de magia, surgiendo de entre los matojos y los arbustos de la cercana hamada.

Le preocuparon. Un círculo de buitres en el aire resultaba visible desde muchos kilómetros a la redonda, e ignoraba a qué distancia debía encontrarse la siguiente patrulla.

Estudió la arena. Era dura y aunque hubiera picos y palas en el vehículo, no se sentía capaz de cavar una fosa en la que cupieran los dos hombres y la camella. Escrutó más tarde el rostro de Abdul que respiraba mejor, pero parecía lejos aún de recobrar el conocimiento. Le dio agua nuevamente y comprobó que había dos bidones rebosantes, así como otro de gasolina y abundante comida. Meditó un largo rato; sabía que tenían que marcharse de allí cuanto antes, pero no tenía idea de cómo hacer funcionar el jeep, que en sus manos no era más que un montón de chatarra inútil.

Trató de recordar. El teniente Razmán manejaba un vehículo idéntico, y le había llamado la atención cómo giraba a un lado y otro el volante, y cómo empujaba los pedales del suelo y movía constante la larga palanca coronada de una bola negra situada a su derecha.

Se acomodó en el asiento del conductor, e imitó cada uno de los movimientos del teniente, girando el volante, apretando con fuerza todos y cada uno de los pedales, del freno, del embrague o del acelerador, y tratando de llevar de un lado a otro la bola negra, pero el motor seguía mudo. Ni un sonido llegaba hasta él, y comprendió que todos aquellos gestos servían para conducir, pero que antes debía conseguir que el motor arrancara.

Se inclinó, y estudió con detenimiento las pequeñas palancas, llaves, botones e indicadores del panel de mando. Hizo sonar el claxon, lo que asustó a los buitres, consiguió que se mojara de agua el parabrisas y que inmediatamente ese agua fuera esparcida a un lado y otro por dos brazos oscilantes, pero continuó sin escuchar el ansiado rugido del motor.

Por último vio una llave dentro de una cerradura. La quitó, no pasó nada y volvió a introducirla con idéntico resultado. Probó a hacerla girar y el monstruo mecánico se animó, tosió por tres veces, se estremeció de punta a punta y guardó otra vez silencio.

Sus ojos se animaron al comprender que se encontraba en el buen camino. Hizo girar la llave con una mano mientras que con la otra agitaba el volante como un enloquecido y el resultado fue idéntico: toses, estremecimiento y silencio.

Probó con la llave y la palanca al mismo tiempo. Nada.

La llave y el pedal. Nada.

La llave y el pedal de la derecha, y el motor chilló superacelerado, pero se mantuvo así, y cuando, muy despacio, fue aflojando la presión del pie, comprobó, satisfecho, que quedaba en marcha, runruneando mansamente.

Continuó haciendo pruebas con el freno, el embrague, el acelerador, la palanca del freno de mano, los interruptores de las luces y el cambio de marchas y cuando ya desesperaba, consiguió que el vehículo diera un salto hacia delante, las ruedas traseras pasaran por encima del cabo Osmán y se detuviera tres metros más allá.

Los buitres aletearon malhumorados.

Recomenzó el proceso y avanzó otros dos metros. Lo intentó hasta la caída de la tarde, y cuando decidió dejarlo no más de cien metros le separaban de los buitres y los muertos.

Comió y bebió, hizo una sopa con galletas, agua y miel, consiguió que Abdul-el-Kebir la tragase y apenas cayó la noche, se acurrucó sobre una de las mantas, en el suelo, y se quedó profundamente dormido.

Esta vez no fueron los buitres, sino los gruñidos de las hienas y chacales que se disputaban la carroña, lo que le despertó cerca ya de la madrugada, y durante largos minutos escuchó las peleas, el quebrarse de los huesos bajo la presión de las fuertes mandíbulas, y el desgarrarse de la carne arrancada de cuajo.

Gacel odiaba a las hienas. Aborrecía a los buitres y los chacales, pero por las hienas en particular sentía una aversión incontrolable desde que, siendo apenas un muchacho, casi un niño, descubriera una mañana que habían devorado a un cabritillo recién nacido y a su madre. Eran bestias repelentes y hediondas; cojitrancas, cobardes, traicioneras, sucias y crueles, que, si se reunían en número suficiente eran capaces incluso de atacar a un hombre desarmado. Por qué las había puesto Alá sobre la tierra era una de las preguntas que se hacía a menudo, y para la que jamás había encontrado respuesta.

Se aproximó a Abdul que dormía profundamente respirando ahora con normalidad. Le dio de beber una vez más, y se sentó después a esperar el día, meditando en el hecho de que él, Gacel Sayah, pasaría a la historia del desierto —y a su leyenda— como el primer hombre que había vencido a la «tierra vacía» de Tikdabra.

Y quizá, también, algún día, se supiera que fue quien encontró al fin a «La Gran Caravana».

¡«La Gran Caravana»! Hubiera bastado con que sus guías se desviaran ligeramente al Sur para salvarse, pero Alá no lo había querido así y nadie más que Él podía saber a causa de qué terribles pecados había castigado a sus miembros con tan espantoso destino. Él repartía la vida y la muerte, y lo único que cabía era aceptarlo mansamente y agradecer que en esta ocasión se hubiera mostrado benévolo con él permitiéndole salvarse y salvar a su huésped.

¡Insh’Allah!

Ahora se suponía que se encontraba en otro país, fuera ya de peligro, pero los soldados continuaban siendo sus enemigos y la persecución no parecía haber concluido.

Y no existía modo alguno de escapar. El último camello estaba siendo devorado por las bestias carroñeras, y Abdul-el-Kebir tardaría días en poder dar un paso. Únicamente aquel pedazo de metal inanimado podía alejarles del peligro, y experimentó una profunda sensación de rabia ante su impotencia y su ignorancia.

Simples soldados, el más sucio beduino, e incluso un negro akli liberado, que hubiese permanecido unos meses junto a los franceses, se encontraban en capacidad de hacer avanzar un vehículo mucho mayor que aquel, un pesado camión cargado de cemento, pero él, Gacel Sayah, inmouchar reconocido por su inteligencia, su valor y su astucia, era, sin embargo, como el más estúpido de los niños frente a la complejidad de la tortuosa máquina indescifrable.

Los objetos habían sido siempre sus enemigos, los aborrecía y su vida de nómada se había reducido a no más de dos docenas de los más imprescindibles, pero aun así, los rechazaba instintivamente y para él, como hombre libre y cazador solitario, le bastaba con sus armas, la gerba del agua, y los arneses de su montura. Los días transcurridos en El-Akab a la espera del momento propicio para apoderarse del gobernador Ben-Koufra, le habían enfrentado de improviso con un universo desconcertante en el que auténticos tuaregs, antaño tan austeros como él, parecían haberse enviciado con las «cosas», cosas que nunca conocieron ni necesitaron con anterioridad, pero que ahora se dirían tan imprescindibles para ellos como el agua, o el aire que respiraban.

Y el automóvil, el sentirse transportados de un lado a otro sin razón aparente, se había convertido, por lo que pudo advertir, en la más acuciante de tales necesidades, sin que a los jóvenes nómadas les satisficieran ya, como a sus padres, las larguísimas caminatas de días y semanas a través de la llanura sin prisa y sin ansia, conscientes de que su punto de destino estaba allí, al final del sendero, y allí seguiría por los siglos de los siglos por lento que fuera su paso.

Ahora, por extrañas ironías del destino, él, Gacel, que tanto odiaba y despreciaba a los objetos, y que tanta repulsión experimentaba ante toda clase de vehículos mecánicos, se encontraba allí, tumbado al pie de uno de ellos del que dependía su vida y la de su huésped, y se maldecía a sí mismo por su ignorancia, y por no sentirse capaz de obligarle, a patadas, a correr por la llanura hacia una libertad que tenía al alcance de la mano.

Amaneció. Ahuyentó a hienas y chacales, pero los buitres continuaron acudiendo por docenas, infestando el cielo con sus giros de muerte, desgarrando con sus fuertes picos la carne de dos hombres y una bestia que veinticuatro horas antes aún rebosaban de vida, y graznándole al mundo que allí, al borde de la hamada, en el límite mismo de la «tierra vacía» de Tikdabra, el ser humano había desencadenado, una vez más, una tragedia.