Lo vio con la primera claridad del día, creyó que su vista le engañaba, pero a medida que se fue aproximando se convenció de que era «algo», no sabía qué, que destacaba apenas sobre la planicie sin un solo accidente.
El sol comenzaba a calentar y comprendió que había llegado el momento de detenerse y montar el campamento antes de que la camella, que cojeaba desde la medianoche, se tumbara definitivamente, pero la curiosidad pudo más que él, exigió a las bestias un nuevo esfuerzo y dejó por último que se detuvieran a un kilómetro de distancia.
Extendió la lona sobre los animales y el hombre que no era ya más que un peso muerto, se cercioró de que todo estaba en orden, y continuó a pie, sin prisas, esforzándose por tomárselo con calma y no derrochar sus escasas fuerzas, pese a que su deseo hubiera sido echar a correr y llegar cuanto antes.
A doscientos metros ya no le cupo duda: era una mancha blanca recortada contra la blanca llanura, el esqueleto, momificado y casi intacto gracias a la sequedad del ambiente, de un gran camello enjaezado.
Lo contempló de cerca. Sus enormes dientes mostraban la triste sonrisa de la muerte, sus ojos habían desaparecido de las cuencas, y algunos rotos de su piel mostraban el total vacío de su interior.
Se encontraba arrodillado, con el cuello extendido a lo largo de la arena, mirando hacia el punto por el que Gacel venía, es decir, mirando hacia el Nordeste, lo que significaba que había llegado del Sudoeste, porque los camellos, cuando morían de sed, buscaban siempre como última esperanza su punto de destino.
No supo si alegrarse o entristecerse. Era un esqueleto de mehari; algo que rompía la monotonía del paisaje que les había venido acompañando desde días atrás, pero si había ido a acabar allí, significaba que, a sus espaldas, no existía tampoco rastro alguno de agua.
La camella coja moriría pronto allí, a menos de un kilómetro de distancia llegando en sentido opuesto y quedaría momificada igualmente mirándose sin verse, marcando cada uno de los cadáveres la mitad del camino. Muertos, habían unido el Norte con el Sur de la «tierra vacía» de Tikdabra, los límites de sus fuerzas de pobres bestias del desierto.
¿Qué esperanza le quedaba por tanto a él, que habría de continuar adelante con dos sombras de monturas agotadas y un hombre que se había entregado y al que únicamente él lograba, a duras penas, mantener con vida?
No quiso responderse, porque conocía la respuesta, y prefirió preguntarse quién sería el dueño de aquel blanco mehari, y dónde habría ido a parar.
Estudió la piel y los trozos de calavera que quedaban al descubierto. En cualquier parte del desierto hubiera sido capaz de calcular cuánto tiempo llevaba muerto el animal, pero allí, con semejante calor y sequedad, en una tierra en la que jamás había caído una gota de agua ni sobrevivía ningún ser viviente, lo mismo podía tratarse de tres años que de cien. Era una momia, y Gacel no entendía mucho de momias.
Advirtió que el calor comenzaba a aplastarle, y regresó sobre sus pasos. Agradeció la sombra, y estudió con detenimiento el rostro de Abdul-el-Kebir que jadeaba casi incapaz de respirar regularmente. Degolló a la camella y le dio de beber su sangre y los restos, casi putrefactos, del líquido de su estómago, apenas seis dedos del cazo de latón. Agradeció que continuara inconsciente, pues de otro modo nunca hubiera podido ingerir semejante inmundicia, y se preguntó, seriamente, si no podría matarle, teniendo en cuenta que no era un hombre acostumbrado a beber, como los tuareg, aguas a menudo casi corrompidas.
«Igual da que muera de esto que de sed —reflexionó—. Y si lo soporta, le ayudará a seguir adelante».
Se tumbó luego, dispuesto a dormir, pero en esta ocasión el sueño no acudió como siempre al instante llamado por la fatiga de la larga caminata. Le obsesionaba el esqueleto del camello muerto, terriblemente solo allí, en el corazón de la llanura, y trataba de imaginar al loco targuí que había desafiado Tikdabra, saliendo de Gao o Tombuctú en busca de los oasis del Norte.
El mehari continuaba enjaezado, pero había perdido la montura y la carga en el camino, lo que significaba que su amo había muerto antes que él, que había continuado solo en busca de una salvación que nunca encontró. Tanto los beduinos como los tuareg libraban siempre de sus arneses a las bestias que iban a morir, aunque tan sólo fuera como muestra de agradecimiento y respeto por los servicios prestados. Si el dueño de este no lo había hecho era, sin duda, porque no había podido hacerlo.
Probablemente esa noche, o al día siguiente, encontraría su cadáver en la llanura, y probablemente también las cuencas de sus ojos mirarían al Nordeste, a la búsqueda del fin de aquella planicie interminable.
Pero no fue un cadáver, sino cientos. Tropezó con ellos en la oscuridad; distinguió sus formas en la penumbra bajo la fantasmagórica luz de la luna creciente, y el nuevo día le sorprendió rodeado por ellos, infinidad de hombres y de bestias desparramados a su alrededor hasta perderse de vista en la distancia y en ese momento, Gacel Sayah, inmouchar del Kel-Talgimus conocido entre los suyos por el sobrenombre de el Cazador, comprendió que era el primer ser humano que encontraba los restos de «La Gran Caravana».
Jirones de tela cubrían a medias los cuerpos de guías y conductores, aferrados muchos de ellos a sus armas o a sus gerbas vacías, y los camellos mostraban sobre sus jorobas monturas tuareg descoloridas por el sol, arreos de plata y cobre y grandes fardos de mercancías reventados por el tiempo, que habían derramado sobre la dura arena su preciado contenido.
Colmillos de elefante, estatuillas de ébano, sedas que se deshacían al tocarse, monedas de oro y plata, y probablemente, en la bolsa de los más ricos mercaderes, diamantes del tamaño de garbanzos. Allí estaba «La Gran Caravana» de la leyenda; el viejo sueño de todos los soñadores del desierto; mil y una riquezas, que ni siquiera Sherezade hubiera osado nunca imaginar.
Allí estaba, pero no experimentó alegría alguna al verla, sino tan sólo un profundo desasosiego; una invencible angustia, pues contemplar las momias de aquellos pobres seres y observar la expresión de terror y sufrimiento de sus rostros era tanto como contemplarse a sí mismo dentro de diez o veinte años; tal vez dentro de cien, mil o un millón de años, con la piel convertida en pergamino, los ojos vacíos mirando hacia la nada, y la boca abierta por el último gemido en procura del agua.
Y lloró por ellos. Por primera vez desde que tenía memoria, Gacel Sayah lloró por alguien, y aunque comprendió que resulta estúpido y absurdo llorar por quienes habían muerto tantos años atrás, verlos allí, ante él, y comprender la magnitud de la desesperación de sus últimos momentos, resquebrajó su entereza.
Montó su campamento en medio de los muertos, y se sentó a mirarlos, preguntándose cuál de ellos sería Gacel, su tío, el mítico guerrero buscador de aventuras, contratado para proteger la caravana de los ataques de bandidos y salteadores, y que no pudo protegerla de su auténtico enemigo: el desierto.
Pasó el día despierto haciendo compañía a los difuntos; la primera compañía que tuvieron desde que les alcanzó la muerte en el camino, y pidió a sus espíritus, que tal vez vagaran eternamente por aquellos contornos, que le ayudaran a escapar de tan trágico destino, mostrándole la ruta que no supieron encontrar en vida.
Y los muertos le hablaron con sus bocas sin lengua, sus cuencas vacías y sus huesudas manos clavadas en la arena. No supieron decirle el camino correcto, pero la larga, inacabable hilera de momias que se perdía de vista al Sudoeste, le gritó que el rumbo que él seguía, el que ellos habían traído, era incorrecto, y no conducía más que a días y días de soledad y sed sin retorno posible.
Le quedaba por tanto una sola esperanza, desviarse hacia el Este, derivando luego hacia el Sur, y confiar en que, al menos en aquella dirección, los límites de la «tierra vacía» se encontraran más cerca.
Gacel conocía bien a los guías tuareg y le constaba que cuando uno de ellos equivocaba el rumbo, persistía en su error hasta sus últimas consecuencias, porque ese error significaba haber perdido por completo la noción del espacio, las distancias y el punto en que se encontraba, y ya no le quedaba otra solución que buscar la salvación en continuar adelante y confiar en que su instinto le guiara hasta el agua. Los guías tuareg odiaban cambiar de ruta si no estaban plenamente convencidos de que sabían hacia dónde se dirigían, pues, por tradición sabían, desde siglos atrás, que nada hay peor en el desierto, y nada agota y desmoraliza más a los hombres, que vagar de un lado a otro sin destino concreto. Por ello, sin duda, el guía de la «Gran Caravana», cuando por alguna circunstancia que nunca conocería nadie, se descubrió de pronto inmerso en el desconocido universo de «la tierra vacía», debió optar por seguir su rumbo, confiando en que Alá hiciera el camino mucho más corto de lo que era en realidad.
Y ahora estaba allí, seco al sol, enseñando a Gacel una lección que Gacel aceptaba.
Cayó la tarde, y cuando ese sol dejó de calcinar con rabia la llanura, abandonó la sombra de su refugio y llenó su bolsa de pesadas monedas de oro y gruesos diamantes.
Ni por un momento experimentó la sensación de estar despojando a los difuntos de sus pertenencias. Según la ley no escrita del desierto, todo cuanto allí había pertenecía a quien lo encontrara, pues las almas que hubieran entrado en el Paraíso hallarían en él todas las riquezas deseadas y los que, por su maldad, permanecían fuera, poco derecho tenían a que sus espíritus malditos vagaran por toda la eternidad con las bolsas repletas.
Luego, dividió el agua que quedaba entre Abdul, que ni siquiera abrió los ojos para agradecérselo, y la más joven de las camellas; la única que aún se sostendría un par de días en pie. Se bebió la sangre del último animal, y atando al anciano a la montura, reemprendió la marcha abandonando incluso la tela que les proporcionaba sombra, un peso inútil ya, pues había tomado clara conciencia de que no volverían a detenerse, ni de día ni de noche, y su única posibilidad de salvación se centraba en que, tanto el animal como él mismo, fueran capaces de caminar sin descanso hasta salir de aquel infierno.
Rezó sus oraciones, pidió por él, por Abdul y por los muertos, lanzó una última mirada al ejército de momias, rectificó su rumbo, y emprendió la marcha conduciendo del ronzal a la camella que le siguió sin un bramido de protesta, convencida de que tan sólo una confianza ciega en el hombre que avanzaba ante ella, podía salvarla.
Gacel no supo si fue aquella la noche más corta o más larga de su vida, pues sus piernas se movían como las de un autómata, y su sobrehumana fuerza de voluntad le convirtió una vez más en piedra; pero en esta ocasión era una de aquellas «piedras viajeras» del desierto; pesadas rocas que misteriosamente se trasladaban por las planicies dejando tras ellas un ancho surco, sin que nadie hubiera sido capaz de precisar si las arrastraban las fuerzas magnéticas, los espíritus de los condenados a la Eternidad o el simple capricho de Alá.