Habían bebido la sangre del camello, y habían comido su carne. Se sentía fuerte, animoso, lleno de energía y capaz de enfrentarse a la «tierra vacía» sin sentir miedo, pero le preocupaban los terrores de su acompañante; el mutismo en que se iba sumiendo; la desesperación que leía en sus ojos cada vez que la luz de un nuevo día venía a gritarles que el paisaje continuaba siendo el mismo.
—¡No es posible! —fue lo último que le oyó decir—. ¡No es posible!
Tuvo que ayudarle a descender de la camella, y arrastrarlo hasta la sombra, dándole de beber y recostándole la cabeza como a un niño asustado, preguntándose por dónde se le iban las fuerzas, y qué extraño maleficio ejercía sobre él la infinita llanura.
«Es un anciano —se repetía una y otra vez—. Un hombre prematuramente envejecido, que ha pasado los últimos años de su vida encerrado entre cuatro paredes, y para el que todo lo que no sea pensar, significa ya un esfuerzo sobrehumano».
¿Cómo confesarle que las auténticas dificultades todavía no habían hecho su aparición? Aún quedaba agua. Y tres camellos a los que robarles la sangre. Aún faltaban días para que extrañas luces brillantes como mil soles comenzaran a estallar en el fondo de sus ojos, síntoma inequívoco, de que empezaba la auténtica deshidratación, pero el camino era largo, muy largo, y exigiría una gran fuerza de voluntad y un invencible espíritu de supervivencia, sin ofrecer siquiera a cambio la esperanza de que el éxito coronaría sus esfuerzos.
«Huye de Tikdabra».
No podía recordar cuándo escuchó por primera vez aquella advertencia que probablemente había aprendido ya en el mismísimo vientre de su madre, pero ahora se encontraba allí, en algún punto de Tikdabra, arrastrando consigo a un hombre que comenzaba a convertirse en sombra, y abrigó el convencimiento de que él, Gacel Sayah, el Cazador, imohag del Kel-Talgimus, hubiera podido vencer a Tikdabra con ayuda de cuatro camellos.
Hubiera sido el primero en conseguirlo, y su fama se habría extendido de punta a punta del desierto, para que su nombre pasara de boca en boca como una leyenda, pero arrastraba una carga insoportable, como una de aquellas cadenas que algunos amos sujetaban a los tobillos de sus esclavos rebeldes, y con aquel peso —un hombre destruido que en menos de una semana se había dado por vencido—, ni él, ni ningún otro targuí del desierto, llegaría a parte alguna.
Le constaba que se presentaría un momento en el que tendría que optar por entre pegarle un tiro para aliviar sus padecimientos y tratar de salvarse a sí mismo, o continuar hasta el fin para sufrir juntos la más espantosa de las muertes.
«Será él mismo quien me pida que le mate —se dijo—. Cuando ya no pueda más, me lo suplicará, y tendré que hacerlo…».
Sólo cabía esperar que, para entonces, no fuera ya demasiado tarde.
Si su huésped le pedía voluntariamente la muerte, estaba en su derecho al concedérsela, y desde ese momento quedaba libre de toda responsabilidad, y libre igualmente para intentar su propia salvación.
«Cinco días —calculó—. Dentro de cinco días aún estaré en condiciones de intentarlo por mí mismo. Si resiste más, será demasiado tarde para los dos».
Comprendió que se le planteaba un difícil dilema: por un lado debía esforzarse por mantener entero a su acompañante, alimentar sus esperanzas, e intentar lo humanamente viable para salvarlo. Por otra parte, le constaba que cada día o cada hora que le prolongase la vida, era un día o una hora menos que tenía para salvar la suya. Abdul-el-Kebir, por su constitución y su falta de costumbre, consumía tres veces más agua de la que Gacel necesitaba. Eso significaba que, a la hora de la verdad, el targuí, solo, cuadruplicaba sus expectativas de continuar con vida.
Lo observó mientras dormía, inquieto, murmurando a ratos y con la boca muy abierta como buscando siempre un aire que se resistía a bajar a sus pulmones. Le haría un favor si prolongaba su sueño eternamente, evitándole los terrores y las penalidades de los días venideros, ya que se sumergiría en un sueño más tranquilo cuando aún mantenía en su corazón una pequeña ilusión de que era libre y aún acariciaba una leve esperanza de que cruzarían la frontera.
¿Qué frontera?
Por allí debía estar, en alguna parte frente a ellos o quizá ya a sus espaldas, sin que nadie en este mundo supiera señalarla, porque la «tierra vacía» de Tikdabra que no había sido capaz de aceptar una simple presencia humana, menos aún aceptaría la imposición de una frontera.
«Ella» era la propia frontera. Frontera entre países, entre regiones, e incluso entre la vida y la muerte. «Ella» se imponía como frontera a los hombres y Gacel comprendió que, en cierto modo, amaba la «tierra vacía» y amaba el hecho de encontrarse allí por su propia voluntad y ser tal vez el primer ser humano desde el comienzo de los siglos, que podía experimentar, con plena conciencia, lo que significaba desafiar al «desierto de los desiertos».
«Me siento capaz de vencerte —fue lo último que murmuró antes de quedar profundamente dormido—. Me siento capaz de vencerte y acabar de una vez con tu leyenda…».
Pero ya dormido, una voz repitió en su cerebro machaconamente, «Huye de Tikdabra», hasta que de entre las sombras nació la figura de Laila que le acarició la frente, le dio de beber agua fresca del pozo más profundo y cantó a su oído como cantara aquella noche en que el Ahal de los solteros, cuando trazó sobre su mano extraños signos que sólo los de su pueblo sabían interpretar.
¡Laila!
¡Laila!
Se detuvo en su tarea de moler el mijo y alzó los inmensos ojos oscuros hacia el arrugado rostro de Suílem que señaló la cumbre del farallón que dominaba el guelta.
—Soldados —fue todo lo que dijo.
Eran soldados, en efecto, y descendían desde todos los puntos con las armas listas, como si se dispusieran a atacar un peligroso enclave enemigo, en lugar de un mísero campamento nómada ocupado únicamente por mujeres, ancianos y niños.
Le bastó una ojeada para comprender la situación, y cuando se volvió al negro su voz no admitía réplica:
—¡Escóndete! —ordenó—. Tu amo necesitará saber lo que ha ocurrido.
El viejo dudó un instante, pero obedeció en seguida, se deslizó entre las jaimas y sheribas y desapareció como tragado por el cañaveral de la diminuta laguna.
Laila llamó después a los hijos de su esposo y a las mujeres y sirvientes, tomó a su pequeño en brazos, y aguardó, altiva y firme, a que el hombre que parecía comandar al grupo de soldados se plantara ante ella.
—¿Qué buscas en mi campamento? —inquirió, aunque de sobra lo sabía.
—A Gacel Sayah. ¿Lo conoces?
—Es mi esposo. Pero no está aquí.
El sargento Malik contempló a su gusto a la hermosa targuí altiva y desafiante, sin velos que le cubrieran el rostro ni pesados mantos que ocultaran sus brazos, el nacimiento de sus pechos o sus fuertes piernas. Hacía años, desde que llegara al desierto, que no había tenido tan cerca a una mujer semejante y tuvo que hacer un gran esfuerzo para olvidar sus pensamientos y replicar sonriendo levemente:
—Ya sé que no está aquí. Está muy lejos. En Tikdabra.
Ella experimentó un estremecimiento al oír el nombre tan temido, pero logró disimularlo. Nadie debía decir jamás que en una ocasión vio a una targuí sentir miedo.
—Si sabes dónde está, ¿a qué has venido?
—A protegeros… Tendréis que venir con nosotros, porque tu marido se ha convertido en un peligroso criminal y las autoridades temen que la muchedumbre, indignada, os ataque.
Laila estuvo a punto de soltar una carcajada ante la desfachatez del individuo, y señaló con un amplio gesto a su alrededor.
—¿Muchedumbre? —repitió ¿Qué muchedumbre? No hay ni un alma en dos días de marcha en todas direcciones.
Malik-el-Haideri dejó escapar una sonrisa de conejo, feliz y divertido por primera vez en mucho tiempo:
—Las noticias vuelan en el desierto —dijo—. Tú lo sabes. Pronto acudirán y debemos evitar incidentes que podrían originar una guerra entre tribus… Vendréis con nosotros.
—¿Y si nos negamos?
—Vendréis igualmente. Por la fuerza. —Recorrió con la vista a los presentes—. ¿Están todos aquí…? —Ante la muda afirmación hizo un gesto con el brazo—. ¡Bien! En marcha entonces.
Laila señaló a su alrededor.
—Tenemos que levantar el campamento.
—El campamento seguirá aquí… Mis hombres se quedarán esperando a tu marido.
Por primera vez Laila pareció perder la calma y su voz se alteró levemente, con un deje de súplica.
—¡Pero es todo lo que tenemos!
Malik rio despectivo:
—No es mucho, desde luego… Pero adonde vais ni siquiera eso necesitaréis. —Hizo una pausa—. Comprende que no puedo andar por el desierto cargando mantas, alfombras y cacharros como un «majarrero». —Hizo una señal a uno de sus hombres—. Que se pongan en marcha. ¡Alí! ¡Quédate aquí con cuatro hombres, y ya sabes lo que tienes que hacer si el targuí aparece!
Quince minutos después, Laila se volvía a contemplar por última vez, allá abajo, en el fondo de la diminuta hondonada, el agua del guelta, sus jaimas y sheribas, el corral de las cabras, y el rincón, cerca del cañaveral, donde pastaban los camellos. Aquello y un hombre, era cuanto había poseído en esta vida, aparte del hijo que llevaba en brazos, y le asaltó el temor de no volver a ver, ni a su hogar, ni a su esposo. Se volvió a Malik que se había detenido a su lado:
—¿Qué es lo que pretendes realmente de nosotros? —quiso saber—. Nunca he visto que se utilice a mujeres, ancianos y niños en los enfrentamientos entre hombres… ¿Tan poca fuerza tiene tu Ejército que nos necesita en su lucha con Gacel?
—El tiene a alguien que nosotros queremos —fue la respuesta—. Ahora tenemos algo que él quiere… Utilizamos sus métodos, y gracias puede dar porque no hemos degollado a nadie mientras duerme. Le ofreceremos un canje: un hombre por toda una familia.
—Si ese hombre era su huésped, no puede aceptar. Nuestra ley lo prohíbe.
—¡Vuestra ley ya no existe! —Malik-el-Haideri había tomado asiento sobre una piedra encendiendo un cigarrillo mientras la columna de soldados y cautivos iniciaba el descenso de la colina rocosa en procura de la planicie en que aguardaban los vehículos—. Vuestra ley, hecha por los tuareg para conveniencia y uso exclusivo de los tuareg, no tiene validez frente a las leyes nacionales. —Lanzó una columna de humo a la cara de la mujer—. Tu marido no ha querido comprenderlo por las buenas, y ahora vamos a tener que explicárselo por las malas. No se puede hacer lo que él ha hecho amparándose en que su tradición se lo permite y el desierto es demasiado grande. Regresará algún día, y ese día tendrá que aceptar sus responsabilidades. Si desea ver en libertad a su mujer y sus hijos tendrá que entregarse para que se le juzgue.
—Nunca se entregará —sentenció Laila convencida.
—En ese caso, hazte a la idea de que nunca volverás a ser libre.
No respondió, dirigió una larga mirada al punto del cañaveral en que sabía que el negro Suílem estaba escondido, y luego, como si diera definitivamente la espalda a todo su pasado, giró sobre sí misma e inició el descenso en pos de su familia.
Malik-el-Haideri concluyó su cigarrillo mientras contemplaba, alterado, el suave balanceo de las caderas de la mujer, y por último, arrojando la colilla con gesto de fastidio, la siguió sin prisas.