El sargento mayor Malik-el-Haideri negó con firmeza una vez más:
—Nadie sacará agua de este pozo, ni de ninguno en quinientos kilómetros a la redonda, hasta que averigüe dónde se esconde la familia de Gacel Sayah.
El anciano se encogió de hombros, impotente:
—Se fueron. Levantaron el campamento y se fueron. ¿Cómo podemos saber adónde?
—Los tuareg sabéis cuanto ocurre en el desierto. No muere un camello, ni enferma una cabra sin que la voz corra de boca en boca. Ignoro cómo lo hacéis, pero es así. Me tomas por estúpido si pretendes hacerme creer que toda una familia, con sus jaimas, sus animales, sus niños y sus siervos, puede desplazarse de un lado a otro del territorio sin que nadie lo advierta.
—Se fueron.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—Tendrás que averiguarlo si quieres agua.
—Mis animales morirán. Y mi familia también.
—No me culpes a mí. —Le señaló acusadoramente con el dedo, golpeándole repetidamente el pecho, lo que hizo que el anciano estuviera a punto de echar mano a su gumía—. Uno de los tuyos —añadió—, un sucio asesino, ha matado a muchos de los míos. Soldados de los que os protegen de los bandidos; de los que buscan agua, cavan pozos y los mantienen libres de arena. De los que van en pos de las caravanas cuando se han perdido, arriesgando su vida en el desierto. —Agitó la cabeza una y otra vez—. No. No tenéis derecho a agua, ni a la vida, hasta que encuentre a Gacel Sayah.
—Gacel no está con su familia.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo andáis buscando por la «tierra vacía» de Tikdabra.
—Podemos estar equivocados. Y si no lo encontramos un día u otro tendrá que regresar junto a los suyos. —Su tono de voz cambió volviéndose conciliador y convincente—. No queremos hacer daño a su familia. No tenemos nada en contra de su mujer o de sus hijos. Únicamente lo queremos a él, y nos limitaremos a esperarle… Pronto o tarde, tendrá que aparecer.
El anciano agitó la cabeza negativamente.
—No aparecerá —replicó—. Si estáis cerca, no aparecerá jamás, porque conoce mejor que nadie el desierto. —Hizo una pausa—. Y no es digno de guerreros, ni soldados, mezclar a mujeres y niños en luchas de hombres. Es una tradición y una ley tan antigua como el mundo.
—¡Escucha, viejo…! —La voz volvió a ser dura, cortante y amenazadora—. No he venido hasta aquí para recibir lecciones de moral. Ese cerdo, al que Alá confunda, asesinó a un capitán en mis narices, raptó al gobernador, degolló a unos pobres muchachos que dormían y está convencido de que puede burlarse de todo un país. ¡Y no es así! Te juro que no es así. De modo que elige.
El anciano se puso en pie y se alejó lentamente del borde del pozo sin responder palabra. No había dado cinco pasos, cuando Malik gritó:
—¡Y recuerdo que mis hombres necesitan comer! ¡Sacrificaremos uno de tus camellos cada día, y podrás pasarle la cuenta al nuevo gobernador, en El-Akab!
El anciano se detuvo un instante, pero no se volvió y, continuó pesadamente su camino hacia donde aguardaban sus hijos y sus animales.
Malik hizo un gesto hacia un soldado negro.
—¡Alí!
El llamado se aproximó con rapidez:
—¿Sí, mi sargento…?
—Tú eres negro, como los esclavos de ese estúpido. El no dirá nada, porque es targuí y cree que su honor quedaría manchado para siempre, pero los aklis son propensos a hablar: Les gusta contar lo que saben, y alguno estará dispuesto a ganarse unas monedas y sacar a su amo de un problema. —Hizo una corta pausa—. Esta noche llévales un poco de agua y comida como si fuera cosa tuya. Solidaridad entre hermanos de raza, ya sabes… Procura volver con la información que necesito.
—Si sospechan que voy como espía, esos tuareg son capaces de degollarme.
—Pero si no lo hacen, ascenderás a cabo. —Le metió un puñado de arrugados billetes en la mano—. Convéncelos con esto.
El sargento mayor Malik-el-Haideri conocía bien a los tuareg, y conocía bien a sus esclavos. Apenas había conciliado el sueño, cuando sintió pasos en el exterior de su tienda de campaña.
—¡Sargento!
Asomó la cabeza y no le sorprendió encontrarse con un negro rostro sonriente:
—El guelta de las montañas del Huaila. Junto a la tumba de Ahmed-el-Ainín, el «morabito».
—¿La conoces?
—No personalmente, pero me explicaron cómo llegar.
—¿Está lejos?
—Día y medio.
—Avisa al cabo. Saldremos al amanecer.
La sonrisa del negro aumentó, y señaló con intención:
—Ahora yo soy cabo… —le recordó—. Cabo Primero.
Sonrió a su vez.
—Tienes razón. Ahora eres cabo primero. Ocúpate de que todo esté listo en cuanto salga el sol… Y tráeme el té quince minutos antes.
El piloto negó de nuevo.
—Escuche, teniente… —repitió—. Hemos sobrevolado esas dunas a menos de cien metros de altura. Hubiéramos podido distinguir hasta la última rata, si en aquel maldito lugar hubiera ratas, pero no había nada: ¡Nada! —insistió convencido—. ¿Tiene una idea de la huella que dejan cuatro camellos en la arena? Si hubieran pasado, habríamos visto algo.
—No, si quien conduce esos camellos es un targuí —replicó Razmán, seguro de lo que decía—. Y menos, si ese targuí es el que buscamos. No permitirá que los camellos marchen en fila, con lo que dejan un sendero visible, sino de cuatro en fondo, por lo que sus patas no habrán profundizado en la dura arena de esas dunas. Y si la arena es blanda, en menos de una hora el viento borra las huellas. —Hizo una pausa durante la cual le observaron, expectantes—. Los tuareg viajan de noche y se detienen al amanecer. Ustedes nunca despegan antes de las ocho de la mañana, lo que quiere decir que llegaron al erg cerca ya del mediodía… En esas cuatro horas no queda rastro alguno de las huellas de un camello en la arena.
—¿Y ellos…? Cuatro camellos y dos hombres… ¿Dónde se esconden…?
—¡Vamos, capitán…! —exclamó abriendo los brazos—. Usted sobrevuela cada día esas dunas. Cientos, miles, ¡tal vez millones!, de dunas. ¿Pretende hacerme creer que todo un ejército no sería capaz de camuflarse allí…? Una hondonada, una tela de color claro, un poco de arena encima, y a silbar…
—De acuerdo… —aceptó el piloto que había hablado en primer lugar—. Completamente de acuerdo… ¿Qué pretende entonces? ¿Que volvamos para seguir perdiendo el tiempo y gastando gasolina? No los encontraremos —insistió—. ¡Nunca los encontraremos!
El teniente Razmán negó con un gesto, tranquilizándolos, y se aproximó al gran mapa de la región clavado en la pared del hangar.
—No… —señaló—. No quiero que vuelvan al erg, sino que me lleven a la auténtica «tierra vacía». Si mis cálculos no fallan, deben haber llegado ya a la llanura. ¿Podría aterrizar aquí…?
Los dos hombres se miraron y resultaba claro que la proposición no les hacía ninguna gracia.
—¿Tiene una idea de cuál es la temperatura de esa llanura…?
—Desde luego… —admitió—. La arena puede alcanzar los ochenta grados centígrados al mediodía.
—¿Y sabe lo que eso significa para unos aviones viejos y de pésimo mantenimiento como los nuestros…? Problemas de refrigeración del motor, de turbulencias, de imprevistas bolsas de aire incontrolables y, sobre todo, de ignición… Podríamos aterrizar, desde luego, pero nos arriesgamos a no levantar el vuelo nunca más. O explotar en cuanto pongamos de nuevo el contacto… —Hizo un gesto con la mano que quería ser definitivo—. Yo me niego.
Quedaba claro que su compañero compartía sus puntos de vista. Razmán, pese a ello, insistió:
—¿Aunque la orden venga de arriba? —Bajó instintivamente la voz—. ¿Saben a quién estamos buscando…?
—Sí —admitió el que llevaba la voz cantante—. Hemos oído rumores, pero eso son problemas de los políticos, en los que no deberían mezclarnos a nosotros, los militares. —Hizo una pausa, y señaló el mapa con amplio ademán—. Si me ordenan que aterrice en cualquier punto de ese desierto, porque estamos en guerra o nos ha invadido el enemigo, aterrizaré sin dudarlo un momento. Pero no lo haré por cazar a Abdul-el-Kebir, porque me consta que Abdul-el-Kebir no me pediría nunca algo parecido.
El teniente Razmán se envaró y, sin poder evitarlo, lanzó una discreta ojeada a los mecánicos que, al otro extremo del amplio hangar, se afanaban en poner a punto los aparatos. Bajando de nuevo la voz, advirtió:
—Eso que acaba de decir es peligroso.
—Lo sé —replicó el piloto—. Pero creo que, después de tantos años, empieza a ser hora de que empecemos a demostrar lo que sentimos. Si ustedes no lo agarran en Tikdabra, y lo veo muy difícil, Abdul-el-Kebir volverá muy pronto, y habrá llegado el momento de que cada cual clarifique su posición.
—Se diría que le alegra no haberle encontrado.
—Mi misión era buscarle, y le busqué lo mejor que supe. No es culpa mía si no lo hemos encontrado. En el fondo, me da miedo pensar en lo que puede ocurrir. Abdul en libertad significa la división del país, enfrentamientos, y, tal vez, la guerra civil. Nadie debe desear eso para su propia gente.
Cuando abandonó el hangar de regreso a su alojamiento, el teniente Razmán aún iba dándole vueltas a aquellas palabras, ya que, por primera vez, se había mencionado una posibilidad que espantaba a todos: la guerra civil; el enfrentamiento entre dos facciones de un mismo pueblo al que únicamente separaba un hombre: Abdul-el-Kebir.
Tras más de un siglo de colonialismo su gente no se encontraba dividida en clases sociales claramente determinadas, ricos muy ricos y pobres muy pobres, y no respondían aún a los esquemas clásicos de las naciones desarrolladas: capitalismo por un lado, y proletariado por otro que acaban enfrentándose a muerte en una lucha despiadada por la supremacía de sus ideales. Para ellos, con un setenta por ciento de analfabetismo y una extensa tradición de sometimiento, lo importante continuaba siendo el carisma de los hombres, su capacidad de arrastre y el eco que sus palabras despertaran en el fondo de sus corazones.
Y en eso —Razmán lo sabía— Abdul-el-Kebir llevaba las de ganar, porque, gracias a un rostro noble y franco que inspiraban confianza, y un verbo fácil, el pueblo acababa por seguirle adonde se propusiera, ya que, al fin y al cabo, había cumplido su promesa, conduciéndoles del colonialismo a la libertad.
Tumbado en la cama contemplando sin ver las aspas del viejo ventilador que no lograba, pese a sus esfuerzos, refrescar el ambiente, se preguntó a sí mismo cuál sería su posición cuando llegara el momento de elegir.
Recordó el Abdul-el-Kebir de su juventud, cuando lo convirtió en su héroe, cubriendo con su retrato las paredes de su habitación, y recordó luego al gobernador Hassán-ben-Koufra y a todos cuantos componían su camarilla, y comprendió que su decisión personal estaba tomada desde mucho tiempo atrás.
Pensó luego en el targuí; en aquel hombre extraño que había desafiado a la sed y a la muerte y le había burlado limpiamente, y trató de imaginar dónde se encontraría, qué estaría haciendo en aquellos momentos, y de qué hablaría con Abdul cuando se tumbaran a descansar agotados por la larga caminata.
«No sé por qué los persigo —se dijo—. Si, en el fondo, me gustaría escapar con ellos…».