—¿Hacia dónde pueden haberse dirigido?

No obtuvo respuesta. El ministro del Interior Alí Madani, un hombre alto, fuerte, de pelo planchado y ojos diminutos que intentaba ocultar, junto con sus intenciones, tras unas gruesas gafas muy oscuras, recorrió uno por uno los rostros de los presentes, y al no encontrar eco a su pregunta, insistió:

—¡Vamos, señores…! No he hecho un viaje de mil quinientos kilómetros para sentarme a mirarles. Se supone que ustedes son expertos en temas saharianos y en costumbres de los tuareg. Repito: ¿hacia dónde puede haberse dirigido?

—Hacia cualquier parte… —replicó, convencido, un coronel de gesto adusto—. Salió hacia el Norte, pero fue para buscar una zona rocosa en la que se perdieran sus huellas. De ahí en adelante, todo el desierto es suyo.

—¿Pretende darme a entender —masculló el ministro en voz muy baja que trataba de acallar su indignación— que un beduino, ¡un solo beduino!, puede penetrar en uno de nuestros fortines, degollar a catorce hombres, liberar al más peligroso enemigo del Estado, y desaparecer con él en un desierto que, por lo visto, «es suyo»…? —Agitó la cabeza incrédulo—. Se suponía que el desierto era «nuestro», coronel. Que el país entero estaba bajo la jurisdicción del Ejército y las Fuerzas del Orden.

—El país se compone de un noventa por ciento de desierto, Excelencia —intervino el general, Comandante en Jefe de la Región, en tono también claramente molesto—. Pero, sin embargo, el diez por ciento restante, la Costa, acapara todas las riquezas y todos los esfuerzos. Tengo que controlar una región tan grande como media Europa con los desechos de un ejército y un mínimo de mantenimiento. La proporción es, de menos de un hombre por cada mil kilómetros cuadrados, acuartelados en oasis y fortines desparramados aquí y allá sin lógica alguna. ¿De verdad cree, Excelencia, que de ese modo puede considerarse que el desierto nos pertenezca…? Nuestra penetración e influencia son tan nulas, que ese targuí ni siquiera sabía aún, más de veinte años después, que constituimos una nación independiente… Él es el «dueño» del desierto —recalcó con intención—. El único dueño que existe.

El ministro Madani pareció aceptar que tenía razón, o por lo menos prefirió no tener que responder directamente, y se volvió al teniente Razmán que permanecía respetuosamente en pie, en un rincón junto al sargento mayor, Malik-el-Haideri.

—Usted, teniente, que es, por lo visto, el que más tiempo ha tratado a ese targuí, ¿qué opina de él?

—Que es muy astuto, señor. De alguna manera se las arregla para hacer siempre aquello que no esperamos que haga.

—Descríbamelo.

—Es alto y delgado.

El ministro permaneció expectante, y como no continuaba, insistió:

—¿Y qué más?

—Nada más, Excelencia. Va siempre totalmente cubierto. Sólo se le ven los ojos, oscuros, y las manos, fuertes…

El ministro soltó un reniego:

—¡Por todos los diablos…! —exclamó descargando un golpe con su lápiz sobre la mesa—. ¿Nos enfrentamos a un fantasma…? Alto, delgado, ojos oscuros, manos fuertes… ¿Es eso todo lo que sabemos del hombre que tiene en jaque al Ejército, preocupa al Presidente, ha raptado al gobernador y se ha llevado a Abdul-el-Kebir? ¡Es cosa de locos!

—No, Excelencia… —apuntó de nuevo el general—. No es cosa de locos. Las leyes, aquí, autorizan a los tuareg a ocultar el rostro según sus tradiciones. La descripción corresponde, por lo tanto, a un targuí… Teniendo en cuenta que se calcula que existen unos trescientos mil, de los que algo más de la tercera parte habitan a este lado de nuestras fronteras, debemos aceptar que la descripción coincide con la de por lo menos, cincuenta mil hombres adultos.

El ministro no dijo nada. Se quitó las gafas, las dejó a un lado, y se frotó los ojos con gesto de profunda preocupación. En las últimas cuarenta y ocho horas apenas había dormido, y el largo viaje y el calor de El-Akab le habían extenuado. Pero se sentía incapaz de irse a descansar, porque le constaba que, de no recuperar de inmediato a Abdul-el-Kebir, sus días al frente del Ministerio estaban contados y pasaría a convertirse en un oscuro funcionario sin futuro.

Abdul-el-Kebir era una bomba de relojería que en menos de un mes haría saltar por los aires al Gobierno y al sistema si alcanzaba la frontera y llegaba a París donde los franceses le proporcionarían los medios que le negaron en un tiempo. Entre el dinero francés y su arrastre popular, no habría fuerza alguna capaz de oponérsele y aquellos que le habían traicionado tendrían el tiempo justo para hacer las maletas y emprender un largo éxodo, a la espera siempre de que les alcanzase la venganza donde quiera que se ocultasen.

Había que encontrar a Abdul-el-Kebir, y había que acabar con él de una vez por todas, porque se sentía incapaz de soportar de nuevo semejante angustia. Si el Presidente le hubiera hecho caso, fusilándolo cuando escapó la primera vez, nada de aquello habría ocurrido y, por lo tanto, se había hecho el firme propósito de liquidar el problema definitivamente, pesara a quien pesara.

—Hay que encontrarlos —dijo al fin—. Pidan lo que necesiten; hombres, aviones, tanques, ¡lo que sea!, pero encuéntrenlo… ¡Es una orden!

—¡Señor…!

Alzó el rostro hacia el que había hablado:

—¿Sí, sargento…?

—Señor —repitió con un hilo de voz el sargento Malik—, yo estoy convencido de que se han adentrado en «la tierra vacía» de Tikdabra.

—¿«La tierra vacía»? Tendrían que estar locos… ¿Qué le hace suponer eso?

—Vi las huellas que salían del Fortín de Gerifíes. Cuatro camellos muy cargados. Y en el Fortín no quedaba ningún recipiente capaz de contener agua. Si a ese targuí le interesaba huir rápidamente, no llevaría cuatro camellos, ni los llevaría tan cargados…

—Pero las huellas se dirigían al Norte… Y la «tierra vacía» queda hacia el Sur si no me equivoco.

—No se equivoca, señor. Pero ese targuí ya nos ha engañado muchas veces. Puede que no le importe perder un día dirigiéndose al Norte para ocultar sus huellas y volver luego a Tikdabra. Al otro lado está a salvo.

—Ningún ser humano ha cruzado jamás esa región… —le hizo notar el coronel—. Se eligió como frontera por eso mismo. No necesita protección.

—Ningún ser humano sobreviviría sin agua en el centro de una salina durante cinco días, pero yo vi cómo ese targuí sobrevivió, mi coronel —replicó Malik—. Con todo respeto, quiero hacerle notar que no es un hombre común. Su capacidad de resistencia va más allá de lo imaginable.

—Pero no está solo. Y Abdul-el-Kebir es casi un anciano debilitado por la aventura de su última fuga y por esos años de encierro. ¿Realmente le imagina soportando treinta días de sed a más de sesenta grados de temperatura? Si son tan insensatos como para intentarlo, le garantizo que no tendremos que volver a preocuparnos de ellos.

El sargento mayor Malik-el-Haideri no se atrevió a contradecir una vez más a alguien cuyo rango estaba tan por encima del suyo, y fue el ministro el que tomó la palabra por él.

—Tal vez sea descabellado —aceptó—. Pero el sargento y el teniente están aquí porque son los únicos que han tenido trato con ese salvaje y su opinión importa especialmente… ¿Qué piensa de eso, teniente?

—Gacel es capaz de cualquier cosa, señor… Incluso de mantener con vida a un anciano a costa de su propia sangre… Para él, proteger a su huésped, se ha convertido en algo más importante que su propia existencia o la de su familia. Si considera que Tikdabra le brinda un refugio más seguro, irá a la «tierra vacía».

—De acuerdo. Le buscaremos también allí entonces… Ahora bien —hizo una corta pausa—, usted ha mencionado a su familia. ¿Qué se sabe de ella? Si la encontráramos tal vez serviría para proponerle un canje…

—Abandonaron sus zonas de pastoreo… —La voz del general denotaba su desagrado e incomodidad—. Y no me parece digno involucrar en esto a mujeres y niños. ¿Qué opinión merecería nuestro Ejército si tuviera que acudir a esos métodos para solucionar sus problemas?

—El Ejército puede quedar al margen, general. Mi gente se ocupará del asunto. Aunque —añadió con intención— no creo que el Ejército pueda resultar peor parado de lo que ha quedado hasta el momento.

El general fue a responder violentamente, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. Le constaba que Alí Madani era, por el momento, la mano derecha del Presidente y el segundo hombre más influyente del país, mientras él seguía siendo un simple militar recién ascendido a su primer empleo de general. Cuanto estaba ocurriendo debía achacarse más a la ineptitud de políticos como aquel, que a falta de auténtica eficacia de las Fuerzas Armadas, pero no era el momento, ni el lugar, para enzarzarse en una discusión que únicamente podía proporcionarle disgustos. Se mordió el labio por tanto y permaneció a la expectativa. Al fin y al cabo, probablemente el ministro habría desaparecido de la escena política cuando él ascendiera a general de Brigada.

—¿Cuántos helicópteros tenemos? —le oyó preguntar, dirigiéndose al coronel.

—Uno.

—Haré venir tres más. ¿Aviones?

—Seis. Pero no podemos distraerlos. La mayoría de los puestos tan sólo pueden abastecerse por el aire.

—Traeré una escuadrilla. Que rastreen toda el área de Gerifíes. —Hizo una pausa—. Y quiero que sitúen dos regimientos al otro lado de la «tierra vacía» de Tikdabra.

—¡Pero eso está fuera de nuestras fronteras! —protestó el coronel—. Lo considerarán como invasión de un país vecino…

—Déjele esos problemas al ministro de Asuntos Exteriores y preocúpese de cumplir mis órdenes.

Se interrumpió molesto porque habían golpeado a la puerta. Esta se abrió y un ordenanza cuchicheó algo al oído del secretario Anuhar-el-Mojkri, que había permanecido en silencio durante toda la reunión y cuyo semblante se alteró visiblemente. Asintió con un gesto, cerró de nuevo la puerta y comentó:

—Perdone, Excelencia, pero me comunican que acaba de llegar el gobernador.

—¿Ben-Koufra…? —Se sorprendió Madani—. ¿Vivo?

—Así es, señor. En mal estado, pero vivo… Aguarda en su despacho.

El ministro se puso en pie de un salto y sin saludar siquiera a los presentes, abandonó la sala, cruzó la alta galería seguido por Anuhar-el-Mojkri y por las asustadas miradas de los funcionarios locales, y penetró en el amplio despacho en penumbras del gobernador, dejando fuera al secretario, que, prácticamente, se golpeó contra la pesada puerta.

Con barba de diez días, sucio, enflaquecido y ojeroso, el gobernador Hassán-ben-Koufra era una sombra del hombre orgulloso, altivo y seguro que había abandonado una tarde aquel mismo despacho camino de la mezquita. Derrumbado en uno de los pesados sillones, contemplaba, sin ver, el bosque de palmeras a través de los pesados visillos, y se diría que su mente estaba muy lejos, probablemente en la cueva donde había sufrido la más traumatizante experiencia de su vida. Ni siquiera alzó los ojos cuando Madani entró, y este tuvo que colocarse ante él, para que al fin reparara en su presencia.

—No esperaba volver a verte.

Los ojos, enrojecidos por el cansancio y se diría que dilatados por el terror, se alzaron lentamente y le costó trabajo reconocer a su interlocutor. Al fin musitó con voz ronca, apenas audible:

—Yo tampoco… —Mostró sus muñecas llagadas y en carne viva—: ¡Mira!

—Es mejor que estar muerto… Y por tu culpa, catorce hombres han sido asesinados y el país está en peligro.

—Nunca imaginé que lo lograría… Estaba seguro de que lo enviaba a una trampa y en Gerifíes acabarían con él. Teníamos allí a nuestra mejor gente.

—¿La mejor…? —exclamó—. Los degolló como a gallinas, uno por uno… Y ahora Abdul está libre. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

Asintió con un gesto:

—Lo atraparemos.

—¿Cómo? Ahora no lo acompaña un muchacho fanático e inepto, sino un targuí que conoce esta tierra como jamás la conoceremos ninguno de nosotros. —Tomó asiento frente a él, en el sofá y se alisó los cabellos con un gesto mecánico—. Y pensar que fui yo quien te propuso para este puesto e insistí en tu nombre…

—Lo lamento.

—¿Lo lamentas…? —Soltó una corta carcajada, amarga y despectiva—. Si al menos estuvieras muerto podría decir que te torturaron hasta límites inhumanos… Pero estás aquí, vivo y presumiendo de unas heridas que cicatrizarán en quince días. Cualquier estudiante revoltoso resiste más a mis hombres de lo que le has resistido tú a ese targuí. Antes eras más duro.

—Cuando era joven y eran paracaidistas franceses los que torturaban… Entonces creía en algo. La causa era buena. Tal vez no estaba convencido de que fuera justo mantener a Abdul encerrado de por vida.

—Te pareció justo mientras te proporcionó este despacho y un nombramiento de gobernador —le recordó—. Y te pareció justo cuando decidimos qué hacer con él. Entonces no era «Abdul»; era el enemigo, el diablo; el que llevaba al país hacia el caos porque nos estaba apartando a nosotros, sus íntimos, del Gobierno. No, Hassán —negó con decisión—, no trates de engañarme, que te conozco hace tiempo. La realidad es que el poder, los años y la comodidad, te han vuelto blando y asustadizo… Se podía ser un héroe y resistir cuando no se tenía nada que perder más que la esperanza en un futuro mejor. Pero no cuando se vive en un palacio y se tiene una cuenta en Suiza como la tuya… No lo niegues —le atajó—. Recuerda que mi obligación es estar informado, y sé cuánto te pagan las compañías petroleras por tu colaboración.

—Menos que a ti probablemente.

—Desde luego… —admitió Alí Madani sin escandalizarse—. Pero de momento eres tú quien está en entredicho y no yo… —Se dirigió a la ventana a observar el muecín que llamaba a los fieles desde el alminar de la mezquita, y comentó sin volverse a mirarle—: Reza porque pueda arreglar lo que has estropeado, o será algo más que un puesto de gobernador lo que pierdas.

—¿Quiere eso decir que me has destituido…?

—¡Naturalmente! —replicó—. Y te garantizo que, si no encuentro a Abdul, haré que te juzguen por traición.

El gobernador Hassán-ben-Koufra no respondió, absorto como estaba en observar las llagas que habían dejado las correas en sus muñecas, y meditando en que, días atrás, y en aquel mismo despacho, había sido él quien ocupara la posición de Madani, juzgando duramente a un hombre por culpa de aquel targuí que se estaba convirtiendo en una obsesión para todos.

Evocó las horas y los días de ansiedad y zozobra que pasó en la cueva, preguntándose a cada instante si realmente el targuí enviaría a alguien a buscarle o le dejaría morir allí, como un perro, de hambre, terror y sed.

Y evocó igualmente el modo en que el otro había demostrado ser más inteligente que él, descubriendo, sin esforzarse mucho, cuál era su punto débil, y de qué forma resultaba factible conseguir su colaboración sin necesidad de tocarle.

Comprendió que odiaba al targuí por todo ello, pero le odiaba más aún, sobre todo, porque hubiese sido capaz de cumplir su promesa enviando a salvarle.

—¿Por qué? —preguntó Alí Madani, volviéndose a mirarle de nuevo como si hubiera estado leyendo su pensamiento—. ¿Por qué un hombre que mata con la frialdad con que él lo hace, te dejó libre…?

—Lo había prometido.

—Y un targuí siempre cumple sus promesas, lo sé… Aun así, me cuesta trabajo admitir que exista una mente que admita que es lícito degollar a unos desconocidos que duermen, pero no es lícito incumplir la promesa hecha a un enemigo. —Agitó la cabeza negativamente y fue a tomar asiento tras la pesada mesa, en el sillón que había pertenecido a su interlocutor—. A veces me pregunto cómo es posible que vivamos en el mismo país si tenemos tan pocas cosas en común… —Continuó como si hablase consigo mismo—. Es parte de la herencia que debemos agradecerle a los franceses: nos mezclaron como en un gigantesco puding, y nos cortaron luego en pedazos, dividiéndonos a su antojo. Ahora, veinte años después, nos sentamos aquí, a tratar inútilmente de entender algo los unos de los otros.

—Eso ya lo sabíamos… —señaló Hassán-ben-Koufra cansinamente—. Todos habíamos llegado a la misma conclusión, pero a ninguno se le ocurrió renunciar a la parte que no nos correspondía, conformándonos con un país más pequeño y homogéneo… —Abrió y cerró las manos como si le costara hacerlo, conteniendo un gesto de dolor—. La ambición nos cegaba y hubiéramos anhelado más y más territorio, aun a sabiendas de que no sabríamos gobernarlo. De ahí nuestra política: si no conseguimos que los beduinos se adapten a nuestro modo de ser, debemos destruirlos. ¿Qué hubiéramos hecho si los franceses hubieran tratado de destruirnos años atrás porque no nos adaptábamos a su forma de ser…?

—Lo que hicimos al fin: independizarnos… Tal vez sea ese el futuro de los tuareg: independizarse de nosotros.

—¿Los imaginas independientes?

—¿Nos imaginaron acaso alguna vez los franceses, hasta que comenzamos a tirarles bombas y demostrar que podíamos serlo? Ese Gacel, o como quiera que se llame, ha demostrado que puede vencernos. Si todos los suyos se le unieran, te garantizo que nos arrojarían del desierto. Y medio mundo estaría dispuesto a ayudarles a cambio del petróleo de sus tierras… No —señaló convencido—, no debemos darles la oportunidad de averiguar que podrían convertir sus camellos en «Cadillacs» de oro.

—¿Para eso has venido?

—Para eso, y para acabar de una vez con Abdul-el-Kebir.