Le despertaron la luz y el silencio.

El sol penetraba a raudales por la enrejada ventana, iluminando las largas hileras de libros y sacando destellos plateados al cenicero de latón repleto de colillas, pero, pese a ello, pese a lo avanzado de la hora, no escuchó ni un rumor en el patio, y estaba seguro de que no había sonado, como cada amanecer, el toque de diana.

Le inquietó aquel silencio. Los años le habían acostumbrado a una rutina militar y rígida en la que cada uno de sus actos se encontraba regido por un horario espartano, y advertir de improviso que ese horario se alteraba y no le habían hecho saltar de la cama a las seis en punto, con media hora de tiempo para asearse antes de que sirvieran el desayuno, le producía una inexplicable desazón.

Y el silencio.

El agobiante silencio del patio, alborotado siempre a aquella hora por las charlas de los soldados antes de que llegaran los grandes calores, le obligó a saltar del camastro, calzarse los pantalones, y aproximarse a la ventana.

No distinguió a nadie. Ni junto al pozo, ni en las almenas de la esquina oeste, que era la única parte del muro visible desde allí.

—¡Eh! —llamó levemente angustiado—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están todos?

No obtuvo respuesta. Insistió, pero el resultado fue el mismo, y se asustó de veras.

—«Me han abandonado…» —fue lo primero que pensó—. «Se han ido y me han dejado aquí encerrado para que muera de hambre y sed…».

Corrió hacia la puerta y le sorprendió encontrarla entreabierta. Salió al patio y un sol violento le hirió en los ojos al ser devuelto por los blancos muros mil veces encalados por unos soldados que ninguna otra obligación tenían, durante días y años, que repasar una y otra vez las inmaculadas paredes.

1 Pero ninguno de ellos aparecía a la vista. Y ninguno de ellos montaba guardia en la garita de las esquinas, o junto a la puerta, a través de la cual podía distinguir el desierto sin límites.

—¡Eh! —repitió una vez más—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?

El silencio. El maldito silencio, sin que ni un soplo de aire trajera un rumor de vida o alterara la quietud de un lugar que parecía petrificado, aplastado y destruido por un sol que empezaba a calentar con fuerza.

Bajó de dos saltos los cuatro escalones y avanzó hacia el pozo llamando hacia las oficinas, el comedor y los alojamientos de las tropas.

—¡Capitán…! ¡Capitán…! ¿Qué broma es esta? ¿Dónde se han metido?

Una sombra oscura nació de entre las sombras de la cocina. Era un targuí alto, muy delgado, con un oscuro litham cubriéndole el rostro, un fusil en una mano y una larga espada en la otra.

Se detuvo bajo el porche.

—Están muertos —dijo.

Le observó incrédulo.

—¿Muertos…? —repitió estúpidamente—. ¿Todos…?

—Todos.

—¿Quién los mató?

—Yo.

Se aproximó sin dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Tú…? —inquirió agitando la cabeza como para desechar la idea—. ¿Pretendes decirme que tú, sin ayuda de nadie, has matado a doce soldados, un sargento y un oficial…?

Asintió con naturalidad:

—Dormían.

Abdul-el-Kebir, que había visto morir a miles de personas, que había ordenado ejecutar a muchas, y que aborrecía a todos y cada uno de sus carceleros, experimentó sin embargo una insoportable sensación de angustia y vacío en la boca del estómago, y se apoyó levemente en el poste de madera que soportaba el porche para no perder el equilibrio.

—¿Los has asesinado mientras dormían? —inquirió—. ¿Por qué?

—Porque ellos asesinaron a mi 1huésped. —Hizo una pausa—. Y porque eran demasiados. Si uno daba la voz de alarma, hubieras muerto de viejo entre estas cuatro paredes…

Abdul-el-Kebir le observó en silencio y agitó la cabeza afirmativamente, como si comprendiese algo que se le antojó oscuro en un principio.

—Ahora te recuerdo… —admitió—. Eres el targuí que nos dio hospitalidad… Te vi cuando me llevaban.

—Sí —asintió. Soy Gacel Sayah, eras mi huésped, y tengo la obligación de llevarte al otro lado de la frontera.

—¿Por qué?

Le miró sin comprender. Por último, señaló:

—Es la costumbre… Pediste mi protección y debo protegerte.

—Matar a catorce hombres por protegerme resulta excesivo, ¿no crees…?

El targuí no se dignó responder y echó a andar en dirección a la abierta puerta.

—Traeré los camellos… —dijo—. Prepárate para un largo viaje.

Le observó mientras se alejaba, perdiéndose de vista más allá del portalón abierto de par en par, y le agobió sentirse solo en el fortín abandonado. Le agobió y le asustó incluso más que cuando lo vio por primera vez abrigando la certeza de que jamás saldría vivo de él y aquellos muros se convertirían a la vez en su prisión y su tumba.

Permaneció unos instantes muy quieto, escuchando aun a sabiendas de que no había nada que escuchar, pues el viento y los hombres eran los únicos capaces de provocar algún ruido, y era un día sin viento y los hombres habían muerto.

¡Catorce!

Recordaba sus caras, una por una, desde el afilado rostro intensamente pálido del capitán que odiaba el sol y amaba la penumbra de su despacho, a los sudorosos y congestionados mofletes del cocinero, pasando por los largos bigotes insolentes del sucio cabo que le atendía limpiando la celda y trayendo la comida.

Conocía también a cada centinela y cada pinche; había jugado con ellos a los dados o había escrito cartas para sus familiares, leyéndoles a veces novelas en las infinitas noches del desierto, pues, con frecuencia, resultaba imposible determinar quién, de entre todos ellos, era el más prisionero de aquel fortín de los confines del desierto.

Los conocía a todos y ahora estaban muertos.

Se preguntó qué clase de hombre era aquel que admitía que había matado a catorce seres humanos mientras dormían, sin la más leve alteración de la voz, sin una disculpa, sin señal alguna que delatase el menor síntoma de arrepentimiento.

Era un targuí, desde luego, y en la Universidad le habían enseñado que aquella raza nada tenía que ver con las demás razas del mundo, y su moral o sus costumbres ningún punto de contacto con la moral o las costumbres del resto de los mortales.

Era un pueblo altivo, indomable y rebelde que se regía por sus propias leyes, pero nadie le había explicado entonces que tales leyes contemplaran la posibilidad de asesinar fríamente a los durmientes.

«La moral es una cuestión de costumbres y nunca debemos juzgar, según nuestro criterio, los actos de aquellos que tienen, por sus costumbres ancestrales, una visión y un criterio distinto de la vida…».

Recordaba las palabras del «Gran Viejo» como si los años no hubieran pasado, apoltronado tras su enorme mesa, blancas de tiza las manos y las mangas de la oscura chaqueta, tratando de inculcarles el convencimiento de que las restantes etnias que componían lo que algún día sería un país libre, no debían parecerles inferiores por el hecho de que hubieran tenido menos contactos que ellos con los franceses.

«Uno de los grandes problemas de nuestro continente —aseguraba una y otra veces el hecho, innegable, de que gran parte de los pueblos africanos son, de por sí, más racistas aún que los propios colonialistas. Tribus vecinas, casi hermanas, se odian y se desprecian, y ahora, que están llegando las Independencias, se demuestra claramente que el negro no tiene peor enemigo que el propio negro que habla otro dialecto. No cometamos el mismo error. Vosotros, que algún día gobernaréis esta nación, tened muy presente que los beduinos, los tuareg, o los cabileños de las montañas no son inferiores, sino únicamente distintos…».

Distintos.

Nunca dudó a la hora de ordenar un atentado contra uno de aquellos cafés en que se reunían los franceses, sin detenerse ante el hecho de que semejante orden significase la destrucción de muchos inocentes. Nunca dudó tampoco al empuñar la metralleta contra paracaidistas y legionarios y la muerte había estado desde la adolescencia en su camino, y lo siguió estando cuando en los primeros años de su mandato tuvo que enviar a docenas de colaboracionistas a la horca. No tenía por tanto derecho a asustarse por la muerte de catorce carceleros, pero a aquellos carceleros los conocía uno por uno, sabía sus nombres y sus gustos, y sabía, también, que los habían degollado en sus propias camas.

Cruzó despacio el patio, llegó al pie del ancho ventanal del barracón, cubrió el cristal con las manos para evitar el reflejo y atisbó hacia adentro.

No eran más que bultos alineados, dos metros de camastro a camastro, cubiertos por sucias sábanas que no permitían distinguir siquiera una mancha de sangre, empapada por los gruesos jergones.

Ni una respiración, ni un leve ronquido, ni una voz entre sueños, ni el rumor de unas uñas al rascarse la piel reseca por el sol y la arena.

Sólo silencio y algunas moscas que golpeaban contra el cristal como si se hubieran hartado de sangre y pugnasen por escapar hacia la luz y el aire libre.

Diez metros más allá empujó la puerta del pabellón del capitán y el sol penetró por primera vez a raudales en la recargada estancia polvorienta, yendo a detenerse sobre la gran cama del fondo, en la que un cuerpo menudo y muy delgado aparecía también cubierto por una sábana muy blanca.

Cerró de nuevo y recorrió, despacio, cada rincón del fortín, sin descubrir, ni en las garitas, ni ante la puerta, ningún otro cadáver, como si el targuí, por un extraño rito, hubiera preferido arrastrarlos hasta sus camas para taparlos luego.

Regresó a su celda, recogió las cartas, las fotos de sus hijos y el sobado ejemplar del Corán que le acompañaba desde que tenía uso de razón, y lo metió todo, junto a sus escasas ropas, en una bolsa de lona. Luego se sentó a esperar a la sombra del porche, cerca del pozo, cuando ya el sol caía vertical y terrorífico, borrando del suelo todas las sombras.

El calor agobiante le sumió en un sopor inquieto, un remedo de sueño del que despertó sobresaltado, pero sobresaltado por aquel mismo silencio: aquella quietud y aquella angustiosa sensación de vacío, sudando a chorros y experimentando casi dolor en los oídos, como si le hubieran hundido de improviso en un universo hueco, hasta el punto de que murmuró por lo bajo unas palabras con el único objeto de escucharse a sí mismo y corroborar que aún existían sonidos en la tierra.

¿Qué lugar podía existir más callado que aquel gran panteón en que se había convertido el viejo fortín de los confines del Sáhara en un día sin viento?

Por qué lo habían alzado allí, en el centro de la llanura, lejos de los pozos conocidos y las rutas de las caravanas; lejos de los oasis y las fronteras, en el corazón mismo de la nada más absoluta, nadie parecía saberlo.

«El Fortín de Gerifíes», pequeño e inútil, era válido tan sólo bajo la teoría de que convenía tener apoyo logístico y un lugar de descanso para las patrullas nómadas. Tan bueno resultaba por tanto aquel punto como cualquier otro en quinientos kilómetros cuadrados a la redonda, y se cavó un pozo, se alzaron los bajos muros almenados, se trajeron muebles desvencijados, desecho sin duda de viejos cuarteles desmantelados, y se condenó a unos hombres a vigilar un pedazo de desierto, tan desierto, que contaba la tradición que jamás, ni un solo viajero, se aproximó nunca a Gerifíes. Contaba también, esa misma tradición, que la guarnición de la Legión francesa tardó tres meses en enterarse de que ya no eran fuerzas coloniales, sino extranjeros vencidos.

Seis tumbas anónimas se alzaban en el exterior del muro trasero. En un tiempo contaron incluso con una cruz y un nombre cada una, pero años atrás el cocinero tuvo que quemar las cruces cuando se le acabó la leña y muchas veces Abdul-el-Kebir se había preguntado quiénes serían los cristianos que fueron a morir allí, tan lejos de su patria, y qué extraña historia les obligó a enrolarse en la Legión y acabar sus días en la soledad sin horizontes del Sáhara.

«Un día cavarán mi tumba junto a ellos —se dijo siempre—. Serán siete entonces las tumbas anónimas, y a partir de ese momento mis guardianes podrán abandonar Gerifíes… El héroe de la Independencia descansará para la eternidad junto a seis desconocidos mercenarios…».

Pero no había sido así, y serían catorce las tumbas necesarias ahora; tumbas sobre las que nadie querría escribir nunca los nombres, pues a nadie le interesaría que se supiese dónde yacía un puñado de ineptos carceleros.

De nuevo, instintivamente, volvió el rostro hacia el ventanal del barracón y le costó trabajo aceptar que allí comenzaban a pudrirse, bajo el seco calor insoportable, los cuerpos de cuantos habían llenado con sus voces y su presencia aquel lugar hasta la noche antes.

¡Cuántas veces había sentido la tentación de estrangular a alguno de ellos con sus propias manos! Durante sus años de cautiverio la mayoría le trató con respeto, pero otros le habían hecho víctima de toda clase de humillaciones, en especial en los últimos tiempos, a raíz de su regreso. El castigo por su evasión había afectado a toda la guarnición por igual, privada de concesión de permisos por un año, y muchos fueron partidarios de provocar un «accidente» que acabara con él de una vez por todas y les librara para siempre de lo que se había convertido ya en un encarcelamiento compartido.

Ahora le espantaba la idea de reanudar la larga fuga; la infinita caminata a través de las arenas y los pedregales siempre bajo un sol incansable, sin saber hacia dónde se dirigía y si aquella llanura desolada tenía realmente fin en alguna parte. Recordaba con espanto el tormento de la sed y el dolor insufrible de cada uno de sus músculos acalambrados, y se preguntaba por qué continuaba sentado allí, a la sombra, con su hatillo en la mano, aguardando el regreso de un hombre, un asesino, que quería conducirle de nuevo a las arenas y los pedregales.

Y apareció de pronto a su lado, nacido de la nada, silencioso pese a los cuatro cargados camellos que le seguían sin un rumor siquiera, como si se hubieran contagiado de su amo o les espantase el hecho, que su instinto percibía, de que habían penetrado en un mausoleo.

Señaló hacia, el barracón con la cabeza:

—¿Por qué llevaste a los centinelas a su cama? ¿Crees que están mejor allí que donde los mataste? ¿Qué importancia puede tener ya?

Gacel le observó un instante como si no comprendiese a qué se refería. Al fin se encogió de hombros:

—Un ave carroñera descubre un cadáver al aire libre a las dos horas de muerto —replicó—. Pero se necesitarán tres días para que el olor atraviese esas paredes, y para entonces estaremos ya camino de la frontera.

—¿Qué frontera?

—¿Acaso no son buenas todas las fronteras?

—La del Sur y la del Este, sí. Pero si cruzo la del Oeste me ahorcarán en el acto.

Gacel no respondió, inmerso como estaba en la tarea de sacar agua del pozo y dar de beber a los insaciables animales, pero cuando hubo concluido, reparó en la bolsa de lona.

—¿No llevas más que eso? —quiso saber.

—Es todo lo que tengo…

—No es mucho para quien ha sido presidente de un país… —indicó hacia adentro—. Ve a la cocina y trae provisiones y todos los recipientes para llevar agua que consigas. —Agitó la cabeza—. El agua va a ser nuestro problema en este viaje.

—En el desierto el agua siempre es el problema… ¿O no?

—Sí, desde luego, pero adonde vamos, más que en ninguna otra parte.

—¿Y a dónde vamos, si puedo saberlo…?

—Adonde nadie pueda seguirnos: A la «gran tierra vacía» de Tikdabra.