—Abdul-el-Kebir fue el artífice de nuestra Independencia, un héroe nacional, el primer Presidente de la nación, como tal nación. ¿Realmente es posible que nunca oyeras hablar de él?

—Nunca.

—¿Dónde has estado metido todos estos años?

—En el desierto… Nadie fue a contarme lo que ocurría.

—¿No pasaban viajeros por tu campamento?

—Pocos… Y teníamos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué pasó con Abdul-el-Kebir?

—El actual Presidente lo derrocó… Le quitó el poder, pero lo respetaba y no se atrevió a matarle. Habían combatido juntos y juntos estuvieron muchos años en las cárceles francesas. —Agitó la cabeza negativamente—. No. No podía matarle… Ni su conciencia, ni el pueblo, se lo hubieran perdonado.

—Pero lo encarceló, ¿no es cierto?

—Lo deportó. Al desierto.

—¿Dónde?

—Al desierto. Ya te lo he dicho.

—El desierto es muy grande.

—Lo sé. Pero no tan grande como para que uno de sus partidarios no lo encontrara y le ayudara a huir. Así fue a parar a tu jaima.

—¿Quién era el joven?

—Un fanático. —Contempló largamente la hoguera que se iba consumiendo muy despacio, y pareció hundirse en sus pensamientos. Cuando habló no miró al targuí, sino que lo hacía casi para sí mismo—. Un fanático que quería conducirnos a la guerra civil. Si Abdul consiguiera la libertad, organizaría la oposición desde el exilio y acabaríamos sumergidos en un baño de sangre. Los franceses, que tanto le persiguieron en un tiempo, le apoyarían ahora. —Hizo una pausa—. Le prefieren a nosotros…

Alzó el rostro y paseó muy despacio la mirada por la angosta cueva para detenerla al fin sobre Gacel que le observaba a su vez, recostado contra un saliente de la roca. Su voz sonó sincera al añadir:

—¿Comprendes por qué te repito una y otra vez que estás perdiendo el tiempo? Nunca me canjearán por él, y los disculpo. No soy más que un simple gobernador: un funcionario fiel y útil, que cumple su trabajo lo mejor que puede, pero por el que nadie se arriesgaría a una guerra civil… Tienen que pasar muchos años para que el recuerdo de Abdul-el-Kebir se diluya en la nada y pierda su carisma… —tomó cuidadosamente, con las manos atadas como las tenía, el vaso de té y se lo llevó a los labios sorbiendo para no quemarse—. Y las cosas no han ido demasiado bien en este tiempo… —continuó—. Se han cometido errores; errores propios de todas las naciones recién independizadas y los gobiernos nuevos, pero hay muchos que no lo entienden así y están descontentos… Abdul supo prometer cosas… Cosas que el pueblo espera que nosotros cumplamos, y que jamás podremos darle porque resultan utópicas…

Guardó silencio y depositó de nuevo el vaso sobre la arena, cerca del fuego, advirtiendo, clavados en él, los ojos del targuí que asomaban por encima de su litham y parecían querer penetrar más allá de su frente.

—Le tienes miedo —sentenció al fin Gacel—. Tú y los tuyos le tenéis un miedo espantoso, ¿no es cierto…?

Asintió convencido.

—Le habíamos jurado fidelidad, y aunque no participé en la conjura y me enteré cuando ya todo había ocurrido, no me atreví a protestar —sonrió con tristeza—. Compraron mi silencio con un nombramiento de gobernador absolutista de un territorio inmenso, y acepté agradecido. Pero tienes razón, y en el fondo aún le temo. Todos le tememos porque dormimos con la seguridad de que un día volverá a pedir cuentas. Abdul siempre vuelve.

—¿Dónde está ahora…?

—En el desierto otra vez.

—¿En qué parte?

—Nunca te lo diré.

El targuí le miró fijamente, con severidad, y el tono de su voz denotaba que se hallaba plenamente convencido de lo que decía.

—Si me lo propongo, lo dirás —aseguró—. Mis antepasados eran famosos por su capacidad de torturar a sus prisioneros, y aunque ya no lo hacemos, los viejos métodos se han ido transmitiendo, de boca en boca, como mera curiosidad. —Tomó la tetera y llenó de nuevo los vasos—. ¡Escucha! —continuó—. Tal vez no lo entiendas porque no has nacido en esta tierra, pero yo no podré dormir en paz mientras no sepa a ese hombre tan libre como el día que apareció ante la puerta de mi jaima. Si para ello tengo que matar, destruir, o incluso torturar, lo haré, aun lamentándolo. No puedo devolverle la vida al que mandaste asesinar, pero sí puedo devolverle la libertad al otro.

—No puedes.

Le miró con extraña fijeza:

—¿Estás seguro?

—Completamente. En El-Akab únicamente yo sé dónde está, y por más que me tortures, no te lo diré.

—Te equivocas —sentenció Gacel—. Alguien más lo sabe.

—¿Quién?

—Tu esposa.

Le alegró comprender que había acertado, porque el rostro de Hassán-ben-Koufra se alteró y por primera vez perdió su aplomo. Quiso protestar tímidamente, pero Gacel interrumpió con un gesto.

—No trates de engañarme —pidió—. Hace quince días que te vigilo, y te he visto con ella… Es una de esas mujeres con las que un hombre comparte todos sus secretos con absoluta confianza. ¿O no…?

Le observó con atención:

—A veces me pregunto si eres un simple targuí ignorante, nacido y criado en el más inmundo de los desiertos, o se oculta alguien más tras ese velo.

El targuí sonrió levemente:

—Dicen que nuestra raza era ya inteligente, culta y poderosa, allá en la isla de Creta en tiempo de los faraones. Tan inteligente y poderosa, que trató de invadir Egipto, pero una mujer los traicionó y perdieron la gran batalla. Unos huyeron hacia el Este, se establecieron junto al mar y formaron el pueblo de los fenicios, que dominaron los océanos. Otros escaparon hacia el Oeste y se establecieron sobre las arenas, dominando el desierto. Miles de años después, llegasteis vosotros, los bárbaros árabes a los que Mahoma acababa de sacar de la más negra ignorancia…

—Sí, ya he oído esa leyenda que os proclaman descendientes de los «garamantes». Pero no la creo.

—Puede que no sea cierta, pero sí lo es que estamos aquí mucho antes que vosotros, y que siempre fuimos más inteligentes, aunque menos ambiciosos. Nos gusta nuestra vida y no aspiramos a más. Preferimos dejar que piensen lo que quieran de nosotros, pero, cuando nos provocan, reaccionamos —endureció su voz—. ¿Me dirás dónde está Abdul-el-Kebir, o tendré que preguntárselo a tu esposa?

El gobernador Hassán-ben-Koufra recordó lo que el ministro del Interior le recomendara la víspera de su partida hacia El-Akab:

—«No te fíes de los tuareg —le había dicho—. No te dejes llevar por su apariencia, porque me consta que poseen el cerebro más analítico y la más rara astucia del continente. Son una raza aparte, que si se lo propusiera nos dominaría a nosotros, los de la costa o la montaña. Un targuí puede entender lo que es el mar sin haberlo visto nunca, o desentrañar un problema filosófico del que ni tú ni yo comprendiéramos siquiera los términos de la exposición. Su cultura es muy antigua, y aunque como grupo social se han ido deteriorando al cambiar su entorno y perder su espíritu guerrero, como individuos continúan siendo particularmente notables. ¡Cuídate de ellos…!».

—Un targuí nunca le haría daño a una mujer —dijo al fin—. Y no creo que seas la excepción. El respeto a la mujer es para vosotros casi tan importante como la ley de la hospitalidad. ¿Quebrantarás una ley por hacer cumplir otra…?

—No, desde luego —admitió Gacel—. Pero no necesitaré hacerle daño. Si ella comprende que tu vida depende de que me diga o no dónde se encuentra Abdul-el-Kebir, me lo dirá.

Hassán-ben-Koufra pensó en Tamat, en sus trece años de matrimonio y sus dos hijos, y tuvo la absoluta seguridad de que el targuí estaba en lo cierto. Y no podía culparla, porque sabía que él haría lo mismo. Al fin y al cabo confesar dónde se encontraba Abdul-el-Kebir no significaba ponerle en libertad.

—Está en el fortín de Gerifíes —dijo al fin.

Gacel tuvo la sensación de que decía la verdad y calculó mentalmente la distancia.

—Necesitaré tres días para llegar, y uno más para conseguir camellos y provisiones… —meditó largamente y su voz tenía un cierto tono divertido—. Eso quiere decir que cuando me tiendan una emboscada en el guelta de Sidi-el-Madia, yo ya estaré en Gerifíes. —Bebió su té muy despacio, con delectación—. Nos esperarán un día; dos como máximo antes de comprender la verdad y mandar aviso para que me esperen…¡Tengo tiempo! —afirmó convencido—. Sí. Creo que tengo tiempo.

—¿Y qué harás conmigo? —inquirió el gobernador con un leve temblor en el tono de voz.

—Debería matarte, pero te dejaré agua y comida para diez días. Si me has dicho la verdad, mandaré a alguien. Si me has mentido y Abdul-el-Kebir no está en ese lugar, morirás de hambre y sed, porque las ataduras de piel de camello nadie puede romperlas.

—¿Cómo sé que de verdad mandarás a alguien a buscarme?

—No puedes saberlo, pero lo haré… ¿Tienes dinero?

El gobernador Hassán-ben-Koufra señaló con un gesto de barbilla la cartera que guardaba en el bolsillo posterior de su pantalón, y el targuí la tomó. Apartó los billetes mayores y los partió cuidadosamente por la mitad. Guardó una parte, y dejó otra en la cartera que abandonó junto a la hoguera.

—Buscaré a un nómada, le daré esta mitad de los billetes, y le explicaré dónde puede encontrar la otra mitad… —Sonrió bajo el velo—. Por una suma semejante, cualquier beduino pasaría un mes a camello. No te preocupes —le tranquilizó—. Vendrán a por ti. Ahora quítate los pantalones.

—¿Por qué? —se alarmó.

—Vas a pasar diez días en esta cueva, atado de pies y manos… Si te orinas y te ensucias encima, te saldrán llagas. —Hizo un gesto expresivo con las manos—. Estarás mejor con el culo al aire…

Su Excelencia el gobernador Hassán-ben-Koufra, autoridad suprema e indiscutible de un territorio mayor que Francia fue a protestar, pero pareció pensárselo mejor, se tragó su orgullo y su ira, y comenzó a desabrocharse trabajosamente el cinturón y los pantalones.

Gacel le ayudó a quitárselos, le ató luego a conciencia, y le despojó por último del reloj y un anillo adornado con un grueso brillante.

—Esto pagará los camellos y las provisiones —señaló—. Soy pobre, y tuve que matar mi montura. Era un hermoso mehari. Nunca encontraré otro igual.

Recogió sus cosas, dejó apoyada en la pared una gerba de agua y un saco de frutos secos y los señaló con un gesto.

—¡Cuídalos! —aconsejó—. Sobre todo, el agua. Y no trates de liberarte. Te haría sudar y necesitarías beber. En ese caso, tal vez el agua no te alcance. Procura dormir… Eso es lo mejor: dormir no consume energías…

Salió. Fuera la noche estaba oscura bajo un negro cielo sin luna salpicado de estrellas que allí, en las montañas, parecían aún más cerca, casi rozando las crestas de los picachos que se alzaban sobre su cabeza y permaneció unos instantes pensativo, orientándose tal vez, o trazando en su mente el camino que había de seguir desde donde se encontraba, a un lejano fortín. Necesitaba, ante todo, cabalgaduras, gran cantidad de provisiones, y gerbas en las que almacenar todo el agua que pudiese, pues le constaba que por los alrededores del erg de Tikdabra no existían pozos, y más al Sur se abría «la gran tierra vacía» de la que nadie conocía exactamente los límites.

Anduvo toda la noche, con aquel su paso rápido y elástico, un paso que agotaría a cualquiera, pero que para un targuí constituía algo consustancial con la vida, y el amanecer le sorprendió en la cumbre de una colina que dominaba un valle por el que miles de años atrás debió correr un riachuelo. Los nómadas sabían que en aquel valle bastaba cavar medio metro para que un atankor ofreciera agua suficiente para cinco camellos y era por tanto paso obligado para las caravanas que, viniendo del Sur, se dirigían al gran oasis de El-Akab.

Pudo distinguir tres campamentos distribuidos a lo largo del cauce que, con la primera claridad, comenzaban a reavivar sus fuegos y recoger las bestias que pastaban por las laderas, preparándose para reemprender la marcha.

Observó con atención, sin dejarse ver, hasta que tuvo la absoluta seguridad de que no había soldados entre ellos, y sólo entonces se decidió a descender para detenerse frente a la mayor de las jaimas que encontró en su camino, y en la que cuatro hombres sorbían el té de la mañana.

¡Metulem, metulem!

Aselam aleikum —fue la respuesta unánime—. Siéntate y toma el té con nosotros. ¿Galletas?

Agradeció las galletas, el queso, casi rancio, pero fuerte y sabroso, y jugosos dátiles con los que acompañó un té pringoso, dulce y muy azucarado, que calentó su cuerpo haciendo huir el frío del amanecer en el desierto.

El que parecía comandar el grupo, un beduino de rala barba, y ojos astutos que miraban fijamente, inquirió sin entonación alguna en la voz:

—¿Eres tú Gacel? ¿Gacel Sayah, del Kel-Talgimus…? —Ante su mudo asentimiento, añadió—: Te buscan.

—Lo sé.

—¿Has matado al gobernador?

—No.

Le miraban con interés e incluso habían dejado de masticar esforzándose probablemente por averiguar si decía o no la verdad.

Al fin el beduino añadió con naturalidad:

—¿Necesitas algo?

—Cuatro meharis, agua y comida. —Extrajo de la bolsita de cuero rojo que colgaba de su cuello el reloj y el anillo y los mostró—: Pagaré con esto.

Un anciano escuálido de largas y delicadas manos de «majarrero», tomó el anillo y lo estudió con la expresión de quien conoce su oficio, mientras el de la rala barba observaba a su vez el pesado reloj.

El artesano entregó al fin la joya a su jefe:

—Vale al menos diez camellos —aseguró—. La piedra es buena.

El otro asintió, se quedó con el anillo y alargó el brazo devolviendo el reloj.

—Llévate cuanto necesitas a cambio del anillo —sonrió—. Esto puede hacerte falta.

—No sé usarlo.

—Tampoco yo, pero cuando quieras venderlo te pagarán bien… Es de oro.

—Ofrecen dinero por tu cabeza —comentó el «majarrero» sin darle importancia—. Mucho dinero.

—¿Sabes de alguien que pretenda cobrarlo?

—No de los nuestros —puntualizó el más joven de los beduinos que había estado contemplando al targuí con indudable admiración—. ¿Necesitas ayuda? Puedo acompañarte.

El jefe, probablemente su padre, negó con un gesto de desaprobación:

—No necesita ayuda. Con tu silencio, le basta. —Hizo una pausa—. Y no debemos mezclarnos en esto. Los militares están furiosos y ya hemos tenido bastantes problemas con ellos. —Se volvió a Gacel—. Lo siento, pero debo proteger a los míos.

Gacel Sayah asintió.

—Lo comprendo. Ya haces bastante al venderme tus camellos. —Dirigió una mirada de simpatía al jovenzuelo—. Y tienes razón: no necesito ayuda, sólo silencio.

El muchacho inclinó la cabeza leve mente, como agradeciéndole su deferencia, y se puso en pie.

—Te elegiré los mejores camellos y cuanto necesitas. También llenaré tus gerbas.

Se alejó con paso rápido, seguido por la mirada de los otros, y sin duda el jefe se sentía orgulloso de él.

—Es valiente y animoso, y admira tus hazañas —comentó. Llevas camino de convertirte en el hombre más famoso del desierto.

—No es eso lo que busco —replicó convencido—. No pretendo más que vivir en paz con mi familia. —Hizo una pausa—. Y que se cumplan nuestras leyes.

—Ya nunca podrás vivir en paz con tu familia —le advirtió el «majarrero»—. Tendrás que marcharte del país.

—Hay una frontera al sur de las «tierras vacías» de Tikdabra —señaló el jefe—. Y otra al Este, a unas tres jornadas de las montañas de Huaila. —Agitó la cabeza negativamente—. Las del Oeste están lejos, muy lejos. Nunca llegué a ellas. Por el Norte están las ciudades y el mar. Tampoco fui allí nunca.

—¿Cómo puedo saber cuándo he cruzado una frontera y estoy a salvo? —inquirió interesado.

Los otros se miraron entre sí, incapaces de conocer la respuesta. El que no había hablado hasta ese momento, un negro akli, hijo de esclavos, se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe con exactitud. Nadie —repitió seguro de lo que decía—. El año pasado bajé con una caravana hasta el Níger, y ni a la ida ni a la vuelta sabíamos nunca en qué país nos encontrábamos.

—¿Cuánto tardasteis en llegar al río?

El negro meditó la respuesta tratando de hacer memoria. Al fin, no muy convencido, aventuró:

—¿Un mes…? —Chasqueó la lengua como tratando de desechar unos pensamientos desagradables—. Casi el doble a la vuelta. Llegó la sequía, los pozos se agotaron y tuvimos que dar un gran rodeo para evitar Tikdabra. Cuando yo era niño, podían encontrarse buenos pozos y sabanas muchos días antes de llegar al río. Ahora, las arenas amenazan sus orillas, los pozos se han cegado y los últimos rastros de hierba desaparecen. Llanuras donde antes pastaba el ganado de los peuls, no son buenas ya ni para los camellos más hambrientos, y de poblados oasis que constituían un descanso, no queda ni el recuerdo. —Chasqueó la lengua nuevamente—. Y no soy viejo… —puntualizó—. No. No soy viejo. Es el desierto que avanza demasiado aprisa…

—A mí no me importa que el desierto avance y se trague otras tierras —le hizo notar Gacel—. Estoy bien aquí. Me preocupa que ya ni siquiera el desierto sea lo suficientemente grande como para que nos permitan vivir en paz. Cuanto más crezca, mejor. Quizás así algún día se olviden de nosotros.

—No se olvidarán… —afirmó el «majarrero»—. Han encontrado petróleo y el petróleo es lo que más interesa a los rumi. Lo sé porque trabajé dos años en la capital y allí todas las conversaciones giran siempre, de una forma u otra, en torno al petróleo.

Gacel observó al anciano, con renovado interés. Los «majarreros», como todos los artesanos, bien fuera que trabajaran la plata y el oro, como aquel, la piel, o la piedra, estaban considerados por los tuareg como una casta inferior, situada a mitad de camino entre un imohag y un ingad o vasallo, e incluso a veces, entre un ingad y un esclavo akli. Pero, aun así clasificados, los tuareg reconocían que los «majarreros» constituían probablemente la clase más culta de todo su sistema social, ya que muchos de ellos sabían leer y escribir y algunos habían viajado más allá de las fronteras del desierto.

—Estuve una vez en una ciudad… —comentó al fin—. Pero era muy pequeña y todavía mandaban los franceses. ¿Han cambiado mucho las cosas desde entonces…?

—Mucho —admitió—. En aquel tiempo a un lado estaban los franceses y al otro, nosotros. Ahora, nos peleamos entre hermanos, y unos quieren una cosa y otros, otra. —Agitó la cabeza con gesto pesaroso—. Y cuando los franceses se fueron dividieron los territorios con fronteras, trazando una línea en el mapa de modo que una misma tribu, incluso una misma familia, puede pertenecer a dos países. Si el gobierno es comunista, comunista. Si el gobierno es fascista, fascista; si gobierna el rey, monárquico…

Se interrumpió y estudió con detenimiento a su interlocutor para inquirir:

—¿Sabes lo que significa ser comunista?

Gacel negó convencido:

—Nunca oí hablar de ellos. ¿Son una secta?

—Más o menos… Pero no religiosa. Sólo política.

—¿Política? —replicó sin comprender.

—Pretenden que todos los hombres deben ser iguales, con los mismos deberes y derechos, y que las riquezas se repartan entre todos…

—¿Pretenden que sean iguales el listo y el tonto, el imohag y el esclavo, el trabajador y el haragán, el guerrero y el cobarde…? —Soltó una exclamación de asombro—. ¡Están locos! Si Alá nos hizo distintos, ¿por qué pretenden ellos que seamos iguales? —Soltó un resoplido—. ¿De qué me valdría entonces haber nacido targuí?

—Es más complicado que eso —sentenció el anciano.

—Lo imagino… —admitió—. Debe ser mucho, mucho más complicado, pues semejante tontería no admite siquiera discusión. —Hizo una pausa como dando por concluido el tema e inquirió—: ¿Alguna vez oíste hablar de Abdul-el-Kebir?

—Todos hemos oído hablar de él —intervino el jefe de los beduinos adelantándose al «majarrero»—. Fue quien expulsó a los franceses y gobernó los primeros años.

—¿Qué clase de hombre es?

—Un hombre justo —admitió el otro—. Equivocado, pero justo.

—¿Por qué equivocado?

—Todo el que confía en los demás hasta el punto de dejarse arrebatar el poder y encarcelar, es un hombre equivocado.

Gacel se volvió al anciano:

—¿Es de los que pretenden que todos debemos ser iguales? ¿Cómo se llaman…?

—¿Comunista…? —inquirió el «majarrero»—. No. No creo que fuera exactamente comunista. Decían que era socialista.

—¿Y eso qué es?

—Otra cosa.

—¿Parecida?

—No lo sé muy bien.

Buscó aclaración en los rostros de los otros que se limitaron a encogerse de hombros mostrando la misma ignorancia y optó por encogerse de hombros a su vez, convencido de que no llegaría a parte alguna haciendo aquel tipo de preguntas.

—He de irme… —fue todo lo que dijo poniéndose en pie.

Aselam aleikum.

Aselam aleikum.

Se encaminó hacia donde estaban concluyendo de afirmar la carga de sus camellos, comprobó con una ojeada de experto que todo estaba en orden, montó en el más rápido de ellos, y antes de obligarle a ponerse en pie, extrajo un puñado de billetes y se los entregó al muchacho.

—Encontrarás las mitades que faltan en la cueva de las gargantas de Tatalet, a medio día de marcha. ¿La conoces?

—La conozco —afirmó—. ¿Escondiste allí al gobernador?

—Junto a los billetes —replicó—. Dentro de una semana, cuando pases por aquí de regreso de El-Akab, déjalo en libertad…

—Confía en mí.

—Gracias. Y recuerda: dentro de una semana, No antes.

—Descuida. ¡Que Alá te acompañe!

El targuí taloneó el cuello del mehari, que se alzó, los demás le siguieron, y se alejaron sin prisas hasta desaparecer por completo tras un grupo de rocas.

Tan sólo entonces el muchacho regresó a tomar asiento a la puerta de la jaima. Su padre sonrió levemente.

—No te inquietes por él —señaló—. Es targuí, y no existe en el mundo nadie capaz de atrapar a un tuareg solitario en el desierto.