—Está muerto… —masculló el teniente Razmán—. Tiene que estar muerto. Hace ya cuatro días que no se mueve y se diría que se ha convertido en una estatua de sal.

—¿Quiere que vaya a comprobarlo…? —se ofreció uno de los soldados, consciente de que su ofrecimiento podía suponerle los galones de cabo—. El calor comienza a disminuir…

Negó una y otra vez mientras encendía la cachimba con ayuda de un mechero de larga y gruesa cuerda, mechero de marino, los más prácticos en aquellas tierras de arena y viento.

—No me fío de ese targuí… —comentó—. No quiero que te mate en la oscuridad.

—Pero no podemos pasarnos la vida aquí… —le hizo notar el otro—. Queda agua para tres días.

—Lo sé… —admitió. Mañana, si todo sigue igual, mandaré un hombre desde cada lado. No voy a arriesgarme tontamente.

Pero cuando se quedó a solas se preguntó si el mayor riesgo no sería aquel de mantenerse a la expectativa, haciéndole el juego al targuí, incapaz de adivinar sus intenciones porque no aceptaba la idea de que hubiera decidido dejarse morir de calor y sed sin plantear batalla. Por lo que sabía de Gacel Sayah, era uno de los últimos tuareg auténticamente libres, un noble inmouchar, casi un príncipe entre los de su raza, capaz de ir y volver a la «tierra vacía» y capaz igualmente de enfrentarse a un ejército por vengar una ofensa. No era lógico que un hombre así se limitara a dejarse morir cuando se sentía atrapado. El suicidio no estaba en la mente de los tuareg, al igual que no solía estarlo en la mente de la mayoría de los mahometanos, que sabían que aquel que atentaba contra su vida nunca podría aspirar a alcanzar el Paraíso. Tal vez el fugitivo, como otros muchos de su pueblo, no fuera en realidad un devoto creyente y conservara gran parte de sus viejas tradiciones, pero aun así, no lo imaginaba pegándose un tiro, cortándose las muñecas, o dejando que el sol y la sed le consumieran.

Tenía un plan, de eso estaba seguro. Un plan maquiavélico y a la vez muy simple, en el que debían tener un papel importante los elementos que le rodeaban, y que un targuí había aprendido —aun antes de nacer— a usar a su favor, pero por más que se estrujaba el cerebro no lograba desentrañarlo. Presentía que estaba jugando con el cansancio de sus hombres y el suyo propio, y con el convencimiento de que ningún ser humano podía soportar tanto tiempo sin beber en un horno semejante. Estaba jugando a llevar a su ánimo, casi a su subconsciente, la seguridad de que vigilaban a un cadáver, lo que hacía que, sin ellos mismos darse cuenta, relajaran su vigilancia. En ese momento, se les escurriría entre los dedos como un fantasma y desaparecería tragado por la inmensidad del desierto.

Era un razonamiento lógico y tenía plena conciencia de ello, pero cuando más convencido estaba de que no podía equivocarse, recordaba el insufrible calor que había tenido que soportar cuando bajó a la salina, calculaba el agua que debía consumir un ser humano, por muy targuí que fuera, para mantenerse con vida en semejante lugar, y comprendía que todas sus tesis se venían abajo y no existía esperanza alguna de que el fugitivo continuase con vida.

—Está muerto… —se repitió una vez más, furioso consigo mismo y con su impotencia—. ¡El muy hijo de puta tiene que estar muerto!

Pero Gacel Sayah no estaba muerto.

Inmóvil, tan inmóvil como había permanecido durante cuatro días y casi cuatro noches, observó cómo el sol se ocultaba en el horizonte anunciando que las sombras llegarían casi sin transición alguna, y comprendió que era aquella la noche en que al fin tendría que actuar.

Fue como si su mente resurgiera de un extraño sopor en el que conscientemente se había esforzado por sumergirla con la esperanza de convertirse en ser inanimado: una planta lechosa, una roca del erg, o un grano de sal entre los millones de granos de las de la sebhka, venciendo de ese modo su necesidad de beber, transpirar e incluso orinar.

Era como si los poros de su piel se hubieran cerrado, como si su vejiga dejara de tener comunicación con el exterior, y su sangre se transformara en una masa pastosa y lenta que circulaba al ralentí, impulsada por un corazón que había reducido al mínimo sus latidos.

Para ello tuvo que dejar de pensar, de recordar y de imaginar, porque sabía que cuerpo y mente dependían inexorablemente el uno del otro, y el simple hecho de recordar a Laila, pensar en un pozo de agua clara, o soñar que había escapado de aquel infierno, hacía que su corazón latiera de improviso más aprisa, abortando su necesidad de convertirse en «hombre piedra».

Pero lo había conseguido, y ahora despertaba de su largo trance, contemplaba la tarde, y hacía trabajar su mente sacándola del sueño para que este a su vez activara a su cuerpo, fluyera la sangre y cada uno de sus músculos recobrara la fuerza y la flexibilidad que iban a necesitar.

Con las sombras, cuando abrigó la absoluta seguridad de que ya nadie podía verle, comenzó a moverse, primero un brazo, luego el otro, y al fin las piernas y la cabeza, para arrastrarse fuera del refugio y ponerse en pie, necesitando apoyarse para ello en el cadáver del camello, del que advirtió que comenzaba a emanar un hedor acre y profundo.

Buscó la gerba y recurrió una vez más a toda su increíble fuerza de voluntad para tragar el líquido verdoso y repugnante que manaba semiespeso ya, como si, más que agua, se tratara de clara de huevo mezclada con bilis. Luego, buscó su gumía, apartó la silla de montar, y cortó con fuerza la piel de la giba del camello, de la que extrajo su grasa blanquecina, un sebo frío que pronto comenzaría a corromperse, pero que masticó consciente de que era lo único que podía devolverle las fuerzas.

Aun después de muerta, su fiel montura le ofrecía un postrer servicio: sangre de sus venas y agua de su estómago para luchar contra la sed, y su preciosa reserva de grasa para devolverle la vida.

Una hora más tarde, ya noche cerrada, le dirigió una última mirada agradecida, tomó sus armas y la gerba de agua, y emprendió sin prisas, la marcha hacia el Oeste.

Se había despojado de la gandurah azul, dejando a la vista tan sólo la de abajo, y era por tanto una blanca mancha deslizándose en silencio sobre la llanura blanca, y ni aun cuando apareció la Luna, que ya mostraba un primer pellizco de sombra en su contorno, se le podría haber distinguido a más de veinte metros de distancia.

Avistó el talud cuando los primeros mosquitos hacían acto de presencia, y se envolvió por completo en el turbante, cubriéndose incluso los ojos con el litham, y permitiendo que los faldones de sus vestiduras arrastrasen por el suelo para impedir que los insectos se introdujeran a picarle los tobillos.

Zumbaban por millones, amenazantes, menos desde luego que en el atardecer o los amaneceres, pero impresionantes por su número y ferocidad, y tuvo que golpearse los brazos y el cuello, pues tan grande era su número y tal su tamaño, que algunos lograron atacarle incluso a través de la ropa.

Sintió claramente cómo la costra de sal comenzaba a adelgazar y volverse más peligrosa bajo sus pies, pero comprendió que en la oscuridad no podía hacer nada más que encomendarse a Alá y esperar que él condujera sus pasos, por lo que respiró cuando sintió el duro contacto de la primera laja de roca desprendida desde lo alto del talud y buscó un punto por el que trepar sin preocuparse ahora, pues ya eran demasiadas sus preocupaciones, de si ponía o no el pie sobre un nido de alacranes.

A unos trescientos metros a su izquierda encontró el lugar apropiado para ascender y cuando asomó la cabeza a la inmensidad del erg y una levísima racha de viento le golpeó en el rostro, se dejó caer sobre la arena, agotado, bendiciendo al Creador que le había permitido escapar de la trampa de sal, pese a que llegó un momento en que su confianza, estuvo a punto de quebrarse, convencido de que jamás lo conseguiría.

Descansó largo rato, procurando olvidar el zumbido de los mosquitos, y se arrastró luego, metro a metro con la paciencia de un camaleón que acechara a un insecto, hasta apartarse casi medio kilómetro del borde de la salina.

Ni una sola vez alzó la cabeza una cuarta por encima del nivel de las rocas, y ni siquiera cuando una diminuta serpiente salió corriendo ante sus propios ojos hizo gesto alguno.

Se volvió, cara al cielo, y observó las estrellas calculando cuánto faltaba para el amanecer. Buscó luego a su alrededor, y encontró el lugar apropiado: tres metros cuadrados de gruesa grava casi completamente rodeada de pequeñas rocas negras. Extrajo su gumía y comenzó a escarbar en silencio apartando cuidadosamente la arena, hasta cavar una fosa del largo de su cuerpo y dos cuartas de fondo. Clareaba cuando se introdujo en ella, y el primer rayo de sol se deslizaba sobre la llanura cuando concluyó de cubrirse de grava, dejando al aire tan sólo los ojos, la nariz y la boca, que en las peores horas de la mañana y de la tarde estarían protegidas por la sombra de dos rocas.

Alguien podría haber orinado a tres metros de distancia, sin imaginar siquiera que, allí, casi bajo sus mismos pies, se ocultaba un hombre.

Cada mañana, cuando el jeep se iba aproximando nuevamente al borde de la sebhka, se diría que dos sentimientos libraban una feroz lucha en su interior: el temor a distinguir a la figura inmóvil en el mismo lugar y el temor a no distinguirla.

Cada mañana, el teniente Razmán experimentaba primero una sensación de furia e impotencia que le inducía a maldecir en voz alta a aquel sucio «Hijo del Viento» que estaba tratando de burlarse de él, y cada mañana advertía que, en el fondo, se sentía íntimamente satisfecho al comprobar que no se había equivocado con respecto al targuí.

—Hay que tener mucho valor para dejarse morir de sed antes de ir a parar a la cárcel —admitió. Mucho valor… Y tiene que estar muerto.

A través de la radio la voz del sargento Malik le llegó paciente:

—Se ha marchado, teniente… —Se le notaba furioso—. Desde aquí todo parece igual, pero estoy seguro de que ha escapado.

—¿Adónde? —replicó de mal talante—. ¿Adónde puede ir un hombre sin agua y sin camello…? ¿O no es aquello un camello?

—Sí. Lo es —admitió el otro—. Y lo que está a su lado parece un hombre, pero también puede ser un muñeco. —Hizo una pausa—. Respetuosamente pido permiso para ir a buscarle.

—De acuerdo… —admitió de mala gana—. Esta noche.

—¡Ahora!

—¡Escuche, sargento! —replicó procurando que su voz sonara lo más autoritaria posible—. Yo soy el responsable. Saldrán al anochecer, y quiero que estén de regreso cuando amanezca. ¿Está claro…?

—Muy claro, señor…

—¿Para usted también, Ajamuk?

—Lo he oído, teniente.

—¿Saud…?

—Mandaré a un hombre al caer el sol.

—De acuerdo entonces —concluyó—. Mañana quiero regresar a Tidikem… Estoy harto de ese targuí, este calor esta situación absurda. Si no está muerto ni quiere entregarse, acaben con él a tiros.

Casi al instante se arrepintió de haberlo dicho, pero comprendió que no debía volverse atrás pese a que el sargento Malik se esforzaría por tomar sus palabras al pie de la letra y acabar de una vez por todas con el targuí.

En el fondo debía admitir que probablemente fuera aquella la mejor solución, ya que el targuí había demostrado que prefería la muerte a ir a parar a un sucio presidio.

Trató de imaginarse a aquel hombre alto, de gestos nobles y hablar pausado, que actuaba convencido de que no había hecho más que cumplir con el deber que le exigían sus viejas tradiciones, conviviendo con la chusma que atestaba las cárceles, y comprendió que jamás lo resistiría.

Sus compatriotas eran, en gran parte, gente salvaje y primitiva y Razmán lo sabía. Durante cien años, habían vivido sometidos a los colonizadores franceses, que se esforzaron por mantener al pueblo en la ignorancia, y aunque ahora se consideraban libres e independientes, aquellos años de independencia no habían dado como fruto una población mejor o más culta. Por el contrario, demasiado a menudo la libertad había sido mal interpretada por muchos, que consideraron que librarse de los franceses significaba hacer cuanto les viniera en gana y apoderarse por la fuerza de cuanto esos mismos franceses dejaron atrás.

El resultado había sido la anarquía, la crisis y una constante agitación política; en la que el poder, más parecía una presa ansiada por todos cuantos pretendían enriquecerse rápidamente, que una forma de conducir a la Nación hacia su destino.

Las cárceles se encontraban por tanto rebosantes de maleantes y políticos de la oposición, y en ninguna de esas cárceles había lugar para alguien que, como aquel targuí, había nacido para vivir en los espacios sin límites.

Cuando la sombra de la roca dejó de protegerle, el sol le dio de lleno en la cara, y gruesas gotas de sudor corrieron libremente por su frente, abrió los ojos y, sin moverse, miró a su alrededor.

Había dormido sin hacer un solo gesto, ni mover un grano de la capa de arena que le cubría, insensible al calor, las moscas, e incluso al lagarto que en un momento determinado corrió sobre su rostro, y que, verde y blanco, estaba allí, a menos de un metro de su nariz, erguido sobre la roca, observándole con sus ojillos redondos, oscuros y saltones, desconfiando de aquel desconocido animal, sólo ojos, nariz y boca, que había invadido sus dominios.

Escuchó. El viento no traía rumor de voces humanas, y el sol, muy alto, cayendo vertical, le indicó que era la hora de la gaila, en la que pocos hombres se resistían al sopor y la necesidad de descabezar un sueño. Irguió la cabeza, casi sin mover apenas el cuerpo, y atisbó a su alrededor más allá de las rocas. A poco más de un kilómetro, hacia el Sur, al borde mismo de la salina, distinguió un vehículo que servía de soporte a un toldo de lona que caía inclinado y tirante, atado por largas cuerdas a dos piedras de modo que formaba una aceptable sombra para media docena de personas.

Sólo distinguió a un centinela que, de espaldas, vigilaba la sebhka, pero no pudo averiguar cuántos más dormían la siesta.

Sabía, porque lo había visto en los días anteriores, que los restantes vehículos y sus dotaciones se encontraban muy lejos y no tenía por qué preocuparse de ellos.

Su presa estaba allí, ante él, y allí seguiría hasta que, la caída de la tarde, los mosquitos la empujara una vez más hacia el interior del erg.

Sonrió, tratando de imaginar qué cara pondrían si llegaran a sospechar que los tenía al alcance de su fusil y, que a aquella hora podía muy bien deslizarse como un reptil de roca en roca, aproximarse por la espalda, degollar al centinela, y degollar luego, de igual modo y sin peligro, a los durmientes.

Pero no lo hizo, limitándose a mover un poco el cuerpo y colocar mejor una de las rocas para que le protegiera del sol. El calor aumentaba, pero la capa de arena le aislaba y corría una ligera brisa que hacía el aire respirable, sin el agobio insoportable del interior de la salina. El erg era parte de su mundo, y resultaban incontables los días que había pasado así enterrado, aguardando a una manada de gacelas. Las dejaba aproximarse lentamente, ramoneando en las graras hasta casi poder escupirles en el morro, y en el momento justo alzaba el brazo armado y les descerrajaba un tiro en el corazón.

También había acabado así con el enorme guepardo que le devoraba las cabras, un animal feroz, sanguinario y astuto, que parecía presentir el peligro o estar protegido por un hado maléfico, atacando cuando un pastor desarmado cuidaba el ganado y desapareciendo como tragado por la tierra, en cuanto Gacel acudía con su rifle. Por ello, durante tres días, se enterró en la arena, antes de que el mayor de sus hijos acudiera con el rebaño, aguardando paciente a que la fiera se decidiera a hacer su aparición.

La vio venir, reptando de matojo en matojo, tan pegada a tierra y tan silenciosa, que ni el chiquillo ni los animales advirtieron su presencia, y sólo cuando se dispuso a dar el salto definitivo la abatió de un tiro en la cabeza antes de que despegara las patas del suelo. La piel de aquel guepardo era uno de sus motivos de orgullo, despertaba la admiración de cuantos visitaban su jaima, y la forma en que la mató había contribuido a que se extendiera por el territorio su sobrenombre de el Cazador.