No se detuvo en toda la noche, conduciendo del ronzal a su montura, iluminado por una tímida luna y millares de estrellas que le permitían distinguir el perfil de las dunas y el sinuoso contorno de los pasos entre ellas: los gassi, caprichosos caminos que el viento había trazado, pero que de tanto en tanto se interrumpían bruscamente, obligándole entonces a iniciar el penoso ascenso sobre la blanda arena, cayendo, resoplando y tirando del ronzal del mehari que protestaba furiosamente por semejante esfuerzo y tan dura caminata a unas horas en que, por lógica, le correspondía un descanso y un tranquilo pastar por la llanura.
Pero el descanso tan sólo fue de unos minutos cuando alcanzaron al fin el erg que se abrió ante ellos, infinito, planicie sin horizonte compuesta por miles de millones de negras piedras cuarteadas por el sol, y una arena muy gruesa, casi grava, que el viento no lograba arrastrar más que cuando soplaba enloquecido con las grandes tormentas.
Gacel sabía que no encontraría ahora en su camino ni un matojo, ni una grara, ni aun el lecho seco de un viejo río, tan frecuentes cuando se recorría la hamada y que tan sólo el hundimiento producido por una salina de bordes escarpados alcanzaría, tal vez, a romper la monotonía de un paisaje en el que un jinete era tan visible como una bandera roja agitada en lo alto de una escoba.
Pero Gacel sabía, también, que ningún camello podía competir con su mehari por semejante terreno, que con sus infinitas rocas puntiagudas y cortantes, de hasta medio metro de altura, constituían, además, un obstáculo casi insalvable para los vehículos mecánicos.
Y, o mucho se equivocaba, o si los soldados salían en su busca, lo harían en jeeps y camiones, pues no eran gentes del desierto, y no estaban acostumbrados a las largas caminatas, ni a bambolearse a lomos de un camello durante jornadas enteras.
El amanecer le sorprendió muy lejos ya de las dunas, que no eran más que una leve y sinuosa línea en el horizonte, y calculó que en esos momentos los soldados se estarían poniendo en movimiento. Tardarían al menos dos horas en recorrer la pista que había abierto en la arena hasta salir a la llanura, muy al este del punto en que ahora se encontraba, y aun suponiendo que uno de los vehículos se encaminara directamente hacia el erg, no alcanzaría su borde hasta bien entrada la mañana, cuando el sol estuviera muy alto. Eso le concedía un amplio margen de seguridad, por lo que desmontó, encendió el pequeño fuego en el que asó apenas los últimos restos del antílope, que ya comenzaba a apestar, rezó sus oraciones de la mañana, de cara a La Meca, hacia el Este que era de donde debían llegar sus enemigos, y tras cubrir bien de arena los restos del fuego, comió con apetito, asió el ronzal de su montura y reemprendió la marcha cuando el sol empezaba a calentarle la espalda.
Se dirigía al Oeste en línea recta, alejándose de Adoras y de todas sus tierras conocidas; alejándose también de El-Akab que dejaba al Norte, a su derecha, y que había decidido que sería su próximo punto de destino. Gacel era un targuí, un hombre del desierto para el que el tiempo, las horas, los días, y aun los meses carecían de importancia. Sabía que El-Akab había estado allí, desde cientos de años atrás, y allí seguiría hasta que su recuerdo, y aun el de sus nietos, se hubiese borrado de la faz del desierto. Tiempo tendría de volver sobre sus pasos, cuando los soldados, siempre impacientes, se cansaran de buscarle.
«Ahora están furiosos —se dijo—. Pero dentro de un mes, ni se acordarán de mi existencia».
Cerca ya del mediodía se detuvo obligando al mehari a arrodillarse en una levísima hondonada que rodeó luego con piedras, clavó en el suelo espada y rifle, extendió la manta que le servía de techo proporcionándole la sombra tan necesaria a esa hora, y se acurrucó bajo ella. Un minuto después dormía, y nadie hubiera podido descubrirle a menos de doscientos metros de distancia.
Le despertó el sol dándole en la cara oblicuamente, tumbado casi ya en el horizonte y atisbó entre las rocas, distinguiendo la leve columna de polvo que se alzaba al cielo a espaldas de un vehículo que avanzaba, muy lentamente, al borde de la llanura como si temiera perder la protección de las dunas y adentrarse en la inhóspita inmensidad del erg.
El sargento mayor Malik detuvo el vehículo, apagó el contacto y recorrió con la vista, sin prisas, la inacabable llanura en la que se diría que una mano de gigante se había entretenido en sembrar negras rocas puntiagudas que amenazaban con hacerle trizas los neumáticos o reventar el cárter al menor descuido.
—Me juego la cabeza a que ese hijo de puta está ahí dentro —comentó mientras encendía, con parsimonia, un cigarrillo. Luego extendió la mano sin mirar y el negro Alí le colocó en ella el auricular del radioteléfono—. ¡Cabo! —llamó—. ¿Me oyes?
La voz llegó lejanísima.
—Le oigo, mi sargento. ¿Ha encontrado algo?
—Nada. ¿Y tú?
—Ni rastro.
—¿Has logrado establecer contacto con Almalarik?
—Hace un rato, mi sargento. Tampoco ha visto nada. Le he mandado en busca de Mubarrak. Con suerte puede llegar a su campamento antes de que anochezca. Me llamará a las siete.
—Entendido —replicó—. Llámame cuando hayas hablado con él. Corto y cierro.
Devolvió el auricular, se puso en pie sobre el asiento, tomó los prismáticos y recorrió de nuevo la llanura pedregosa para dejarse caer al fin malhumorado, bajar a tierra, y orinar de espaldas a sus hombres que aprovecharon para imitarle.
—Yo también me adentraría en ese infierno —masculló en voz alta—. Ahí es más rápido y puede avanzar incluso de noche, mientras nosotros nos dejaríamos hasta la última tuerca en el camino. —Se abrochó la bragueta, recogió el cigarrillo que había dejado sobre el capó del jeep y dio una larga chupada—. Si al menos tuviéramos una idea de hacia dónde se dirige…
—Tal vez vuelva a casa —señaló Alí—. Pero está en dirección contraria, hacia el Sudeste.
—¡Casa! —exclamó irónico—. ¿Cuándo has visto que uno de esos malditos «Hijos del Viento» tenga casa? Lo primero que hacen a la menor señal de peligro, es cambiar su campamento y enviar a su familia a cualquier lugar remoto, a mil kilómetros de distancia. No —negó convencido—. Para ese targuí su casa está ahora en donde está su camello, desde la costa del Atlántico, a la del mar Rojo. Y esa es su ventaja sobre nosotros: no necesita nada, ni a nadie.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
Observó al sol que teñía el cielo de rojo y estaba a punto de desaparecer por completo. Movió la cabeza de un lado a otro, pesimista.
—No haremos nada ya —señaló—. Montad el campamento y preparad la cena. Un hombre de guardia siempre, y al que se duerma le pego un tiro ahí mismo. ¿Está claro?
No esperó la respuesta. Sacó un mapa de la guantera, lo extendió sobre el motor y comenzó a estudiarlo con detenimiento. Sabía que no podía fiarse de él. Las dunas cambiaban de lugar constantemente, los caminos desaparecían bajo la arena, los pozos se cegaban y sabía también, por propia experiencia, que quienes trazaban tales mapas jamás se adentraban en el erg, a medirlo exactamente, limitándose a dibujar sus contornos aproximados sin preocuparse mucho de si faltaban o sobraban cien kilómetros.
Y a la hora de la verdad, esos cien kilómetros podían constituir la diferencia entre la vida y la muerte, sobre todo cuando el jeep había roto un eje y había que continuar a pie.
Por un momento estuvo tentado de mandarlo todo al diablo y ordenar el regreso al puesto, pues al fin y al cabo, el capitán Kaleb-el-Fasi se merecía mil veces el fin que había tenido. De no haber conocido al targuí lo hubiera hecho, limitándose a mandar un parte dando por zanjada la cuestión. Pero, personalmente, se sentía burlado y ofendido; utilizado por un desharrapado «Hijo del Viento» que había sabido engañarle, y que se habría estado riendo de él bajo su sucio litham, mientras le contaba toda aquella absurda historia de «La Gran Caravana» y sus tesoros.
—Le ayudé incluso a afianzar la carga del camello, asegurar el agua y disponerlo todo para un larguísimo viaje, cuando en realidad ya había planeado esconderse tras las primeras dunas y regresar ese mismo día. —Lanzó una nueva mirada a la llanura que comenzaba a convertirse en una mancha gris sin relieves—. Si te cojo —masculló para sí—, juro que te arranco la piel a tiras.
Rezó sus oraciones de la tarde, se echó al hombro un saquillo de cuero conteniendo un puñado de dátiles, y se los fue comiendo lentamente mientras iniciaba la marcha, siempre hacia el Oeste, adentrándose en las sombras que se habían adueñado ya de la tierra, sabedor de que aquella noche de caminar sin prisas iba a poner, sin embargo, una distancia insalvable entre él y sus perseguidores.
El camello había bebido hasta saciarse el día antes, no lo había sometido a largas marchas ni a grandes esfuerzos, y se encontraba gordo y fuerte, con la joroba llena y reluciente, lo que indicaba que contaba con reservas suficientes para más de una semana al mismo ritmo. Una bestia como aquella podía perder tranquilamente más de cien kilos de peso antes de comenzar a resentirse.
Para él, por su parte, acostumbrado a las largas cacerías, aquella huida no era más que un paseo, semejante a otros muchos en busca del rastro de una pieza herida o de un hermoso rebaño fugitivo. Se sentía a gusto allí, a solas en el desierto, porque esa era la vida que en verdad amaba, y aunque a ratos pensara en su familia, y, por las noches o al calor de la media tarde, le hiciera falta la presencia de Laila, sabía a ciencia cierta que podía prescindir de ellos por todo el tiempo que fuera necesario; el tiempo que le llevara concluir la tarea que se había impuesto: la de vengar la ofensa que le hicieran.
Agradeció más tarde la salida de la Luna que le alumbró el camino, y a medianoche distinguió en la distancia el plateado reflejo de una sebhka, un gran lago salado que se abría ante él como un mar petrificado del que no alcanzaba a distinguir la otra orilla.
Se desvió hacia el Norte, bordeándolo a cierta distancia, porque en las orillas pantanosas y enfangadas de aquellos lagos, los mosquitos proliferan por miles de millones formando auténticas nubes que, en la caída de la tarde, y los amaneceres, ocultaban el sol y hacían la vida imposible a cualquier hombre o bestia que se aproximara. Gacel había visto a camellos enloquecer de dolor cuando los mosquitos se les metían a puñados en los ojos, y la boca, para salir corriendo desbocados, tirar al suelo su carga o sus jinetes, y perderse de vista para no regresar nunca.
El borde de las sebhkas había que afrontarlo, por tanto, a pleno día, cuando el sol estaba alto y abrasaba las alas de los mosquitos que osaban alzar el vuelo, y que permanecían por ello ocultos durante las horas de más calor, como si no existiesen, como si no constituyesen el mayor castigo que Alá podía enviar sobre los ya mil veces castigados habitantes del desierto.
Gacel no conocía personalmente aquel lago salado, pero había oído hablar de él a muchos viajeros, y no se diferenciaba gran cosa, salvo quizás en su tamaño, de tantos otros que había encontrado en su vida.
Muchísimos años atrás, cuando el Sáhara era un gran mar y este se retiró, el agua quedó atrapada en multitud de hoyas semejantes, en las que más tarde se desecó muy lentamente, amontonando en el fondo una capa de sal que, en su centro, alcanzaba a menudo varios metros de espesor. No era raro que, a veces, corrientes subterráneas de aguas salitrosas los alimentaran también cuando llovía, y de ese modo, cerca de las orillas se formaba una zona de arena húmeda y salobre, pastosa, que el sol quemaba hasta convertir en una costra endurecida, como una corteza de pan recién sacado del horno. Esa costra presentaba el peligro de resquebrajarse en cualquier momento lanzando al viajero a una pasta que recordaba a la mantequilla semiderretida que se lo tragaba en pocos minutos, más peligrosa aún que el traidor fesh-fesh, el suelo arenoso, sin apoyo, en que de improviso hombre y camello desaparecían como si nunca hubieran existido.
Gacel temía al fesh-fesh, imprevisible, que no avisaba jamás de su presencia, pero al menos le agradecía la rapidez con que acababa con su víctima, mientras que la arena movediza del borde de los lagos salados se entretenía con su presa como con una mosca atrapada en la miel, hundiéndola centímetro a centímetro, sin posibilidad alguna de escapar, en la más larga agonía que cupiera imaginarse.
Por todo ello avanzaba ahora muy despacio hacia el Norte, buscando rodear aquella blanca extensión que parecía no tener límites, consciente de que era otra de las barreras que la Naturaleza interponía entre él y sus perseguidores. La salina se tragaría cualquier vehículo que pretendiera adentrarse en ella.
—Mubarrak ha muerto. Ese hijo de puta lo pinchó con su espada. Almarik asegura que fue un duelo limpio, y que los Sal no están dispuestos a iniciar una guerra de tribus por su causa. Para ellos el problema está zanjado.
—Por desgracia, nosotros no podemos hacer lo mismo. Manteneos con los ojos abiertos hasta nueva orden.
—Entendido, sargento. Corto y cierro.
Malik se volvió al negro.
—Necesito hablar con el puesto de Tidikén. Que se ponga el teniente Razmán. Avísame cuando lo tengas.
Se alejó a pasear a solas en la noche, contemplando las estrellas y la Luna que extraía reflejos dorados de las altas dunas que se alzaban a sus espaldas. Comprendió que, pese a la innegable dureza de los días que le esperaban, se sentía feliz de encontrarse allí, al borde del erg, comprometido en la difícil aventura de dar caza a un hombre que, sin duda, conocía el desierto mucho mejor de lo que él pudiera conocerlo nunca, y jugaría como una liebre jugaría con un camello que quisiera atraparla. Pero, de una forma u otra, era eso: una caza, y eso le hacía sentirse de nuevo en marcha, de nuevo activo, de nuevo joven tal vez, como en los tiempos en que acechaba oficiales franceses en las esquinas de la Casba para hundirles un cuchillo en las tripas y perderse luego entre las sombras de las mil callejuelas. O cuando arrojaba una bomba al interior de un café del barrio europeo el día que se lanzaron al fin a la lucha abierta, convencidos de que la libertad estaba cerca.
Era una hermosa vida aquella, excitante y plena, tan distinta de la monotonía del cuartel que llegó con la independencia, y tan distinta del horror del destierro en Adoras, y su inútil y eterna lucha contra la invasión de las arenas.
«Quiero atrapar a ese sucio targuí —se dijo—. Y atraparlo vivo, para quitarle el velo, verle la cara, y que él vea a su vez la mía, y comprenda que no va a ser el primero que se ría de mí».
Había pasado toda una larga noche despierto en su camastro, soñando con la idea de acompañarle a la «Tierra Vacía» en busca de «La Gran Caravana», imaginando las aventuras que correrían juntos, y cuánto sería capaz de enseñarle un hombre como aquel, que había sido capaz de ir y volver allá, no una, sino dos veces. Durante toda una larga noche, aquel targuí se había convertido en su amigo, le había devuelto la esperanza en un posible futuro, y de pronto, en sólo, unas horas, ese mismo targuí había roto sus sueños por dos veces, negándose a que le acompañara y degollando al capitán cuando ya había logrado convencerle.
No. No había nacido aún el «Hijo del Viento» que pudiera hacerle eso, y seguir vivo. No había nacido.
—¡Sargento! El teniente al aparato.
Corrió hacia allá.
—¿Teniente Razmán?
—Sí, sargento. ¿Atraparon al targuí?
—Todavía no, mi teniente. Pero tengo la impresión de que está atravesando el gran erg del sur de Tidikem… Si manda a sus hombres, podría cortarle el paso antes de que se adentre en las montañas de Sidi-el-Madia…
Se hizo un silencio. Por último, la voz del teniente llegó dubitativa.
—Pero eso está casi a doscientos kilómetros de aquí, sargento…
—Lo sé —admitió—. Pero si se mete en Sidi-el-Madia, ni todos los ejércitos del mundo podrían encontrarle. Aquello es un laberinto.
El teniente Razmán meditó su respuesta. Despreciaba al sargento Malik, al igual que despreciaba al capitán Kaleb-el-Fasi, cuya muerte había celebrado, y al igual que despreciaba a todos cuantos terminaban en Adoras, la escoria de un ejército que hubiera deseado limpio y recto, y en el que canallas de su clase no debían tener cabida ni aun para mantener abierto aquel puesto maldito.
Si un targuí había tenido el valor de meterse en aquel infierno, matar al capitán y largarse con viento fresco, en su fuero interno estaba de su parte, cualquiera que fuera la razón por la que lo hubiera hecho. Pero comprendía también que era el prestigio de ese mismo ejército el que estaba en juego y, que si se negaba a la petición de ayuda y el targuí escapaba, el sargento aprovecharía para cargarle con la responsabilidad ante sus superiores.
Dentro de dos años ascendería a capitán y se convertiría en la máxima autoridad de la región. Si además cazaba al asesino de un oficial —por puerco que este oficial hubiera sido en vida—, esos dos años podían acortarse. Lanzó un suspiro y asintió con la cabeza como si el otro pudiera verle.
—Está bien, sargento —replicó al fin—. Saldremos al amanecer. Corto y fuera.
Dejó el micrófono sobre la mesa, cerró el interruptor y permaneció muy quieto contemplando el emisor, como si esperase encontrar en él una respuesta.
La voz de Souad, le sacó de su abstracción devolviéndole a la realidad.
—No te agrada esa misión, ¿verdad? —inquirió desde la cocina, asomando apenas la cabeza.
—No, desde luego —admitió. No he nacido para policía, ni para perseguir a un hombre por el desierto simplemente porque hizo lo que consideraba justo según su ley.
—Esa ya no es la ley, y tú lo sabes —le hizo notar ella viniendo a sentarse al otro extremo de la larga mesa—. Somos un país moderno e independiente en el que todos debemos ser igual porque si cada uno se rigiera, por sus propias costumbres, resultaríamos ingobernables. ¿Cómo compaginar los hábitos de los hombres de la costa, con los de los montañeses, o los beduinos y tuareg del desierto? Hay que cortar y empezar de nuevo imponiendo una legislación común o nos precipitaremos al abismo. ¿Es que no lo comprendes?
—Sí. Se puede comprender cuando se ha estudiado en una academia militar, como yo, o en una universidad francesa, como tú. —Hizo una pausa, buscó una curva cachimba de la media docena que colgaban de un soporte de madera, en la pared, y comenzó a cargarla con parsimonia—. Pero dudo que pueda comprenderlo quien ha pasado toda su vida en el confín del desierto sin que nos hayamos preocupado de notificarle que la situación ha variado. ¿Tenemos derecho a obligarle a aceptar de la noche a la mañana, que su vida, la de sus padres y la de sus antepasados de hace dos mil años, ya no tiene validez? ¿Por qué? ¿Qué les hemos dado a cambio?
—Libertad.
—¿Es libertad entrar en su casa, matar a un huésped y llevarse a otro? —Se asombró—. Estás hablando de una libertad política, tal como la ve una estudiante en los campus y los bares, pero no como puede verla un hombre que se ha considerado siempre auténticamente libre, gobiernen los franceses, los fascistas o los comunistas… El coronel Duperey, con todo y ser un «colonialista», hubiera sabido respetar mejor las tradiciones de ese targuí, que el cerdo del capitán Kaleb, con todo lo que luchó a favor de la independencia…
—No puedes poner a Kaleb como un ejemplo. Era una carroña.
—Pero es ese tipo de carroña la que envían a tratar con nuestra gente más pura, que deberíamos cuidar porque es la parte viva de lo mejor de nuestra historia y nuestro pueblo. Son los Kaleb, los Malik y el gobernador Ben-Koufra, los que destinan a este desierto, al que los franceses dedicaban, sin embargo, lo más selecto de sus oficiales.
»No todos eran el coronel Duperey, y lo sabes. ¿O te has olvidado de la Legión Extranjera y sus asesinos? También ellos causaron estragos entre nuestras tribus, las diezmaron, les quitaron sus pozos, y sus pastos, y las empujaron a los pedregales.
El teniente Razmán encendió su pipa, echó una ojeada a la cocina y señaló:
—Se te quema la carne. No… —añadió luego—. No me he olvidado de la Legión y su brutalidad. Pero me consta que actuaban así porque estaban en permanente guerra con las tribus rebeldes, y no pararon hasta dominarlas. Era su misión, y la cumplieron, de la misma forma que yo mañana voy a cumplir la misión de atrapar a ese targuí porque se ha rebelado contra la autoridad establecida, cualquiera que esta sea. —Hizo una pausa y observó cómo ella sacaba la carne del fuego y servía los platos que llevó luego a la mesa. ¿Cuál es entonces la diferencia? En guerra nos comportamos igual que los colonialistas, pero en la paz, no somos capaces de imitarles.
—Tú les imitas —señaló Souad suavemente y con indudable amor en el tono de su voz—. Te esfuerzas por ayudar y comprender a los beduinos, te preocupas por sus problemas, e incluso pones en ello tu propio dinero… —Agitó la cabeza con incredulidad—. ¿Cuánto te deben, y cuándo te lo pagarán? Hace meses que no veo un céntimo de tu paga, pese a que se suponía que aquí íbamos a ahorrar. —Le interrumpió con un gesto—. No. No me quejo. Me basta con lo que tenemos. Únicamente quiero hacerte comprender que no está en tus manos solucionar todos los problemas. No eres más que el teniente de un destacamento que ni siquiera figura en los mapas. Tómalo con calma… Cuando seas, como Duperey, coronel gobernador del Territorio y amigo íntimo del Presidente de la República, tal vez puedas hacer algo.
—No creo que para entonces quede nada que proteger —replicó mientras comenzaba a masticar lentamente la carne, dura y correosa de un viejo camello al que había mandado sacrificar antes de que muriera sin necesidad de ayuda—. Y habremos aniquilado, en el transcurso de una sola generación de nación independiente, todo cuanto logró sobrevivir durante siglos. ¿Qué dirá de nosotros la Historia? ¿Qué dirán nuestros nietos cuando vean el uso que hicimos de nuestra libertad? —Fue a añadir algo, pero le interrumpió un discreto golpear en la puerta, y volvió el rostro hacia allí—. ¡Adelante! —pidió.
En el umbral se recortó la altísima figura del sargento Ajamuk, que se cuadró llevándose la mano al turbante.
—¡A sus órdenes, mi teniente! —saludó—. ¡Buenas noches! —añadió respetuoso—. Sin novedad en el puesto. ¿Manda usted algo?
—Sí. Pase, por favor —indicó—. Al amanecer saldremos hacia el Sur. Nueve hombres en tres vehículos. Yo iré al frente y usted se quedará al mando aquí. Prepárelo todo, por favor.
—¿Cuántos días?
—Cinco… Una semana como máximo. El sargento Malik sospecha que ese targuí puede estar cruzando el erg en dirección a Sidi-el-Madia. —Advirtió la expresión del otro que había torcido el gesto—. A mí tampoco me agrada, pero se supone que es nuestro deber.
El sargento Ajamuk conocía perfectamente sus limitaciones, pero conocía también al teniente Razmán y sabía que podía permitirse el comentario:
—Con todo respeto, señor —dijo—. No debería permitir que esa gentuza de Adoras le mezclase en sus problemas…
—Son parte del Ejército, Ajamuk —le hizo notar—. Lo queramos o no… ¡Siéntese, por favor! ¿Un dulce?
—Gracias, pero no quisiera molestar.
Souad ya se había encaminado a la cocina con los platos casi sin terminar —la carne resultaba prácticamente incomestible— y regresaba con una bandeja de dulces caseros que hicieron refulgir los ojos del recién llegado.
—¡Vamos, sargento! —rio ella—. Que le conocemos. Los saqué del horno hace dos horas.
Una mano fue hacia ellos como si estuviera dotada de vida propia, independiente de la voluntad de su dueño.
—Usted me pierde, señora —admitió Ajamuk—. A mi esposa, por más que lo intenta, no le salen igual… —Clavó sus enormes y blanquísimos dientes en la crujiente pasta de almendras, y la paladeó recreándose en ella. Aún con la boca llena, añadió—: Con su permiso, teniente, creo que debería permitirme ir con usted. Nadie conoce como yo esa región.
—Alguien tiene que quedarse al frente de esto.
—Puede confiar en el cabo Mohamed. Y su esposa sabe manejar la radio. —Hizo una pausa mientras tragaba—. Aquí nunca ocurre nada.
El teniente meditó mientras Souad servía el té, hirviente y dulzón, aromático y apetitoso. Le agradaba el sargento, disfrutaba de su compañía y era el único, de entre sus hombres, que podía atrapar al fugitivo. Quizá por eso, casi inconscientemente, trataba de dejarlo al margen, ya que, en el fondo de su corazón, seguía estando de parte del targuí. Se miraron por encima de los vasos de té, y se diría que cada uno adivinaba lo que el otro estaba pensando.
—Si alguien tiene que atraparlo —insistió el sargento—, más vale que seamos nosotros que Malik. En cuanto le eche la vista encima le pegará un tiro para zanjar el asunto y que no intervenga nadie.
—¿También usted lo cree?
—Estoy seguro.
—¿Y cree que le aguarda mucho mejor destino si se lo entregamos al gobernador? —No obtuvo respuesta, y añadió seguro de lo que decía—: El capitán Kaleb no se hubiera atrevido a matar a aquel hombre sin el respaldo de Ben-Koufra. Y lo que me extraña es que no mandara asesinar también a Abdul-el-Kebir. —Reparó en la severa y preocupada mirada que su esposa le dirigía desde la puerta de la cocina y suspiró con aire de fatiga—. ¡Bien…! —masculló—. No es asunto nuestro. De acuerdo… —admitió por último—. Vendrá conmigo. ¡Despiérteme a las cuatro!
El sargento Ajamuk se puso en pie como impulsado por un resorte, se cuadró sin poder disimular su satisfacción y se encaminó a la puerta.
—¡Gracias, teniente! Buenas noches, señora… Y gracias por los dulces.
Salió cerrando tras sí, pero el teniente Razmán le siguió a los pocos instantes y fue a sentarse al porche, a contemplar la noche y el desierto que se extendía ante él hasta perderse de vista en las sombras.
Souad se reunió con él y permanecieron así, en silencio largo rato, disfrutando del aire limpio y fresco después de todo un día de calor agobiante.
Al fin ella señaló:
—No creo que debas preocuparte. El desierto es muy grande. Lo más probable es que nunca lo encuentres.
—Si lo encuentro, tal vez me asciendan —replicó Razmán sin mirarla—. ¿Lo has pensado?
—Sí —admitió ella con naturalidad—. Lo he pensado.
—¿Y…?
—Pronto o tarde ascenderás, y más vale que sea por algo de lo que te sientas orgulloso, que por hacer de perro policía. Yo no tengo prisa… ¿La tienes tú?
—Quisiera darte una vida mejor.
—¿Qué importa una estrella más y un aumento de sueldo, si nunca usas uniforme y el sueldo continuarás prestándolo? Te deberán más dinero, eso es todo.
—Quizá me destinarán fuera de aquí. Podríamos regresar a la ciudad. A nuestro mundo…
Ella rio divertida:
—¡Oh, vamos, Razmán! —exclamó—. ¿A quién tratas de engañar? Este es tu mundo, y lo sabes. Te quedarás aquí por mucho que te asciendan. Y yo me quedaré contigo.
Él se volvió a mirarla y sonrió:
—¿Sabes…? —dijo—. Me gustaría que hiciéramos el amor como la otra noche… Entre las dunas.
Ella se puso en pie, desapareció en la casa, y regresó con una manta bajo el brazo.