Caía la tarde cuando el asistente del capitán descubrió el cadáver.
Sus gritos, casi histéricos, se desparramaron por el oasis, e hicieron que los hombres arrojaran al suelo sus palas y acudieran corriendo para amontonarse en la pequeña barraca, de la que el sargento mayor tuvo que expulsarlos a empujones.
Cuando se quedó al fin solo ante el cadáver y el charco de sangre cubierto de moscas, tomó asiento en un taburete y maldijo su suerte. El hijo de perra que había hecho aquello podía haber esperado cuatro días.
No sentía pena alguna; ni el menor asomo de compasión por aquel otro hijo de perra, el más hijo de perra de todos, que yacía tendido frente a él, pese a que hubieran compartido tantos años de vida en el infierno y fuera el único con el que había mantenido alguna conversación medianamente coherente en ese tiempo. Sabía a ciencia cierta que el capitán Kaleb-el-Fasi merecía la muerte, cualquier tipo de muerte y en cualquier lugar del mundo, pero no deseaba que fuera allí y precisamente en aquellas fechas.
Ahora le mandarían a un nuevo Comandante, no mejor ni peor, sino simplemente distinto y pasarían años, quizás, antes de que pudiera conocerle a fondo, encontrar sus puntos débiles, y conseguir manejarle tal como había llegado a manejar al difunto.
Le preocupaba también el complicado trámite de la Comisión Investigadora, pues ni siquiera él mismo, que era quien mejor los conocía, se sentía capaz de señalar al asesino entre aquella pandilla de asesinos que aguardaban, comentando excitados, a cinco metros de la puerta.
Todos se le antojaban culpables, y cayó pronto en la cuenta de que incluso él mismo podía resultar sospechoso, puesto que tenía los mismos motivos que cualquier otro para desear la muerte a un hombre que había hecho la vida imposible a cuantos sirvieron bajo su mando.
Tenía que encontrar al auténtico culpable antes de que llegara nadie, y entregar el caso resuelto si quería evitarse problemas.
Cerró los ojos y recorrió mentalmente los rostros de cada uno de sus hombres, a la búsqueda de sospechosos, y advirtió que al concluir le invadía una profunda sensación de desaliento. No llegaban a la docena los que se sentía capaz de desechar como probables inocentes. Cualquiera de los restantes hubieran experimentado una profunda sensación de placer a la hora de rebanarle el cuello a su comandante.
—¡Mulay! —aulló.
Un hombretón inmenso y malencarado penetró al instante y se quedó muy quieto, pálido, desencajado y casi tembloroso, junto al quicio de la puerta.
—A la orden, mi sargento —balbuceó con esfuerzo.
—Tú estabas de guardia, ¿no es cierto?
—Sí, mi sargento.
—¿Y no viste a nadie?
—Creo que me quedé adormilado en algún momento, mi sargento —casi sollozó el gigantón—. ¿Quién iba a imaginar que a plena luz del día…?
—Tú no, desde luego. Y lo más probable es que esto te lleve al fin frente al pelotón de fusilamiento. Si no aparece el culpable, tú eres responsable.
El otro tragó saliva, respiró con dificultad y avanzó las manos en un gesto de súplica:
—Pero yo no fui, mi sargento. ¿Por qué iba a hacerlo? Dentro de cuatro días nos iríamos en busca de esa caravana.
—Si vuelves a mencionar la caravana, me ocuparé personalmente de que te fusilen. Y negaré que te hablara nunca de ella. Será tu palabra contra la mía.
—Entiendo, mi sargento —se disculpó Mulay—. No volverá a ocurrir. Sólo quiero que comprenda que yo era de los pocos que deseaba que siguiera con vida.
El sargento mayor Malik-el-Haideri, se puso en pie, cogió de la mesa el paquete de cigarrillos del difunto y encendió uno con un pesado mechero de plata que se metió tranquilamente en el bolsillo.
—Lo comprendo —admitió—. Lo comprendo muy bien, pero también comprendo que estabas de guardia y sabías que tu obligación era disparar contra todo el que se aproximara a esta barraca. ¡Maldita sea! ¡Como descubra al que ha sido te juro que lo despellejo vivo!
Lanzó una última ojeada al cadáver, salió al exterior y se detuvo a la sombra del porche, desde donde recorrió, uno por uno, los rostros de los presentes. Estaban todos.
—¡Escuchadme bien! —dijo—. Tenemos que resolver este asunto entre nosotros, si no queremos que nos manden a una serie de oficiales que nos compliquen aún más la vida. Mulay estaba de guardia, pero creo que no ha sido. Los demás, se supone que dormían en el barracón. ¿Quién no estaba allí, y por qué?
Los soldados se miraron entre sí, como si sospecharan los unos de los otros, conscientes de la gravedad del problema y temerosos ante la posibilidad de la llegada de una comisión investigadora.
Al fin, un cabo primero, señaló con timidez:
—No recuerdo que faltara nadie, sargento. El calor era insoportable. Hubiera resultado extraño que alguien se quedara fuera en un día así.
Hubo un murmullo de aprobación unánime.
El sargento meditó unos instantes:
—¿Quién salió a las letrinas?
Tres hombres levantaron el brazo. Uno de ellos protestó:
—Yo no estuve ni dos minutos. Este me vio y yo lo vi a él.
Se volvió al tercero.
—¿Y a ti te vio alguien?
El negro flaco se abrió paso desde el fondo.
—Yo. Fue hasta las dunas y regresó sin desviarse. También vi a esos dos… No dormía y puedo asegurar, sargento, que nadie abandonó el barracón más de tres minutos. El único que estaba fuera era Mulay. —Hizo una pausa y añadió como sin darle importancia—: Y usted, naturalmente.
El sargento mayor se agitó incómodo, por unas décimas de segundo perdió su compostura y advirtió que un sudor frío le recorría la espalda. Se volvió a Mulay que permanecía muy quieto, junto a la puerta y lo fulminó con la mirada.
—Pues si no ha sido ninguno de ellos, yo tampoco, y no hay nadie en cien kilómetros a la redonda, me parece que vas a tener que… —Se interrumpió de improviso, porque una luz se había encendido en su cerebro y lanzó una maldición que era, al mismo tiempo, casi un grito de alegría—: ¡El targuí! ¡Por todos los diablos…! ¡El targuí! ¡Cabo!
—Diga, mi sargento.
—¿Qué es eso que me contaste sobre un targuí que no quería que entrarais en su campamento? ¿Recuerdas al tipo?
El cabo se encogió de hombros con gesto de duda:
—Todos los tuareg son iguales cuando llevan velo, mi sargento.
—¿Pero podría ser el que acampó aquí ayer?
Fue el negro esquelético el que respondió por él.
—Podía ser, mi sargento. Yo también estaba allí. Era alto, flaco, con una gandurah azul, sin mangas, sobre otra blanca, y una pequeña bolsa o un amuleto de cuero rojo, colgando del cuello.
El sargento le detuvo con un gesto, y se diría que un suspiro de alivio se le escapaba desde lo más profundo.
—Es él, no cabe duda —dijo. El muy hijo de perra tuvo los cojones de entrar aquí y degollar al capitán en nuestras propias narices. ¡Cabo! Encierra a Mulay. Si se escapa, te mando fusilar. Luego comunícame con la capital. ¡Alí!
—A la orden, mí sargento —dijo el negro.
—Pon a punto todos los vehículos… Máximo abastecimiento de agua, combustible y provisiones. Encontraremos a ese cerdo aunque se esconda en los mismos infiernos.
Media hora después, el Puesto Militar de Adoras bullía de una actividad como no se recordaba desde los tiempos de su fundación, o desde que hacían escala en él las grandes caravanas procedentes del Sur.