Veintiuno

Revelación es la palabra que empleamos para definir un vasto complejo de pensamientos, que, de manera instantánea, comparece en nuestras mentes con el enorme impacto de una verdad absoluta. Allí, junto a Becky, observando boquiabierto aquella increíble visión que poblaba el cielo de la noche, supe un millón de cosas que me llevaría mucho tiempo explicar, y otras que no podría explicar en toda una vida.

Por decirlo de la forma más simple, las vainas iban a abandonar un fiero e inhóspito planeta. Lo supe, absoluta e instantáneamente, y una oleada de terrible júbilo, tan violenta que me hizo temblar, recorrió todo mi cuerpo; porque no ignoraba que Becky y yo habíamos tomado parte en lo que estaba ocurriendo. No habíamos sido, y probablemente no seriamos —lo entendí al momento— las únicas personas que se habían topado con lo que había sucedido en Santa Mira. Había habido otros, sin duda, individuos aislados o pequeños grupos que habían hecho lo mismo que nosotros: que habían luchado y opuesto toda resistencia, y, en una palabra, se habían negado a rendirse. Algunos habrían vencido, muchos habrían perdido, pero todos los que no habíamos sido atrapados habíamos batallado de forma implacable. Y el fragmenta de una arenga bélica resonó en mi mente: «Lucharemos contra ellos en los campos, y en las calles. Lucharemos contra ellos en los montes; y nunca jamás nos rendiremos». Cierto, entonces, para un pueblo, era cierto ahora para la raza humana, y comprendí que nada en todo el vasto universo podría alguna vez derrotarnos.

¿Pensaba así aquella increíble forma alienígena? ¿Lo sabía? Probablemente no, fue lo que supuse, al menos no como nuestras mentes podrían concebir. Pero lo sentía; aquella cosa no podía ignorar que nuestro planeta, esta pequeña especie, nunca los acogería, y nunca cedería un paso. Becky y yo, al negarnos a la rendición y, por contra, al luchar contra su invasión hasta el final, prefiriendo incluso destruir a unos pocos antes que emprender la huida, les habíamos dado la demostración última y decisiva de ese hecho incuestionable. Y así, para sobrevivir —su único propósito, su sola función— las vainas se elevaron y subieron al cielo a través de la neblina, buscando su camino hacia el espacio del que procedían, dejando atrás un feroz e inhóspito planeta, para flotar sin rumbo una vez más, para siempre o… bueno, que más daba.

No sé durante cuánto tiempo estuvimos contemplando el cielo. Llegó un momento en que los puntitos se convirtieron en motas apenas perceptibles, y un instante después, tras parpadear para aclarar la vista, miré de nuevo el cielo, y ya no había nada.

Durante unos segundos abracé a Becky contra mi pecho. Estrechándola tan fuerte que pensé que le haría daño. Entonces advertí el murmullo de las voces —más calmado ahora, y más apagado— que había a nuestro alrededor. Volvimos la mirada, y vimos que los hombres avanzaban, pasaban a nuestro lado y marchaban más allá de nosotros, subiendo las colinas, caminando hacia aquella ciudad maldita de la que procedían. Se alejaban poco a poco, con sus rostros impávidos y carentes de emoción, algunos mirándonos al pasar, muchos de ellos ni siquiera interesados en ello. Becky y yo descendimos la colina, pasando entre ellos, ambos sucios, con las ropas embarradas y arrugadas, ambos cojeando, arrastrando los pies por la hierba y la maleza, con un zapato puesto y otro no, y un aire de torpe y renqueante Victoria. En silencio, atravesamos aquella masa de siluetas que nos rodeaban hasta la última de ellas, y por fin alcanzamos el campo vacío y estéril, camino de la autopista, en pos del resto de nuestra especie.

Aquella noche la pasamos con los Belicec. Los hallamos en su casa, donde habían sido retenidos y donde habían luchado contra el sueño, ahora libres, por fin. Theodora dormía en una silla; Jack miraba por el ventanal del salón, esperándonos. No había mucho que decir, pero lo dijimos, sonriendo abiertamente, con cansada euforia. Al cabo de veinte minutos todos habíamos sucumbido a un sueño exhausto.

Nada de aquello, nada de esta historia tan peculiar, llegó hasta los periódicos. Hoy, si usted dirige su coche a través del Golden Gate hacia el condado de Marin, y sigue camino por Santa Mira, California, verá, simplemente, una ciudad; una ciudad más lóbrega y más decadente de lo que puedan ser otras, pero… no tan asombrosamente lóbrega y decadente. La gente, en parte, podrá parecerle apática y poco comunicativa, y la ciudad podrá resultarle hostil. Verá más casas varias y en venta de lo que podría explicarse; la tasa de mortalidad es aquí bastante más elevada del promedio del condado, y a veces es difícil saber que debe uno escribir en el certificado de defunción. Y aquí y allá, en ciertas granjas al oeste del pueblo, existen grupos de árboles, áreas de vegetación y algunos animales que mueren sin causa aparente.

Pero, en general, no hay mucho más que ver en Santa Mira, ni mucho más que decir sobre ella. Las casas varias son ocupadas con cierta celeridad —se trata de un condado, y de un estado, muy atestado de gente—, y en el pueblo hay ahora gente nueva, jóvenes con hijos en su mayoría. Hay una pareja joven de Nevada que vive al lado de nuestra casa —la casa en que vivo con Becky—, y otra, cuyo nombre aún ignoramos, justo al otro lado de la calle, en la antigua casa de los Greeson. En un año o dos, tal vez, o puede que en tres, Santa Mira no se diferenciará gran cosa de cualquier otro pueblo. En cinco años, quizá menos, no será diferente en nada. Y lo que una vez ocurrió aquí se diluirá en la más absoluta incredulidad. Incluso ahora, tan pronto, hay veces —y son cada vez más frecuentes— en que no sé con absoluta certeza lo que vi, o lo que sucedió aquí, en Santa Mira. Pienso que es perfectamente posible que ninguno viésemos o interpretásemos de la forma adecuada lo que pasó, O lo que creímos que pasó. No lo sé, no puedo decirlo; la mente humana exagera, se engaña a si misma. Pero tampoco me importa mucho; Becky y yo estamos juntos, para bien o para mal.

Claro que… Lluvias de ranas, peces diminutos o guijarros se derraman sobre nosotros, en ocasiones, desde nuestros cielos. Aquí y allá, sin que quepa una explicación para ello. Hay hombres que mueren abrasados en el interior de sus ropas. Y de tarde en tarde, la secuencia del tiempo, tan metódica, tan inmutable, se ve inexplicablemente cambiada, alterada. Porque usted ya habrá leído alguna vez esos artículos tan raros, escritos con cierta voluntad humorística, esas historias que corren de boca en boca… o habrá oído algún vago y distorsionado rumor acerca de ellas. Por mi parte, esto es lo que sé: algunas de ellas —sólo algunas— son muy ciertas.