Permanecimos allí mucho tiempo, inmóviles, terriblemente incómodos al principio, luego dolorosamente incómodos, pero en ningún momento nos morimos, ni cambiamos de posición. De cuando en cuando escuchábamos voces procedentes del camino próximo a donde nos hallábamos, otras de mucho más lejos. Y una vez —y pareció que duré mucho, mucho tiempo, aun cuando no debió de prolongarse más allá de tres o cuatro minutos— oímos las voces de dos hombres que hablaban en voz baja, mientras subían despacio la colina, atajando por el campo en el que nos ocultábamos. Las voces se acercaron más, aumentando de volumen poco a poco, según se aproximaban a nosotros; al fin nos dejaron atrás, quizá a unos treinta metros. Supongo que podíamos haber oído lo que decían, pero yo estaba muy asustado y demasiado pendiente del avance de sus pasos como para prestar atención al significado de sus palabras. Varias veces, muy a lo lejos, escuchábamos las bocinas de los coches, series de cortas o largas pitadas que parecían transmitir una suerte de señal.
Luego, al cabo de mucho tiempo, empezamos a sentir frío. La humedad se extendía por nuestra espalda, emergiendo del suelo, y supe así que el sol estaba declinando, que había pasado el tiempo preciso y ya no iban a dar con nosotros, al menos no allí donde nos escondíamos.
Me forcé a permanecer en ese mismo lugar —Becky ni siquiera objeté la decisión— hasta que la oscuridad fuese completa. Durante la mayor parte de aquel tiempo no paramos de temblar, helados hasta los huesos, y tuve que apretar los dientes hasta que las mandíbulas me dolieron, pues, de otro modo, las muelas me habrían castañeteado literalmente del frío.
Pero, por fin, nos incorporamos: rígidos, apenas capaces de no trastabillar al erguirnos sobre nuestros pies. Comprobé que con la oscuridad había aumentado nuestra ventaja. Ahora no podíamos ser vistos a más de siete u ocho metros de distancia —estaba ciertamente oscuro—, y, además, algunos jirones de niebla, que parecían haber acudido en nuestro auxilio, descendían de los cielos y se extendían por el horizonte. Pero había aún aquella luna creciente, y supe que mucho antes de que hubiéramos logrado avanzar siquiera un par de kilómetros nuestras siluetas habrían quedado claramente expuestas a la luz un buen número de veces; supe también que durante el tiempo en que habíamos permanecido en nuestro escondite, silenciosos e inmóviles, la búsqueda se había vuelto a organizar, y, por lo que podía imaginar, la partida de cazadores se habría completado con todo hombre, mujer e incluso niño de Santa Mira capacitado para hacerlo. Sólo había un camino por el que podríamos huir, el camino que ahora iniciábamos: hacia la autopista 101. Y ellos también lo sabían —todos— tan bien como nosotros.
No íbamos a salir de allí; eso estaba claro, y yo no podía ignorarlo. Sólo cabía apurar cada mínima oportunidad que tuviésemos, sin rendimos, sin ceder un paso, luchando hasta el último segundo de vida que nos restase.
Cada uno llevábamos puesto uno de mis zapatos; Becky no podía ponerse los dos, pues le venían demasiado grandes. Pero colocando un pañuelo arrebujado en el talón del zapato que llevaba, pudo avanzar sin temor a perderlo, arrastrándolo por los matojos y las hierbas, luego levantándolo cuidadosamente. Así, sin forzar los pies, caminamos a través de la oscuridad, guardando tanto silencio como nos era posible; Becky se asía a mi brazo, mientras yo trataba de guiar nuestros pasos tomando como referencia las siluetas de las cimas de las colinas o de algún hito aislado o, meramente, por simple intuición.
Al cabo de una hora habíamos conseguido cruzar algo más de un kilómetro, sin oír una sola voz ni toparnos con nadie. Comenzaba a crecer en mi ánimo una pequeña esperanza, y pude ver en mi mente, como sobre un mapa, la tierra que había ante nosotros. Incluso —no pude evitarlo— llegué a visualizar el momento en que alcanzábamos la autopista, y corríamos por ella, deteniendo el tráfico y provocando el embotellamiento de los vehículos, haciendo que los frenos chirriasen, hasta formar una multitud de veinte o treinta coches pegados unos a otros, llenos de gente real y absolutamente viva.
Proseguimos nuestro camino, cubriendo otro kilómetro en otra media hora, y descendimos por la suave pendiente de la última colina en pos de la vasta landa de labrantíos que flanqueaban la autopista a lo largo del valle por el que discurría la carretera. Dimos varios pasos más y de nuevo, como ya había sucedido de manera intermitente durante la última hora. La luna irrumpió por entre las vaharadas de niebla. En el valle que se extendía a nuestros pies podíamos ver las vallas y los campos de cultivo, y, un poco a nuestra izquierda, la granja de Art Gessner, oscura y sin luz, y sus terrenos cuidadosamente separados por las finas zanjas de las acequias. Por lo que sabía, en el extremo más alejado de la tierra labrada crecía el trigo, lindando con la autopista, en una franja que ocupaba varias hectáreas. En un terreno próximo a nosotros pude ver algo que nunca había visto crecer allí: a ambos lados de las acequias se extendía hilera tras hilera de… repollos, quizá, o calabazas, aunque nunca se habían dado allí, al menos no en esa zona. A la débil luz de la luna parecían un goteo de esferas oscuras que crecían en largas filas, espaciadas de manera uniforme. Comprendí entonces lo que eran, y Becky, a mi lado, ahogó un agudo gemido. Ahí yacían las nuevas vainas, tan grandes ya como vastos capachos, y Todavía en proceso de crecimiento: cientos de ellas, si, bajo la tenue y frágil luz de la luna.
La visión me espantó —me aterrorizó—, y me repugnó la idea de tener que seguir adelante, de bajar allí y pasar entre ellas, me repugnó incluso el pensamiento de poder siquiera rozarlas. Pero teníamos que hacerlo. Así que nos quedarnos allí, hasta que la niebla cubriese de nuevo la luna.
Eso fue lo que, al cabo, ocurrió; la luz se atenuó y disminuyó, pero no lo bastante. Y mi deseo era cruzar aquel campo abierto en una oscuridad tan total como las condiciones de aquella noche pudieran darnos; otra vez nos amparamos en la oscuridad, y esperamos.
Estaba muy, muy cansado, y me senté mirando al suelo sin ánimo, a la espera de que la oscuridad nos envolviese por completo. El campo en que las vainas yacían era estrecho; quizá tendría unos treinta metros de lado a lado, no mucho más. A partir de ahí se extendía el cinturón de trigo, de varias hectáreas de ancho: una plantación destinada a evitar que las vainas pudiesen ser vistas desde la autopista que corría más allá de los trigales.
Entonces, repentinamente, advertí lo que ocurriría; comprendía al fin porqué habíamos llegado tan lejos sin toparnos con nadie. No había razón alguna para dispersar los efectivos que habían salido a damos caza por los kilómetros que habíamos atravesado, tratando de dar con nosotros en la oscuridad. En lugar de eso, se habían detenido a esperarnos; cientos de silentes siluetas se apiñaban en una línea sólida, ocultas en el trigal que se extendía entre nosotros y la autopista a la que debíamos llegar, aguardando el momento en que por fin cayésemos en sus garras.
Pero me dije esto: siempre hay una oportunidad. Muchos hombres han escapado de las prisiones más firmemente vigiladas que otros hombres hayan podido idear. Muchos prisioneros de guerra han caminado cientos de kilómetros a través de países habitados por millones de hombres, hombres que eran sus enemigos, hasta el último de ellos. Había que creer en la suerte, había que creer que en el instante justo podía abrirse un hueco momentáneo en una de las líneas de vigilancia, que podía darse un error de identificación provocado por la oscuridad; había que creer en ello, porque hasta el momento en que a uno lo atrapan, siempre hay una oportunidad.
Y entonces me di cuenta de que no nos atreveríamos siquiera a aprovechar la más mínima oportunidad que se nos presentase. Un jirón de niebla dejó de cubrir la luna, y de nuevo vi las vainas, filas y filas de ellas, diabólicas e impávidas allá abajo, a nuestros pies. Si nos cogían, ¿qué sucedería con aquellas vainas? ¡No teníamos derecho a desperdiciar nuestras vidas! Estábamos tan cerca de las vainas… Si, aunque fuera algo desesperado. Aunque eso significase con total seguridad nuestra captura, teníamos que hacer lo que estuviera en nuestra mano para acabar con ellas. Si podíamos confiar en que la suerte nos sonriese, era de esa forma como teníamos que emplearla.
Transcurrió un minuto hasta que el borde del siguiente banco de niebla mordió la luna. La cubrió lentamente, haciendo que la luz menguase, y entonces, una vez más, todo se sumió en la más completa oscuridad. Nos pusimos en pie, y descendimos la ladera de la colina en silencio, hacia el monstruoso campo que se extendía allá abajo. El edificio más próximo era el granero, y corrimos hasta él, rozando de vez en cuando las secas y quebradizas superficies de las vainas, siguiendo el suelto embaldosado de las acequias que se extendían entre las hileras.
Encontré el combustible para el tractor al trasponer la puerta: seis enormes bidones de gasolina alineados a lo largo del muro, sobre el suelo de tierra, y la emoción prendió en mi interior, y una nueva fuerza recorrió mis venas, mezclada con la sangre. Era algo fútil, sin duda; había cientos de vainas. Pero la ocasión de presentar batalla tenía que aprovecharse. Puse dos pastillas de benzedrina en la mano de Becky, tomé yo otro par y las tragamos. Luego Becky, con un esfuerzo, me ayudó a volcar el primer bidón sobre un lado. Me llevó diez minutos encontrar una llave inglesa oxidada —tras rondar por el granero, encendiendo una cerilla tras otra— colgada de una de las vigas del techo. Rodamos el enorme bidón de metal y, una vez lo hubimos pasado por la puerta, lo seguimos rodando hasta la acequia más próxima. Con el bidón en la posición correcta, y el tapón hexagonal en el borde de la zanja, me enfrasqué en girar el tapón con la llave inglesa, hasta que, tras darle varias vueltas, terminé de aflojarlo con la mano: la gasolina brotó en un chorro por entre mis dedos. El tapón cayó, y en un rítmico y constante gorgoteo la gasolina manó sobre la zanja y comenzó a fluir lentamente sobre las baldosas que pavimentaban la acequia. Afirmé el bidón con un terrón de barro y lo dejé allí.
Al rato, seis bidones de gasolina rebajada yacían unos junto a otros al comienzo de cada una de las acequias: el primero de todos ya estaba vacío. Durante diez minutos nos quedarnos allí, sencillamente, sin decir nada, hasta que el flujo del último de los bidones cesó en un lento y definitivo goteo. Me arrodillé junto a la acequia, y el agudo hedor de la gasolina me hizo arder los ojos. Encendí una cerilla y la dejé caer sobre el liquido, pero se apagó de inmediato. Encendí otra y esta vez la acerqué lentamente a la acequia, hasta que el borde inferior de la llama tocó su superficie: por un segundo pude ver mi rostro reflejado en el liquide La llama prendió en un pequeño parpadeo azul que, al principio, creció hasta formar un óvalo mínimo, como una moneda, para enseguida hincharse hasta el tamaño de un plato. Entonces estalló, y se infló en tal bocanada de fuego que hube que echar hacia atrás la cabeza, y la llama —ahora las chispas rojas se mezclaban con la lengua azul— se extendió por la acequia, abriéndose hacia los márgenes. Luego, al cabo de un segundo, el fuego comenzó a correr.
El calor aumentó, las llamas comenzaron a crepitar con un chasquido liquido y se tornaron más rojas, y se propagaron hacia lo alto, ceñidas por un humo negro que parecía rodar por la llamarada. Sin movernos, seguimos el reguero del fuego con la vista, lo observamos aumentar en altura, recorriendo el campo en líneas paralelas, saltando a las acequias vecinas con un bramido apagado, y, así, pudimos ver las negras siluetas de las vainas recortándose, agudas, contra las rojas llamas abrazadas por el humo. La primera vaina estalló en una antorcha ovalada, hecha de débiles y casi incandescentes llamas, y escupió una vaharada blanca; luego la segunda, luego la cuarta y la quinta a la vez, luego la tercera. Y a partir de entonces el blando y explosivo resoplido de las vainas al estallar en llamas sonó con la regularidad del tictac de un reloj, y una tras otra, por todas y cada una de las hileras, las vainas ardían en imparable incandescencia. Luego, el repentino rumor de cientos de voces que llegaban hasta nosotros a través del trigo irrumpió en nuestros oídos como un oleaje.
Durante un minuto pensé que habíamos vencido, pero por supuesto la gasolina —sólo seis bidones habían sido vaciados en aquel vasto campo— se agotó. Del primero al último, los raudos regueros de llamaradas rojas se refrenaron hasta detenerse, reducidos a nada, en todos los puntos en que los últimos hilillos de gasolina habían sido vertidos. Las hileras de antorchas ardientes aún resplandecían, pero las llamas eran cada vez más rojas, el humo blanco se hacia más ubicuo, y no había nuevas vainas en las que prender. Las llamas —más altas que un hombre en su apogeo— de pronto no llegaban a la cintura, y se hacían cada vez más pequeñas, cada vez más rápido, y los regueros de fuego, antes sólidos y compactos, quedaban al pronto divididos en pequeñas hogueras. Casi en el mismo instante, las llamas, que cubrían quizá media hectárea del campo, amainaron hasta mínimas lenguas, justo cuando los cientos de siluetas que habían surgido de los trigales estaban ya sobre nosotros.
Apenas nos tocaron; no había ira ni ninguna otra emoción en ellos. Stan Morley, el joyero, dejó caer simplemente una mano blanda en mi brazo, y Ben Ketchel permaneció junto a Becky, por si intentaba huir, mientras los otros, apiñados a nuestro alrededor, nos miraban sin curiosidad.
Becky y yo, en medio de aquella turba de cientos y cientos de hombres que crecía desordenadamente, iniciamos el ascenso por la ladera que habíamos bajado. Nadie nos detuvo: solo se oía un débil murmullo, pero no era un murmullo de emoción. Con un brazo alrededor de la cintura de Becky y mi otra mano en su codo, la ayudé a subir lo mejor que pude, mirando el suelo sin pensar en nada, sin sentir nada tampoco, excepto lo cansado que estaba.
Y, entonces, el vasto murmullo de cientos de voces brotó otra vez a nuestro alrededor, y volví la cabeza. Al volverla, el murmullo cesó abruptamente, y advertí que todo el mundo se había detenido donde estaba; se hallaban absolutamente inmóviles, de cara al valle del que habíamos venido, con los rostros levantados hacia el cielo iluminado por la luz de la luna.
Seguí con la vista el lugar hacia el que miraban, y en aquella claridad comprendí lo que habían visto. Todo el cielo estaba salpicado de puntos. Más que puntos; un formidable enjambre de oscuras manchas circulares se elevaba lentamente, poco a poco, hacia los cielos. Una última huella de niebla dejó la cara de la luna, el cielo brillé, y vi ascender las vainas, dejando el terreno del que procedían casi vacío. Luego, las pocas que yacían aún en la tierra se agitaron, y se inclinaron a un lado para romper los frágiles tallos que las sujetaban. Y entonces, también, se elevaron junto a las otras, y vimos aquel espléndido enjambre disminuir lentamente de tamaño, sin tocarse, sin tropezar unas con otras, subiendo cada vez más hacia el cielo y el espacio más allá de este.