Advierto que la historia que se disponen a leer está llena de cabos sueltos y preguntas que no serán respondidas. Tampoco encontrarán un desenlace al uso, donde todo deba quedar resuelto y explicado satisfactoriamente. Al menos, no lo encontrarán en mí. Pues no puedo decir que sepa qué ha ocurrido exactamente, o por qué, ni siquiera cómo empezó, cómo acabó, o si ya ha acabado; y yo estuve en medio de todo. De modo que si no les gusta este tipo de historia, lo siento: harían mejor en no leerla. Todo lo que puedo hacer es contar lo que sé.
Para mí, todo comenzó alrededor de las seis en punto de un jueves por la tarde, el 13 de agosto de 1953, cuando dejé salir por la puerta lateral de mi oficina a mi último paciente —un pulgar dislocado— con la sensación de que mi día aún no había acabado. Y deseé no ser médico, porque a menudo acierto con esa clase de presentimientos. En cierta ocasión salí de vacaciones, convencido de que volvería en un día o dos, y así fue, pues se había declarado una epidemia de sarampión. Y más de una vez me he metido en la cama completamente roto, sabiendo que en un par de horas estaría conduciendo hacia el pueblo para una visita médica; algo que en efecto luego haría, he hecho a menudo y haré de nuevo.
Sentado a mi mesa, añadí una nota al historial de mi paciente, tomé después el coñac que utilizo como reconstituyente, me dirigí al lavabo y me serví una copa, algo que casi nunca hacía. Pero lo hice esa noche, y de pie ante la ventana, tras mi mesa, miré la calle Mayor mientras bebía el coñac a pequeños sorbos. Había tenido una apendicectomía urgente esa misma tarde y no había comido, y me sentía irritable. No estaba acostumbrado a no tener nada que hacer, y deseé disponer de alguna diversión que me alegrase la noche, para variar.
Así que cuando oí que alguien llamaba suavemente a la puerta exterior del recibidor sólo quería quedarme ahí, sin moverme, hasta que quienquiera que fuese decidiera marcharse. En cualquier otro trabajo uno puede hacer eso, pero no en el mío. Mi enfermera ya se había ido —probablemente había corrido tras el último paciente escaleras abajo, adelantándolo con comodidad— y durante unos instantes, con un pie en el radiador bajo la ventana, me conformé con dar un trago a mi copa, observar la calle y fingir, cuando el ligero golpeteo comenzó otra vez, que no iba a responder a la llamada. Aún no había oscurecido, y no lo haría durante un rato, pero tampoco estábamos ya a pleno sol. Algunas luces de neón habían sido encendidas, y, bajo mi ventana, la calle Mayor aparecía desierta —a las seis, por aquí, casi todo el mundo está cenando—, y yo me sentía solo y abatido.
Pero la llamada sonó de nuevo, así que dejé mi copa, salí, quité la llave a la puerta y abrí. Creo que parpadeé un par de veces, con la boca abierta en una mueca idiota, porque Becky Driscoll estaba allí.
—Hola, Miles. —Sonrió, encantada de ver el asombro y el placer que reflejaba mi cara.
—Becky —murmuré, haciéndome a un lado para dejarla pasar—, qué agradable sorpresa. ¡Adelante! —De pronto sonreí abiertamente, y Becky pasó ante mí, ingresó en el recibidor y se dirigió hacia mi oficina—. ¿De qué se trata? —pregunté, cerrando la puerta—. ¿Una consulta? —Me sentía tan aliviado y feliz que bullía de animación y de euforia—. Tenemos un especial de apendicectomías esta semana —exclamé alegremente—, te recomiendo que lo aproveches. —Y ella volvió a sonreír. Su figura, como comprobé mientras la seguía, aún era maravillosa. Becky posee un esqueleto fino y bellamente guarnecido; demasiado ancho en las caderas, según he oído decir a algunas mujeres, pero nunca oí que un hombre dijera eso.
—No —Becky se detuvo junto a mi mesa, y se dispuso a responder a mi pregunta—, no puedo decir que se trate exactamente de una consulta.
Cogí mi vaso y lo alcé a la luz.
—Como todo el mundo sabe, me paso el día bebiendo. En especial cuando me toca operar. Y todos los pacientes deben tomar un trago conmigo, ¿qué me dices? —el vaso casi se me cae de las manos, porque Becky emitió un sollozo seco y profundo, y la respiración se le entrecortó convulsivamente. Sus ojos se anegaron de brillantes lágrimas, y al punto se volvió, hundiendo los hombros y subiendo las manos a su rostro.
—Creo que me vendría bien uno —musitó, con una voz apenas audible.
Tras un segundo le pedí que se sentase, hablándole con mucha suavidad, y Becky se dejó caer en el sillón de cuero que había ante mi mesa. Fui al lavabo, le serví una copa, tomándome mi tiempo en ello, volví y le dejé su bebida a un lado, sobre el cristal que cubría la mesa.
Rodeé el mueble y me senté ante Becky, inclinando mi sillón giratorio, y cuando al fin alzó la vista le señalé la copa, apremiándola amablemente a beber. Yo tomé un trago de la mía, dedicándole una sonrisa por encima del vaso, tratando de darle de esa forma unos segundos para que se calmase. Por primera vez volví a observar su rostro. Vi que era el mismo rostro hermoso que conocía: los huesos prominentes y bien formados bajo la piel: los mismos ojos amables e inteligentes, un poco enrojecidos ahora; la misma boca de labios abundantes y atractivos. Su pelo era diferente, algo más corto, quizá; pero era el mismo cabello generoso, castaño o casi negro, espeso y fuerte, aunque con un aspecto naturalmente ondulado que yo no recordaba. Había cambiado, desde luego; ya no tenía dieciocho años, sino bien entrados los veinte, y esa era la edad que aparentaba, ni más ni menos. Pero aún era la misma chica que conocí en el instituto; salí con ella algunas veces durante el año de mi graduación.
—Me alegra verte de nuevo, Becky —dije, levantando mi copa y sonriendo. Bebí un sorbo, bajando los ojos. Quería que hablase de cualquier cosa, antes de que se decidiera a contarme el problema que la inquietaba, fuera este cual fuese.
—También a mí, Miles —Becky respiró hondo y se arrellanó en su silla, copa en mano; sabía lo que yo pretendía, y me siguió la corriente—. ¿Recuerdas aquella vez en que viniste a mi casa a buscarme? Íbamos a un baile del instituto, y tú tenías aquella frase escrita en la frente.
Lo recordaba, pero alcé las cejas en ademán inquisitivo.
—Decía: M.B. ama a B.D. Lo habías escrito en tu frente con tinta roja o lápiz de labios, o algo parecido. Asegurabas que ibas a ir al baile así. Tuve que ponerme dura hasta conseguir que te lo quitases.
—Sí, ya recuerdo —sonreí. Entonces recordé algo más—. Becky, ya me he enterado de lo de tu divorcio; y lo siento.
—Gracias, Miles —asintió—. Y yo me he enterado del tuyo; también lo siento.
Me encogí de hombros.
—Supongo que ahora somos como miembros de una hermandad.
—Sí —volvió a lo que la preocupaba—. Miles, he venido por Wilma —Wilma era su prima.
—¿Cuál es el problema?
—No lo sé —durante un momento Becky detuvo los ojos en su copa, antes de alzar de nuevo la mirada hacia mí—. Creo que es… —dudó; la gente odia dar nombres a estas cosas—. Bueno, supongo que lo llamarías un delirio. Conoces a su tío, el tío Ira…
—Sí.
—Miles, Wilma se obsesiona en pensar que Ira no es su tío.
—¿Qué quieres decir? —bebí un sorbo—. ¿Que en realidad no son familia?
—No, no —sacudió la cabeza, impaciente—. Quiero decir que ella piensa que se trata —un hombro se encogió, perplejo— de un impostor, o algo así. Alguien que sólo se parece a Ira.
Miré detenidamente a Becky. No acababa de comprender; Wilma había sido criada por su tía y su tío.
—Bueno, ¿duda que si lo es?
—No. Dice que su aspecto es exactamente igual al del tío Ira, habla igual que él, se comporta como él, todo. Ella sólo sabe que no es Ira, simplemente. ¡Miles, estoy tan preocupada! —Las lágrimas volvieron otra vez a sus ojos.
—Bebe un poco —murmuré, señalando su copa. Yo di un buen trago a la mía y me hundí en mi sillón, mirando al techo mientras pensaba en aquello. Wilma tenía sus problemas, pero era una mujer firme e inteligente; contaba alrededor de treinta y cinco años. Tenía mejillas rojas, era pequeña y rolliza, una mujer sin ningún atractivo; nunca se casó, lo cual es bastante malo. Estoy seguro de que le habría gustado hacerlo, y creo que habría sido una buena esposa y una buena madre, pero así son las cosas. Se encargó de una librería y de una tienda de artículos de regalo, y sacó ambas adelante. Consiguió vivir de eso, lo cual en un pueblo no es tarea sencilla. Tampoco se volvió desabrida o amarga; tenía una visión sagaz, crítica y humorística de las cosas; era consciente del valor que estas tenían, y no se engañaba a sí misma. No podía imaginar a Wilma presa de desarreglos mentales, pero, con todo, nunca se sabe. Miré de nuevo a Becky—: ¿Qué quieres que haga?
—Ve a su casa esta noche, Miles. —Se inclinó hacia adelante, sobre la mesa, en actitud de súplica—. Ahora mismo, si te fuese posible, antes de que oscurezca. Quiero que mires al tío Ira, que hables con él; lo conoces desde hace años.
Me había llevado la copa a los labios, pero volví a dejarla sobre la mesa, clavando la mirada en Becky.
—¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando, Becky? ¿Tampoco tú crees que sea Ira? Se ruborizó.
—¡Sí, por supuesto que sí! —Pero se mordía los labios, y agitaba la cabeza con un gesto afligido, de lado a lado—. Oh, no lo sé, Miles, no lo sé. ¡Desde luego que es el tío Ira! Claro que lo es, pero… ¡es sólo que Wilma está tan segura! —Incluso se retorcía las manos, algo que uno lee en los libros pero raramente ve—. ¡Miles, no sé qué está pasando allí!
Me levanté y rodeé la mesa para acercarme a ella.
—Bien, vayamos a ver —concedí amablemente—. Tranquilízate, Becky. —Y puse una mano sobre su hombro para reconfortarla. Su hombro, bajo el vestido veraniego, se revelaba firme, redondo y cálido, y aparté la mano—. Ocurra lo que ocurra, habrá una razón, la encontraremos y arreglaremos el problema. Vamos.
Me volví, abrí el armario empotrado junto a mi mesa para coger el sombrero, y me sentí como un idiota. Porque mi sombrero se hallaba donde siempre lo dejo, en la cabeza de Fred. Fred es un esqueleto articulado, delicadamente pulido, que guardo en mi armario, junto a otro esqueleto femenino de un tamaño menor; no puedo tenerlos por la oficina, asustando a los pacientes. Mi padre me los regaló unas Navidades, durante mi primer semestre en la facultad de Medicina. Sin dada son bastante útiles para un estudiante, pero tengo para mí que el verdadero motivo por el que mi padre me los regaló fue porque así podía dármelos —como de hecho hizo— dentro de una caja de metro ochenta, envuelta en papel de regalo y atada con un lazo rojo y verde. Dónde pudo encontrar una caja tan grande es algo que no sé. El caso es que ahora Fred y su compañera estaban en el anuario de mi oficina, y, como decía, siempre cuelgo mi sombrero en su cabeza pulida y braquicéfala. Mi enfermera opina que es divertido, y al menos conseguí arrancar una sonrisa de los labios de Becky.
Me encogí de hombros, tomé el sombrero y cerré la puerta.
—A veces pienso que hago demasiado el payaso; pronto la gente no se fiará de mí ni para que les recete una aspirina.
Marqué el número de la centralita telefónica, avisé del lugar al que me dirigía y abandonamos la oficina para ir a echar un vistazo al tío Ira.
Un inciso para dar el historial al completo: mi nombre es Miles Boise Bennell, tengo veintiocho años y he ejercido la medicina en Santa Mira, California, durante algo más de un año. Antes estuve en prácticas, y anteriormente estudié en la Universidad de Stanford. Nací y crecí en Santa Mira, donde ya mi padre trabajó como médico local antes que yo, y, puesto que su labor fue muy buena, no me ha resultado difícil engatusar a la clientela.
Mido un metro ochenta, peso setenta y cinco kilos, tengo los ojos azules y el pelo negro, algo ondulado y bastante espeso, aunque la coronilla empieza ya a mostrar el indicio de una pequeña calva hereditaria. No me preocupa; a fin de cuentas, no hay nada que uno pueda hacer contra eso, por mucho que pensemos que la medicina encontrará algo para remediarlo. Practico el golf y la natación cuando tengo la oportunidad, con lo cual siempre estoy bastante bronceado. Cinco meses atrás me había divorciado, así que durante la época a la que me refiero vivía solo en una enorme casa de madera, un poco pasada de moda, con un montón de grandes árboles alrededor y un vasto jardín. Fue la casa de mis padres antes de que ambos muriesen, y luego pasó a ser la mía. Y eso es todo, poco más o menos. Conduzco un Ford descapotable del 52, uno de esos modelos lujosos de color verde, pues no conozco ley alguna que obligue a un médico a conducir un pequeño utilitario negro.
Llegamos a la avenida Dewey y el tío Ira estaba allí, en el césped, ante su casa. Es una calle tranquila, grande y ancha, con todas las casas diferentes unas de otras, a las que se accede por un repecho que desciende desde la acera. Bajé por él, y cuando nos detuvimos junto al bordillo el tío Ira levantó la vista y agitó una mano.
—Buenas tardes, Becky. Hola, Miles —exclamó sonriendo.
Respondimos, devolviendo el saludo, y salimos del coche. Becky se dirigió hacia la casa, y dedicó al tío Ira alguna palabra amable al pasar. Yo crucé por el césped hacia él, fingiendo cierto aire indiferente, con las manos en los bolsillos, como por pasar el rato.
—Buenas tardes, señor Lentz.
—¿Qué tal el negocio, Miles? ¿Has matado a muchos hoy? —Enarboló una ancha sonrisa, como si se tratase de un chiste que nunca hubiera oído.
—Hasta llenar el cupo.
Sonreí también, deteniéndome junto a él. Era la rutina habitual entre nosotros cada vez que nos encontrábamos por el pueblo, pero ahora me detuve, mirándole a los ojos a menos de dos palmos de su rostro.
Se estaba bien ahí fuera. La temperatura rondaba los dieciocho grados, y la luz era buena: no era la misma que había a mediodía, pero aún hacía bastante sol. No sé qué esperaba ver, pero sin duda aquel era el tío Ira, el mismo señor Lentz que conocí de niño, el mismo al que cada tarde, en el banco, entregaba su diario vespertino. Era el cajero jefe —ahora estaba jubilado—, y siempre me urgía a que abriese una cuenta con mis fastuosos ingresos como repartidor de periódicos. Ahora tenía prácticamente el mismo aspecto de entonces, salvo por el hecho de que habían pasado quince años y su cabello se había vuelto blanco. Era un upo grande, muy por encima del metro ochenta, y aunque arrastrara los pies al andar, todavía tenía todo el aire de un vigoroso y agradable anciano de ojos perspicaces. Y desde luego era él, no otra persona, quien se hallaba en el jardín, mientras anochecía, y empecé a sentirme asustado por Wilma.
Charlamos sobre poco más (política local, el tiempo, asuntos varios, la nueva autopista del estado que iba a cruzar el pueblo y por la que habían estado inspeccionando el terreno), y entre tanto yo examinaba cada arruga y poro de su rostro, escuchaba cada tono e inflexión de su voz, alerta a cada movimiento y cada gesto. Pero uno, ciertamente, no puede estar en dos sitios a la vez, y él lo advirtió.
—¿Estás preocupado, Miles? Se te ve un poco ausente esta noche.
Esbocé una sonrisa y sacudí una mano.
—Me temo que hoy no he conseguido dejar el trabajo en la oficina.
—No debes hacer eso, chico; yo nunca lo hice. Cada noche, tan pronto como me ponía el sombrero, me olvidaba del banco. Claro que uno no llega a presidente de esa forma —rio—. Pero el presidente está muerto, y yo sigo vivo.
Diablos, era el tío Ira, cada cabello, cada arruga de su rostro, cada palabra, movimiento y pensamiento, y me sentí idiota. Becky y Wilma salieron de la casa y se sentaron en el balancín del porche, las saludé con la mano y luego emprendí el camino hacia la casa.