Tres

A la mañana siguiente, al llegar a mi oficina, había ya una paciente esperándome: se trataba de una mujer tranquila y menuda, de alrededor de cuarenta años, que se hallaba sentada en el sillón de cuero frente a la mesa, con las manos juntas sobre su bolso. Me contó que estaba completamente segura de que su marido no era en realidad su marido. Con toda calma, me explicó que tenía el mismo aspecto que él, hablaba y actuaba exactamente como él —estaban casados desde hacia dieciocho años—, pero, simplemente, aquel no era su marido. Era la misma historia de Wilma, excepto por los detalles circunstanciales, de modo que cuando se marchó telefoneé a Mannie Kaufman y concerté dos citas.

Contaré el resto en pocas palabras; el martes de la semana siguiente, la noche en que se celebraba la reunión de la Asociación Médica del Condado, había remitido otros cinco pacientes a Mannie. Uno era un abogado joven, inteligente y equilibrado, que yo conocía bastante bien: estaba convencido de que la hermana casada con la que vivía no era en realidad su hermana, aunque su marido, obviamente, pensaba que sí. También le envié a las madres de tres colegialas, que acudieron en bloque a mi oficina para decirme, entre lágrimas, que en el colegio se reían de sus hijas porque insistían en que su profesor de Lengua era en realidad un impostor que se parecía en todo a su verdadero profesor. Por último, un niño de nueve años vino a verme acompañado de su abuela, con quien ahora vivía, porque se ponía histérico cuando estaba cerca de su madre, la cual, según él, no era en realidad su madre.

Mannie Kaufman ya estaba esperándome cuando llegué (antes de la hora, para variar) a la reunión de médicos. Aparqué junto al Salón de la Legión, en las afueras del pueblo, un lugar que usamos para nuestros encuentros, y cuando eché el freno de mano oí que alguien me llamaba desde un coche aparcado algo más allá. Salí y caminé hacia él, imaginando que se trataría de una nueva tanda de bromas a costa de mi descapotable verde.

Vi entonces que eran Mannie y Doc Carmichael, otro psiquiatra de Valley Springs, ambos sentados en el asiento delantero del coche. Ed Pursey, mi competencia en Santa Mira, estaba en el asiento trasero. Mannie tenía la puerta de su lado abierta, y se hallaba sentado de lado, con los pies fuera del coche y los talones enganchados en lo que hubiera sido el estribo, de haber habido uno ahí. Estaba inclinado hacia adelante, fumando un cigarrillo, con los codos apoyados en las rodillas. Es un tipo moreno, algo guapo e inquieto; tiene el aspecto de un astuto jugador de fútbol. Carmichael y Pursey son mayores, y tienen más aire de médicos.

—¿Qué demonios esta pasando en Santa Mira? —dijo Mannie cuando llegué a su lado. Miré a Ed Pursey en el asiento de atrás para demostrar que también él estaba incluido en la pregunta, por lo cual supe que Ed, como yo, había tenido otros casos.

—Es uno de los nuevos pasatiempos de nuestro pueblo —respondí, apoyando un brazo en la puerta abierta—. Una nadería con la que reemplazar el punto y la cerámica.

—Pues es la primera neurosis contagiosa con la que me topo —exclamó Mannie, entre la risa y la perplejidad—. Pero, Dios, se trata de una verdadera epidemia. Y como persista nos vais a fastidiar el negocio; no sabemos qué hacer con esa gente, ¿verdad, Charley? —desde su asiento miró sobre el hombro a Carmichael, y este frunció el ceño. Carmichael representa la dignidad de la psiquiatría de Valley Springs, mientras que Mannie es su verdadera lumbrera.

—Sí, es una serie de casos de lo menos habitual —sentenció Carmichael diplomáticamente.

—Bueno —hice un gesto de indiferencia—, la psiquiatría esta aún en su infancia. Es el hijastro retrasado de la medicina, y naturalmente vosotros dos no podréis…

—Déjate de bromas, Miles; estos casos me tienen atado de pies y manos —Mannie me observé con expresión meditativa, dando una calada a su cigarrillo, con un ojo entrecerrado por el humo—. ¿Sabes lo que habría dicho de cualquiera de estos casos, si no fuese algo completamente imposible? Esa mujer, Lentz, por ejemplo. Habría dicho que no sufre delirio alguno. A juzgar por las indicaciones que conozco, habría asegurado que no es una mujer especialmente neurótica, al menos no en ese aspecto. Habría dicho que su problema no entra en mi especialidad, que su preocupación es externa y real. Habría dicho (a tenor de lo que veía en mi paciente) que ella tiene razón y su tío no es de veras su tío. Si no fuera, claro, porque eso es imposible —Mannie dio una última calada a su cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la punta de un zapato. Luego levantó hasta mi una mirada curiosa, y añadió—: Pero es igualmente imposible que un total de nueve personas en Santa Mira, de pronto, y de manera simultánea, hayan adquirido un delirio virtualmente idéntico; ¿no es así, Charley? Y eso es exactamente lo que parece que ha ocurrido —Charley Carmichael no respondió, y nadie dijo nada más por un rato. Ed Pursey lanzó un suspiro, y comentó:

—Me llegó otro esta tarde. Un tipo de unos cincuenta años. Ha sido paciente mio durante años. Tiene una hija de veinticinco. Ahora me dice que esa chica no es su hija. El mismo tipo de caso —se encogió de hombros y habló dirigiéndose al asiento delantero—: ¿Debo enviároslo a alguno de vosotros, muchachos?

Ninguno respondió. Tras un momento, Mannie habló:

—No lo sé. Haz lo que quieras. Sé que no puedo ayudarle, si es como los otros. Quizás Charley no se sienta tan desesperanzado como yo.

—Enviámelo —respondió Carmichael—. Haré lo que pueda. Pero Mannie tiene razón; ciertamente, estos no son los típicos casos de delirio.

—Ni de cualquier otro síndrome —añadió Mannie.

—Quizá —sugerí— deberíamos probar a extraerles una muestra de sangre.

—Por Dios, podríais hacerlo —dijo Mannie.

Era hora de empezar la reunión, así que todos abandonaron el coche y, juntos, nos dirigimos al salón. La reunión fue tan fascinante como siempre; escuchamos las palabras de un orador, un profesor universitario, divagador y apagado, y deseé estar con Becky, o en casa, o incluso viendo una película en el cine. Tras la reunión, Mannie y yo hablamos un poco más, de pie en la oscuridad, junto a mi coche, pero en realidad no había mucho más de lo que hablar, y Mannie dio la charla por concluida:

—Mantente en contacto, ¿de acuerdo, Miles? Debemos resolver esto.

Le aseguré que así lo haría, entré en mi coche y me fui a casa.

Vi a Becky al menos cada noche de aquella semana, pero no porque entre nosotros se estuviera gestando algún romance. Sencillamente, aquello era mejor que rondar por las salas de billar, hacer solitarios o coleccionar sellos. Para mí, Becky representaba una forma cómoda y agradable de pasar algunas tardes, nada más, y eso me venía bien. El miércoles por la noche, cuando fui a visitarla, decidimos ir al cine. Llamé a la centralita telefónica, y le dije a Maud Crites, a quien le tocaba el turno de aquella noche, que me dirigía al Sequoia, que iba a abandonar la práctica de la medicina y unirme a una red de abortistas; le propuse ser mi primera cliente y ella rio alegremente. Luego salimos hacia mi coche.

—Estás fantástica —le dije a Becky mientras caminábamos hasta el vehículo, aparcado junto al bordillo. Y era cierto; llevaba un vestido gris, adornado con un ramillete de flores plateadas, entretejido a la tela, que le subía hacia un hombro.

—Gracias —Becky entró en el coche y me sonrió con una sonrisa perezosa y feliz—. Me siento bien cuando estoy contigo, Miles —añadió—. Más en calma que con nadie. Puede que sea porque ambos estamos divorciados.

Asentí, y arranqué el coche; sabía lo que quería decir. Era maravilloso estar libre, pero, al propio tiempo, la ruptura de una relación que nadie quiso acabar así te deja un tanto afectado, y no demasiado seguro de ti mismo; por eso sabía lo afortunado que era por haber encontrado a Becky. Ambos habíamos pasado por lo mismo, y eso significaba que tenía una chica a mi lado con la que conseguir una grata estabilidad, sin las consabidas presiones y exigencias que, por lo general, se acumulan gradualmente entre un hombre y una mujer. Sabía que con cualquier otra chica lo nuestro habría acabado derivando hacia algún clímax inevitable: un matrimonio, una aventura o una bronca. Pero Becky era exactamente lo que el doctor había recetado, de modo que aquella tarde de verano, mientras conducía mi coche con la capota bajada, me sentía bien.

Aparcamos en el último sitio vacío que quedaba en la calle, y en la taquilla compré dos entradas.

—Gracias, doctor —dijo la taquillera—. Dígaselo a Gerry —refiriéndose a que me transmitiría cualquier llamada que hubiera para mí si le decía al responsable de la sala dónde íbamos a sentarnos. Compramos palomitas en el vestíbulo, entramos en la sala y nos sentamos.

Tuvimos suerte; vimos media película. A veces pienso que he visto más mitades de película que nadie en el mundo, tantas que tengo la cabeza abarrotada de vagas especulaciones sin respuesta sobre cómo acabarán ciertas películas, y cómo empezarán otras. Gerry Montrose, el responsable, avanzó por nuestro pasillo, haciéndome señas, y yo murmuré una blasfemia hacia Becky: era una buena película; luego nos abrimos camino entre cincuenta personas, todas ellas equipadas con tres rodillas.

Al salir al vestíbulo, Jack Belicec se apartó del mostrador de las palomitas y vino hacia nosotros, formulando una sonrisa de disculpa.

—Lo siento, Miles —dijo, mirando a Becky para incluirla en las disculpas—. Lamento de veras fastidiaros la película.

—No importa. ¿Cuál es el problema, Jack?

No respondió. Solo se volvió para abrirnos la puerta de salida, y comprendí que no quería hablar en el vestíbulo. Salimos a la calle y él nos siguió. Pero tampoco cuando nos detuvimos bajo las luces de la marquesina se mostró dispuesto a ir al grano.

—Nadie esta enfermo, Miles; no es eso. Tampoco sé si a esto lo llamarías exactamente una emergencia. Pero… ciertamente, te agradecería que me acompañases.

Jack me cae bien. Es escritor, y creo que de los buenos; he leído uno de sus libros. Pero estaba un poco enfadado; esta clase de cosas suceden demasiado a menudo. Durante todo el día la gente da vueltas y vueltas a la idea de si debe o no visitar al médico, para decidir al final que no, que es mejor esperar, que con suerte no será necesario. Pero de pronto oscurece, y hay algo en la noche que hace pensar a la gente que será mejor visitar al médico, después de todo.

—Bueno, Jack —le increpé—, si no es una emergencia, si es algo que puede esperar hasta mañana, ¿por qué no hacerlo? —Moví la cabeza hacia Becky—. No es solo mi noche, sino… Por cierto, ¿os conocéis?

—Si —dijo Becky, y sonrió—. Claro que conozco a Becky —respondió Jack—, y también a su padre —frunció el ceño y se quedó callado, pensativo, unos instantes. Al rato nos miró a ambos, haciéndonos ver que ambos teníamos parte en lo que iba a decir—: Mira, trae a Becky contigo, si ella quiere venir. Sería una buena idea; podría servir de ayuda a mi mujer —sonrió irónicamente—. No digo que vaya a gustarle lo que va a ver, pero será más interesante que cualquier película, eso os lo prometo.

Miré a Becky, ella asintió, y puesto que Jack no es ningún bromista, no hice ninguna pregunta.

—Está bien —concedí—, entremos en mi coche. Cuando hayamos acabado con esto, te traeré de vuelta para que recojas el tuyo.

Los tres nos sentamos en el asiento delantero, pero tampoco mientras abandonábamos el pueblo —Jack vive en el campo, en las afueras— nos ofreció mayor información. Supuse que tendría sus razones. Jack es un tipo muy serio, de rostro enjuto y cabellos prematuramente blancos. Tiene alrededor de cuarenta años, diría yo, y es un hombre inteligente, de buen sentido y claro juicio. Yo lo sabía bien, porque un año antes su mujer estuvo enferma y él me llamó para que la reconociese. Había sufrido un repentino acceso de fiebre, acompañado de fatiga extrema, y diagnostiqué los síntomas como la fiebre de las Montañas Rocosas. Eso no me gustaba. Uno puede practicar la medicina en California durante mucho tiempo sin toparse con la fiebre de las Montañas Rocosas, así que me resultaba difícil decir cómo Theodora había podido contraerla. Pero no sabía qué otra cosa podía ser, y por eso prescribí un tratamiento que debía iniciarse de forma inmediata. Tuve que confesarle a Jack que nunca antes había visto un caso parecido, y que si quería otras opiniones debía sentirse libre de pedirlas. Pero añadí que estaba seguro de mi diagnostico tanto como cualquier otro médico que la observase lo estaría del suyo, y que en ese punto, una opinión contradictoria —equivocada en una de las dos partes— no haría ningún bien. Jack me escuchó, realizó algunas preguntas, meditó sobre todo ello y al fin me dijo que tratase a su mujer, cosa que hice. Un mes después Theodora ya estaba bien. Preparé unas galletas y Jack me llevó una hornada a la oficina. Así que desde entonces le respeto: sabía cómo tomar una decisión; por eso, mientras nos dirigíamos a su casa, yo esperaba a que él estuviese dispuesto a hablar.

Dejamos atrás la señal blanca y negra que indica el final de la ciudad, y Jack apuntó a lo lejos:

—Gira a la izquierda por el camino de tierra, Miles. No sé si te acuerdas. Es la casa verde de la colina.

Asentí y giré por el camino, metiendo la segunda para subir el repecho.

—Detente un momento, ¿de acuerdo, Miles? —dijo Jack—. Quiero preguntarte algo.

Me detuve en la cuneta, eché el freno de mano y me giré hacia Jack, con el motor aún en marcha.

—Miles —comencé, tras respirar hondo—, hay ciertas cosas sobre las que un médico debe informar cuando se ve envuelto en ellas, ¿no es cierto?

Era más una afirmación que una pregunta, así que solo moví la cabeza.

—Una enfermedad contagiosa, por ejemplo —prosiguió, como pensando en voz alta—, o una herida de bala, o un cadáver. Bueno, Miles —volvió a mirar por la ventana que había a su lado—, ¿debe un médico informar siempre acerca de esas cosas? Quiero decir, ¿hay algún caso en que un médico pueda encontrar una justificación para pasar por alto las normas?

—Depende —contesté, encogiéndome de hombros. No sabía cómo responder a eso.

—¿De qué?

—Del doctor, supongo. Y del caso al que nos estemos refiriendo. ¿Qué es lo que ocurre, Jack?

—Aún no puedo decírtelo. Primero debo conocer tu respuesta —mirando por la ventana, meditó durante unos segundos. Luego volvió su vista hacia mí—. Tal vez puedas responder a esto: ¿se te ocurre algún caso, del tipo que sea, una herida de bala, por ejemplo, donde las reglas, o la ley, o lo que sea, exijan que informes sobre ello? ¿Que puedas verte en verdaderos problemas si no has informado de lo que encontraste, quizá, incluso, llegar a perder tu licencia? ¿Se te ocurre que pueda haber algún conjunto de circunstancias donde pudieras poner en juego tu reputación, tu ética profesional, e incluso tu licencia, y no informar?

—No lo sé, Jack —de nuevo me encogí de hombros—. Tal vez. Supongo que se me puede ocurrir alguna clase de situación en que deba olvidar las reglas, si fuese lo bastante importante y yo sintiese que mi deber fuera actuar así. —Tanto misterio, de pronto, me irritaba—. No lo sé, Jack, ¿adónde quieres llegar? Todo esto es demasiado vago, y no quiero que pienses que te estoy prometiendo algo. Si ha ocurrido cualquier cosa en tu casa de la que deba informar, probablemente lo haré; es todo lo que te puedo decir.

—De acuerdo —Jack esbozó una sonrisa—, con eso me vale. Creo que decidirás no dar parte de lo que vas a ver. —Movió la cabeza hacia su casa—. Vamos allá.

Salí de la cuneta y conduje de nuevo por el camino. Al rato, las luces de los faros recortaron una silueta, quizá a unos cuarenta metros más allá, que avanzaba hacia nosotros. Era una mujer, vestida con un atuendo casero y un delantal; llevaba los brazos cruzados en el pecho y se sostenía los codos con las manos; aquí refresca mucho por las noches. Vi que era Theodora, la esposa de Jack.

Llevé el coche hacia ella, más despacio, y lo detuve a su lado.

—Hola, Miles —saludó. Luego se dirigió a Jack, mirando al interior del coche a través de la abertura de mi ventanilla—. No podía estar ahí dentro sola, Jack. Es superior a mis fuerzas; lo siento.

—Debí haberte traído conmigo —contesté Jack, asintiendo—; ha sido estúpido no hacerlo. Abriendo la puerta del coche, me incliné hacia adelante para permitir a Theodora pasar al asiento trasero. Jack le presenté a Becky, y enseguida continuamos camino hacia la casa.