Había un coche aparcado frente a la casa de Becky, y, al aproximarnos a él, lo reconocimos: un sedán Plymouth de 1947, con la pintura azul desvaída por el sol.
—Wilma, la tía Aleda y el tío Ira —murmuré Becky, y me miró. Luego añadió—: Miles —casi habíamos llegado a la casa, y se detuvo en la acera—, ¡no puedo entrar ahí!
Me detuve a pensar.
—No entraremos —concedí por fin—, pero tenemos que verlos, Becky —ella negaba con la cabeza, así que proseguí—: ¡Tenemos que saber que esta pasando, Becky! ¡Debemos averiguarlo! O hubiéramos hecho mejor en no regresar al pueblo —la tomé del brazo y nos dirigimos al sendero de ladrillo que conducía a la casa, pero enseguida salí de allí, y tiré de Becky para que saliera también; decidí que avanzaríamos más silenciosamente por el césped que se extendía a su lado—. ¿Dónde pueden estar? —musité. Al ver que Becky no respondía le agité el brazo, casi rudamente, con la mano con que la tenía asida—. Becky, ¿dónde pueden estar? ¿En la salita?
Asintió con los labios apretados, y rodeamos en silencio la casa hacia el ancho y viejo porche que discurría bajo las ventanas de la salita. Estas estaban abiertas: oíamos el murmullo de unas voces tras los visillos blancos de la habitación. Me detuve, alcé un pie y me quité un zapato, luego el otro. Miré a Becky, y ella tragó saliva; sosteniéndose en mi brazo, se quitó sus zapatos de tacón alto, y, aún alejados de las ventanas de la salita. Subimos sigilosamente los peldaños de la parte trasera de la casa. Junto a la ventana abierta, nos sentamos en el porche, muy despacio y con sumo cuidado. En el lugar en que nos hallábamos era imposible que nos viesen, y, además, los viejos árboles y las altas matas del jardín nos resguardaban de las miradas que pudieran proceder de la calle.
—¿Quiere más café? —escuchamos que decía la voz del padre de Becky.
—Yo no —contesté Wilma, y oímos el tintineo de una taza y un platito que esta depositaba sobre alguna superficie de madera—. Debo estar de vuelta en la tienda a la una. Pero tú y el tío Ira podéis quedaros aquí, tía Aleda.
Apoyado en un lado de la ventana, moví la cabeza para poder mirar por encima del alféizar. Allí estaban: el padre de Becky fumaba un cigarrillo, que rizaba su humo sobre sus cabellos grises; Wilma, con su rostro redondo y sus mejillas rojas; el viejo y tan alto tío Ira; y la diminuta mujercita de rostro amable que era la tía de Wilma. Todos tenían el mismo aspecto de siempre, y se comportaban igual que de costumbre. Me volví para mirar a Becky, preguntándome si no habríamos cometido un terrible error y aquellas personas no eran sino las que siempre habían sido.
—Yo también lo siento —replicó el padre de Becky—. Pensé que seguramente estaría en casa; ya sabéis que ha vuelto al pueblo.
—Sí, lo sabemos —dijo el tío Ira—, y también Miles. —Y me sorprendí formulándome la pregunta de cómo era posible que supiesen que habíamos regresado, o incluso que nos hubimos marchado. Pero algo sucedió, sin previo aviso, que hizo que los cabellos de mi nuca se erizaran como escarpias.
Lo que voy a contar es difícil de explicar: cuando iba a la universidad había un limpiabotas negro, de mediana edad, que siempre se ponía en la acera ante uno de los más antiguos hoteles del barrio; era todo un personaje en el pueblo. Todo el mundo le trataba con condescendencia, porque Billy representaba la idea que todo el mundo tiene de lo que un «personaje» —un tipo raro, al cabo— había de ser. Tenía un titulo para cada uno de sus clientes habituales. «Que tal va eso, Profesó», habría dicho con toda seriedad a un tipo delgado y con gafas, algún hombre de negocios, que se habría sentado allí para recibir el lustre de cada día. «Tenga usté buenos días, Capitán», le habría dicho a cualquier otro. «M'alegra verle, Coronel», «Bendita tarde, Doctor», «General, cómo me gusta volvé a tenerle aquí». El tono de adulación era obvio, y la gente siempre le sonreía con el rictus de quien pretende demostrar que no se va a dejar coger en esas; pero les gustaba igualmente.
Billy profesaba un genuino amor por los zapatos. Solía asentir con espíritu critico si le llegabas con un par de zapatos nuevos. «Buen cuero», murmuraba, moviendo la cabeza con una considerada convicción, «e un placé trabaja con zapatos como estos», y tú te sentías rebosar de un estúpido orgullo por tu propio buen gusto. Si tus zapatos eran viejos, entonces sostenía uno en el cuenco de las manos cuando acababa con él, girándolo un poco a un lado y a otro para que le diese la luz. «Nada coge mejó el brillo que un buen cuero viejo, Teniente, nada». Y si alguna vez le llegabas con un calzado barato, su silencio te convencía de lo verdaderos que eran sus mejores cumplidos. Con Billy, el lustrador de zapatos, tenías el sentimiento de pertenecer a ese excepcional y minúsculo grupo de las personas felices. Él, obviamente, había hallado contento en una de las más simples ocupaciones del mundo, así que el dinero que eso le aportaba carecía ciertamente de toda importancia. Cuando ponías unas monedas en sus manos, nunca les echaba ni un somero vistazo; las aceptaba con cierto aire despistado, con toda su atención entregada a ti y a tus zapatos, y te marchabas de allí radiante de felicidad, como si acabaras de realizar una buena acción.
Cierta noche estuve despierto hasta el amanecer, durante una escapada estudiantil que ahora no viene al caso: solo en mi viejo coche, me halle en la parte más decadente de la ciudad, a unos buenos tres kilómetros del campus. Me sentí de pronto muerto de sueño, demasiado cansado como para conducir hasta casa. Aparqué junto al bordillo, justo cuando el sol ya empezaba a salir, y me acurruqué en el asiento trasero bajo una manta que siempre llevaba en el coche. Quizás media hora después, cuando ya me quedaba dormido, desperté al oír unos pasos en la acera, a mi lado, y una voz de hombre que decía suavemente: «Buenos días, Bill».
Puesto que mi cabeza estaba por debajo de la ventanilla del coche, no podía ver quién hablaba, pero entonces escuché otra voz, fatigada e irritable, que replicaba: «Hola, Charley». Aquella segunda voz me sonó familiar, aunque no era capaz de ponerle una cara.
Luego siguió, en un tono de voz repentinamente extraño y alterado: «Que tal va eso, Profesó», decía, con un raro y quebrado desapasionamiento. «¡Qué tal!», repitió. «Amigo, ¡sólo eche una mirada a esos zapatos! Los lleva desde hace… déjeme pensá… sí, cincuenta y sei desde el marte, ¡y aún sacan este hermoso brillo!». La voz era la de Billy, las palabras y el tono eran los mismos que toda la ciudad recordaba con afecto, pero parodiados, desafinados. «Tómatelo con calma, Bill», murmuró con alguna inquietud la primera voz, pero Billy ignoré el consejo. «No sabe usté lo que amo este par de zapatos, Coronel», prosiguió en una despiadada y burlona imitación de su palabrería habitual. «Eso e todo lo que quiero, Coronel, tocá y tocá los zapatos de la gente. ¡Déjeme besarlos! ¡Por favó, déjeme besarle los pies!». El resentimiento acumulado durante años contaminaba cada palabra y cada silaba que pronunciaba. Y así siguió, durante todo un minuto tal vez, en la acera de la barriada en la que vivía, parodiándose con histeria contenida, mientras su amigo, de vez en cuando, murmuraba: «Calma, Bill. Venga, ya vale; déjalo estar». Pero Billy continuaba, y nunca antes, en toda mi vida, había yo oído un desprecio tan ácido, inquietante y cruel como el de su voz, un desprecio hacia la gente que acudía a él atraída por sus payasadas, pero aún más hacia si mismo, el hombre que proporcionaba el servilismo que aquella gente le compraba.
Entonces, de manera abrupta, se detuvo, y soltó una carcajada llena de aspereza: «No lo vé, Charley», dijo, y su amigo rio con él, incómodo: «No dejes que te derroten, Bill», concluyó. Luego se reanudaron los pasos, en direcciones opuestas.
Nunca más volví a abrillantarme los zapatos en el puesto de Billy, y ponía un gran cuidado en no pasar por allí, excepto una vez que me olvidé de ello. Al pasar ante él, oí la voz de Billy que decía: «Vaya, eso e un brillo, Comandante», y bajé la vista para ver el rostro de Billy iluminado con ingenuo placer ante la visión del reluciente zapato que sostenía en una mano. Miré al hombre que se arrellanaba complacidamente en la silla, y vi su rostro, aquella sonrisa de condescendencia dirigida a la cabeza reverente de Billy. Y me di la vuelta, y caminé y caminé avergonzado de aquel tipo, de Billy y de mí, y de toda la raza humana.
—Ha vuelto a la ciudad —había dicho el padre de Becky, y el tío Ira había respondido—: Si, lo sabemos, y también Miles —y entonces dijo—: ¿Qué tal el negocio, Miles? ¿Has matado a muchos hoy? —y por primera vez en años oía en otra voz la espantosa burla que había oído en la de Billy, y el vello de la nuca se me puso de punta—. Hasta llenar el cupo —siguió el tío Ira, repitiendo mi réplica de una semana atrás, de años atrás, en el jardín de su casa, y su voz parodié la mía con el despiadado sarcasmo de un niño mofándose de otro.
—Oh, Miles —dijo Wilma, pronunciando las palabras a través de una sonrisa tonta, y el veneno que había en ellas me hizo temblar—. Había pensado dejarme caer por allí y verte para hablar sobre… aquello —entonces rompió en una risa falsa, la espantosa imitación de una risa avergonzada.
La pequeña tía Aleda rio con una risita ahogada, y retomó la conversación que Wilma tuvo conmigo: —He sentido tanta vergüenza, Miles. No sé que pudo suceder —la maldad que había en su voz era ciertamente escalofriante—, ni cómo decírtelo, pero… he entrado en razón —aquí la voz de la anciana se ahondó—. No es necesario que me lo expliques —estaba imitando mi tono y mis modales a la perfección—. No quiero que te preocupes, ni que te sientas mal; solo olvida toda esta historia.
Todos rieron, sin exhalar un solo ruido, estirando los labios sobre los dientes con ojos burlones y divertidos, totalmente helados, y supe que aquellos no eran ni Wilma, ni el tío Ira, ni la tía Aleda ni el padre de Becky, que no eran, simplemente, seres humanos. De pronto sentí que todo me daba vueltas. Becky se sentó de golpe en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, el rostro lívido y la boca desencajada, y comprendí que solo estaba medio consciente.
Pellizqué un pliegue de su antebrazo con el pulgar y el índice y lo retorcí con fuerza, al tiempo que le oprimía la boca con mi otra mano para que no pudiera gritar a causa de aquel dolor repentino. Observándole la cara de cerca, pude ver que un pequeño indicio de color le subía a las mejillas: le golpeé con los nudillos en la frente bruscamente, haciéndole tanto daño que la ira le hizo centellear los ojos. Me llevé el índice a los labios, le así un codo y la ayudé a incorporarse. No hicimos ningún ruido al abandonar el porche, calzados meramente con unos calcetines y acarreando los zapatos en una mano. Nos calzamos en la acera —no me entretuve en atarme los cordones—, y caminamos hacia el bulevar Washington, desde el cual mi casa quedaba a solo dos manzanas más allá. Todo lo que Becky dijo fue: «Oh, Miles», en un gemido mareado y tenue, y yo solo asentí, en tanto seguíamos andando, muy aprisa, intentando abrir la mayor distancia entre nosotros y aquella casa corrompida.
Habíamos subido la mitad de los peldaños de mi casa cuando reparé en que había una figura sentada en el balancín del porche; su movimiento, al empezar a incorporarse, me hizo fijarme detenidamente en él, y vi los botones de latón y la chaqueta azul del uniforme.
—Hola, Miles —saludó secamente: se trataba de Nick Grivett, el jefe de la policía local, y sonreía con agrado.
—Hola, Nick —hice que mi voz sonase natural e interrogativa—. ¿Algo va mal?
—No —sacudió la cabeza—. Nada —se quedó allí, en mitad del porche: no parecía otra cosa sino un hombre de mediana edad con una sonrisa benevolente—. Quisiera que me acompañases a la comisaria… quiero decir, a mi oficina, eso es… si no te importa, Miles.
—Claro —asentí—. ¿Qué sucede, Nick?
—Nada en concreto —movió ligeramente un hombro—. Unas pocas preguntas, eso es todo. Pero no quería dejarlo pasar: —¿Sobre que?
—Oh —de nuevo se encogió de hombros—. Por ese, ese cuerpo que tú y Belicec decís haber encontrado; simplemente querría tener el tema claro.
—De acuerdo —me volví hacia Becky—. ¿Quieres venir? —le pregunté, como si aquello no fuese importante—. No nos llevará mucho, ¿verdad, Nick?
—No —su voz sonaba natural—. Diez, quince minutos tal vez.
—De acuerdo. ¿Cojo mi coche?
—Mejor vamos en el mio, Miles, si no te importa. Te traeré de vuelta cuando hayamos acabado —señalé hacia un lado de la casa—. He aparcado en tu garaje, junto a tu coche, Miles; te dejaste las puertas abiertas.
Asentí como si aquello fuese normal, pero desde luego no lo era. El lugar normal y más sencillo para aparcar su coche era la calle, a no ser que temiera que la estrella dorada de la puerta pudiera ahuyentar a la gente a la que estaba esperando. Cortésmente, di un paso atrás, hasta el pasamanos del porche, e indiqué a Nick con una señal que me precediese, y bostecé un poco, aparentando desinterés y aburrimiento. Nick avanzó hacia las escaleras; era un tipo rechoncho y menudo, de constitución gruesa; no me llegaba siquiera al hombro. En el momento en que pasó ante mi, cerré mi puño todo lo fuerte que pude y le di un puñetazo en la mandíbula. Pero no es tan fácil como se piensa tumbar a un tipo de un puñetazo, a no ser que estés entrenado o seas un experto en la materia, lo que no era mi caso.
Nick se tambaleé hacia los lados, y cayó sobre sus rodillas. Desde atrás, le rodeé el cuello con un brazo, y le levanté la barbilla con la doblez del codo, sobre mi cadera. Nick tuvo que erguirse, dando un traspié, para hacer disminuir la presión en su garganta. Vi su rostro, pues la cabeza se le incliné hacia atrás al doblar mi cadera contra su espalda, y si bien habría esperado ver en él una expresión de cólera, advertí que sus ojos miraban gélidos, y tan vacíos de emoción como los de un atún. Extraje su pistola de la cartuchera, la hinqué en su espalda y le dije que se marchase, y, aunque sabía que la usaría, no dio un solo paso. Le esposé las manos a la espalda y le llevé al interior de la casa.
Becky me rozó un brazo.
—Miles, esto es demasiado para nosotros. Nos persiguen, todos ellos, y nos cogerán. Miles, tenemos que irnos; tenemos que huir.
La cogí por ambos brazos, sobre los codos, mirándole fijamente a la cara, y asentí.
—Si… quiero que te vayas de aquí, Becky. Lejos de esta ciudad, a cien kilómetros de aquí; así que coge mi coche. Yo también huiré de ellos. Pero tendré que hacerlo y luchar al mismo tiempo, en Santa Mira, no en otro lugar. No te preocupes por mi; me mantendré lejos de donde estén, pero debo quedarme aquí. Ahora márchate, y busca un sitio donde estés a salvo.
Becky me devolvió la mirada. Se mordió el labio y sacudió la cabeza.
—No quiero estar a salvo sin ti. ¿De que me vale eso? —empecé a hablar, pero ella me interrumpió—: No discutas, Miles; no hay tiempo para eso.
Después de un momento, dije:
—Está bien —empujé a Grivett contra una silla y levantó el auricular del teléfono. Marqué el número de la operadora y di el número de Mannie Kaufman; me embargaba la necesidad de reunir toda la ayuda que pudiéramos conseguir.
Escuché la señal de llamada hasta el tercer timbrazo, y entonces oí la voz de Mannie: «Hol…»; luego la línea se cortó. Un instante después la operadora, en el tono mecánico y neutro que suelen utilizar, dijo: «¿A que número llama, por favor?». Le di el número de nuevo y volví a escuchar la señal de llamada, y esta siguió sonando, pero esta vez no hubo respuesta. Comprendí que la operadora me había conectado a un circuito cerrado, y que el teléfono de Mannie no estaría sonando, ni el de ninguna otra persona. Las conexiones telefónicas estaban en sus manos, y probablemente había sido así desde hacia mucho tiempo.
Corté la conexión, marqué el número de Jack y, cuando le oí responder, tuve la seguridad de que habían dejado pasar aquella llamada para escuchar lo que pudiéramos decir. Hablé con celeridad:
—Jack, tenemos problemas; han intentado cogernos, y tratarán de cogerte a ti. Lo mejor es que huyas de tu casa tan aprisa como puedas; nosotros saldremos de aquí en cuanto cuelgue.
—De acuerdo, Miles. ¿Adónde iréis?
Tuve que detenerme un segundo para pensar cómo responder a Jack. Quería que quien estuviese escuchándonos creyera que me disponía a abandonar la ciudad, que todos íbamos a hacerlo. Y necesitaba encontrar la manera de decirle esto a Jack, pero que, al tiempo, supiese por mis palabras que no era cierto. Es un hombre de letras, de modo que traté de pensar en algún personaje literario cuyo nombre fuese un símbolo de falsedad. Me costaba encontrarlo. Entonces recordé un nombre bíblico: Ananias, el mentiroso.
—Bien, Jack —dije—, hay una mujer que dirige un pequeño hotel a un par de horas en coche desde aquí: la señora Ananias, ¿te dice algo ese nombre?
—Sí, Miles —contesté Jack, y habría podido decir que sonreía—. Conozco a la señora Ananias, y su reputación de fiabilidad.
—En ese caso créeme, Jack, puedes confiar en lo que te voy a decir tanto como en eso. Becky y yo nos vamos del pueblo ahora mismo, y al infierno con todo. Nos dirigimos al hotel de la señora Ananias, ¿me comprendes, Jack? ¿Entiendes lo que vamos a hacer?
—Perfectamente —replicó—, te entiendo perfectamente. —Y supe que era cierto, y que Jack sabía que saldríamos de mi casa, pero no del pueblo—. Creo que nosotros haremos exactamente lo mismo —agregué—, así, pues, ¿por qué no nos vamos juntos? Sugiere algún lugar donde reunirnos, Miles.
—Bien —concedí—, ¿recuerdas al hombre que se mencionaba en aquel recorte de periódico? ¿El profesor? —estaba seguro de que Jack no ignoraría que me refería a Budlong, y, mientras hablaba, hojeaba la guía telefónica en busca de su dirección—. Tiene algo que debemos conseguir; es la única posibilidad que se me ocurre. Nos encontraremos allí; nosotros iremos a pie, seguramente. Ve allí en tu coche, tan aprisa como puedas. Te esperaremos exactamente en una hora.
—De acuerdo —aceptó, y colgó; solo me quedaba esperar que hubiéramos logrado burlar a quien nos hubiese escuchado.
Ya en el garaje, encontré la pequeña llave de las esposas de Grivett en su llavero. Tras dejar la pistola a su lado y obligarle a ponerse de rodillas en el suelo del coche, descerrajé sus esposas lo suficiente para poder ceñirlas alrededor de una barra de metal que había bajo el asiento delantero. Luego volví a cerrarlas, dejando a Grivett encadenado allí y tumbado sobre la espalda, de manera que no llegara a alcanzar el claxon. Envolví la pistola en su gorra, y con la culata —no con la base, sino con el lado— le asesté un buen golpe en la cabeza. Se lee mucho acerca de personas que reciben golpes en la cabeza capaces de noquearlos, pero no suele leerse nada sobre los coágulos de sangre que esos golpes forman en el cerebro. En realidad, golpear a un hombre en la cabeza es algo muy delicado, y aunque aquel pudiera no ser ya Nick Grivett, lo cierto es que tenía su aspecto. No; no podía romperle el cráneo. Desplomó la cabeza nada más recibir el golpe, y se quedó inmóvil. Ayudándome del pulgar y el índice, pincé un pliegue de la floja piel de su nuca y di un fuerte tirón; Grivett aulló: le golpeé otra vez con la culata, con cuidado, pero un poco más fuerte. Quedó inmóvil, pero, por si acaso, pellizqué su piel con más fuerza que antes, observando su rostro para comprobar si asomaba a sus rasgos un mínimo indicio de dolor. Esta vez no se movió.
Salimos del garaje marcha atrás, en mi coche; me bajé de él y cerré las puertas, luego seguí marcha atrás hasta la calle y enfilé hacia la avenida Corte Madera, en dirección a la casa de L. Bernard Budlong, el hombre que podía tener la respuesta que buscábamos. El tiempo —cada vez menor— corría en nuestra contra, y lo sabíamos. En cualquier momento un coche patrulla, o cualquier otro vehículo con el que nos cruzásemos, podría salir de la nada para arrojarse sobre nosotros y echarnos al bordillo; por si eso ocurría, tenía preparada junto a mí, sobre el asiento, la pistola de Nick Grivett. Quería huir, quería esconderme: lo último que de veras quería era sentarme a charlar en la casa de un profesor de instituto, pero debía hacerlo; no se me ocurría que otro paso dar. Sin embargo, no era ajeno a una circunstancia que en aquel momento estaba teniendo lugar: un veloz descapotable verde atravesaba la ciudad, el coche del doctor Bennell, como todo el mundo sabía. Y me preguntaba si en las casas junto a las que pasábamos no se estarían descolgando los teléfonos, y si en ese preciso instante el aire no estaría lleno de mensajes que hablaban de nosotros.