Siete

Nos sentamos a la orilla del camino que hay frente a la casa de Jack, junto a mi coche, en la hierba, con los pies en el terraplén, cada uno con un cigarrillo en la mano mientras observábamos detenidamente la ciudad extendida en el valle. Así la había visto en más de una ocasión, cuando regresaba de las colinas tras atender alguna llamada nocturna. Veía los tejados teñidos de gris, sin una sola nota de color, pero poco a poco, por toda la ciudad, las ventanas empezaban a reverberar con un tenue resplandor naranja, iluminadas por los rayos casi horizontales del nuevo día. Y, mientras las mirábamos, aquellas ventanas atezadas por un brillo naranja se iban iluminando lentamente, resolviéndose en tonos más límpidos, según el sol se alzaba por el este. Y aquí y allá, de tarde en tarde, podíamos ver el desmañado brotar del humo surgiendo de alguna chimenea.

Mascullando para sí mismo, mientras agitaba su cabeza, Jack miraba las diminutas casas que se arracimaban a sus pies.

—Da miedo pensar en ello —decía—. ¿Cuántas de esas cosas habrá en la ciudad ahora mismo, escondidas en lugares secretos?

—Ninguna —respondió Mannie, sonriendo—, ninguna en absoluto. —Y ensanchó la sonrisa cuando nos volvimos para mirarlo—. Escuchad —dijo tranquilamente—, os habéis dado de bruces con un misterio, de acuerdo, un verdadero misterio. ¿De quién era ese cuerpo? ¿Y dónde está ahora? —Nos hallábamos sentados a su izquierda, y Mannie volvió la cabeza para observar nuestra expresión por un momento; luego añadió—: Pero es un misterio completamente normal. Posiblemente se trata de un asesinato, no puedo decirlo. Sea lo que sea, está sin duda dentro de los limites del conocimiento humano; no tratéis de hacer una montaña de ello. —Abrí la boca para protestar, pero Mannie sacudió la cabeza—: Vamos, muchachos —dijo con toda calma. Con los antebrazos apoyados en las rodillas y el cigarrillo en la mano, dejando que el humo se rizase por encima de su cara bronceada, Mannie seguía observando la ciudad—. La mente humana es una cosa extraña y maravillosa —prosiguió, en tono reflexivo—, pero no estoy seguro de que pueda entenderse a sí misma. A todo lo demás, quizá: desde el átomo al universo… pero no a sí misma. —Su brazo se abrió hacia afuera, abarcando con su gesto la ciudad que reposaba allá abajo, resplandeciente a la primera luz de la mañana—: Allí, en Santa Mira, alrededor de diez días atrás, un delirio tomó forma en la mente de uno de los vecinos; un miembro de su familia no era quien parecía ser, sino un impostor. No es que se trate precisamente de un delirio frecuente, pero a veces se da, y no hay psiquiatra en el mundo que no se tope con él antes o después. Y, por lo general, sabe más o menos cómo tratarlo.

Mannie se recostó contra la rueda de mi coche y nos dedicó una sonrisa:

—La semana pasada aquello me tenía perplejo. He dicho que no es un delirio común, y, con todo, sólo en esta ciudad había más de una docena de casos, todos ocurridos prácticamente en el espacio de una semana. Nunca antes, en todos los años en que he ejercido, había encontrado tal cosa, y, sinceramente, me sentía atado de pies y manos. —Mannie dio una última calada a su cigarrillo, y lo arrojó a un lado—. Pero últimamente he estado leyendo algunos libros, y he refrescado mi memoria sobre ciertas cosas que debería haber recordado antes. ¿Alguna vez habéis oído hablar del Maniaco de Mattoon?

Negamos con la cabeza, y esperamos a que continuase.

—Bien —Mannie se cogió una rodilla con los dedos entrelazados—, Mattoon es una ciudad de Illinois, de unos veinte mil habitantes, donde hace tiempo tuvo lugar un suceso que puede encontrarse descrito en los libros de texto sobre psicología.

»El dos de septiembre de 1944, durante la madrugada, una mujer llamó a la policía; alguien había tratado de matar a su vecina con gas venenoso. Dicha vecina se había despertado alrededor de la medianoche; su marido trabajaba en una fábrica, en el tumo de noche. La habitación de la mujer estaba anegada de un olor muy peculiar, dulce y nauseabundo. Intentó levantarse, pero advirtió que sus piernas estaban paralizadas. Logró arrastrarse hasta el teléfono y llamar a su vecina, quien enseguida alertó a la policía.

»La policía llegó a la casa e hizo cuanto pudo; descubrieron una puerta que no estaba cerrada con llave, por la cual alguien podía haber entrado, pero, por supuesto, no había nadie más en la casa. Una noche o dos después, la policía recibió otra llamada, y de nuevo hallaron a una mujer enferma, afectada por una parálisis parcial; alguien había tratado de asesinarla con gas venenoso. Esa misma noche sucedió exactamente lo mismo, en otra parte de la ciudad. Y cuando otra docena de mujeres fueron atacadas mediante el mismo procedimiento durante las noches siguientes, y cada una de ellas fue hallada enferma, casi paralizada a causa de un gas de olor nauseabundo que alguien había pulverizado en su habitación mientras dormía, la policía comprendió que había en Mattoon un psicópata al que debían encontrar; un maníaco, como los periódicos comenzaban a llamarlo.

Mannie arrancó unas hierbas y se entretuvo en hacer tiras con las hojas, rasgándolas desde el tallo.

—Cierta noche una mujer consiguió ver a aquel hombre. Despertó justo a tiempo de verle recortado contra la ventana abierta de la habitación, pulverizando desde allí una especie de spray insecticida. Respiró el tufo del gas, lanzó un grito y entonces el hombre huyó corriendo. Pero al darse la vuelta, todavía frente a la ventana, la mujer pudo echarle un buen vistazo; era alto, bastante delgado, y llevaba lo que parecía un gorro negro.

»La policía del estado, en fin, acudió allí, porque en una sola noche otras siete mujeres fueron gaseadas y parcialmente paralizadas. También varios periodistas acudieron a la ciudad, enviados por los servicios de prensa y por muchos de los periódicos de Chicago; en sus archivos se puede encontrar información acerca de lo que sucedió. La cuestión es que aquella noche de 1944, en Mattoon, Illinois, los coches de la policía estatal patrullaron las calles, flanqueadas por hombres armados, los vecinos que se habían organizado en grupos para vigilar por turnos sus propios barrios, y aun así los ataques continuaron, y el maníaco no pudo ser hallado.

»Una noche, por último, había ocho coches patrulla de la policía estatal en la ciudad, y una unidad móvil de radio. Un médico, preparado para cualquier eventualidad, aguardaba en el hospital metodista de la localidad. Esa noche la policía recibió una llamada, como ya era habitual; una mujer, que difícilmente conseguía hacerse entender, había sido gaseada por aquel lunático. En menos de un minuto, uno de los coches que patrullaban la ciudad estaba en su casa; a toda prisa, fue conducida al hospital para ser examinada por el médico. —Mannie sonrió—. No encontró absolutamente nada en ella; nada. Fue devuelta a su casa, se recibió otra llamada, y la segunda mujer fue llevada al hospital para ser examinada, pero, como pasó con la anterior, esta tampoco tenía nada. Lo mismo ocurrió a lo largo de toda la noche. Las llamadas se sucedían, las mujeres eran examinadas en el hospital durante varios minutos y cada una de ellas era devuelta a su casa.

Por unos instantes Mannie observó atentamente nuestros rostros. Entonces añadió:

—Los casos de aquella noche fueron los últimos que ocurrieron en Mattoon; la epidemia terminó. No había maniaco alguno; nunca lo hubo. —Sacudió la cabeza con desconcierto—. Histeria colectiva, sugestión autoinducida, como queráis llamarlo; eso fue lo que sucedió en Mattoon. ¿Por qué? ¿Cómo? —Mannie se encogió de hombros—. No lo sé. Le damos nombres a esas cosas, pero en realidad no las comprendemos. Todo lo que sabemos sin lugar a dudas es, simplemente, que suceden.

Creo que tanto en mi expresión como en la de Jack vio Mannie una sombra de estupor, una perplejidad remisa a aceptar las implicaciones de lo que estaba diciendo, porque se volvió a mí, y, con voz paciente, agregó:

—Miles, en la facultad de Medicina tienes que haber leído algo sobre aquella Enfermedad del Baile que se extendió por Europa hace doscientos años —miró a Jack—. Fue una cosa increíble —subrayó—, algo imposible de creer, pero sucedió. Ciudades enteras comenzaron a bailar: primero una persona, luego otra, luego cada hombre, cada mujer y cada niño que en ellas había, hasta que todos, unos tras otros, cayeron muertos o exhaustos. Aquella enfermedad recorrió toda Europa sin detenerse: la Enfermedad del Baile; en tu enciclopedia podrás leer algo sobre ello. Se prolongó durante todo un verano, creo recordar, y entonces… se acabó; concluyó, sin más. Dejando a aquella gente, supongo, con la pregunta de qué demonios les había ocurrido —Mannie se detuvo para mirarnos, e hizo un gesto de indiferencia—. Así que eso es lo que hay. Estas cosas son difíciles de creer, hasta que te topas con ellas, e incluso después de toparte con ellas.

»Y eso es lo que ha ocurrido en Santa Mira —señaló con el mentón hacia abajo, a la ciudad que se extendía a nuestros pies—. Las noticias corren de boca en boca, al principio de manera subrepticia, secreta. Se susurran, se comentan, al igual que en Mattoon; alguien cree que su marido, hermana, tía o tío, es en realidad un impostor apenas distinguible del original; quién no va a sentirse extrañado y emocionado al escuchar una historia así. Y entonces… sigue sucediendo. Y el mal se propaga, y surge un nuevo caso, o varios, casi cada día. Diablos, la caza de brujas de Salem, los platillos volantes… todo ello forma parte de este sorprendente rasgo de la mente humana. Muchas personas viven vidas solitarias; delirios como estos conllevan atención e interés.

Pero Jack, lentamente, negaba con la cabeza, y Mannie le increpó con voz amable: —El cuerpo era real; eso es lo que te preocupa, ¿verdad, Jack? —Jack asintió, y Mannie continuó—. Sí, lo era; todos lo visteis. Pero sólo eso era real. Jack, si hubieras hallado aquel cuerpo hace un mes lo hubieras aceptado como lo que era, un misterio desconcertante y posiblemente muy extraño, pero también perfectamente natural. Y lo mismo vale para Theodora, Becky y Miles. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Inclinándose sobre mí, miraba a Jack intensamente—. Supón que en agosto de 1944, en Mattoon, Illinois, un hombre hubiera caminado tranquilamente por la calle, portando un spray pulverizador. Cualquiera que lo hubiera visto habría supuesto, con toda la razón, que ese hombre iba a desinsectar sus rosales al día siguiente, o algo parecido. Pero un mes después, en septiembre, a ese tipo del spray le hubieran volado los sesos antes incluso de darle la oportunidad de explicarse.

Con voz comprensiva, Mannie continuó:

—Y tú, Jack, encontraste un cuerpo de aproximadamente tu estatura y constitución, lo cual no es muy extraño; tu físico es bastante común. Su rostro, a causa de la muerte (y esto es algo que sucede a menudo), tenía un aspecto liso, sin arrugas, y una expresión insulsa. —Aquí Mannie esbozó un ademán fatigado, antes de proseguir—: En fin, Jack, eres escritor, y estás bajo la influencia del delirio que recorre Santa Mira, al igual que Miles, Theodora y Becky. Como sin duda también yo lo estaría, si viviese aquí. Y tu mente se lanzó como un rayo a la caza de una conexión, buscó fervientemente una conclusión que explicase dos misterios en uno. La mente humana persigue la causa y el efecto, siempre; y todos preferimos lo raro y emocionante, antes que lo aburrido y tópico, como respuesta.

—Mira, Mannie, Theodora llegó a ver…

—¡Exactamente lo que esperaba ver! ¡Lo que, temblando de miedo, temía ver! Lo que estaba absolutamente convencida de que vería, dadas las circunstancias. ¡Te aseguro que me asombraría mucho más que Theodora no hubiera visto aquello! Vamos, vosotros ya la habíais condicionado para verlo, y hasta ella misma se había predispuesto a ello.

Me dispuse a hablar, y Mannie ensanchó una sonrisa burlona.

—No viste nada, Miles —se encogió de hombros—. Excepto una alfombra enrollada, tal vez. En una balda del sótano de Becky. O un montón de sábanas o de ropa sucia; casi cualquier cosa, o incluso ninguna en absoluto, hubiera servido. Estabas tan predispuesto, Miles, tan sobreexcitado, después de la carrera que te diste por las calles, que, como bien has dicho, estabas seguro de que ibas a encontrar… precisamente aquello que encontraste. Era cosa hecha que lo hicieses. —Alzó una mano cuando comencé a hablar—. Oh, lo viste, de acuerdo. En cada ínfimo detalle. Exactamente como lo has descrito. Lo viste tan vivida y absolutamente real como nadie ha visto nada antes. Pero sólo lo viste en tu cabeza —Mannie frunció las cejas hacia mí—. Diablos, tú eres médico, Miles; ya sabes cómo funcionan estas cosas.

Era verdad; lo sabía. En cierta ocasión, durante los cursos de preparación médica, yo había acudido a una clase a escuchar una conferencia de un profesor de Psicología: sentado en a cuneta del camino, mientras el sol me calentaba la cara, recordaba cómo la puerta de la clase se abrió de golpe, repentinamente, mientras dos tipos enzarzados en una pelea caían en la sala. Uno de ellos consiguió zafarse, extrajo un plátano del bolsillo, apuntó con él al otro tipo y gritó: ¡bang! Este se agarró un costado, sacó una pequeña bandera americana de su bolsillo, la agitó violentamente en la cara del otro y, por fin, ambos salieron de la sala.

—Lo que acaban de presenciar —dijo el profesor— es un experimento controlado. Tomen cada uno de ustedes lápiz y papel y escriban con todo detalle lo que han visto, y déjenlo sobre mi mesa antes de abandonar el aula.

Al día siguiente, durante la clase, leyó nuestros escritos en voz alta. Éramos veintitantos alumnos, pero no había dos versiones de los hechos que coincidiesen, ni tan siquiera que se aproximasen. Algunos alumnos vieron tres hombres, otros vieron cuatro, y una chica llegó a ver hasta cinco. Unos dijeron que los hombres eran de raza blanca, para otros eran negros, para otros orientales, y hubo quien no vio hombres sino mujeres. Un alumno vio a un hombre apuñalado, vio manar la sangre, vio al hombre sostener contra su costado un pañuelo que enseguida se tiñó de rojo, y apenas pudo creerlo cuando no halló rastros de sangre en el suelo, al dejar su folio en la mesa del profesor. Y así más, y más. Ni un solo escrito mencionó la bandera americana o el plátano; esos objetos no encajaban en la repentina y violenta escena que había irrumpido en nuestros sentidos, así que nuestras mentes los excluyeron, sin más, y tras descartarlos los sustituyeron por otros objetos más apropiados, bien fueran pistolas, cuchillos o trapos ensangrentados que todos sin excepción estábamos absolutamente seguros de haber visto. Y los habíamos visto, de hecho; pero sólo en nuestras mentes, tratando de hallar alguna explicación.

Me pregunté, pues, si Mannie no tendría razón, y resultaba extraño, porque al hacerme aquella pregunta me embargó una sensación de decepción, de verdadero chasco, y advertí que había estado resistiéndome a creerle. Preferimos, sí, lo raro y emocionante, como Mannie había dicho, antes que lo aburrido y tópico. Incluso pudiendo visualizar en mi mente, vivido y horriblemente real, lo que creía haber visto en el sótano de Becky, sentía, de una manera intelectual, que probablemente Mannie estaba en lo cierto. Pero emocionalmente aquello aún me resultaba poco menos que imposible de aceptar, y supongo que esa lucha interna se mostraba en mi rostro, al igual que en el de Jack.

Porque Mannie se puso en pie, y se mantuvo así, mirándonos, durante unos segundos, hasta que, con toda calma, dijo:

—¿Queréis una prueba? Os la daré. Miles, vuelve a casa de Becky y, con la mente en calma, podrás ver que no hay ningún cuerpo en esa balda del sótano; te lo garantizo. Sólo había un cuerpo, y era el que hallasteis en el sótano de Jack; el mismo que empezó todo esto. ¿Queréis más pruebas? Os las daré. Este delirio terminará por desaparecer de Santa Mira al igual que desapareció de Mattoon, como también desapareció de Europa, tal y como siempre sucede. Y la gente que acudió a ti, Miles… Wilma Lentz, y el resto, volverán; o acaso sólo algunos de ellos. Otros te eludirán, por simple vergüenza. Pero si les buscas para preguntarles por ello, acabarán por admitir lo que los demás ya te habrán dicho: que el delirio ha desaparecido, que no entienden cómo o por qué aquello se les metió en la cabeza. Y con eso acabará todo; no habrá más casos; eso también te lo garantizo.

Mannie sonrió entonces, y recorrió aquel cielo azul y límpido con una mirada antes de decir:

—No me vendría mal tomar algo para desayunar.

Jack le sonrió, poniéndose en pie, y lo mismo hice yo.

—A mí tampoco —repliqué—. Volvamos a mi casa y veamos qué nos preparan las chicas para comer.

Jack entró en su casa, apagó las luces y echó la llave a las puertas. Cuando salió, llevaba una carpeta de cartón bajo el brazo, una de esas carpetas que parecen un acordeón, dividida en secciones, cada una de ellas abarrotada de papeles.

—Mi oficina —comentó, señalando con la barbilla a la carpeta—. Obras en marcha, notas, referencias, fruslerías. Un material muy valioso —nos dedicó una ancha sonrisa—, y me gusta llevarlo conmigo. —Luego, todos juntos, fuimos en mi coche colina abajo, hacia la ciudad.

Al llegar a la casa de Becky detuve el coche en el bordillo y salí de él, dejando el motor en marcha. Aún era muy temprano. La calle brillaba intensamente con la luz del nuevo día, y no se veía un alma en toda la manzana, ni nada que se moviese. Con cierto atrevimiento, caminé hacia un lateral de la casa, pero por la hierba, evitando que mis pisadas hicieran algún ruido. Al llegar junto a la ventana rota del sótano me detuve un momento para mirar por las ventanas de los vecinos de Becky; no vi a nadie, ni oí un rumor. Me agaché rápidamente, me deslicé a través de la ventana rota hasta el sótano y avancé por el suelo de cemento sobre las puntas de los pies. El sótano estaba iluminado, muy silencioso, y, aunque me encontraba tranquilo, no podía dejar de sentirme preocupado; no quería que me sorprendiesen allí y tener que explicar qué estaba haciendo.

La puerta del aparador que antes había abierto estaba aún entornada, tal y como yo la había dejado, así que la abrí todo lo que pude y bajé la mirada a la balda inferior. Una luz, procedente de una ventana de algún sótano cercano, le daba de lleno; vi que la repisa estaba vacía. Abrí todas y cada una de las puertas que había en aquella pared colmada de repisas, y no encontré nada que no perteneciese a aquel lugar; sólo me topaba con latas de comidas, herramientas, tarros de fruta vacíos, periódicos atrasados… En el anaquel inferior había únicamente una espesa masa de pelusa gris, y, acuclillándome a su lado, hice un gesto de indiferencia; era —supuse— la clase de polvo y mugre que se acumula en los sótanos, y que mis sentidos habían confundido, en un momento de crisis histérica, con un cuerpo.

No quería permanecer allí más tiempo del necesario, así que cerré el aparador, tal y como lo había encontrado, me dirigí a la ventana y me encaramé por ella otra vez hasta el césped. Lo que pensaría el padre de Becky cuando encontrase rota aquella ventana era algo que ignoraba; pero sí sabía que no iba a ser yo quien se lo explicase.

Ya en el coche, mientras me apartaba del bordillo, asentí hacia Mannie, dedicándole una sonrisa tímida.

—Tenías razón —musité. Miré a Jack y me encogí de hombros.