Seis

Apenas podía ver cuando llegué a casa de Becky. Mi corazón, al borde del colapso, parecía anegarme de sangre los ojos, empanando mi visión, al tiempo que el silbido de mi respiración percutía y rebotaba entre las paredes de madera de la casa de Becky y la casa vecina. Empecé por probar a abrir las ventanas del sótano: empujaba cada una hacia adelante con ambas manos, usando de todas mis fuerzas, y luego, desde la ventana que me había ocupado, corría por la hierba hasta la siguiente. Todas estaban cerradas. Había dado una vuelta completa a la casa, así que, como última opción, decidí cubrirme los nudillos con la manga de mi chaqueta y empujar el puño contra el cristal de la ventana, incrementando la presión hasta que este se quebrara. Por fin un trozo de vidrio cayó hacia adentro, en el sótano, y se rompió con un ruido tintineante contra el suelo. Las grietas se extendieron por el agujero que se había abierto en el cristal; las otras piezas rotas se combaron hacia el interior del sótano, Todavía prendidas del vidrio. Pensé deprisa. A la tenue luz de las estrellas extraje con cuidado los fragmentas rotos, y los deposité uno por uno en la hierba, a fin de ensanchar el hueco abierto. Luego introduje la mano por él, descorrí el pestillo de la ventana, la abrí y finalmente me deslicé por su interior, pasando primero los pies y después dejándome caer poco a poco por el antepecho, boca abajo, hasta que mis zapatos tocaron el suelo. Mientras resbalaba hasta él, sentía contra mi pecho la presión de la linterna estilográfica que siempre llevo en un bolsillo de la chaqueta; ya dentro del sótano, la encendí.

El rayo de luz, ancho, débil y difuso, solo alcanzaba a extenderse un metro, y no mostraba nada más allá de un paso o dos por delante. Caminé lentamente, arrastrando los pies por aquel sótano oscuro y desconocido: había bultos formados por montones de periódicos atrasados, una rústica mosquitera apoyada contra un muro de cemento, un caballete con muescas de serrucho y manchado de pintura, un viejo baúl, un fregadero en desuso, un montón de tuberías de plomo inútiles, arrojadas entre los anchos sillares de madera del sótano, una fotografía polvorienta de los compañeros de graduación de Becky en el instituto… y comencé a sentir pánico. El tiempo pasaba, y no encontraba lo que estaba convencido que había aquí, en alguna parte, aquello que yo debía encontrar, si es que no era ya demasiado tarde.

Probé en el baúl; el cierre no estaba echado, así que introduje un brazo en su interior, hasta el hombro, y revolví en las ropas apiladas que el baúl guardaba hasta comprobar que no con tenía nada más. Tampoco había nada entre los montones de periódicos atrasados, o tras la mosquitera, como nada había en las baldas de una vieja librería que encontré, atestadas de maceteros vacíos y encostrados de tierra. Vi un banco de carpintero donde se desparramaban herramientas y virutas de madera, bajo el cual había apilados algunos trozos de leña. Tan silenciosamente como pude, aparté la mayor parte de la leña, pero aun así hice un montón de ruido, y, a la postre, nada había bajo el banco, salvo madera. Dirigí el pequeño rayo de luz hacia las vigas del techo; estaban al descubierto, pero no vi nada en ellas sino polvo y pelusas. El tiempo seguía pasando, y ya había registrado todo el sótano. No sabía en que otro sitio buscar, y por un rato no pude hacer otra cosa que mirar por las ventanas, temiendo divisar tras ellas el primer indicio de la aurora.

Vi entonces que había frente a mi un enorme aparador. Estaba construido contra un muro recorriendo una pared del sótano, a la cual cubría desde el suelo hasta el techo. En un principio, iluminado por el débil rayo de mi linterna, pensé que aquel aparador constituía el propio muro, y no reparé en él. Abrí las dos primeras puertas; las repisas estaban repletas de latas de conservas. Abrí el otro juego de puertas que había a su lado, y aquí los anaqueles se hallaban polvorientos y vacíos, todos menos el inferior, situado a no más de dos centímetros del suelo.

Ahí estaba, en aquella balda tosca y desportillada, tendido sobre su espalda, con los ojos abiertos de par en par y los brazos impávidos, pegados a los costados; me arrodillé a su lado. Siempre he pensado que debe de ser posible perder la razón en un instante, y quizá entonces estuve cerca de ello. Ahora sabía por qué Theodora Belicec dormía en mi casa, como drogada, en aquel estado de shock, y cerré los ojos con fuerza, luchando por no perder el control. Luego los abrí otra vez y miré la balda, imponiendo a mi mente, mediante un auténtico esfuerzo, un estado de calma fría y artificial.

Una vez pude observar cómo un hombre revelaba unos negativos. Era una fotografía que había tomado de un amigo común. Mojó el papel fotográfico en la solución que había en la cubeta y la agitó suavemente en el recipiente hacia adelante y hacia atrás, iluminado por la tenue luz roja de la habitación de revelado. Sumergida en aquel fluido incoloro, la imagen comenzó a aparecer, tenue y vagamente, pero igualmente reconocible, sin posibilidad de equivoco. Pues bien: esa cosa que había sobre aquella balda polvorienta, iluminada por la difusa luz naranja de mi linterna, era, también, una inacabada, vaga e indefinida Becky Driscoll. Una Becky Driscoll aún sin revelar.

Su cabello, como el de Becky, era castaño y ondulado; brotaba de la frente, hirsuto y fuerte, y ya podía verse el crecimiento de un vértice en el centra de su nacimiento, una ligera insinuación del pico de viuda que Becky poseía en la cabellera. Bajo la piel, la estructura ósea iba creciendo; los pómulos, la barbilla y el modelado de las cavidades oculares empezaban a mostrarse prominentes, como los de Becky. La nariz era estrecha, y prorrumpía en un repentino ensanchamiento en el puente, de tal manera que si se ensanchaba solo un milímetro más, esa nariz sería un duplicado de la de Becky tan preciso como un vaciado de cera. Los labios ya sugerían notablemente su misma boca abundante, turgente y —esto era horrible— atractiva. Incluso en las comisuras se apreciaban las dos diminutas, casi invisibles arrugas de preocupación que en el transcurso de unos pocos años habían aparecido en los labios de Becky Driscoll.

Es imposible, incluso en un niño, que los huesos y la carne se desarrollen perceptiblemente en un tiempo inferior a varias semanas. Pero yo sabía, arrodillado hasta sentir la presión de aquel gélido cemento contra mis rodillas, que la carne a la que miraba, y el hueso bajo esta, había estado formándose y desarrollándose en las meras horas y minutes que habían transcurrido durante la noche. Era imposible. Desde luego, pero aun así sabía que esos pómulos se habían redondeado bajo la piel en aquel espacio de tiempo, que la boca se había ensanchado y los labios se habían abultado hasta adquirir personalidad, que la barbilla se había alargado unos milímetros, el ángulo del mentón alterado, y que el pelo había cambiado de tonalidad hasta ese preciso color oscuro de ahora, para luego iniciar su descenso hacia la frente, rizándose en bucles, cada vez más fuerte y espeso.

Espero que nunca en mi vida vea algo tan pavoroso como aquellos ojos. Solo pude mirarlos durante un segundo, antes de cerrar los párpados. Eran casi tan grandes como los de Becky, pero no lo bastante: Todavía no. No tenían exactamente la misma forma, o el mismo color… pero estaban cerca. Y la expresión que había en ellos… Observen a una persona inconsciente volviendo en si, y comprobarán que al principio los ojos solo muestran unos mínimos y vagos indicios de comprensión, las primeras y débiles señales de la inteligencia que regresa a la vigilia. Eso era lo que se veía en aquellos ojos. La límpida lucidez, la serena atención de los ojos de Becky Driscoll eran horriblemente parodiadas y atenuadas aquí. Y, con todo, aunque pareciesen haber sufrido una minuciosa labor de enjuague, podía verse, en esos vacíos ojos azules que iluminaba el trémulo haz de mi linterna, la ligerísima insinuación de lo que —con el tiempo— serian los ojos de Becky Driscoll. Gemí, y me doblé, apretándome el estómago con las manos entrelazadas.

Había una cicatriz en el antebrazo de aquella cosa, justo sobre la muñeca. En el mismo lugar, Becky tenía el rastro —ya muy sutil— de una quemadura, y yo recordaba su forma porque se asemejaba, de un modo un poco rudimentario, a un esbozo del continente sudamericano. Esa señal también estaba en aquella muñeca, escasamente visible, si, pero estaba ahí, y precisamente con la misma forma. Vi también un lunar en la cadera izquierda, y una cicatriz blanca y fina, como dibujada a lápiz, bajo la rótula derecha; y aunque no lo sabía por propio conocimiento, estaba seguro de que también Becky tenía aquellas mismas señales.

Allí, en esa balda, yacía una Becky Driscoll incompleta. Un esbozo preliminar de lo que iba a ser una réplica perfecta e intachable: todo indicios, todo sugerencias, nada enteramente acabado. O digámoslo de esta forma: allí, sumergida bajo la tenue luz naranja, había una cara borrosa, como vista tras laminas de agua, y, con todo, reconocible hasta en el más mínimo aspecto.

Sacudí la cabeza, apartando la vista, y jadeé en busca de aire (inconscientemente, había estado conteniendo el aliento), de manera tal que mi respiración resoné como un estallido en el sótano silencioso. Entonces recuperé de nuevo la noción de mis actos. Sentía mi corazón henchiéndose y contrayéndose, sin apenas pausa entre cada latido, y la sangre congestionándose en mis venas y ojos, en un pánico de miedo y excitación. Me puse en pie, titubeando; tenía las piernas rígidas y torpes, y tropecé.

Aprisa, ascendí las escaleras del sótano y probé la puerta del primer piso; la llave no estaba echada, e ingresé en la cocina. De ahí pasé al comedor: vi sus sillas de respaldo recto dispuestas alrededor de la mesa, como absortas, recortándose contra las ventanas. En el salón giré sobre mis talones hacia el descansillo, y subí las escaleras en silencio, de dos en dos peldaños, apoyándome en el pasamanos blanco, hasta el vestíbulo superior.

Había una hilera de puertas, todas cerradas, así que sería cuestión de suerte. Probé en la segunda, alentado por una corazonada: aferré el porno, apretando mi puño a su alrededor, y giré lentamente la muñeca, tratando de no hacer ruido. Podía sentir —sin oírlo— cómo la lengüeta abandonaba su hueco en las jambas; después abrí la puerta unos centímetros y metí la cabeza en la habitación, sin apenas moverme. Un bulto oscuro e informe, una cabeza, reposaba sobre una almohada pequeña, en una cama de matrimonio; no era fácil decir quién era. Dirigiendo el cañón de la linterna a un lado de la cara, oprimí el botón de la luz y pude ver que se trataba del padre de Becky. Se movió, murmurando una palabra ininteligible, y apagué la linterna; de inmediato, tan rápido como pude, pero aún sin hacer ruido, cerré la puerta, y poco a poco fui girando el pomo hasta soltarlo.

Todo estaba yendo demasiado lento. No podía contenerme; poco me faltaba para irrumpir en las habitaciones, pateando las puertas contra las paredes, o para gritar con todo el aire de mis pulmones y despertar a toda la casa. Llegué en dos pasos rápidos a la siguiente puerta, la abrí de par en par y entré enérgicamente en la habitación, barriendo con el haz de mi linterna las paredes rápidamente para dar con el rostro de quien había allí. Era Becky. Dormía imperturbable en aquel circulo de luz, con las facciones serenas, pero más vigorosas que las de aquel duplicado (aquella parodia de una cara) que reposaba en el sótano. Rodeé la cama en dos zancadas, aferré el hombro de Becky, sosteniendo la linterna con la otra mano, y lo agité. Becky gimió un poco, pero no se despertó. Deslicé entonces mi brazo bajo su hombro y la incorporé. Se quedó como sentada, y la cabeza se descolgó sobre mi brazo, mientras de su garganta surgía un suspiro ronco.

No esperé un segundo más. Colocándome la pequeña linterna en la boca y mordiendo el tubo, tiré de la manta que cubría las piernas de Becky, pasé mi otro brazo bajo sus rodillas y la levanté. Luego, tambaleándome un poco, conseguí cargarla sobre un hombro. Curvando un brazo sobre su espalda para sostenerla, cogí la linterna en mi otra mano y di unos pasos titubeantes hacia el pasillo. Allí caminé de puntillas hasta las escaleras, aún tambaleándome —no sé si hice mucho o poco ruido—, y descendí los peldaños en la oscuridad, arrastrando los pies, tanteando con las puntas de las zapatillas en busca de cada escalón.

Salí por la puerta principal y caminé por las calles oscuras y desiertas, unas veces llevando a Becky sobre mi hombro, otras cogiéndola en brazos, mientras su cabeza colgaba inerte. Al trasponer el bulevar Washington la oí gemir. Alzó la cabeza, aún sin abrir los ojos, y sus brazos se levantaron y se asieron a mi cuello. Entonces abrió los ojos.

Por un momento, mientras yo seguía caminando, mirándole a la cara, Becky me observé fijamente, con una expresión aturdida en la mirada; parpadeó varias veces, y sus ojos se aclararon un poco. Como en sueños, igual que un niño, preguntó:

—¿Qué? ¿Qué pasa, Miles? ¿Qué es esto?

—Te lo diré después —respondí tranquilamente, y le sonreí—. Creo que estás bien. ¿Cómo te encuentras?

—Bien. Cansada, supongo. Uf, si que estoy cansada —giraba la cabeza al hablar, mirando a su alrededor, hacia las casas oscuras y a los árboles que discurrían sobre su cabeza—. Miles, ¿qué es esto? —me miró, formulando una sonrisa confundida—. ¿Me estás secuestrando? ¿Me llevas a tu guarida, o algo así? —bajó los ojos y vio que, bajo mi chaqueta desabotonada, aún llevaba puesto el pijama—. Miles —murmuró burlonamente—, ¿no podías esperar? ¿No podías siquiera pedírmelo, como un caballero? Miles, ¿qué demonios estás haciendo?

Ahora era yo quien sonreía.

—Te lo explicaré en un minuto, cuando lleguemos a mi casa. —Levanté las cejas al oírlo, y mi sonrisa se ensanchó—. No te preocupes, estarás perfectamente a salvo; Mannie Kaufman esta allí, y también los Belicec; te verás bien acompañada.

Becky me miró un momento, y un temblor le recorrió la espalda; el aire de la noche era frío, y su camisón era de un nylon muy fino. Se apretó más alrededor de mi cuello y se acurrucó contra mi pecho, cerrando los ojos.

—Que pena —murmuré—. La mayor aventura de mi vida: secuestrada de mi propia cama por un atractivo hombre en pijama y llevada en brazos por las calles como una cavernícola cautiva, y resulta que el tipo tiene compañía. —Abrió los ojos y me dedicó una sonrisa.

Los brazos me pesaban terriblemente, la espalda me dolía como si un enorme cuchillo se hundiera perezosamente a lo largo de mi espina dorsal, y a duras penas podía enderezar las rodillas después de cada paso; avanzar resultaba una verdadera agonía. Pero, con todo, era una agonía maravillosa, y no quería que terminase; me encantaba sentir a Becky en mis brazos, tan cerca de mi, y era terriblemente consciente de la deliciosa calidez que se propagaba en mi carne, allí donde su cuerpo me tocaba.

Vi que, en efecto, Mannie estaba en mi casa; su coche se hallaba aparcado detrás del mio. En el porche dejé a Becky, pensando si podría estirar las piernas sin hacerme añicos como un cristal roto. Luego le di mi chaqueta, como debía haber hecho bastante antes; simplemente no lo pensé. Se la puso y se abotonó, sonriendo; después entramos en la casa. Mannie y Jack estaban en la sala de estar.

Nos miraron casi aturdidos, con la boca abierta, y Becky sonrió y los saludó, como si se hubiese dejado caer por allí para tomar un té. Yo me comporté con la misma naturalidad, deleitándome en la estupefacción que había en los rostros de Jack y Mannie. Sugerí a Becky que hacia demasiado frío para llevar encima únicamente aquel camisón. Le dije dónde podía encontrar un par de viejos vaqueras que habían encogido y me quedaban demasiado pequeños, una camisa limpia, unos calcetines de lana y un par de mocasines. Becky asintió, y subió las escaleras para buscarlos.

Entré en la salita de estar, hacia una silla vacía, mirando a Mannie y a Jack.

—Bueno, que —dije, y me encogí de hombros—. A veces me encuentro solo, y, cuando eso ocurre, necesito alguna compañía. Mannie me miré cansinamente.

—¿Lo mismo? —musitó, señalando con la cabeza hacia las escaleras por las que Becky acababa de subir—. ¿Encontraste uno en su casa?

—Si —confirmé, recuperando la seriedad—. En el sótano.

—Bien —se levantó—. Quiero verlos. Uno de ellos, al menos. En la casa de Becky, o en la de Jack. Me pareció lo mejor.

—De acuerdo. Mejor en la de Jack; el padre de Becky esta en casa. Iré a vestirme.

Una vez arriba, mientras me cambiaba en mi habitación en tanto Becky hacia lo propio en el cuarto de baño, un paso o dos más allá en el vestíbulo, nos llamamos, sin levantar mucho la voz, y pudimos mantener una charla. Poniéndome los pantalones, los calcetines y los zapatos, una camisa y mi viejo jersey azul, le conté en tan pocas palabras como me fue posible lo que ella ya había supuesto: lo sucedido en la casa de los Belicec y lo que yo había encontrado en su sótano, sin entrar demasiado en detalles.

Temía la forma en que aquello pudiera afectarla, pero si algo he aprendido es que uno nunca sabe de que modo se tomará una mujer las cosas. Una vez vestidos salimos al vestíbulo, y Becky me sonrió con afecto. Estaba guapa; se había recogido los vaqueras casi hasta las rodillas, de forma que parecían unos bombachos, y con los calcetines de lana blanca y aquellos mocasines, con las mangas de la camisa recogidas y el cuello abierto, parecía una de esas chicas que salen en los anuncios de los complejos turísticos. Sus ojos, lo advertía ahora, brillaban de viveza y expectación, y no había en ellos la mínima sombra de miedo; me di cuenta entonces de que precisamente por no haber visto lo que yo había visto, toda aquella emoción, más que otra cosa, la complacía y encantaba.

—Vamos a casa de Jack —dije—. ¿Quieres venir? —Estaba dispuesto a discutir si respondía que si.

Sin embargo, negó con la cabeza.

—No, alguien debe quedarse con Theodora. Vosotros id allí —se dio la vuelta, caminó hacia la habitación donde Theodora dormía y yo bajé las escaleras.

Subimos a mi coche, y los tres nos sentamos en el asiento delantero. Después de pasar unas pocas manzanas, Jack pregunté:

—¿Qué piensas tú, Mannie?

Pero Mannie solo agité la cabeza, mirando con ojos ausentes a través del parabrisas.

—Aún no lo sé —respondió—. Simplemente, no lo sé.

Advertí que por el este, aunque el interior del coche estaba en tinieblas y a nuestro alrededor aún era noche cerrada, había un indicio de aurora, o de falso amanecer, iluminando el cielo. Metí la segunda para subir el sendero de tierra, doblamos la última revuelta, y daba la impresión de que todas y cada una de las luces que había en la casa de Jack estaban encendidas. Por un instante me asusté. Esperaba que la casa estuviera sumida en la más absoluta oscuridad, y tuve una rápida imagen mental de una figura desnuda, apenas viva, tambaleándose con los ojos fijos y la mente varia por las habitaciones de la casa, pulsando todos los interruptores de la luz. Luego pensé que Jack y Theodora no se habrían molestado en apagar las luces cuando salieron, y aquel pensamiento me tranquilizó un poco. Aparqué fuera del garaje, que Jack y Theodora habían dejado abierto. En el tiempo que se precisaba para conducir hasta aquí desde mi casa, el cielo se había iluminado definitivamente; a nuestro alrededor podían verse las negras líneas de los árboles contra un cielo que, lentamente, iba limpiándose de tinieblas. Salimos y en el espacio que la luz iba abriendo a mis pies pude ver las irregularidades del terreno y los pálidos indicios de color en rastrojos y arbustos. Las luces de la casa comenzaban a debilitarse y a cobrar un tono naranja a la débil luz del amanecer.

Sin decir una palabra, caminamos uno detrás de otro hacia el garaje, con Jack en primer lugar, mientras las suelas de nuestros zapatos rechinaban en el piso de cemento. Llegamos al sótano; la puerta entreabierta de la habitación de billar se hallaba a seis u ocho pasos más allá, y la luz estaba encendida, tal y como Theodora la había dejado. Jack abrió la puerta.

Se detuvo tan repentinamente que Mannie tropezó con él; luego dio unos pasos hacia adelante, muy despacio y Mannie y yo le seguimos. El cuerpo había desaparecido. Bajo la radiante luz cenital, que se derramaba sin proyectar una sombra, vimos el tapete verde, pero sobre el tapete, salvo en las esquinas y a lo largo de los lados, solo había una especie de pelusa tenue y gris, la cual, supuse, podía haber caído, o haber sido sacudida, de las vigas del techo.

Por un instante, con la boca abierta, Jack miré a la mesa. Entonces se volvió hacia Mannie, y con voz imperativa, como protestando que le creyese, exclamó:

—¡Estaba aquí, sobre la mesa! ¡Mannie, estaba aquí!

Mannie sonrió, asintiendo enseguida a sus palabras.

—Te creo, Jack; todos lo visteis —se encogió de hombros—. Y ahora alguien se lo ha llevado. Nos enfrentamos a algún misterio, ¿no? Tal vez. Venga, salgamos afuera; creo que tengo algo que deciros.