Tanto nuestra calle Mayor como la calle comercial —la segunda más importante— que discurre en paralelo a esta, se curvan y serpentean a lo largo de un conjunto de colinas en miniatura, como hacen muchas de las calles del pueblo, salvo aquellas que hay en la zona conocida como Los Llanos y algunas otras que están en la entrada del valle. Nos hallábamos descendiendo la ladera de una de esas colinas, recorriendo las sinuosidades de una senda que culminaba en un pequeño callejón situado en la parte trasera de una manzana de edificios comerciales, donde se encontraba aquel en el que yo tenía mi oficina.
Era lo mejor en lo que podía pensar; lo único en lo que podía pensar. Temía ir allí, pero temía mucho más no hacerlo, y —suena curioso— pensaba que era perfectamente posible que allí estuviésemos a salvo, al menos por un tiempo, porque no era precisamente el lugar al que se esperaría que acudiésemos: no, al menos, hasta que pasase algún tiempo, y no hubiéramos encontrado nada más. Por ahora, lo que necesitábamos era tomarnos una hora de descanso, cuanto menos. Incluso podríamos dormir —pensaba, mientras guiaba a Becky por la colina—, aunque no creía de veras que pudiésemos hacerlo. Pero tenía algo de benzedrina en la oficina, y algunos otros productos estimulantes que, tras una hora de reposo durante la cual cabria trazar algún plan, podrían darnos la fuerza suficiente para seguir adelante.
Más abajo, mientras descendíamos, pude ver, tras los tejados de los edificios a los que nos aproximábamos, la calle Mayor que yo conocía desde que tenía uso de razón: el Sequoia, donde de niño vi tantos seriales los sábados por la tarde; la tienda de dulces Gassman, donde compraba los caramelos antes de entrar al cine, y donde trabajé durante unas vacaciones de verano, cuando iba al instituto; y el apartamento de tres habitaciones que había sobre la tienda de confecciones Hurley, donde acudí media docena de veces durante el verano en que cumplía mi primer año en la universidad para visitar a una chica que vivía allí sola.
Llegamos al callejón y comprobamos que no había nadie en él, salvo un perro que husmeaba en una caja llena de desperdicios. Lo atravesamos y nos adentramos en el edificio de oficinas por una puerta metálica que conducía a los grandes peldaños de cemento pintados de blanco de la escalera trasera.
Estaba preparado para golpear y arrastrar conmigo a quienquiera que nos topásemos en las escaleras, fuese hombre o mujer, pero, puesto que el edificio disponía de ascensor, no hallamos a nadie en ellas. En la planta sexta pegué un oído a la puerta metálica de la salida de emergencia y me detuve a escuchar. Al cabo de un rato —dos minutos, tal vez—, oí el ruido de las puertas del ascensor al abrirse, seguido por el taconeo de unos pasos sobre el suelo de mármol que se dirigían a ingresar en él. Las puertas del ascensor se cenaron, y abrí la puerta. Caminamos en silencio por el vestíbulo vacío hasta la puerta donde, sobre un cristal opaco, estaba escrito mi nombre. Llevaba la llave en la mano, preparada. Entramos en mi oficina y cerramos la puerta.
Pude ver, mientras daba una vuelta por allí para echar un vistazo al lugar, que la sala de espera y mi despacho estaban llenos de polvo; había una capa espesa sobre cada superficie, fuese de cristal o de madera. Sabía que mi enfermera no se habría acercado a la oficina desde la última vez que yo estuve en ella. Flotaba en el aire un olor a desuso y encierro, y todo estaba oscuro, pues las persianas se hallaban firmemente cerradas. El lugar parecía a la vez sereno y muerto, y ya no me resultaba agradable, pues había pasado demasiado tiempo lejos de allí como para considerar que siguiera siendo realmente mio. En cualquier caso, daba la impresión de que no se había tocado nada, pero tampoco me molesté en comprobar si había huellas de que alguien hubiese entrado allí a buscar alguna cosa, por el motivo que fuera. En aquel momento, eso no me importaba en lo más mínimo.
Había un sofá, largo y ancho, en la sala de espera, y tendí a Becky en él, después de quitarle los zapatos. Con algunas sábanas que cogí y la almohada que había en la camilla pude arroparla cuidadosamente. Ella me observaba, sin decir nada, pero, cuando nuestras miradas se encontraron, Becky me dedicó una sonrisa lánguida, en señal de gracias. Arrodillándome ante ella, le tomé la cara entre mis manos y la besé, pero era más bien un gesto para confortarla, como el de besar a un niño, y no había excitación o deseo en ello; estaba rendida, al limite de sus fuerzas. Le pasé una mano por la frente, muy despacio, para acariciarla.
—Duerme —susurré—. Descansa un poco —sonreí y le guiñé un ojo, tratando de parecerle (eso esperaba) sereno y confiado, como si supiera lo que hacia y lo que estaba pasando.
Con los zapatos quitados, a fin de que nadie que pasase por el vestíbulo pudiera oírme, desaté el colchón de cuero de la camilla, lo saqué a la sala de espera junto a la hilera de ventanas que dominaban toda la calle Mayor y lo tendí en el suelo, en paralelo a las ventanas. Me desabotoné la chaqueta, aflojé el nudo de mi corbata, dejé los cigarrillos y las cerillas en el suelo, junto al colchón, y, tras coger un cenicero de una mesilla para revistas, me senté. Con la espalda contra una de las paredes, doblé lentamente una de las listas de la persiana lo justo para poder observar la calle Mayor, y me sentí mejor. Encerrado en aquellas habitaciones, tan silenciosas y oscuras, me había sentido ciego e indefenso, pero ahora que podía mirar las calles que discurrían bajo la ventana, y observar la actividad que bullía en ellas, me embargaba la impresión de que tenía más control sobre las cosas.
La escena que vi a través de la pequeña rendija era, a primera vista, bastante ordinaria: no hay más que visitar la calle principal de cualquiera de los cien mil pueblecitos de América para ver exactamente lo que yo vi. Había coches aparcados en una calle asfaltada, aceras y parquímetros, zonas de aparcamiento divididas por líneas blancas, y gente que iba y venía del J.C. Penney's, de la farmacia Lovelock, del supermercado y de otra docena de establecimientos. Había una niebla no muy densa, poco más que una bruma, extendiéndose desde la Bahía. La calle Mayor gira en la esquina que hay bajo mis ventanas en dirección a las colinas, y la avenida Hillyer, una ancha calle de paso, se curva hacia la calle Mayor, con la cual se une en esa misma esquina. De modo que el área pavimentada de la calle es en este punto más ancha de lo normal, y, a causa de la curva que allí se forma, toda esa zona esta casi completamente cercada en sus tres lados por diversos establecimientos: es lo más parecido que tenemos a una plaza mayor, allí solían poner un escenario para bandas de música que cerraba la avenida Hillyer, cuando había desfiles callejeros o era época de carnaval.
Yo seguía tendido sobre el colchón, fumando y observando, cambiando de posición de rato en rato, recostándome a veces sobre un costado y otras apoyándome en un codo, con los ojos sobre el alféizar de la ventana; también, por un rato me acosté sobre la espalda y contemplé el techo. Siempre he sostenido que pensar es, más que otra cosa, un proceso inconsciente; que, por lo general, es mejor no forzarlo, sobre todo cuando el problema es bastante vago y uno no sabe que clase de respuesta es la que esta buscando. Así, pues, trataba de descansar —estaba cansado, pero no tenía sueño— mientras miraba la calle, esperando que alguna idea cobrase forma en mi mente.
Hay algo verdaderamente fascinante en la monotonía en acción: el parpadeo constante de una hoguera, la interminable serie de olas que lentamente mueren en la orilla, el ritmo invariable que sigue la pieza de una maquinaria… Miraba la calle un minuto tras otro, sin pestañear, observando las cambiantes pautas que prácticamente —aunque nunca por completo— se repetían una y otra vez: mujeres que ingresaban en los supermercados y mujeres que salían de ellos, abrazadas a bolsas de papel marrón o cajas de cartón, asidas a bolsos o a niños, o a ambas cosas; coches saliendo marcha atrás de los aparcamientos dispuestos en batería, coches aparcando en las áreas divididas por líneas blancas; un cartero que iba y venía de una tienda a otra; un viejo que caminaba por la calle, lenta y pesadamente; tres niños que armaban alboroto por aquí y por allá…
Todo parecía tan normal… Había carteles en rojo y blanco pegados en las ventanas del supermercado: anunciaban una oferta de los productos Niblets, filetes de ternera a 50 céntimos el kilo, plátanos y detergente. La tienda de electrodomésticos Vasey, como siempre, mostraba un escaparate repleto de enseres de cocina (ollas, sartenes, batidoras, planchas) y el otro lleno de herramientas eléctricas. La tienda de artículos de ocasión tenía los escaparates cargados hasta el techo de caramelos, aviones a escala, recortables, y, mientras miraba la puerta labrada en rojo y oro, casi podía oler la fragancia que surgía de su interior. Extendida de un lado a otro de la calle, cerca del cine Sequoia, colgaba una pancarta bastante desvaída, en letras rojas y blancas: Ganga Armai de Santa Mira, decía; se trataba de la liquidación de productos que cada año hacen allí los comerciantes. Este año, en cambio, daba la impresión de que ni siquiera se habían tomado la molestia de pintar una nueva pancarta.
Por detrás del tejado del restaurante Elman's —un tejado bajo, de una sola planta—, pude ver, dos manzanas más allá, en la calle Vallejo, el autobús de la línea Greyhound, procedente de Marin City, en el momento en que se detenía. Solo tres personas se bajaron de él: un hombre y una mujer que iban juntos, y un hombre con un paquete envuelto en papel marrón que llevaba atado con una cuerda. No había nadie esperando para coger el autobús: un minuto después arrancó de aquella parada y se alejó de su marquesina azul y blanca hacia la calle Vallejo, en dirección a la autopista 101, y, por alguna razón, pensé de pronto (pues conocía el horario de los autobuses como la mayoría de la gente del pueblo) que ningún autobús entraría o saldría de la ciudad en los próximos cincuenta y un minutos, y, en ese mismo instante, supe que en la calle que había bajo mi ventana todo lo que acababa de ver había cambiado.
No es fácil decir de que forma habían cambiado las cosas. La niebla era más densa, e incluso llegaba a sumergir los tejados más elevados, espesa y gris: pero esto era normal, no era eso lo que había cambiado. Había más gente en la calle, pero… ahí estaba el cambio: nadie en la multitud se comportaba como quien sale de compras un sábado por la tarde. Algunos aún seguían entrando y saliendo de las tiendas, pero otros estaban sentados en sus coches, varios de ellos con las puertas abiertas y los talones apoyados en los bajos, hablando con la gente que había en los coches de al lado; otros leían el periódico, o toqueteaban el dial de la radio, como por matar el tiempo. Reconocí algunos de los rostros: Pearlman, el optometrista, Jim Clark y su esposa, Shirley, con sus hijos, y varios más.
No; en aquel momento, la calle Mayor de Santa Mira, California, podría haber pasado aún por una calle comercial ordinaria, quizá algo gris, en un sábado igualmente ordinario: eso es lo que un extraño habría pensado al conducir su coche por la ciudad. Pero ahora, al mirarla, yo sentía, o tenía la sensación, de que había algo más que eso. Había una atmósfera de sosegada expectación, como si algo fuera a suceder de un momento a otro. Era —trataba de explicarlo con palabras, sentado allí, mirando por la rendija, en la oscuridad— como si una muchedumbre fuese aglutinándose lentamente para presenciar un desfile. Pero tampoco era eso. Posiblemente aquello era más parecido a un destacamento de soldados que, sin prisas, se estuviera reuniendo para alguna formación de rutina; unos hablando, sonriendo o haciendo bromas; otros leyendo tranquilamente; los más, sentados o alejados del resto, esperando. Pensé que aquella atmósfera que flotaba en la calle era, simplemente, una sensación de expectación en la que nadie se mostraba emocionado por lo que fuera a ocurrir.
Fue entonces cuando Bill Bittner, un robusto contratista local de cincuenta años que rondaba por la acera, mirando los escaparates, extrajo casualmente una pequeña chapa de uno de sus bolsillos. Era un distintivo de metal o de plástico, por lo que pude ver, con una leyenda impresa en él. Al prenderlo en la solapa de su chaqueta observé que tenía el tamaño de un dólar de plata: también reconocí el diseño, y supe que era lo que había escrito en él: Ganga Armai de Santa Mira; todos los comerciantes locales se lo ponen cada año, y lo ofrecen a los clientes que desean llevarlo. Solo que los distintivos que hasta entonces había visto estaban coloreados de rojo y blanco: el de Bill Bittner, en cambio, estaba pintado en amarillo y azul marino.
Y ahora, aquí y allí, por toda la calle, tan lejos cómo alcanzaba mi vista, había más gente sacando de sus bolsillos aquellas chapas de color amarillo y azul, y, al igual que hizo Bittner, también ellos las prendían a sus solapas. Pero no lo hacían a la vez. Muchos seguían hablando, o paseando arriba y abajo, o sentados en sus coches, o continuaban con lo que estuvieran haciendo; de modo que en el transcurso de medio minuto, un extraño que hubiera circulado por aquella calle hubiera visto, de haberse fijado en ello, que solo una o dos personas prendían las chapas de sus solapas. Pero al cabo de cinco o seis minutos, en un momento u otro, casi todo el mundo que discurría por la calle, incluso Jansek, el policía encargado de los parquímetros, había sacado esa chapa amarilla y azul de la Ganga Armai de Santa Mira y se la había prendido en un lugar visible: incluso antes de hacerlo, algunos se desprendían de sus chapas pintadas en rojo y blanco, idénticas a las otras por lo demás.
Me llevó alrededor de un minuto percatarme de esto otro: que un movimiento gradual de gente se había ido congregando, desde ambas direcciones de la calle Mayor, en la plaza peatonal formada por la intersección de Hillyer con la Mayor. Viandantes de caminar ocioso, que miraban los escaparates al avanzar, se aproximaban poco a poco a ese punto; y por todas partes había gente que salía de tanto en tanto de sus coches, cerraba de un portazo, estiraba las piernas, tal vez, o miraba alrededor (o acaso a un escaparate) para seguir, después, caminó hacia la calle Hillyer con la calle Mayor.
Y, con todo, probablemente el forastero que acabase de llegar a la calle Mayor no hubiera visto nada fuera de lo normal. En apariencia, Santa Mira había preparado un rastrillo, y la mayoría de sus vecinos llevaban esas chapas que festejaban aquella celebración anual. De momento, daba la casualidad de que un considerable número de los compradores que había en la calle Mayor se había aglutinado en una pequeña manzana. Pero, más allá de eso, no había nada que pudiera parecer extraño o digno de interés, advertí que Becky estaba arrodillada a mi lado; le sonreí y me incorporé para girar el colchón en el suelo, de manera que los dos pudiéramos sentarnos en él. Luego rodeé a Becky con un brazo, y ella se acurrucó contra mí, con una mejilla pegada a la mía, para mirar la calle a través de las listas de la persiana.
Vimos que de la tienda de artículos de ocasión salió un hombre, un vendedor, hacia su coche; este tenía escrito en la puerta el nombre de la compañía para la que trabajaba. Tras abrir la puerta, empezó a buscar algo, aparentemente, en el suelo del coche. Jansek, el policía, echó un vistazo a su reloj, y luego se acercó al vehículo, y se detuvo junto al parachoques delantero. El vendedor se incorporé, cerré la puerta del coche y, con un puñado de folletos en la mano, volvió sobre sus pasos hacia la tienda de la que acababa de salir. Jansek le dijo algo. El vendedor se detuvo en la acera, y ambos iniciaron una charla. Pensé entonces, observándoles detenidamente, que el vendedor —y podía verle bien, pues se hallaba situado de cara a donde estábamos— era una de las pocas personas en toda la calle que no portaban la chapa amarilla y azul de la celebración, si es que había alguna otra que no la llevase, aparté de él. Vi que fruncía el ceño, con aire perplejo, mientras Jansek sacudía la cabeza lentamente, con firmeza, a lo que fuese que el vendedor trataba de decirle. Este se encogió de hombros, visiblemente irritado, se introdujo en el coche y sacó las llaves del bolsillo, en tanto Jansek abría la otra puerta y se sentaba junto a él. El coche salió marcha atrás, y avanzó unos cientos de metros hasta que doblé despacio a la izquierda, por la avenida Hillyer; comprendí que se encaminaban a la comisaria de policía. Pero por qué Jansek había arrestado a aquel vendedor era algo que no alcanzaba a entender.
Un sedán Ford de color azul, el único coche que había por la calle, transitaba casi en punto muerto, en busca de un lugar donde aparcar. Al fin el conductor divisé uno, y maniobró para meter el coche en él; reparé en que tenía matricula de Oregón. Soné entonces un silbato, y vi que Beauchamp, el sargento de la policía local, corría por la acera —con cada zancada la panza se le movía arriba y abajo— haciendo una señal con la mano al coche y diciendo no con la cabeza. El vehículo de Oregón se quedó donde estaba, y el conductor aguardó mientras Beauchamp llegaba hasta él; la mujer que había a su lado se inclinó hacia adelante para mirar a través del parabrisas. Beauchamp se detuvo junto a la ventanilla del conductor, ambos hablaron durante unos momentos y luego Beauchamp ingresó en el coche y se sentó en el asiento trasero. El vehículo dio marcha atrás y enfilé la calle, y torció por la avenida Hillyer hasta que por fin se perdió de vista.
Había otros tres policías en las casi dos manzanas que alcanzaba a ver: el viejo Hayes y otros dos agentes jóvenes a los que no conocía. Hayes llevaba su uniforme, pero los dos agentes solo tenían puestas las gorras, junto a unas chaquetas de cuero y unos pantalones exentos de algo que los distinguiese; tenían aspecto de civiles contratados como retén, para reemplazar a algún policía. Alice, la camarera del Elman's, salió del restaurante y se detuvo en la acera, ante la puerta, con la chapa amarilla y azul del aniversario prendida en su uniforme blanco. Uno de los policías la divisó de inmediato, y Alice lo miró, hizo un ademán con la cabeza y volvió otra vez al interior del restaurante. El policía dio unos pasos hacia allá y entra tras ella.
Alrededor de un minuto más tarde salió de nuevo, y tres personas, un hombre, una mujer y una niña de unos ocho o nueve años —una familia, obviamente—, iban con él. Durante unos instantes el grupo se detuvo en la acera, mientras el hombre hablaba, protestando acerca de algo, y el policía respondía a sus protestas con ademanes pacientes y educados. Al cabo, el grupo comenzó a andar en dirección a la avenida Hillyer: yo les observé hasta que doblaron la esquina y desaparecieron. Ningún miembro de aquella familia llevaba el distintivo del festejo local; el policía, en cambio, si lo llevaba.
Otro hombre, el conductor de un camión de reparto, recibió el mismo tratamiento; y cuando él y el policía doblaron hacia Hillyer, montados en el camión, ya no quedaba una sola persona que pudiera ver desprovista de su chapa amarilla y azul del festejo.
Ahora, por fin, la calle estaba en calma, casi sumida en un completa silencio, sin un coche que se moviese ni una persona que diera un paso. Nadie leía un periódico, y tampoco había nadie esperando en el interior de algún coche. Todo el mundo se hallaba en las aceras, formando hasta tres o cuatro hileras, de cara a la calle, excepto Hayes, el viejo policía, que se había situado, solo, en mitad de la calle. Frente a cada tienda o establecimiento comercial se podía ver al propietario junto a sus dependientes y empleados, rodeados por los clientes que se hubieran congregado en el local. El viejo Hayes, en medio de la calle, giré lentamente la cabeza, mirando uno a uno a cada uno de los propietarios; y, cada vez, el propietario al que miraba hacia un gesto de negación con la cabeza. Los otros dos policías se acercaron a Hayes y, por lo que parecía, le informaron de algo, mientras él escuchaba y asentía. Al rato, Hayes terminé de pasar lista y, junto a los dos policías, se dirigió a la acera. Los tres se volvieron para encarar la calle y permanecieron aguardando junto a la multitud.
Desde dos puntos, si miraba por encima de los tejados, alcanzaba a divisar las calles colindantes hasta una distancia de unos seiscientos metros. Ni un coche ni ninguna otra cosa se movía por ellas, e incluso en una de las calles —Oak Lane— distinguí una barricada que iba de lado a lado: las vallas de madera, pintadas de gris, de la Concejalía de Urbanismo. De pronto me di cuenta —o mejor: supe— que, como esta, cada calle en toda la ciudad había sido cerrada al paso por grupos de hombres vestidos con monos azules quienes, a todos los efectos, se hallaban reparando las calles. Supe así que ya nadie podría entrar en Santa Mira ni salir de ella al distrito comercial. Y supe que ese puñado de forasteros que, por casualidad, se habían adentrado en el pueblo, habían sido recluidos en la comisaria de policía, no importaba bajo que pretexto. Desde ese momento, Santa Mira había sido aislada del resto del mundo, y ya no quedaba nadie en el centra del pueblo que no fuese uno de sus vecinos.
Entonces, durante tres o cuatro minutos —y fue lo más extraño que jamás haya visto—, la multitud se agolpé a ambos lados de la acera, dejando la calle vacía, como un gentío que asistiese a un desfile invisible. Estaban casi inmóviles y guardaban un profundo silencio; ni siquiera los niños se movían. Aquí y allá se distinguía a unos pocos hombres fumando, pero la mayor parte de la muchedumbre se hallaba detenida en aquella quietud: algunos hombres tenían los brazos cruzados sobre el pecho, cómodos y relajados, otros cambiaban de cuando en cuando el peso del cuerpo de un pie a otro, y los niños aferraban las chaquetas de sus padres.
Oí el motor de un coche, y al instante una capota entré en mi campo de visión: vi que una vieja camioneta Chevrolet, de color verde oscuro y casi desvencijada, doblaba el ángulo de la calle, cerca del Sequoia. Tras ella discurrían otros cuatro furgones: tres eran unas enormes rancheras, con listones móviles a los lados, y la otra una camioneta. Llegaron a la plaza pública y aparcaron en línea junto al bordillo. Cada una de ellas transportaba una carga cubierta por una lona impermeable. Los conductores echaron el freno de mano, salieron uno tras otro de las cabinas y empezaron a desatar las lonas. Ahora la escena recordaba a uno de esos mercados dispuestos al aire libre, donde los productos llegan directamente del campo. Los conductores de las furgonetas eran granjeros; vestían con monos de trabajo o con petos y camisas: yo conocía a cuatro de ellos. Procedían de las granjas que había al oeste del pueblo: Joe Grimaldi, Joe Pixley, Art Gessner, Bert Parnell y otro más.
Dos hombres, pulcramente trajeados, habían dejado la acera para dirigirse a la línea de furgonetas: Wally Eberhard, un agente inmobiliario de la localidad, y otro tipo cuyo nombre no lograba recordar, aunque me acordaba de que trabajaba como mecánico en el garaje Buick. Wally llevaba unos papeles en la mano, tan pequeños que parecían arrancados de un cuaderno; tanto él como el otro tipo los hojeaban, mientras Wally los iba pasando con las manos. Al cabo, el mecánico levantó la mirada, respiré hondo y, en voz alta, casi con un grito (de hecho podíamos oírle perfectamente desde el otro lado de las ventanas), exclamó:
—¡Sausalito! ¡Quien tenga familia en Sausalito que venga hacia aquí, por favor!
Sausalito es un pueblo del condado de Marin de alrededor de cinco mil habitantes, la primera población de la comarca a la que uno llega cuando ha dejado atrás la Bahía. Dos personas, un hombre y una mujer que no iban juntos, habían bajado del bordillo y caminaban por la calle hacia Wally. Algunos otros se abrían camino entre la multitud, hasta que alcanzaron la calle y pudieron acceder a los camiones.
Joe Pixley había desatado la lona de su ranchera. Caminé hacia la parte trasera, tomo una esquina de la lona, tiré de ella hacia arriba y la dobló sobre el otro extremo para destapar la carga. Ya antes había imaginado lo que aquellos vehículos transportaban; no sentí siquiera un ligero indicio de sorpresa cuando la lona se descorrió. Había varios tablones situados en paralelo a los lados metálicos del camión, dispuestos así para proteger la enorme carga que se apilaba en él del contacto con la lona: su interior, colmado hasta rayar la altura de la cabina, estaba atestado de las vainas que, para entonces, ya había podido ver tantas veces.
—¡De acuerdo! —gritó el mecánico—. ¡Sausalito! ¡Sólo Sausalito, por favor! —e hizo una señal a las cinco o seis personas que aguardaban en la calle para que se dirigiesen al camión de Joe Pixley. De pie en el estribo, Joe alzó las vainas que había en la parte superior de la carga, una a una, para acercarlas a los brazos expectantes de la gente que se apiñaba a su alrededor. Cada hombre y cada mujer cogía una sola vaina, y la acarreaba con sumo cuidado sobre los brazos extendidos; un hombre cogió dos. Junto a ellos, y cada vez que alguien recogía una vaina, Wally Eberhard trazaba una marca de verificación en lo que parecía ser una lista. Al cabo de un rato dijo algo al mecánico, y este gritó:
—¡Marin City, por favor! ¡Quienes tengan familiares o conocidos en Marin City pueden venir! —Marin City es la siguiente población del condado de Marin, a unos pocos kilómetros de Sausalito.
Siete personas se adelantaron, cruzando por entre la multitud hasta que llegaron a la calle y, al detenerse junto al camión, Joe les tendió una vaina a cada una de ellas. Grace Birk, una mujer de mediana edad que trabajaba en el banco, cogió tres, y un hombre descendió del bordillo para ayudarle a llevarlas sin apretujarlas. Recordé que Grace Birk tenía una hermana y un cuñado en Marin City; no sabía si había algún otro miembro más en la familia.
Se abrieron los maleteros de algunos coches que había aparcados, pero las vainas sólo entraban en los maleteros de los modelos más nuevos. Otras tuvieron que ser introducidas por las puertas de algunos coches y tendidas suavemente en los asientos traseros. En cada uno de esos casos el hombre o la mujer que las introducía allí, arrodillado en el asiento delantero, cubría las vainas con una sábana o alguna prenda ligera para preservarlas de la vista.
La siguiente población a la que se llamó fue Mill Valley, y ocho personas acudieron en busca de sus vainas. El camión de Joe Pixley ya estaba vacío; este se sentó a esperar en el estribo, tras encender un cigarrillo. Se habían retirado ya las lonas de los otros camiones, y sus conductores se repartían junto a ellos, preparados para descargarlos. El mecánico del garaje, que vestía un atildado traje gris, gritó: «¡Belvedere!», y dos personas caminaron hacia la calle Tiburón, Strawberry Mannor, Belveron Gardens, Valley Springs y San Rafael fueron llamadas después: catorce personas recogieron vainas para San Rafael, una población de unos quince mil habitantes. Después se llamó a cada uno de los siguientes pueblos, hasta que por fin, y en no más de quince minutos tal vez, los cinco camiones terminaron de vaciarse, excepto el de Joe Grimaldi, que aún contenta dos vainas.
En menos de un minuto, tanto el mecánico como Wally —que guardaba los papeles en un bolsillo interior— habían ingresado de nuevo en la multitud; el gentío empezaba a abrirse y disolverse, mientras la caravana de camiones, con los motores ronroneantes, salía marcha atrás y desaparecía calle Mayor abajo. A lo largo de las casi dos manzanas que podíamos ver, los coches que llevaban sus maleteros o asientos de atrás cargados con las vainas gigantes dejaron el área de aparcamientos y se alejaron. Durante un breve espacio de tiempo, la muchedumbre acumulada en las aceras cruzó las calles o se introdujo en los coches, mientras los niños la atravesaban como flechas; era una multitud más densa de lo normal, como esa repentina abundancia de gente que sale en tropel del cine tras el último pase. Pero enseguida raleó, y de nuevo pude ver algunas mujeres empujando sus carritos de la compra hacia los supermercados, gente que se sentaba ante el velador del restaurante Elman's o que paseaba de una tienda a otra, y una vez más los coches circulaban lentamente por las calles. La escena se había normalizado otra vez: de nuevo podíamos ver una calle principal más o menos típica, quizás más decaída de lo normal, pero no tanto como para despertar el asombro de un forastero. Ni una sola persona en toda la calle Mayor llevaba ya el distintivo amarillo y azul del mercadillo, aunque uno o dos individuos aislados si llevaban la chapa rojiblanca que los comerciantes solían ofrecer.
Unos cinco minutos más tarde divisé al vendedor que Jansek había arrestado: conducía su coche por la calle Mayor, y solo. Unos instantes después apareció el coche con matricula de Oregón.
Me volví para mirar a Becky, Todavía con mi brazo alrededor de su cintura, y ella me miré un momento; luego frunció los labios y se encogió de hombros. Yo sólo pude sonreír en respuesta. No había nada más que hacer o decir, y tampoco sentía ninguna emoción en particular; desde luego no se apoderaba de mí ningún sentimiento inédito, como tampoco podía percibir ninguna de las emociones habituales con mayor intensidad. Simplemente, habíamos alcanzado un limite más allá del cual no había nada más que se pudiera decir o sentir.
Pero al fin era plenamente consciente —ahora lo sabía con total certeza— de que toda la ciudad de Santa Mira había sido tomada, que ni una sola persona en ella, salvo nosotros y, posiblemente, los Belicec, era lo que antes había sido, o lo que aún parecía ser, a simple vista. Los hombres, mujeres y niños que poblaban las calles y las tiendas eran ahora otra cosa muy distinta, hasta el último de ellos. No había allí quien no fuera nuestro enemigo, lo era incluso aquel que tenía los ojos, el rostro, los gestos y los andares de algún viejo amigo. No; no había forma de que pudiésemos conseguir alguna ayuda, salvo la que Becky y yo nos prestásemos, y, para colmo, los pueblos que nos rodeaban ya estaban siendo invadidos.