Pensábamos estar actuando con inteligencia, pero en realidad nos dirigía un impulso insensato, espontáneo y absurdo. Habíamos sacado a las chicas de la cama y ambas nos miraban con una mirada interrogativa, guiñando los ojos para mitigar la luz, totalmente desconcertadas, pero, al ver en la expresión de nuestros rostros porqué no respondíamos, el pánico que nos embargaba se apoderó de ellas como una enfermedad contagiosa. De inmediato, nos movimos por la casa a toda velocidad, recogiendo nuestra ropa; Jack llevaba un cuchillo de carnicero atravesado en su cinturón, yo cogí hasta el último céntimo que encontré por ahí y, en la cocina, vimos que Theodora, aún medio vestida, empaquetaba algunas latas de conserva en una caja de cartón; no sé que imaginaba que estaba haciendo.
Nos tropezábamos unos con otros en los rellanos, en las escaleras, o cuando salíamos a la carrera de las habitaciones; seguramente aquello recordaría a una de esas antiguas comedias del cine mudo, solo que aquí no había carcajadas de por medio. Corríamos para huir de aquella casa, de aquella ciudad, tan rápido como podíamos movernos. Nos sentíamos de pronto abrumados, y no sabíamos que más hacer, cómo luchar contra que. Algo terrible, imposible sin duda y aun así completamente real, amenazaba nuestras vidas de una forma que estaba más allá de nuestra comprensión y nuestras capacidades; por eso íbamos a escapar.
Aparcado en la calle oscura, silenciosa, lejos del charco de luz temblorosa que proyectaban las farolas, estaba el coche de Jack. Entramos en él de dos portazos —Theodora aún llevaba sus zapatillas de andar por casa—, y arrojamos las estúpidas brazadas de ropa al asiento trasero. La llave rechinó en el contacto, el motor rugió, Jack separó el coche del bordillo con un largo chirrido de neumáticos y ninguno pensamos en nada, solo en correr, correr y correr, hasta que llegamos a la autopista 101, y hubimos dejado Santa Mira a dieciocho kilómetros a nuestra espalda.
Al fin, mientras avanzábamos por la casi desierta autopista, empecé a sentir que volvía a mí una suerte de pensamiento coherente, o al menos algo semejante a eso. Una huida rápida y satisfactoria, el poner un montón de tierra de por medio, son acontecimientos tranquilizadores, un antídoto contra el miedo. Me giré hacia Becky, que se hallaba sentada junto a mí en el asiento trasero, y le sonreí, con la boca abierta para hablar. Vi entonces que se había quedado dormida. Los faros de un coche iluminaron su rostro, pálido y exangüe, y el miedo se apoderó otra vez de mí, con más fuerza que nunca, y estalló en mi cerebro como una silenciosa explosión de puro pánico.
Me puse a agitar el hombro de Jack, gritando para que se detuviese. Jack sacó el coche de la carretera y lo dirigió, dando tumbos, al estrecho arcén de tierra y grava que la flanqueaba. El freno de mano emitió un ruido áspero; inclinándose sobre Theodora, Jack abatió el puño sobre el seguro de la guantera, la abrió y trasteó en su interior para después salir dificultosamente del vehículo con una expresión desaforada e inquisitiva pintada en el rostro. Yo me había inclinado sobre el asiento y había arrancado de un tirón las llaves del contacto, salí y ambos corrimos hacia la parte trasera del coche. Pero Jack continuó corriendo por el arcén de grava; ya estaba dispuesto a gritarle cuando vi que se echaba al suelo, rodilla en tierra, y entendí lo que estaba haciendo.
Cierta vez, un vehículo chocó contra la parte trasera del coche de Jack cuando este se hallaba cambiando una rueda, y, desde entonces, cada vez que se detiene en una carretera tiene el acto reflejo de colocar en ella una bengala. Esta chisporroteó en su mano, antes de arder en una llamarada que propagó en el aire un humo entre rojo y rosado. Cuando Jack la levantó para clavarla en el suelo, yo introduje una llave en la cerradura del maletero, y la giré a un lado y a otro, presa del frenesí.
Jack cogió las llaves y las sacó del cierre. Separó la correcta, la introdujo en la cerradura y la giró, y abrió la puerta del maletero. Y allí estaban, bañadas en ese flujo y reflujo de luz roja, iluminadas por el parpadeo de la bengala: dos enormes vainas, rotas ya por uno o dos sitios. Metí ambas manos en el maletero y las arrojé al suelo. Eran tan ligeras como el globo de un niño, y ásperas y secas al tacto. Al percibir su contacto en mi piel, perdí por completo la cabeza y me abalancé sobre ellas, las pisoteé hasta aplastarlas con pies y piernas, casi zambulléndome en ellas, sin darme cuenta de que al mismo tiempo estaba profiriendo un grito ronco, carente de sentido (¡uuuuuuh, uuuh, uuuuh!), un grito de pánico, de furia, de repugnancia animal. El viento agitó la bengala, e hizo estremecer la 11amarada hasta que esta crepitó y se sofocó: en el enorme talud que había a mi lado pude ver una sombra gigantesca —la mía— retorciéndose y bailando en una danza salvaje, parpadeante, enajenada, una verdadera escena de pesadilla bañada en una luz demencial que parecía brotar de una herida; y creo que estuve a punto de perder la razón.
Jack tiró con fuerza de mi brazo y me sacó a rastras de allí, de vuelta junto al maletero. Tomó una lata roja de gasolina que llevaba de repuesto, le quitó la tapa y allí mismo, en la cuneta de la carretera, iluminado por el reflujo purpura de esa luz ceñida por el humo, empapó aquellos bultos enormes y livianos hasta que ambos se disolvieron en una pulpa blanda y fungosa. Yo arranqué la bengala del suelo, corrí junto al coche y la arrojé a esa masa caldosa que se escurría entre la gravilla.
Arrancamos aprisa y, mientras el coche regresaba, entre vaivenes, a la autopista, miré hacia atrás: de repente las llamas se alzaron a lo alto, a unos dos metros, enormes lenguas de fuego naranja, atezadas por el reflujo de luz purpura y ceñidas por el espeso y grasiento humo que se retorcía y ondulaba hacia el cielo, impulsado por las oleadas de calor. Mientras miraba —Jack, en tanto, subió a segunda, después pasó a la directa—, vi las llamas amainar rápidamente y menguar hasta un montón de lenguas parpadeantes, azules y rojas, de unos dos centímetros de tamaño, al tiempo que el humo volvía a adquirir aquella tonalidad entre el rosa y la sangre. Y de pronto las llamas se apagaron, o tal vez se perdieron de vista, al trasponer con el coche algún montículo de tierra; nunca llegué a saberlo.
Ya ni siquiera intentaba hablar o pensar. Ninguno de nosotros lo hacia. Estábamos vacíos de pensamiento, vacíos de sensaciones y emociones. Me conformaba con estar ahí sentado, sosteniendo la mano de Becky, dirigiendo el coche con la mirada, haciéndolo girar en las curvas y subir y bajar por los repechos, acumulando distancia, mientras Becky guardaba silencio, muy erguida a mi lado.
Alrededor de una hora después nos detuvimos en un motel, el Rancho no se que, cuyo luminoso de neón verde, frío y hostil, anunciaba que disponía de habitaciones libres. Jack salió del coche; cuando yo abría mi puerta, Becky se inclinó hacia mí y susurré:
—No me dejes dormir sola, Miles; estoy demasiado asustada. Te aseguro que no podría pasar la noche así; no podría. Miles, por favor; estoy tan asustada.
Asentí —que otra cosa podía hacer— y salimos del coche. Despertamos a la propietaria del motel, una mujer de mediana edad, ataviada con una bata y unas zapatillas y con el aspecto de padecer un cansancio y una irritación perpetuos, que ya mucho tiempo atrás habría dejado de preguntarse por aquella gente que la despertaba a cualquier hora —incluso a todas las horas— de la noche. Sin mediar más que media docena de palabras, conseguimos dos habitaciones dobles, pagamos por ellas, la mujer nos hizo entrega de las llaves y firmamos en el libro de registre Sin pensar conscientemente en ello, firme con un nombre falso, y enseguida me avergoncé de ello; entonces reparé en que Jack hacia lo propio, y me di cuenta de porqué actuábamos así. Era una idiotez, desde luego, pero para entonces se nos antojaba terriblemente importante refugiarnos en el anonimato y escondernos en un agujero sin ser vistos, tratando de que nadie en el mundo supiera dónde estábamos.
En el revuelto montón de ropas que había en el asiento trasero del coche, Jack encontró su pijama, pero yo no di con el mio, así que tuve que pedirle prestado uno de los suyos; las dos chicas encontraron unos camisones. Quité la llave a la puerta de nuestra habitación, dejé pasar a Becky y luego entré tras ella. Había pedido una habitación con dos camas, pero nos encontramos con que había solo una cama doble; cuando solté un ligero gruñido de irritación y me encaminaba hacia la puerta, Becky me detuvo, cogiéndome de un brazo:
—Déjalo así, Miles, por favor. Estoy demasiado asustada; nunca he tenido tanto miedo desde que era niña. Oh, Miles, te necesito, ¡no me dejes!
Creo que nos dormimos en menos de cinco minutos. Yo me había tendido tratando de no tocar a Becky, excepto por un brazo que le rodeaba la cintura. Ella tenía las manos cogidas firmemente a la mía, y la estrechaba con fuerza, como una niña. Y dormimos, solamente dormimos, durante las horas que aún restaban hasta la mañana. Estábamos cansados; yo no había dormido nada desde las tres de la madrugada anterior. De todos modos, siempre hay una hora y un lugar para cada cosa, y, aunque aquel pudiera ser el lugar, aquella no era la hora por un millón de razones. Dormimos.
Si acaso soñé algo, nada de ello prevaleció en mi memoria; simplemente abandoné el mundo y la vida en favor de un completo —y exhausto— olvido, y eso fue lo mejor que me pudo pasar. Creo que hubiera podido dormir hasta el mediodía; sin embargo, alrededor de las ocho y media o nueve menos cuarto, me di la vuelta, tropecé con alguien y oí su suspiro. Mis ojos se abrieron al instante y vi que Becky, Todavía en sueños, se volvía para acurrucarse contra mí.
Eso ya era demasiado. Maravillosamente cálida, sonrosada por el sueño y con el suave aire de su aliento soplando en mi mejilla, Becky se hallaba tendida cuan larga era a mi lado, y yo hubiera podido dejar de arroparla con mis brazos tanto como de respirar. Durante un rato fue maravilloso tener toda aquella espléndida y cálida anatomía extendida contra mi cuerpo; y, puesto que no me enturbiaba un solo pensamiento, únicamente había lugar para el sentimiento y la emoción. Supe entonces lo que iba a pasar, y supe que me quedaban solo uno o dos segundos de pensamiento y acción independientes. Ya antes me había ocurrido algo como aquello, y un día me encontré con que, súbitamente, estaba casado. Y no mucho tiempo después me vi ante un tribunal de divorcios. Tenía la impresión de que me estaba convirtiendo en una suerte de marioneta sin control alguno sobre lo que le sucedía. No fue fácil, valga el enorme eufemismo, pero me di la vuelta, me arranqué de las sábanas y me incorporé de la cama.
Entonces miré a Becky. Con sus ojos cerrados, aquellas largas pestañas sobre las mejillas y ese tirante tan fino resbalado de su hombro, parecía la ensoñación de un colegial; y sabiendo que todo lo que tenía que hacer para regresar a la cama junto a ella era, simplemente, hacerlo, me obligué a mirar para otro lado mientras aún tuviera fuerzas para resistirme. Luego cogí mi ropa y me encaminé al baño para darme una ducha y vestirme.
Quince minutos después me disponía a salir de la habitación, pasando de puntillas ante la cama. Pero cuando miré a Becky sus ojos estaban abiertos. Me dedicó una sonrisa burlona.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Caballerosidad?
Negué con la cabeza.
—Senilidad —espeté, y salí de la habitación.
Jack estaba fuera, deambulando por el patio adoquinado del motel, fumando, y me reuní con él, habíamos un poco y, al rato, nos detuvimos a mirar la mañana. Cuando nuestras miradas se encontraron, dije:
—¿Bien? ¿Qué hacemos ahora? ¿Adónde vamos?
Jack me miró. Tenía el rostro cansado y demacrado; subió ligeramente un hombro, en un gesto que oscilaba entre la indiferencia y el desaliento.
—A casa —respondió.
Me quedé mirándolo.
—Sí, eso es —prosiguió, de mal talante—. ¿Dónde pensabas que iríamos? —yo le miraba de hito en hito, enojado, preparado para discutir con él; pero no lo hice. Tras un momento, cerré la boca y Jack sonrió un poco, asintiendo como si hubiera dicho algo con lo que él estuviera de acuerdo—. Claro —dijo—, lo sabes tan bien como yo. —Compuso una sonrisa hastiada—. ¿Imaginabas que ibas a cambiarte el nombre, dejarte crecer la barba y largarte a alguna parte para empezar una nueva vida?
Entonces también yo sonreí. Una vez que Jack lo hubo expuesto de aquel modo, todo lo que no fuese volver a Santa Mira se antojaba irreal, endeble y poco convincente. Era temprano, Todavía de mañana, el aire resplandecía de sol, yo había dormido la mitad de una noche y mi mente se hallaba de nuevo aliviada de todo espanto. El miedo aún estaba allí, activo, real, pero al mismo tiempo me sabía capaz de pensar sin dejar sitio al pánico. Habíamos escapado de Santa Mira, y eso nos había hecho bien; a mí sí, por lo menos. Pero pertenecíamos a ella, no a algún lugar diferente, tan desconocido como vago e imaginario. Y ahora era tiempo de volver a casa, al lugar al que pertenecíamos, y que nos pertenecía. Era cierto que no había nada más que hacer excepto regresar y combatir lo mejor que pudiéramos, y de la forma en que pudiéramos, contra fuera lo que fuese que estaba ocurriendo en Santa Mira. Jack lo sabía, y ahora también yo lo sabía.
Un rato después, Theodora salió y se acercó a nosotros. Mientras se aproximaba, sin apartar la mirada del rostro de Jack, vi que poco a poco fruncía el ceño; cuando por fin se hubo detenido ante él, solo tuvo que mirarle con una expresión interrogativa en los ojos. Jack asintió.
—Sí —dijo con un temblor de inquietud en la voz—. Cariño, Miles y yo opinamos que… —Se detuvo al ver que Theodora, lentamente, hacia un gesto de aceptación.
—No importa —concedió, cansada—. Si vas a volver, vas a volver; que más da la razón que haya para ello. Y donde tú vayas, yo también voy. —Encogió los hombros. Volviéndose hacia mí, esbozó una pálida sonrisa—. Buenos días, Miles.
Cuando Becky salió del motel, con su camisón y mi pijama entremezclados en un bulto bajo el brazo, tenía en el rostro una expresión preocupada y resuelta, en la que se evidenciaba lo que tenía que decir:
—Miles —se detuvo frente a nosotros—, tengo que volver. Es cierto, todo esta pasando de veras, y mi padre… —Dejé de hablar al ver que yo asentía.
—Todos vamos a volver —dije suavemente, tomándola del codo para dirigirla hacia el coche. Jack y Theodora caminaban junto a nosotros—. Pero primera, por el amor de Dios, tomemos algo para desayunar.
Dos minutos después de las once de aquella mañana, Jack metía la segunda y empezaba a maldecir, mientras abandonábamos la autopista para entrar en la carretera de Santa Mira y emprender los últimos kilómetros hasta casa. Nos embargaba ahora una terrible urgencia por volver allí, por movernos, por actuar, pero aquel camino era un entramado imposible de polvo y surcos profundos y retorcidos, de pequeños y escarpados baches, y agujeros constantes, más anchos y hondos que aquellos, que podían romper un eje si uno intentaba hacer otra cosa que no fuera meter las ruedas en ellos y arrancarlas de allí muy lentamente.
—El único camino que lleva a Santa Mira —escupió Jack, airado—, y dejan que se eche a perder. —Giró con fuerza el volante para sacarnos de un surco y evitar un barranco en miniatura que teníamos delante—. Típica estupidez municipal —estalló—. Han dejado que esta carretera se venga abajo porque la nueva autopista del estado iba a pasar por la ciudad. Luego cambiaron de opinión y vetaron la nueva carretera. Miles, ¿no has leído sobre ello? —respondí que no, y Jack prosiguió—: Sí, en el Tribune. Resulta que el ayuntamiento esta ahora en contra de la autopista; arruinará el tranquilo carácter residencial de la ciudad, según dicen. —Jack hablaba con acritud—. Los topógrafos han detenido su trabajo, y parece ser que van a reorientar la nueva autopista, dejándonos con un único y más bien impracticable camino, y, con la proximidad de las lluvias invernales, no hay razón para arreglarlo ahora. —Las cubiertas del parachoques trasero rasparon la tierra cuando las ruedas de atrás salieron a tumbos de un agujero, y Jack soltó una maldición, y se quejó sin césar hasta las once y media, hora en la que dejamos atrás el cartel blanco y negro que anunciaba la llegada a la ciudad de Santa Mira, población 3890 habitantes.