Ocho

El animal humano jamás hace de una emoción (sea esta miedo, felicidad, horror, dolor, incluso satisfacción) un régimen constante. Era curioso; después de la noche que habíamos pasado, el desayuno discurrió con bastante alegría. El sol ayudó a que fuese así; entraba a raudales, amarillo y cálido, por las ventanas abiertas y la puerta de la cocina, presagiando una mañana prometedora. Theodora ya se había levantado cuando llegamos; estaba sentada a la mesa, bebiendo café con Becky. Se incorporó de la silla al vernos entrar y Jack corrió hacia ella, y ambos se abrazaron muy estrechamente durante un rato, mientras Jack la besaba con fuerza. Dio luego un paso atrás para mirarla; Mannie y yo también la miramos. Aún estaba cansada, tenía ojeras, pero ahora había en sus ojos un brillo sereno y cabal; y, sobre el hombro de Jack, nos sonreía.

Después, y casi como si se hubiera dado la señal para ello, nos pusimos a charlar, bromeando y riéndonos mucho; las dos mujeres encendieron el gas, sacaron algunas sartenes y cacerolas y abrieron las alacenas y la nevera, mientras los tres hombres permanecíamos sentados a la mesa de la cocina. Becky nos sirvió café a cada uno. Como por una suerte de acuerdo tácito, no hablamos acerca de la noche anterior —no en serio, al menos— ni de lo que Jack, Mannie y yo habíamos estado haciendo. Tampoco las mujeres hicieron preguntas; debieron entender por nuestra actitud que todo iba bien.

Una salchicha chisporroteaba en el hornillo. Theodora le dio la vuelta con un tenedor mientras Becky batía unos huevos en un cuenco, haciendo en la loza un ruido rítmico y agradable con la cucharilla de metal. Sonriéndonos con la mirada, Theodora dijo:

—He estado pensando sobre ello y creo que me gustaría tener un duplicado de Jack. Uno de ellos podría deambular por la casa, como siempre, sin escuchar una palabra de lo que digo, elaborando en su cabeza lo que fuera a escribir; así el otro tendría tiempo para hablar conmigo, e incluso para fregar los cacharros de vez en cuando.

Jack esbozó una sonrisa sobre el borde de la taza, mientras miraba a su mujer con ojos felices, aliviado de encontrarla de aquel humor.

—No estaría mal poder probar algo así —observó—. A veces pienso que cualquier cambio que se operase en mí sería una mejora. De hecho, tal vez el nuevo Jack sabría cómo escribir, en lugar de golpearse la cabeza contra un muro intentándolo.

Becky asintió:

—Tendría sus ventajas, sin duda —comentó—. Me gusta pensar que una Becky podría ser llevada en secreto por las calles, vestida con su camisón, mientras la otra permanece convenientemente en casa, sola en la cama, observando el decoro.

Hicimos variaciones a esa idea. Mannie quería un doctor Kaufman que escuchase a sus pacientes, mientras el otro se dedicaba a jugar al golf, y yo dije que podía emplear un doble de Miles Bennett para poder dormir todas las noches del tirón.

El desayuno nos supo exquisito, y comimos y charlamos haciendo todos los chistes que se nos ocurrieron. De hecho, pienso ahora, nos sentíamos demasiado alegres, casi exageradamente alegres, como reacción a lo que había sucedido. En un momento de la charla, Mannie se limpió los labios con su servilleta, echó una mirada al reloj de pared y se levantó. Tenía el tiempo justo, aseguró, para llegar a su casa, afeitarse, cambiarse y acudir a la oficina a atender a su primer cliente. Se despidió, no sin antes decirme que pensaba enviarme una factura enorme, en la que me cobraría su tarifa horaria habitual —si es que no me cobraba el doble, apostilló—, luego me dedicó una ancha sonrisa y le vi irse hacia la puerta. Los demás nos servimos la segunda o la tercera taza de café.

Tras dar unos sorbos al mío y encender un cigarrillo, me arrellané en mi silla y les conté a Theodora y a Becky, muy resumidamente y ciñéndome a los hechos, lo que había ocurrido: lo que habíamos encontrado —o, más bien, no habíamos encontrado— en los sótanos de las casas de Jack y de Becky, y lo que Mannie nos contó en el camino que había frente a la casa de Jack.

Esperaba exactamente lo que ocurrió cuando terminé de hablar; Theodora, simplemente, sacudió la cabeza, con los labios apretados, sumida en un sereno estupor. Le resultaba imposible creer que no había visto lo que estaba convencida de haber visto, lo que aún podía ver en su mente con sólo cerrar los ojos. Becky no dijo nada, pero pude observar, por el alivio que reflejaban sus ojos, que había aceptado la explicación de Mannie, y supe que pensaba en su padre. Estaba guapísima, sentada a la mesa junto a mí, tan descansada, tan animada y atractiva, y resultaba excitante verla enfundada en mi camisa, con el cuello abierto.

Jack se incorporó, salió hacia la sala de estar y regresó con la carpeta que había traído de su casa. Sonriendo, se sentó, mientras decía:

—Soy como una ardilla —y miró detenidamente cada separador de su carpeta—. Colecciono las cosas más variadas, sin saber exactamente por qué. Y algunas de las cosas que guardo —metió la mano en uno de los separadores de la carpeta, para extraer una resma de recortes de prensa— son ciertos artículos que han aparecido publicados en los periódicos. Quise traerlos aquí tras nuestra charla con Mannie.

Apartando los platos, puso los recortes sobre la mesa, montones de ellos, algunos —los más antiguos— muy amarillentos, otros con aspecto más nuevo; bastante concisos unos, otros más extensos. Cogiendo uno al azar, Jack miró el titular y luego me lo alcanzó.

Lo sostuve de forma que Becky también pudiera leerlo. «Lluvia de ranas en Alabama», rezaba el titular. Era un breve artículo escrito a una sola columna, de aproximadamente cinco centímetros, fechado en Edgeville, Alabama: «Esta mañana, cualquier pescador que se hallara en esta ciudad de cuatro mil habitantes», comenzaba, «se habría hecho con un montón de carnaza, a falta, eso sí, de un lugar donde poder emplearla. La pasada noche, una lluvia de diminutas ranas, de origen indeterminado…». El artículo —ojeé el resto de lo que había allí escrito— seguía diciendo que una lluvia de pequeñas ranas había caído la noche anterior sobre la ciudad, proyectándose durante varios minutos sobre los techos y las ventanas de las casas como una verdadera catarata de agua. El tono en que se narraba la historia era ligeramente humorístico, y no se daba ninguna explicación a aquella lluvia.

Levanté la vista hacia Jack, y vi que sonreía.

—Estúpido, ¿verdad? —dijo—. Sobre todo teniendo en cuenta, como sugiere la historia, que aquellas ranas no podían venir de ninguna parte. —Cogió otro recorte y me lo tendió.

«Un hombre arde hasta morir; sus ropas no sufrieron daños», era el titular. La noticia refería que un hombre había sido hallado muerto, reducido a cenizas, en una granja de Idaho. Las ropas que llevaba, sin embargo, no habían ardido, ni siquiera se habían chamuscado, y no se hallaron indicios de fuego ni huellas de humo en la casa. Se añadía que el forense de la ciudad había concretado que eran necesarios al menos dos mil grados de temperatura para que un hombre ardiese hasta quedar como el que habían encontrado. Era todo lo que el artículo decía.

Miré a Jack, sonriendo a medias, frunciendo un poco el ceño, preguntándome de qué iba todo esto. Theodora lo miraba sobre la taza de café con una mirada entre irónica y divertida, esa mirada de afectado desdén que las esposas dedican a las excentricidades de sus maridos. Jack nos sonrió.

—Tengo docenas de recortes como estos, extraídos de distintos lugares: gente que ha ardido en el interior de sus ropas. ¿No habíais leído nunca una tontería semejante? Pues aquí tenéis otra, de una clase distinta.

En el margen de aquel recorte, escrito a lápiz, decía: «New Yk. Post», y el titular rezaba: «Y allí tenía su ambulancia». Estaba fechado en Richmond, California, el 7 de mayo, y lo firmaba la Associated Press. El texto decía: «”Aprisa, diríjanse a San Pablo con la avenida MacDonald”', exclamó la voz del teléfono. "El tren de Santa Fe ha chocado con un camión y hay un hombre gravemente herido". La policía envió un coche patrulla y una ambulancia a aquella dirección. No había habido ningún accidente. El tren no había llegado aún al lugar. Pero lo hizo, no obstante, cuando los policías ya se marchaban de allí, y en ese momento un camión de reparto, conducido por Randolph Bruce, de 44 años, se hallaba detenido en el cruce. Bruce está gravemente herido. Sufre lesiones cerebrales y aplastamiento torácico».

Dejé el recorte.

—¿Adónde quieres llegar, Jack?

—Bueno —lentamente se puso en pie—, hay ahí unos doscientos sucesos extraños que he ido acumulando en un puñado de años; y cualquiera podría encontrar cientos de ellos más. —Despacio, deambuló unos pasos por la cocina—. Y creo que al menos prueban esto: que los sucesos extraños ocurren de veras, ahora y antes, aquí y allá, por todo el mundo. Cosas que simplemente no encajan en el enorme corpus de conocimiento que la raza humana ha acumulado durante cientos de años. Cosas que chocan frontalmente con aquello que sabemos que es verdad. Cosas que caen hacia arriba, en lugar de hacia abajo. —Llevando una mano a la tostadora, apartada junto al fregadero, Jack cogió una miga con la yema de un dedo y se la llevó a la lengua—. Así que es aquí adonde quería llegar, Miles. ¿Hay siempre una explicación convincente para estos sucesos? ¿Debe reírse uno de ellos? ¿Deben simplemente ignorarse? Porque eso es lo que invariablemente sucede. —Reanudó los pasos por la vasta y vieja cocina—. Supongo que es natural. Supongo que nada que no sea avalado por la experiencia universal puede tener cabida en nuestro corpus de conocimientos. Y, con todo, la ciencia afirma ser objetiva. —Se detuvo, de cara a la mesa—. Afirma, sí, tener en cuenta todos los fenómenos de manera imparcial y sin ningún prejuicio. Pero, desde luego, la ciencia no hace tal cosa. Este tipo de incidentes —señaló con la barbilla el montoncito de papeles que había sobre la mesa— son automáticamente despachados con el desdén habitual. Y los demás seguimos el ejemplo. ¿Qué son estas cosas?, se pregunta la postura científica. Bueno, no serán más que ilusiones ópticas, o autosugestión, o histeria, o hipnosis colectiva, o, cuando todo lo demás falla, simple coincidencia. Cualquier cosa, excepto lo que quizá son: sucesos que posiblemente ocurrieron de verdad. Oh, no —Jack sacudió la cabeza, sonriendo—, nunca debemos admitir, ni por un momento, que lo que no entendemos pudo, no obstante, ocurrir.

Como hacen la mayoría de las esposas, incluso las más inteligentes, con cualquier convicción sostenida por sus maridos, Theodora aceptó la de Jack y la hizo propia.

—Bueno, es estúpido —dijo—, y realmente no sé cómo la especie humana es capaz de aprender cosas nuevas.

—Es algo que requiere mucho tiempo —concedió Jack—. Tuvieron que transcurrir cientos de años para que aceptásemos que el mundo es redondo. Pasamos un siglo resistiéndonos al conocimiento de que la Tierra gira alrededor del Sol. Odiamos enfrentarnos a nuevos hechos o evidencias, porque de esta forma es probable que tengamos que revisar nuestras concepciones de lo que es posible, y eso siempre resulta incómodo. —Jack sonrió, y de nuevo se sentó a la mesa—. Y aún hay más. Coged cualquiera de estos. —Tomó otro recorte—. Este del New York Post, por ejemplo. Sin duda, no se trata de un relato de ficción, ¿no? El New York Post es un diario real, y fue en él donde este pequeño artículo apareció impreso, pocos años atrás, como sin duda aparecería también en un montón de periódicos por todo el país. Cientos de personas lo leyeron, incluyéndome a mí. ¿Pero alguna se alzó reclamando que se revisase nuestro corpus de conocimientos para incluir en él este pequeño y extraño incidente? ¿Lo hice yo? No; pensamos en él, nos sentimos intrigados e interesados durante un tiempo, y luego lo desechamos de nuestra mente. Y ahora, como todos esos otros incidentes, más o menos curiosos, que no encajan en lo que creemos saber, ha sido olvidado e ignorado por el mundo, salvo por unos pocos coleccionistas de rarezas como yo.

—Quizá fuera mejor así —concedí—. Echa un vistazo a esto. —Había estado mirando despreocupadamente algunos recortes mientras Jack hablaba, y le alcancé uno. Era una reseña muy sucinta, extraída de un periódico local, y no decía gran cosa. Refería que un tal L. Bernard Budlong, botánico y biólogo que ejercía como profesor en la escuela local, negaba las declaraciones que el periódico le había atribuido el día anterior acerca de ciertos «objetos misteriosos» hallados en una granja al oeste de la ciudad. Eran descritos como enormes vainas de alguna extraña variedad, y Budlong negaba haber manifestado que «procedían del espacio exterior». El Tribune se excusaba: «¡Disculpe, Profe!», al final del artículo. Estaba fechado el día 9 de mayo—. ¿Qué te parece esto, Jack? —dije con suavidad—. El desmoronamiento de una de tus pequeñas piezas: una mínima retractación sepultada en las páginas de los periódicos uno o dos días más tarde. Te hace plantearte —señalé el montón de recortes— la posible validez del resto, ¿no te parece?

—Claro —aceptó Jack—. Las retractaciones también forman parte de la colección. Y esa es la razón de que esta esté ahí; no quise excluirla. —Cogió un puñado de recortes y los dejó caer en un revuelo sobre la mesa—. Miles, por lo que sé, la mayor parte de lo que hay aquí es mentira. Otra porción serán, muy seguramente, bromas. Y quizá la mayor parte de lo que queda no son sino tergiversaciones, exageraciones o simples errores de juicio o percepción; tengo suficiente sentido como para saberlo. ¡Pero maldita sea, Miles, no todo lo que se cuente, sea de ayer, de hoy o de mañana, habrá de ser mentira! ¡No puedes dar a todo esto una explicación que prevalezca para siempre! —Por un momento permaneció mirándome con una mirada feroz; al rato sonrió—. Así pues, ¿está Mannie en lo cierto? ¿Habrá sido explicado de manera convincente lo que ocurrió la noche pasada? —Jack se encogió de hombros—. Quizá lo fue. Mannie aporta a las cosas mucho sentido; siempre lo hace. Y ha explicado lo que sucedió casi satisfactoriamente; quizá en un noventa y nueve por ciento. —Durante un momento Jack nos miró; luego bajó la voz y dijo muy suavemente—: Pero aún queda un pequeño uno por ciento de duda en mi mente.

Yo miraba a Jack, y sentí un desagradable y lentísimo estremecimiento en mi espina dorsal ante el mero pensamiento que acababa de ocurrírseme.

—Las huellas digitales —murmuré, y Jack frunció el ceño un instante—. ¡Las huellas digitales salieron en blanco! —exclamé entonces—. Mannie piensa que el cuerpo de tu sótano no era más que un cuerpo normal y corriente, pero ¿desde cuándo un cuerpo normal y corriente no tiene huellas digitales?

Theodora se incorporó de la silla, con las manos apoyadas en la superficie de la mesa, y su voz surgió alta y estridente:

—¡No puedo volver allí, Jack! ¡No puedo poner un pie en esa casa! —su voz, mientras Jack dejaba su silla, titubeante, se elevó aún más—: ¡Sé lo que vi! ¡Se estaba convirtiendo en ti, Jack, se estaba convirtiendo en ti! —Y al tomarla Jack entre sus brazos, las lágrimas ya corrían por sus mejillas, y el miedo se mostró, desnudo, otra vez en sus ojos.

Tras un segundo me vi capaz de hablar de nuevo:

—En ese caso, no vayas —le dije a Theodora—. Quédate aquí. —Ambos se volvieron para mirarme, y agregué—: Los dos debéis hacerlo. —Sonreí un poco—. Es una casa grande; elegid una habitación y quedaos en ella; trae tu máquina de escribir, Jack, y haz aquí tu trabajo. Me encantaría teneros conmigo. Yo solo no consigo llenar la casa y me vendría bien algo de compañía.

Jack observó mi expresión durante unos segundos:

—¿Estás seguro?

—Completamente.

Miró a Theodora y ella asintió sordamente, rogándole con la mirada que accediese.

—De acuerdo —dijo Jack entonces—. Quizá sea lo mejor; pero por un día, no mucho más. Gracias, Miles, muchas gracias.

—Tú también, Becky —continué—. También debes quedarte, aunque sea por unos días. Con Theodora y Jack —sentí que debía añadir. Su rostro estaba pálido, pero sonrió un poco con aquello.

—Con Theodora y Jack —repitió—. ¿Y dónde estarás tú? —noté que enrojecía, pero logré esbozar una sonrisa: —Exactamente aquí —dije—, pero puedes ignorarme —Theodora miró sobre el hombro de Jack, y ahora también se veía capaz de sonreír.

—Puede ser divertido, Becky —concedió—. Y yo estaré a tu lado. Los ojos de Becky resplandecían.

—Dicho así, suena como si fuese a tratarse de una fiesta que fuera a prolongarse durante días —pero el miedo ensombreció de nuevo sus ojos—. Pensaba en mi padre, eso es todo —me dijo.

—Telefonéale —contesté—, y dile la verdad. Que algo ha inquietado muy seriamente a Theodora, que va a quedarse aquí y te necesita. Es todo lo que debes decir. —Sonreí—. Aunque puedes añadir que tengo algunos perversos y pecaminosos planes en mente a los que, simplemente, no puedes resistirte. —Miré al reloj de pared—. Debo ir a trabajar, chicos; la casa es vuestra. —Subí a prepararme para ir a la oficina.

Estaba más irritado que asustado, mientras me afeitaba, mirándome en el espejo del cuarto de baño. Una parte de mi mente se mostraba aterrada por aquello que habíamos tenido que afrontar en el piso inferior: que el cuerpo que vimos en el sótano de Jack —increíblemente, innegablemente, y por imposible que pareciera— no poseía huellas digitales. Aquello no lo habíamos imaginado, de eso estaba seguro, y era un hecho que ninguna argumentación de Mannie hubiera podido explicar. Pero, sobre todo, inclinado hacia el espejo mientras pasaba la cuchilla por mi mentón, estaba enfadado; no quería que Becky Driscoll viviese aquí, en mi casa, donde la vería más veces en un día de lo que por lo común la veía en una semana. Era demasiado atractiva, demasiado agradable y agraciada, y era evidente el peligro que habia en ello.

—Condenado guaperas —me dije a mi propia cara, mientras me afeitaba—. Puedes casarte con ellas, de acuerdo; pero no puedes permanecer casado, ese es tu problema. Eres débil. Emocionalmente inestable. Esencialmente inseguro. Un niño latente. Una cloaca de inmadurez, incapaz de aceptar una responsabilidad adulta —sonreí, y traté de pensar algo más—. No eres más que un matasanos con una personalidad donjuanesca. Un pseudo… —ahí me detuve, y terminé de afeitarme con la incómoda sensación de que no era gracioso, sino cierto, el hecho de que hubiera fracasado con una mujer y ya me estuviera enredando demasiado con otra. Y, por lo que sabía, era mejor, por mi bien y el suyo, que estuviera en cualquier parte excepto aquí, bajo mi propio techo.

Jack me acompañó a la ciudad para hablar con Nick Grivett, el jefe de la policía local; ambos lo conocíamos bien. Después de todo, Jack había encontrado un cadáver, y este había desaparecido. Tenía que denunciarlo. Pero decidimos, mientras bajábamos a la ciudad en mi coche, que debía denunciar solamente aquel hecho, y nada más que eso. No podíamos explicar el retraso en poner la denuncia, así que convinimos alterar un poco la secuencia temporal y referir que habíamos encontrado el cuerpo la noche anterior, en lugar de la mañana de aquel mismo día; de hecho, todo podía haber ocurrido perfectamente de esa manera.

Incluso así, había una pequeña demora que explicar: ¿por qué Jack, entonces, no telefoneó a la policía la noche anterior? Para solventarlo, Jack contaría que Theodora se hallaba bajo la influencia de una profunda crisis histérica; que él no podía pensar en otra cosa hasta que ella no se recuperase, y que por eso corrió a llevarla al médico, o sea a mí. Puesto que Theodora había sufrido un terrible shock, decidimos que tanto ella como él permanecerían en mi casa, y luego, antes de telefonear a la policía, Jack regresaría a la suya para ponerse algunas ropas; fue entonces, al acudir a su casa, cuando advirtió que el cuerpo había desaparecido. Suponíamos que Grivett le echaría una buena bronca, pero no había nada más que pudiera hacer. Sonriendo, le dije a Jack que se mostrase tan idiota y atolondrado como fuera capaz, pues Grivett ya se encargaría de achacar todo lo que le contase a su pertenencia a un oficio tan poco práctico como el literario.

Jack asintió y sonrió un poco ante esa idea, pero al punto su rostro se ensombreció de nuevo.

—Nos olvidamos de las huellas digitales, ¿verdad? Cuando hable con Grivett…

Me encogí de hombros y compuse una mueca:

—Debes hacerlo. Grivett te metería entre rejas si le mencionaras eso.

Nos dirigimos a la comisaría de policía, Jack salió y yo le dediqué una sonrisa. Luego agité una mano y seguí conduciendo.