Nueve

Pero estaba de mal humor cuando aparqué el coche en una calle lateral próxima a mi oficina, fuera del área de parquímetros. Preocupación, dudas y miedo se mezclaban en mi mente mientras caminaba la manzana y media que quedaba hasta mi trabajo. Además, el aspecto de Santa Mira me deprimía. Bajo el sol de la mañana, su aspecto era una confusión de desperdicios y descuido: había una papelera atestada de basura, aún sin vaciar desde el día anterior; la bombilla de una farola estaba rota, y unas puertas más allá del edificio donde estaba mi oficina había una tienda cerrada. Las ventanas estaban pintadas de blanco, y un tosco letrero de «Se alquila» se apoyaba contra el cristal. No especificaba a qué dirección dirigirse o a qué número llamar, y me embargó la sensación de que a nadie le importaba si la tienda volvería a ser o no alquilada. Los fragmentos de una botella de whisky se esparcían en el rellano de mi edificio, y la placa de acero con el nombre que había enclavada en la piedra gris aparecía manchada y sin lustrar. En toda la calle, como comprobé al detenerme para observar, no vi a nadie limpiando las ventanas de los establecimientos, tal y como sus propietarios solían hacer por las mañanas, y todo parecía extrañamente desierto. No era más que mi estado de ánimo, me dije; miraba al mundo con miedo y aprensión, y me reprendí; no debe uno dejarse llevar por los sentimientos cuando trabaja haciendo diagnósticos y tratando a pacientes.

Una mujer esperaba ya cuando llegué a mi oficina, en el piso de arriba; no tenía cita, pero como era un poco pronto, la atendí. Se trataba de la señora Seeley, aquella pacífica mujer de cuarenta años que una semana atrás se hallaba sentada en aquel mismo sillón asegurándome que su marido no era de veras su marido. Ahora sonreía, de hecho su sonrisa expresaba un gran alivio y placer, mientras me decía que su delirio había desaparecido. Me contó que había hablado con el doctor Kaufman la semana anterior, como le sugerí; no parecía que hablar con él le hubiera ayudado mucho, pero la tarde pasada, inexplicablemente, «volvió en sí».

—Estaba sentada en la salita, leyendo —explicó con entusiasmo, apretando las manos nerviosamente en el bolso—, cuando de pronto levanté la vista hacia Al, que se encontraba al otro lado de la habitación; estaba viendo un programa de boxeo en la televisión. —Sacudió la cabeza con un gesto de feliz desconcierto—. Y supe que era él. Realmente él, quiero decir: Al, mi marido. Doctor Bennell —me miró fijamente, con expresión meditativa, desde el otro lado de la mesa—, no sé qué pudo ocurrirme la semana pasada; de veras no lo sé, y me siento como una idiota. Claro que —se recostó en su silla— he oído de algunos casos como el mío. Una señora de mi club me habló de ello; dijo que había otros casos semejantes en la ciudad. Y el doctor Kaufman me explicó que el haber oído acerca de esos casos…

Cuando me contó, por fin, lo que el doctor Kaufman le había dicho, y lo que ella le contestó; cuando yo la hube escuchado, hube asentido a sus palabras y dedicado una sonrisa, la acompañé al recibidor —ella aún seguía hablando— en un tiempo bastante razonable. Habría permanecido allí toda la tarde, contándomelo todo, rebosante de alegría, de haberla dejado.

Mi enfermera entró cuando la señora Seeley aún estaba hablando, y me entregó la lista de citas del día. La miré, y —efectivamente— allí estaba el nombre de una de aquellas tres madres de colegialas que habían acudido a mi consulta, presas del frenesí, la semana anterior. Tenía cita a las tres y media, y a esa hora, cuando mi enfermera la invitó a entrar a mi despacho, la mujer sonreía, e incluso antes de tomar asiento comenzó a explicarme b que yo ya sabía que iba a escuchar. Las chicas estaban bien, y más encariñadas que nunca con su profesor de Lengua. El profesor había aceptado amablemente sus disculpas, y pareció mostrarse muy comprensivo con lo que les había sucedido; la mujer, por su parte, con cierta prudencia, les había hecho a las chicas la sugerencia de que explicaran a sus compañeras que todo había sido una broma, nada más que eso, una mentirijilla de colegialas. Eso hicieron, y las creyeron. Las amigas de las tres chicas, me aseguró la madre, admiraban sinceramente su capacidad para hacer bromas, así que la madre dejó de preocuparse por ellas. El doctor Kaufman le había referido la facilidad con que un delirio como aquel podía afectar a una persona, en especial a las adolescentes.

En el momento en que la radiante madre se marchó, levanté el auricular del teléfono, llamé a Wilma Lentz a su tienda, y, cuando contestó, le pregunté, como sin darle importancia, qué tal se había sentido durante los últimos días. Hubo una pausa antes de que contestara. Dijo:

—Había pensado dejarme caer por tu despacho y verte para hablar sobre… aquello. —Se rio, sin demasiada credibilidad, antes de proseguir—: Mannie me ayudó, en efecto, Miles, de la forma que me dijiste. El delirio, o lo que fuese aquello, ha desaparecido, y… Miles, me he sentido tan avergonzada. No sé bien qué sucedió, o cómo podría explicártelo, pero…

La interrumpí para decirle que entendía lo que había ocurrido, que no debía preocuparse ni sentirse mal, sino que debía olvidar, y que ya iría yo a verla.

Me quedé inmóvil al menos durante un minuto después de colgar, con la mano aún en el auricular, intentando pensar de manera fría y sensata. Cada cosa que Mannie había predicho se había cumplido. Y si estaba en lo cierto con respecto a lo que allí había ocurrido —la tentación de creer era muy fuerte—, yo, simplemente, podía olvidarme de todo hasta que el miedo que sentía en mi interior se desvaneciera. Y Becky podía volver a su casa esa noche.

Casi colérico, me pregunté lo siguiente: ¿iba a permitir que la simple ausencia de unas huellas digitales en el cuerpo que Jack había hallado en su sótano mantuviera vivos todos mis miedos, y dejara mis problemas sin resolver? Una imagen se dibujó en mi mente, y cobró vida, abrupta y nítida, durante un instante; en ella podía ver, de nuevo, aquellas manchas producidas por las huellas digitales, horribles e imposibles, pero innegablemente planas, tan planas como la mejilla de un bebé. Entonces la nitidez de aquella imagen mental se rompió y desvaneció, y me dije a mí mismo, totalmente irritado, que a buen seguro habría una docena de explicaciones posibles y perfectamente naturales para aquello, si de veras me tomaba la molestia de pensar en ellas.

Lo dije en voz alta: «Mannie tiene razón. Mannie lo ha explicado…». Mannie, Mannie, Mannie, de pronto murmuré para mis adentros. Parecía que últimamente su nombre era lo único que había oído o en lo que había pensado. La noche anterior nos había explicado la causa de aquel delirio, y esa misma mañana todos y cada uno de los pacientes con los que había hablado parecían mencionar su nombre extáticamente, presa de un profundo agradecimiento; lo había resuelto todo en un tiempo récord, y por sí solo. Durante unos segundos medité acerca del Mannie Kaufman que yo conocía, y creí recordar que aquel Mannie había sido siempre mucho más cauto, más minucioso a la hora de formular opiniones definitivas. Entonces la idea se erigió en mi cabeza en toda su extensión: aquel no era el Mannie que yo conocía; no era el verdadero Mannie, sino alguien que se parecía a él, que hablaba y actuaba como…

Sacudí la cabeza para espantar aquel pensamiento y sonreí, un tanto arrepentido. Aquello, por sí mismo, era la mejor prueba para certificar la razón que Mannie Kaufman tenía, con huellas digitales o sin ellas de por medio; la prueba de lo que nos había explicado: el increíble poder del extraño delirio que se había extendido por Santa Mira. Levanté la mano del auricular. La luz veraniega del atardecer caía sesgada por las ventanas de mi oficina, y de la calle me llegaban los suaves rumores de un mundo normal moviéndose en su rutina cotidiana. Y así, todo lo que había sucedido la noche anterior perdía su fuerza, al contrastarla con la monotonía de las cosas, la actividad y la brillante luz que me rodeaban. Llevándome mentalmente los dedos al ala de mi sombrero hacia Mannie Kaufman, doctor insigne, me dije a mí mismo —insistí en decirme— que Mannie era exactamente el mismo que siempre había sido, un tipo muy perspicaz y extremadamente inteligente. Él estaba en lo cierto, y nosotros nos habíamos comportado como estúpidos, arrastrados por la histeria, y no había una verdadera razón por la cual Becky Driscoll no debiera volver aquella misma noche a donde pertenecía, a su propia casa y a su propia cama.

Me puse en marcha hacia mi casa a las ocho de la tarde, tras la ronda habitual de llamadas telefónicas a mis pacientes, y vi que me habían esperado para cenar. Aún había luz. Theodora y Becky estaban en el porche, vestidas con delantales que habrían encontrado en alguna parte de la casa. Colocaban las cosas para la cena en la ancha barandilla del porche. Al verme, me saludaron con la mano, sonriendo, y, cuando cerré la puerta de mi coche, escuché el ruido de la máquina de escribir de Jack, procedente de una ventana abierta en el piso superior. La casa, de nuevo, parecía viva, habitada por gente que me gustaba, y me sentí espléndidamente.

Jack bajó, y tomamos la cena en el porche. Había sido un día prístino, uno de esos días veraniegos de cielos azules y despejados, bastante caluroso, también, pero ahora, pasado el calor, no se podía estar mejor. Corría una brisa ligera y templada, y podían oírse las hojas de los viejos y enormes árboles que flanqueaban la acera agitándose y susurrando plácidamente. Zumbaban las cigarras, y de alguna parte de la calle llegaba el lejano y ruidoso traqueteo de un cortacésped, uno de los sonidos más veraniegos que existen. En aquel acogedor y vetusto porche nos habíamos dividido entre el silloncito de mimbre, confortable y algo maltrecho, y el balancín; comíamos tostadas de tomate y beicon, bebíamos té helado, y, en realidad, hablábamos de poca cosa, incurriendo en frecuentes y fáciles silencios, pero yo supe que aquel era uno de esos maravillosos momentos aislados que uno recuerda toda su vida.

Becky, por lo visto, había ido a su casa para coger alguna ropa; llevaba un vestido de verano, muy elegante y moderno, del tipo que convierte a las chicas atractivas en mujeres verdaderamente hermosas, y le sonreí; estaba sentada junto a mí, en el balancín.

—¿Te importaría —le susurré educadamente— ir arriba conmigo y ser seducida?

—Me encantaría —murmuró, y dio un sorbo a su taza de té—, pero justamente ahora tengo demasiada hambre.

—Qué dulce —dijo Theodora—. Jack, ¿por qué no me decías cosas tan bonitas cuando me cortejabas?

—No me atrevía —contestó, y dio un mordisco a su tostada—, o de otro modo me habrías obligado a casarme contigo.

Al oír aquello sentí que me sonrojaba, pero estaba bastante oscuro, así que pensé que nadie habría reparado en ello. Podría haberles contado entonces lo ocurrido esa mañana en mi oficina; pero Becky quizá habría querido volver de inmediato a su casa, y me dije que, al menos, merecía la cita de esa noche. No había peligro alguno en ello, dado que iba a llevarla pronto a su casa.

En ese momento Theodora terminó su té helado, y se puso en pie:

—Estoy muerta de cansancio —exclamó—. Totalmente exhausta. Me voy a la cama. —Miró a Jack—. ¿Y tú, Jack? Creo que deberías hacerlo también —añadió con firmeza.

La miró, y luego asintió.

—Sí —concedió—, creo que debo hacerlo. —Bebió el último trago de su taza, arrojó el hielo al césped y se incorporó del pasamanos—. Nos veremos por la mañana —nos dijo a Becky y a mí—. Buenas noches.

No hice nada para retenerlos. Becky y yo les dimos las buenas noches, y miramos a los Belicec adentrarse en la casa; les escuchamos caminar hacia las escaleras, hablando en voz baja. No tenía claro si Theodora estaba cansada de veras o si estaba haciendo un poco de casamentera. Me daba la impresión de que había apremiado a Jack a irse con toda la intención, pero, fuera como fuese, no me importaba, y lo que quería contarles podía esperar a la mañana. Lo cierto es que ya me encontraba un poco cansado de ser un ciudadano ejemplar; no me sentía como un monje en lo más mínimo, y —me lo decía a mí mismo— me había ganado un poco de soledad junto a Becky; en un rato le contaría lo que había sucedido aquel día en mi oficina.

Oímos que los pasos llegaban al piso superior. Entonces me volví hacia ella.

—¿Te importa moverte, y sentarte a mi izquierda en lugar de a mi derecha?

—No —se levantó, sonriendo confundida—. Pero ¿por qué? —se sentó de nuevo en el balancín, a mi izquierda.

Me incliné sobre ella un momento para dejar mi vaso en el pasamanos del porche.

—Porque —le sonreí— soy zurdo besando, ¿comprendes?

—No, no te comprendo. —Me devolvió la sonrisa.

—Bien, una chica a mi derecha —hice la demostración, pasando mi brazo alrededor de una cintura imaginaria a mi derecha— me resulta bastante incómoda. Es simplemente que, por alguna razón, no me encuentro a gusto; es como tratar de escribir con la mano equivocada. Y no sé besar, salvo por mi izquierda.

Levanté un brazo para apoyarlo sobre el respaldo del balancín, tocándole los hombros, y Becky sonrió un poco, y se volvió hacia mí. Entonces la sostuve contra mí, inclinándome un poco hacia ella, cambiando levemente mi postura, rodeándola con los brazos hasta que ambos nos sentimos cómodos. Cuánto había deseado aquel beso. Al punto, mi corazón martilleaba contra mi pecho, y podía sentir el latido de la sangre en mis sienes. Besé entonces a Becky, lenta y muy delicadamente, tomándome todo el tiempo del mundo; luego con más pasión, estrechando mis brazos a su alrededor, inclinándole el cuerpo, y de pronto aquello fue mucho más que agradable, fue como una silenciosa explosión en el interior de mi mente, y en cada nervio y cada vena de mi cuerpo. Sentí sus labios, mullidos y fuertes, sentí mis manos apretando su espalda y sus costados, y el intenso estremecimiento de tener su cuerpo contra el mío. Levanté la cabeza, no podía respirar. Luego la besé de nuevo, y de pronto, de forma instantánea, no me importó nada de lo que ocurría. Nunca en mi vida había experimentado algo como aquello: mi mano descendió por su cuerpo, la estreché con fuerza y supe que iba a subirla a mi habitación, si me dejaba, que me casaría con ella mañana mismo, que me casaría con ella en ese preciso momento, que me casaría con ella cien veces más, no me importaba.

—¡Miles…! —oí la voz, el áspero susurro de una voz de hombre procedente de no sabía dónde; daba la impresión de que ya no podía ni pensar—. ¡Miles! —la voz sonó más alto, y yo miraba estúpidamente por todo el porche—. ¡Aquí, Miles, aprisa! —era Jack, de pie tras la puerta mosquitera, y por fin lo vi, haciéndome señas.

Estaba ahí por Theodora. Lo sabía, sabía que algo le había sucedido, y me incorporé a toda velocidad, crucé el porche y seguí a Jack por la salita hasta las escaleras. Pero Jack las pasó de largo, abrió la puerta del sótano y, tras verle encender la linterna que tenía en la mano, le seguí escaleras abajo.

Atravesamos el sótano, y oímos cómo nuestras suelas rechinaban en la arenisca del suelo. Jack giró el pestillo de madera de la puerta de la carbonera. La carbonera estaba en una esquina del sótano, separada del resto de la habitación mediante unos tablones que llegaban hasta el techo. Hasta entonces la había mantenido vacía y sin usar, barrida y fregada, desde que instalé la calefacción de gas. Jack abrió la puerta, y el haz de la linterna reptó por el suelo hasta que por fin se detuvo, proyectando un óvalo de luz en el suelo de la carbonera.

No podía creer lo que estaba viendo allí, tendido sobre el cemento. Por más que miraba, debía hacer un enorme esfuerzo para traducir en palabras lo que tenía ante mí, y comprender así qué era aquello. En el suelo, decidí por fin, yacían lo que parecían ser cuatro vainas gigantes. Habían debido de tener una forma redondeada, quizá unos noventa centímetros de diámetro, pero ahora estaban rajadas por algunos sitios, y de su interior una sustancia grisácea, semejante a una espesa pelusa, se había derramado parcialmente por el suelo.

Esto es una parte de lo que vi: mi mente se hallaba enfangada en ordenar todas mis impresiones. De alguna manera —tras un primer vistazo— aquellas vainas me recordaban a las plantas rodadoras, esos rollos de seca y enmarañada materia vegetal, ligeros como el aire, diseñados por la naturaleza para rodar con el viento, por el desierto. Pero las vainas se hallaban sólidamente cenadas: sus superficies estaban compuestas de una red de fibras amarillentas, muy toscas a la vista, y vi que desplegándose entre ellas, para cerrar por completo el exterior de las vainas, había enormes retazos de una membrana marrón, de apariencia reseca, parecida a las hojas secas de roble tanto en color como en textura.

—Vainas —dijo Jack suavemente, con voz alucinada—. Miles… las vainas del recorte de prensa. —Le miré—: El recorte que me mostraste esta tarde —añadió con impaciencia—, aquel que hablaba de un profesor de instituto. Mencionaba unas vainas, Miles, unas vainas gigantes, halladas en una granja al oeste de la ciudad la primavera pasada. —Siguió mirándome durante un rato más, hasta que asentí. Entonces Jack abrió del todo la puerta de la carbonera, y, en el escrutador óvalo de su linterna, vimos algo más, y entramos allí para acuclillarnos junto a aquellas vainas, a fin de echar un vistazo más detallado. Cada una de ellas se había abierto por cuatro o cinco sitios, y una parte de la sustancia gris que las rellenaba se hallaba desparramada por el suelo. Pero ahora, con la luz de la linterna de Jack más próxima, vimos algo realmente curioso. En sus bordes exteriores, lejos de las vainas, aquella pelusa gris se estaba volviendo blanca, casi como si el contacto con el aire la privase del color. Y (no había duda de ello: lo vimos) aquella enmarañada y esponjosa sustancia se estaba condensando, y adquiriendo una forma.

Una vez vi una muñeca fabricada por una primitiva tribu de Sudamérica. Estaba hecha de juncos flexibles, groseramente trenzados y atados por determinados sitios para formar una cabeza y un cuerpo; los brazos y las piernas sobresalían del tronco con rigidez. Aquellas masas enmarañadas que había a nuestros pies, semejantes a crines grises, brotaban lentamente de las vainas membranosas, adoptando un color más claro en sus bordes externos, y —tosca pero decididamente— habían comenzado a cobrar una forma, pues ya las fibras se enderezaban y alineaban en grosera aproximación a lo que, en cada una, habría de ser una cabeza, un cuerpo y unos brazos y piernas en miniatura. Eran tan rudimentarios como los de la muñeca que vi, e igual de inequívocos.

Es difícil decir cuánto tiempo estuvimos acuclillados allí, mirando con perplejo asombro todo aquello. Pero fue lo suficiente como para ver que la sustancia gris continuaba rezumando de las enormes vainas, lenta como la lava, hasta el suelo de cemento; lo suficiente como para ver aquella sustancia gris cambiar de color y tornarse blanca al tocar el aire; lo suficiente, en fin, como para ver que esa tosca masa con forma de cabeza, y esa otra con forma de extremidades, iban creciendo, según brotaba de la vaina aquella sustancia gris… hasta perder tosquedad.

Mirábamos aquello, petrificados, con la boca abierta, y de vez en cuando las superficies marrones y membranosas de aquellas enormes vainas crujían audiblemente (recordaba al ruido de una hoja seca partiéndose en dos) y se arrugaban, haciéndose añicos lentamente, a un ritmo regular, un poco más cada vez, a medida que aquella sustancia con que estaban rellenas iba manando de ellas, como una niebla pesada e infinitamente lenta. Y, al igual que una nube inmóvil en el cielo, en un día sin viento, cambia de forma imperceptiblemente al observarla, aquellas cosas que yacían en el suelo, con su aspecto de muñecas, se transformaron en… algo que dejó de asemejarlas a muñecas. Habían adquirido el tamaño de un niño; y las vainas que habían contenido aquella sustancia fueron desmenuzándose en endebles fragmentos. Proseguía, sí, el casi imperceptible entretejerse y alinearse de la fibra, al tiempo que esta se iba volviendo cada vez más blanca; y de pronto en las cabezas empezaron a surgir unas marcas semejantes a las de unas cuencas oculares; en cada una de ellas, también, comenzó a despuntar el puente de una nariz y la raya de una boca, y en el extremo de los brazos, doblados por los codos, brotaban, con la forma de una estrella, unas manos diminutas de dedos rígidos.

La cabeza de Jack y la mía se volvieron al mismo tiempo, y nos miramos a los ojos, sabiendo qué veríamos al cabo de un rato.

—¡Los cuerpos intactos! —susurró, con voz reseca—. ¡De ahí es de donde vienen! ¡De donde crecen!

No podíamos seguir mirando aquello. Nos pusimos rápidamente en pie, con las piernas anquilosadas de haber pasado tanto tiempo en cuclillas, y salimos tambaleándonos al sótano, dirigiendo la vista a todas partes, frenéticamente, en busca de normalidad. Nos detuvimos junto a un montón de periódicos viejos, y observamos en silencio, a la luz de la linterna de Jack, la primera plana de un San Francisco Chronicle atrasado, y tanto sus titulares como sus pies de foto, tanto los asesinatos como la violencia y la corrupción de una ciudad, nos parecían inteligibles, y normales, y gratos de ver. Después encendimos unos cigarrillos, y deambulamos por el sótano, fumando, sin decir palabra, caminando de un lado a otro, esperando, mientras dejábamos que nuestra mente se extraviase en tantos pensamientos desconcertados y confusos como fuera capaz de hilvanar. Luego, por fin, volvimos junto a la puerta abierta de la carbonera.

Prácticamente, el increíble proceso del interior había concluido. Las enormes vainas se dispersaban ahora por el suelo, reducidas a añicos diminutos y a un polvo apenas perceptible. Y, en el mismo lugar en que estuvieron, había cuatro figuras tumbadas, grandes como adultos. Aquel grueso pellejo de fibra riscosa que los componía aparecía por fin unido en todos sus bordes, con las superficies en perfecto estado, todavía áspero como la corteza de un árbol, pero, poco a poco, se iba tornando más suave, al tiempo que adquiría un color enteramente blanco. Cuatro cuerpos intactos, de caras insulsas, lisas y sin arrugas, aguardaban allí, casi preparados para recibir las impresiones finales. Y cada uno de ellos era para cada uno de nosotros; lo sabíamos: uno para mí, uno para Jack, los otros para Theodora y Becky.

—Su peso —murmuró Jack, pugnando por mantener la cordura mediante las palabras—. Absorben agua del aire. El cuerpo humano es agua en un ochenta por ciento. Absorben el agua. Así es como funciona.

Acuclillado junto al más cercano, levanté una de sus manos para mirar, mudo de espanto, aquellas yemas lisas y redondeadas, carentes de huellas digitales, y dos pensamientos me ocuparon la mente de manera simultánea: «Vienen por nosotros», me dije, alzando mi cabeza para mirar a Jack, y, al mismo tiempo, pensé: «Ahora, Becky debe permanecer aquí».