Wilma esperaba en el balancín junto a Becky, formulando una sonrisa cordial en tanto yo llegaba a la escalera. Luego, con voz tranquila, dijo:
—Me alegra que hayas venido, Miles.
—Hola, Wilma; me alegro de verte —me senté frente a ellas en el ancho pasamanos del porche, y recosté la espalda en la columna blanca.
Wilma me observaba con una mirada interrogativa. Echó un vistazo a su tío, que volvía a entretenerse trabajando en el jardín.
—¿Y bien? —preguntó.
Yo también miré a Ira, luego volví la vista a Wilma. Asentí:
—Es él, Wilma. Es tu tío, no hay duda.
Wilma también asintió, como si hubiese estado aguardando precisamente aquella respuesta:
—No lo es —murmuró. Pero lo dijo sin alzar la voz: no como si tratase de discutir, sino más bien constatando un hecho.
—Bien —dije, apoyando mi cabeza contra la columna—, vayamos por partes. Después de todo, es difícil que puedan engañarte; has vivido con Ira durante años. ¿Cómo sabes que no es tu tío, Wilma? ¿En qué se diferencia?
Por un momento su voz se elevó, como llevada por el pánico:
—¡Simplemente es así! —Pero enseguida volvió a calmarse, y se inclinó hacia mí—. Miles, no hay ninguna diferencia que pueda verse. Esperaba que tú encontrases alguna, cuando supe por Becky que estabas aquí. Que vieras algo distinto en él. Pero no has visto nada, claro, porque no hay ninguna diferencia que puedas ver. Obsérvalo.
Miramos de nuevo al jardín; con el interior del pie, el tío Ira pateaba perezosamente algún rastrojo o guijarro o cualquier otra cosa incrustada en la hierba.
—Cada movimiento, cada cosa que hace, es idéntico en todo a como mi tío lo haría. —Tenía el rostro sonrosado, redondo como un círculo, pero ahora, mientras me clavaba una mirada de ojos intensos, pude ver cómo la angustia lo llenaba de arrugas—: He esperado hasta hoy —susurró—. He esperado hasta que se cortase el pelo, y al fin lo ha hecho. —De nuevo se inclinó hacia mí, mirándome con sus ojos enormes, bajando la voz hasta un susurro sibilante—. En la nuca de Ira hay una pequeña cicatriz; hace tiempo tuvo un forúnculo, y tu padre se lo extirpó. No se puede ver la cicatriz —bajó aún más la voz— cuando tiene el pelo un poco largo. Pero sí puede verse cuando se rasura la nuca. Pues bien, hoy… ¡cuánto he esperado esto! Hoy se ha cortado el pelo…
Salté hacia adelante, emocionado de pronto:
—¿Y la cicatriz ya no está? Quieres decir…
—¡No! —exclamó, casi indignada, con los ojos centelleantes—. ¡Está ahí! ¡La cicatriz está ahí! ¡Exactamente igual a la del tío Ira!
Durante unos segundos no pude decir nada. Observé las puntas de mis zapatos, sin atreverme a mirar a Becky, sin poder mirar tampoco a la pobre Wilma. Al cabo, levanté los ojos directamente a su rostro, y repliqué:
—Entonces, Wilma, él es el tío Ira. ¿No te das cuenta? No importa lo que sientas, es él…
Pero Wilma sacudió la cabeza, y se recostó en el balancín:
—No lo es.
Aquello me dejó aturdido, y me sentí próximo a perder la calma; no se me ocurría qué más podía decir.
—¿Dónde está tu tía Aleda?
—No te preocupes; está arriba. Sólo asegúrate de que él no nos oye. Me mordía el labio, intentando pensar:
—¿Qué hay de sus costumbres, Wilma? —pregunté—. ¿Sus manías?
—Idénticas a las del tío Ira. En todo.
Por supuesto no debí dejar que ocurriese, pero por un segundo perdí la paciencia:
—Perfecto, entonces, ¿dónde está la diferencia? Si no la hay, ¿cómo puedes decir…? —Me calmé, tratando de hallar el modo de ser constructivo—. Wilma, ¿qué me dices de sus recuerdos? Tiene que haber cosas, por pequeñas que sean, que sólo tú y el tío Ira sabríais.
Golpeando el pie contra el suelo, Wilma comenzó a mecer el balancín grácilmente, sin dejar de mirar al tío Ira, que entre tanto examinaba las ramas de un árbol como preguntándose si necesitaba una poda.
—También lo he comprobado —dijo suavemente—. Le he hablado de cosas de cuando era niña. —Suspiró, intentando hacerme comprender, aun sabiendo que era inútil—. Una vez, hace años, fui con él a una ferretería. Había allí una puerta en miniatura, enclavada en un pequeño marco, junto al mostrador; debía de ser un anuncio para algún tipo de cerradura. Tenía pequeñas bisagras, un pequeño pomo, incluso un diminuto llamador de latón. Pues bien, aquella puerta se me antojó, y menudo alboroto que armé cuando vi que no podía quedármela. Él lo recuerda. Todo. Lo que yo dije, lo que el dependiente dijo, lo que dijo él. Incluso el nombre de la tienda, y eso que desapareció hace años. Hasta recuerda cosas que yo tenía por completo olvidadas, como una nube que vimos un sábado al atardecer, cuando vino a recogerme al cine. Tenía forma de conejo. Oh, él recuerda las cosas, en efecto… Se acuerda de todo. Igual que lo recordaría el tío Ira.
Soy médico de cabecera, no psiquiatra: aquel no era el terreno en el que yo me desenvolvía, y lo sabía. Así que durante unos instantes no hice otra cosa que mirarme los dedos entrelazados y el dorso de las manos, mientras escuchaba las cadenas del balancín gemir suavemente sobre mi cabeza.
Me dispuse a hacer un intento más, hablando con calma y tan persuasivamente como pudiera, recordándome que no debía dirigirme a Wilma con condescendencia, pues, fuera lo que fuese lo que le sucedía, su mente estaba lejos de ser mediocre.
—Mira, Wilma, estoy de tu lado; mi trabajo es ayudar a gente con problemas. Aquí hay un problema que debemos arreglar, lo sabes tan bien como yo, y voy a encontrar el modo de ayudarte. Así que escucha. No espero ni te pido que de pronto estés de acuerdo con que todo ha sido un error, que ese es de veras el tío Ira y que no sabes qué te ha podido pasar. Quiero decir que mi intención no es que dejes de sentir en tu interior que él no es tu tío, sino que comprendas que sí lo es, al margen de lo que sientas, y que el problema está en ti. Es imposible que dos personas sean absolutamente idénticas la una a la otra, no importa lo que hayas leído en los libros o lo que hayas visto en las películas. Incluso dos gemelos pueden ser distinguidos, sin asomo de duda, por sus allegados. Nadie podría ser capaz de hacerse pasar por tu tío Ira sin que tú, Becky o incluso yo hallásemos un millón de sutiles diferencias. Date cuenta, Wilma, piensa en ello y métetelo bien en la cabeza, y comprenderás que el problema está en ti. Y entonces estaremos capacitados para arreglarlo.
Me recliné contra la columna del porche, una vez soltado el discurso, y esperé una respuesta.
Todavía meciéndose en el balancín, golpeando rítmicamente el suelo con un pie, Wilma meditaba acerca de lo que acababa de decirle. Luego, mirando el porche con ojos ausentes, frunció la boca, y lentamente negó con la cabeza.
—Escucha, Wilma. —Escupí las palabras, inclinándome hacia adelante, sosteniendo su mirada—. ¡Tu tía Aleda lo sabría! ¿No te das cuenta? ¡De todas las personas, tu tía sería la única a la que nadie podría engañar! ¿Qué dice ella? ¿Has hablado con ella, le has hablado de esto?
Wilma se conformó con negar otra vez con la cabeza, y tendió una mirada perdida más allá del porche, en el vacío.
—¿Por qué no?
Se volvió, muy despacio, hacia mí; por un segundo sus ojos se clavaron en los míos, hasta que, de repente, las lagrimas corrieron por su rostro obeso y crispado.
—Porque… Miles… ¡ella tampoco es mi tía Aleda! —Me miraba con la boca abierta, en una mueca de horror absoluto; y si es posible gritar en un susurro, eso fue lo que hizo—: Oh, Dios mío, Miles, ¿me estoy volviendo loca? Dímelo, Miles, dímelo; no trates de ocultármelo, ¡tengo que saberlo!
Becky le sostuvo una mano y la estrechó entre las suyas, con el rostro contraído en un gesto de desesperada compasión.
Esbocé para Wilma una sonrisa confiada, como si estuviera convencido de lo que iba a decirle.
—No —repliqué con firmeza—. No te estás volviendo loca. —Ensanché la sonrisa y me hice hacia adelante para poner una mano sobre las suyas, asido a la cadena del balancín—. Incluso en estos días, Wilma, no es tan fácil volverse loco como puedas creer.
—Siempre he oído —dijo Becky, tratando de imponer sosiego a su voz— que si piensas que te estás volviendo loco es que en realidad no es así.
—Hay una gran verdad en ello —respondí, aunque ciertamente no la hay—. Pero, Wilma, ni mucho menos tienes que estar volviéndote loca para requerir la ayuda de un psiquiatra. ¿Qué más da? Hoy en día eso no significa nada, y la psiquiatría ha ayudado a mucha gen…
—No lo entiendes —me interrumpió, con una voz apagada y retraída, y volvió a mirar al tío Ira. Luego, apretando la mano de Becky en señal de agradecimiento, apartó su propia mano para dirigirse a mí, ya sin crispación, y su voz sonó tranquila y firme—. Miles, ese… Ira se parece, habla, actúa y recuerda en todo a mi tío. Por fuera. Pero por dentro es diferente. Sus respuestas —se detuvo, buscando la palabra— no son emocionalmente correctas, por decirlo así. Recuerda el pasado con todo detalle, y si es preciso sonreirá y dirá: «Fuiste una adolescente muy lista, Willy. Incluso brillante», tal y como lo diría Ira. Pero hay algo que falta, y eso mismo ha ocurrido hace poco con la tía Aleda —Wilma se detuvo, extraviando de nuevo la mirada en el vacío, con una expresión reconcentrada y absorta en el rostro; luego prosiguió—: El tío Ira fue como un padre para mí. Me crio desde que era una niña, y cuando hablaba de mi infancia, Miles, siempre había un brillo especial en su mirada que testimoniaba la cualidad maravillosa que aquellos días tuvieron para él. Miles, esa mirada, ese brillo de nostalgia que había en sus ojos, se ha esfumado. Este… este tío Ira, o quienquiera que sea… sea lo que sea, me hace tener la sensación, el absoluto convencimiento, Miles, de que habla de memoria. Como si las experiencias que estaban en la mente del tío Ira estuvieran ahora en la suya hasta en los más ínfimos detalles, preparados para ser recobrados. Pero no las emociones. No hay ninguna emoción, sólo el fingimiento de que la hay. Las palabras, los gestos, el tono de la voz, todo… pero no el sentimiento. —Su voz sonó de pronto firme y autoritaria—. Miles, recuerde las cosas o no, se parezca a él o no, posible o imposible, ese no es mi tío Ira.
No había más que decir, y Wilma lo sabía tan bien como yo. Se incorporó, sonriendo, y dijo:
—Mejor que nos levantemos ya, o si no —movió la cabeza hacia el jardín— empezará a sospechar.
—¿Sospechar qué? —pregunté, todavía confundido.
—Sospechar —respondió Wilma pacientemente— que yo pueda saber algo. —Me tendió la mano, y yo la tomé en las mías—. Me has ayudado, Miles, lo sepas o no, y no quiero que te preocupes demasiado por mí —se volvió a Becky—. Ni tú tampoco. —Sonrió—. Soy una cabezota, ambos lo sabéis. Y estaré bien. Y si quieres que vaya a ver a tu psiquiatra, Miles, lo haré.
Asentí, dije que le concertaría una cita con el doctor Manfred Kaufman, de Valley Springs, el mejor psiquiatra que conocía, y que la llamaría a la mañana siguiente. Mascullé alguna tontería sobre relajarse, tomar las cosas con calma, no preocuparse, todo eso, y Wilma sonrió amablemente, apoyando una mano en mi brazo de esa manera en que lo hace una mujer para perdonar al hombre que le ha fallado. Agradeció a Becky que hubiera ido a verla, dijo que quería acostarse temprano, y yo propuse a Becky acercarla a su casa.
Cuando nos dirigíamos al coche, pasamos junto al tío Ira y saludé:
—Buenas noches, señor Lentz.
—Buenas noches, Miles; vuelve cuando quieras. —Sonrió a Becky, pero aún habiéndome a mí, comentó—: Qué bien que Becky haya vuelto con nosotros, ¿verdad? —Y guiñó un ojo.
—Así es. —Respondí a su sonrisa y Becky murmuró un «buenas noches».
Ya en el coche, le pregunté a Becky si quería que hiciésemos algo, ir a cenar a alguna parte, lo que fuera; pero no me sorprendió que dijese que quería irse a casa.
Vivía a sólo tres calles más allá, en dirección a la mía, en una casa de madera, blanca y grande, un poco anticuada, en la que nació su padre. Cuando nos detuvimos junto al bordillo, Becky preguntó:
—Miles, ¿qué opinas? ¿Se pondrá bien?
Vacilé, y me encogí de hombros.
—No lo sé. Soy médico, o eso dice mi diploma, pero de veras que ignoro cuál es el problema de Wilma. Podría soltar alguna jerigonza psiquiátrica, pero lo cierto es que lo que le afecta está lejos de mis conocimientos, y más cerca de los de Mannie Kaufman.
—¿Crees que él podrá ayudarla?
A veces hay un límite en cuanto a lo sincero que uno debe ser. Contesté:
—Sí. Si hay alguien que puede ayudarla, ese es Mannie. Sin duda, creo que puede hacerlo —pero en realidad no lo sabía.
Ante la puerta de Becky, sin haberlo planeado o pensado de antemano, pregunté:
—¿Mañana por la noche?
Y Becky asintió ausente, todavía pensando en Wilma:
—Sí —respondió—, ¿qué tal sobre las ocho?
—Bien —dije—. Me pasaré a buscarte.
Cualquiera que nos hubiera visto habría podido afirmar que estábamos juntos desde hacía meses. Pero no: simplemente retomábamos lo que habíamos dejado años atrás; y volviendo a mi coche, pensé que me sentía más relajado y en paz con el mundo de lo que había estado en mucho, mucho tiempo.
Quizá suene cruel; quizá pueda pensarse que debía estar preocupado por Wilma, y en cierto modo lo estaba, en alguna parte de mi mente. Pero un médico acaba por aprender a no involucrarse con sus pacientes si la preocupación no va a servir de ayuda, y así debe ser; entre tanto, los pacientes y sus problemas deben quedar encerrados en algún tranquilo compartimento de la mente. No es algo que enseñen en la facultad de Medicina, pero es tan importante como tu estetoscopio. Incluso tienes que ser capaz de perder un paciente, y volver a tu gabinete y tratar un caso de carbonilla en un ojo con absoluta atención. O especializarte.
Cené en Elman's, sentado ante el velador, y advertí que el restaurante no estaba muy lleno. Me pregunté por qué. Luego regresé a casa, me puse el pantalón del pijama y me tendí en la cama para leer una novela barata de misterio, esperando que el teléfono no sonase.