Doce

No sé cuánta gente vivirá aún, en nuestros días, en los pueblos en que han nacido. Pero yo vivía en el mio, y no puedo expresar con palabras lo triste que es ver cómo ese lugar muere; es mucho peor que la muerte de un amigo, porque, al menos, uno siempre tendrá otros amigos a los que recurrir. En el espacio de las casi dos horas que siguieron, hicimos muchas cosas, y muchas cosas sucedieron; y con cada minuto que pasaba, mi sensación de pérdida se hacia cada vez más profunda, y el estado de shock en el que me hallaba crecía ante lo que veíamos. Supe que algo muy querido se había perdido sin remedio. Caminando por una de las calles de la periferia, me embargo el primer sentimiento real del terrible cambio que se había operado en Santa Mira, y eso me hizo recordar algo que un amigo me conté sobre la guerra, sobre la lucha en Italia. Él y su regimiento entraban en pueblos supuestamente libres de alemanes, habitados por una población supuestamente amiga. Pero, por si acaso, entraban en ellos con los fusiles listos, mirando alrededor, arriba y abajo, a cada paso que daban con la mayor de las cautelas. Y veían cada ventana, puerta, callejón y semblante como algo que debían temer. De vuelta en el pueblo que me vio nacer —y había repartido periódicos en esa misma calle—, supe cómo se había sentido mi amigo al entrar en aquellas aldeas italianas; me aterraba lo que pudiera ver y encontrar aquí.

—Me gustaría acercarme a nuestra casa —dijo Jack—, solo unos minutos, Miles; Teddy y yo necesitamos ropa.

No quería ir con ellos; estaba cansado de tantos pensamientos y sentimientos que se agitaban en mi interior. Debía ver la ciudad, mirarla con todo detenimiento, con la esperanza de que me fuera dado entender que aún era como siempre había sido. No tenía que preocuparme de respetar horario de oficina alguno (además, era sábado), así que respondí:

—Entonces déjanos aquí, Jack, y seguiremos a pie. Lo prefiero, si es que a Becky no le importa; ya nos encontraremos en tu casa.

Jack nos dejó en la calle Etta, al sur de la calle Mayor; habría unos diez minutos a pie hasta mi casa. Etta es una calle tranquila y residencial, como la mayoría de las que hay en Santa Mira; tan pronto como dejamos de oír el coche de Jack, Becky y yo caminamos hacia la calle Mayor sin ver a nadie en parte alguna, y apenas oíamos algo más que nuestros propios zapatos en la acera: habría tenido que antojársenos un paseo pacifico.

—Miles, ¿qué te ocurre? —pregunté Becky con irritación, y la miré. Sonrió un poco, pero aún había un temblor de molestia en su voz—. ¿No sabes que estoy a un paso de enamorarme terriblemente de ti? ¿No te das cuenta de ello? —no esperé a una respuesta; solo me miró como si yo fuese idiota, y añadió—: Y tú te enamorarás de mí, sólo con que te relajes y te dejes llevar —puso una mano en mi brazo—. Miles, ¿cuál es el problema?

—Bueno —contesté—, no quería decirte esto, pero hay una maldición en mi familia; los Bennell estamos condenados a la soledad. Fui el primero, después de muchas generaciones, que probé a casarse, y ya sabes lo que ocurrió. Si lo intentase de nuevo, me convertiría en un búho, al igual que aquella que quisiera intentarlo conmigo. No es que me preocupe por mi, pero no querría que tú te convirtieses en un búho.

No respondió durante varios pasos. Luego dijo:

—¿Por quién tienes miedo, por ti o por mi?

—Por ambos —me encogí de hombros—. No quiero que a ninguno de los dos nos tuteen en el tribunal de divorcios de nuestro vecindario.

—¿Y piensas —sonrió— que eso es lo que nos ocurrirá?

—Hasta ahora mi historial es perfecto. Debo de ser el tipo de persona que convierte eso en un hábito, ¿cómo puedo saberlo?

—No lo sé. No sé cómo puedes saberlo; tu lógica es impecable, Miles. Mejor me voy a casa.

—Antes te ataré —repliqué—. No vas a ir a ningún sitio. Pero, de ahora en adelante, ni siquiera nos estrecharemos las manos —le dediqué una sonrisa maliciosa—; con lo maravilloso que fue dormir contigo…

—Vete al infierno —dijo, y sonrió.

Seguimos andando durante media docena de manzanas, sin hablar de nada importante, en tanto dirigía la mirada a mi alrededor, por toda la calle Etta. Cada día había conducido mi coche por las calles de Santa Mira; había pasado por esta misma manzana una semana atrás. Y cada cosa que ahora veía había estado aquí antes para que pudiera verla, aunque uno realmente no ve lo que le es familiar hasta que su presencia, por algún motivo, no se le impone. En verdad uno no mira, no repara en nada, hasta que no hay una razón para ello. Ahora había una razón, y yo miraba a mi alrededor, y veía —veía de veras— la calle y las casas que la flanqueaban, tratando de absorber cada una de las impresiones que pudieran producir en mi ánimo.

No me es posible decir de que manera en concreto me resultaba diferente lo que veía; pero así era, de una forma que hace inútiles las palabras. Si yo fuera un artista que se detuviese a pintar lo que la calle Etta, al caminar por ella junto a Becky, le sugería, creo que distorsionaría las ventanas de las casas por las que pasamos. Las mostraría con las persianas medio cerradas y el borde inferior de cada una curvado hacia abajo, de forma que se asemejasen a unos ojos en actitud vigilante, unos ojos de párpados pesados, callada y terriblemente conscientes de nuestra presencia en aquella calle silenciosa. Representaría las barandillas de cada porche y de cada escalera abrazando las casas como armas defensivas, como si la casa se protegiese hoscamente contra nuestra curiosidad. Pintaría las propias casas como apiñadas y hundidas, ajenas y ensimismadas, resentidas, diabólicas, llenas de una gélida malicia contra las dos figuras que caminaban por la calle, entre ellas. Y de alguna forma haría figurar a los árboles y al césped, a la calle y al cielo que había sobre nosotros, con un color oscuro —aunque en realidad era un claro y soleado—, para dotar así al cuadro de una cualidad perturbadora, acallada e inquietante. Y creo que daría a cada color un matiz desentonado.

No sé si aquello expresaba lo que sentía, pero… algo iba mal, y lo sabía. Y entonces me percaté de que Becky pensaba lo mismo.

—Miles —dijo, en un tono cauto y susurrante—, ¿son imaginaciones mías o esta calle parece estar muerta?

Negué con la cabeza.

—No. En siete manzanas no hemos pasado junto a casa alguna a la que, cuando menos, se le estuviera repintando la fachada; ni un tejado, un porche o el cristal roto de una ventana que estuviera siendo reparado; ni un árbol, un arbusto o una brizna de hierba que estuviera siendo plantado o recortado. No ocurre nada, Becky, nadie esta haciendo nada en absoluto. Y ha sido así durante días, quizá incluso semanas.

Era verdad; seguimos adelante durante tres manzanas más, camino de la calle Mayor, y no vimos ni una señal de que aquello cambiase. Era como estar paseando por unos decorados, terminados hasta el último clavo y el último repaso con la escoba. No; nadie puede caminar diez manzanas seguidas de una calle común y corriente, habitada por personas de carne y hueso, sin ver alguna evidencia de que alguien —por ejemplo— esta construyendo un garaje, de que se esta poniendo una nueva acera de cemento o levantando un patio, de que alguien, en fin, se esta tomando la molestia de instalar el marco de una ventana; algo, cualquier signo de esa inagotable urgencia por el cambio y la mejora que caracteriza a la raza humana.

Doblamos la esquina hacia la calle Mayor, y aunque en ella había gente por las aceras y coches aparcados junto a los parquímetros, había algo que la hacia parecer sorprendentemente vacía e inactiva. Excepto por el porrazo aislado de algún coche o el sonido de una voz, la calle estuvo poco menos que en completa silencio casi durante media manzana, de la forma en que lo esta durante la madrugada, con todo el pueblo dormido.

Mucho de lo que vimos entonces ya lo había visto cuando conducía el coche por la calle Mayor, dirigiéndome a alguna visita médica; pero nunca me había fijado —nunca había mirado de veras— en esa calle que había visto durante toda mi vida. Hasta ahora; y de pronto recordé la tienda vacía que divisé cerca de mi oficina. Porque también aquí, en sólo unas pocas manzanas desde el comienzo de la calle —nuestros pasos resonaban, claramente audibles, al caminar—, habíamos pasado por delante de otras tres tiendas vacías. Las ventanas habían sido pintadas de blanco, y a través de ellas, vagamente, podíamos entrever su interior, atestado de basuras, sin limpiar, con el aspecto de haber estado vacío desde algún tiempo atrás. Pasamos bajo un letrero de neón que decía: Pastime Bar y Parrilla, pero las letras «st» de Pastime habían desaparecido. Las ventanas estaban manchadas de pequeñas motas, y el papel que decoraba las paredes y los carteles de bebidas se hallaban muy desvaídos por la luz del sol. Nadie había tocado aquellas ventanas en varios días. Solo había un cliente, sentado ante el velador, inmóvil —las puertas estaban abiertas, y miramos el interior al pasar—, y ni la radio ni la televisión estaban encendidas; el silencio envolvía aquel lugar.

El Comidas Maxie estaba cerrado, y para siempre, por lo visto, pues los taburetes de la barra habían sido desatornillados del suelo y tumbados sobre un lado. Justo enfrente, el Sequoia había colocado un letrero en la ventanilla de reservas —cerrada— en el cual podía leerse: «Abierto solo sábados y domingos por la tarde». Una zapatería conservaba en una de sus ventanas el anuncio del Cuatro de Julio, rodeado por varios zapatos para niño, en los cuales, sobre el lustre del cuero, se veía una ligera capa de polvo.

Volví a advertir, en tanto Becky y yo avanzábamos por la calle, la enorme cantidad de papeles y desperdicios que había por todas partes; las papeleras estaban atestadas, y trozos de hojas de periódicos y pequeños montones de polvo se acumulaban en las esquinas de las entradas a los comercios y a los pies de las farolas y de los buzones de correos. En el solar que había entre Camino y Dykes los rastrojos habían crecido mucho, descuidados desde hacia días, a pesar de que había una ordenanza municipal que prohibía su desatención.

—El carrito de las palomitas ya no está —murmuró Becky, y vi que era cierto; durante años, en la acera situada frente al solar, solía haber un carrito de palomitas con ruedas rojas, fabricado en cristal y oro, pero ahora había allí solo algunos rastrojos.

El restaurante Elman's quedaba un poco más allá; la última vez que comí allí me pregunté distraídamente porqué habría tan pocos clientes: la misma pregunta me hice al detenernos para mirar a través del cristal, pues solo había dos personas comiendo a una hora en que debía haber estado abarrotado. Adherido a la ventana, como siempre, se hallaba el menú del impreso en tinta purpura, ya desvaída. Lo leí. Había un surtido de tres entrantes, cuando, durante años, siempre habían tenido entre seis y ocho variedades.

—Miles, ¿cuándo ha ocurrido todo esto? —Becky abarcó con un gesto toda aquella calle semidesierta.

—Poco a poco —respondí, encogiéndome de hombros—. Solo que nos damos cuenta ahora; la ciudad se esta muriendo.

Nos alejamos del ventanal del restaurante, y el furgón de fontanería de Ed Burley pasó a nuestro lado. Nos saludó con una mano, y nosotros respondimos a su saludo. Luego, en aquel extraño silencio que de tarde en tarde se apoderaba de la calle, volvimos a escuchar el ruido de nuestras pisadas golpeando la acera.

Al llegar a la farmacia de Lovelock, en la esquina, Becky, tratando de que su tono de voz sonara indiferente, dijo:

—Entremos a por una coca cola, o un café, cualquier cosa.

Asentí, e ingresamos en ella. Supe que Becky no quería una coca cola o un café, sino alejarse de la calle aunque fuera por un minuto; y yo también.

Junto al mostrador había un hombre, cosa que me sorprendió. Luego me sorprendí de haberme sorprendido, pero, de un modo u otro, después de nuestro paseo por la calle Mayor, habría esperado que cualquier sitio en el que entrásemos hubiese estado vacío. El hombre se volvió y nos miré, y entonces le reconocí. Se trataba de un vendedor de cierta empresa de San Francisco especializada en ventas al por mayor; una vez le traté un tobillo que se había torcido. Becky y yo dimos un par de pasos hacia él.

—¿Cómo va el negocio? —pregunté. El viejo Lovelock me miré con un gesto inquisitivo desde el otro lado del mostrador; levanté dos dedos y le dije—: Dos coca colas.

—Asqueroso —respondió el vendedor. Había en su rostro la señal de la sonrisa con la que había replicado a nuestro saludo, pero me parecía que un deje de hostilidad había aparecido en él—. Al menos en Santa Mira —añadió. Permaneció mirándome por unos momentos, como dándole vueltas a la idea de si debía decir algo más; bajo el mostrador, se oía toser el sifón de la soda, como si se esforzase en Llenar nuestros vasos de coca cola. El vendedor se inclinó hacia mí, y apenas en un susurro preguntó—: ¿Qué demonios esta pasando aquí?

El señor Lovelock regresó con nuestras coca colas, las dejó sobre el mostrador muy lenta y pulcramente y se quedó allí un rato, parpadeando con benevolencia. Esperé a que se diese la vuelta y se llegara de nuevo a la botica antes de responder:

—¿A que se refiere? —pregunté, aparentando indiferencia, y tomé un sorbo de mi coca cola. Tenía un sabor pésimo: estaba demasiado caliente y no había sido agitada, y, a pesar de que busqué con una mirada por toda la tienda, no había una cuchara, ni tan sólo una pajita, a la vista. Dejé el vaso sobre el mostrador.

—No hay manera de conseguir un pedido —el vendedor se encogió de hombros—. Al menos, nada que ascienda a un buen precio, sólo cosas básicas, las estrictamente necesarias, pero nada de más —recordé entonces que uno no debe criticar la ciudad natal de la persona con la que habla, y esbocé una sonrisa jovial—. ¿Está todo el mundo en huelga de compras, o algo así? —pero al momento renunció al esfuerzo, y borró la sonrisa de sus labios—. La gente ya no compra nada —murmuró hoscamente.

—Bueno, supongo que toca apretarse el cinturón, eso es todo.

—Tal vez —levantó su taza y la agitó para remover el café, observándola con aire taciturno—. Todo lo que sé es que casi no merece la pena venir por aquí últimamente. Es un asco tener que hacerlo ahora, por una razón: te lleva una hora y media solamente entrar y salir de Santa Mira. Y para lo que saco de ello, podría perfectamente tomar los pedidos por teléfono. Y no soy sólo yo —añadió, a la defensiva—. Los chicos opinan lo mismo, me refiero a los otros vendedores. Muchos de ellos han dejado de venir por aquí; en esta ciudad ya no sacas ni para pagar la gasolina del coche. Y apenas puedes ni conseguir una coca cola en muchos lugares, o —señalé con la barbilla a su taza— un simple café. Dos veces en los últimos días no ha habido aquí ni una gota de café, por ninguna razón en particular; y ahora que lo tienen sabe realmente asqueroso. —Terminó el café de un trago, poniendo una mueca, y comprobé que al levantarse del banco del mostrador la hostilidad había regresado a sus facciones; ya no se molestaba en sonreír—. ¿Qué ocurre —inquirió con voz airada— para que esta ciudad esté muriendo sobre sus pies? —Sacó una moneda del bolsillo, se inclinó hacia adelante para dejarla en el mostrador y, con su rostro pegado al mio, me hablé en voz baja al oído, con un tono de sorprendida acritud—: Todo el mundo actúa como si no quisieran tener un vendedor cerca —me miró fijamente unos instantes, hasta que hizo acudir a sus labios una sonrisa profesional—: Hasta pronto, doctor —se despidió, dirigió un ademán de cortesía hacia Becky y se volvió hacia la puerta.

—Miles —dijo Becky, y la miré—. Escucha, Miles —hablaba en un susurro, pero el tono de su voz era tenso—, ¿crees posible que una ciudad pueda aislarse del resto del mundo? ¿Que logre desalentar a la gente de acudir a ella, poco a poco, hasta pasar desapercibida? ¿Incluso ser olvidada?

Pensé en ello. Luego negué con la cabeza.

—No.

—¡Pero el camino. Miles! ¡Sólo hay un camino que lleve a la ciudad, y es casi intransitable; no tiene sentido! Y ese vendedor, y el aspecto que tiene la ciudad…

—Es imposible, Becky; una cosa así implicaría a toda la población, absolutamente toda. Debe ser una decisión unánime que conlleve una actuación igualmente unánime. Y eso nos incluiría a nosotros.

—Bueno —concedió, simplemente—, ellos ya trataron de incluirnos.

Me quedé mirándola durante unos instantes; Becky tenía razón.

—Vamos —dije después; dejé una moneda en el mostrador y me levanté—. Salgamos de aquí; ya hemos visto lo que habíamos venido a ver.

En la siguiente esquina pasamos junto a mi oficina, y levanté la vista para mirar mi nombre escrito en pan de oro en la ventana del segundo piso; parecía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve allí. Cuando dejamos la calle Mayor para dirigirnos a la calle que conducía a mi casa y a la de Becky, me dijo:

—Debo acercarme un momento a casa y ver a mi padre, Miles. Y odio hacerlo: apenas puedo soportar verle como esta ahora.

No había nada que pudiera replicar a eso, así que sólo asentí. Una manzana al sur de la calle Mayor, justo enfrente de nosotros, se erigían las dos plantas del viejo edificio rojo de la biblioteca pública; recordé que era sábado, y que la biblioteca cerraba a las doce y media los fines de semana.

—Entremos un minuto en la biblioteca —pedí a Becky.

La señorita Wyandotte estaba tras su mesa cuando subimos los anchos peldaños de la biblioteca, procedentes de la puerta principal, y sonreí con enorme placer, como siempre. Ella trabajaba ya en la biblioteca cuando yo era solo un chiquillo de la escuela primaria que acudía allí en busca de las novelas de Tom Swift y los libros de Zane Grey, y lo cierto es que la señorita Wyandotte era todo lo contrario de lo que convencionalmente suele imaginarse como una bibliotecaria. Era una mujer enérgica y menuda, de cabellos grises y ojos inteligentes, y uno podía hablar en la sala de lectura siempre que no levantara demasiado la voz. También se podía fumar allí, y ella misma traía los ceniceros y los repartía por la sala; había, a su vez, unas cómodas sillas de mimbre con almohadones junto a unas mesitas bajas, atestadas de revistas desparramadas. La señorita Wyandotte había convertido la biblioteca en un agradable lugar donde pasar una grata hora o una tarde entera, un lugar donde la gente se reunía con sus amigos para hablar sosegadamente, fumando y discutiendo sobre libros. Era maravillosa con los niños —los trataba con una enorme paciencia innata, embargada de interés por sus cosas—, y siempre recordaré que, de niño, uno sentía que era bienvenido allí, y no que era un intruso.

La señorita Wyandotte era una de mis personas predilectas. Al detenernos junto a su mesa para saludarla nos sonrió, con esa sonrisa luminosa y verdaderamente encantadora que te hacia sentir feliz de estar allí.

—Hola. Miles —dijo—. Es un placer ver que has recuperado el hábito de la lectura. —Y yo le sonreí—. Me alegra verte, Becky —añadió—. Saluda a tu padre de mi parte.

Respondimos a su saludo, y enseguida le pregunté:

—¿Podríamos echar un vistazo al archivo del Tribune, señorita Wyandotte? El que corresponde a la primavera pasada, hacia la primera mitad de mayo, más o menos del uno al quince.

—Por supuesto —contesté, y cuando me ofrecí a ir por mí mismo, dijo—: No, coge una silla y relájate; yo te lo traeré.

Tomamos un par de sillas de mimbre de una de las mesas y encendimos unos cigarrillos. Becky cogió el Women's Home Companion y yo eché una ojeada al Collier's. Pasó un rato hasta que la señorita Wyandotte volvió de la sala de archivos: había acabado mi cigarrillo y advertí que eran las doce y veinte justo cuando ella aparecía, sonriendo, con un enorme libro del tamaño de un periódico con cubiertas de tela, que llevaba acuñada la inscripción: Santa Mira Tribune, abril mayo junio 1953. Lo dejó sobre la mesa que había a nuestro lado, y le dimos las gracias. El recorte del Santa Mira que tenía Jack estaba fechado el nueve de mayo; abrí aquel enorme volumen y encontré el Tribune del anterior.

Becky y yo miramos de arriba abajo la primera plana, fijándonos cuidadosamente en cada articulo; no decía nada sobre vainas gigantes ni sobre el profesor L. Bernard Budlong, así que volví la página. En la esquina superior izquierda de la página tres había un agujero rectangular, de entre doce y quince centímetros de largo y dos columnas de ancho; una de las noticias había sido celosamente cortada con una cuchilla, y Becky y yo nos miramos, antes de volver a examinar el resto de aquella página y el contenido de la página dos. No hallamos nada de lo que estábamos buscando, ni tampoco en las tres páginas restantes del Tribune del ocho de mayo.

Pasamos al número del siete de mayo y empezamos por la primera página. No había nada en aquel diario acerca de Budlong o de las vainas. En la mitad inferior de la portada del Tribune del seis de mayo había un agujero de unos veinte centímetros de largo y tres columnas de ancho. Y en la mitad inferior del número del cinco de mayo había otro agujero, prácticamente igual de largo que el anterior, pero este solo abarcaba dos columnas de ancho.

No era una suposición, sino el chispazo de una consciencia intuitiva y directa: lo sabía, eso es todo, y giré en la silla para mirar hacia el otro extremo de la sala a la señorita Wyandotte. Esta se mantenía inmóvil tras su enorme mesa, con los ojos clavados en Becky y en mi, pero en el instante en que me giré para mirarla pude ver que su rostro estaba rígido, carente de cualquier expresión, y que los ojos le brillaban, dolorosamente reconcentrados y tan inhumanamente fríos como los de un tiburón. Aquel momento no duré ni un segundo —no fue más que un pestañeo—, porque al instante la señorita Wyandotte sonrió, encantadora e interrogativa, con las cejas alzadas de cortés solicitud.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté, con el sereno y curioso entusiasmo que había sido típico en ella durante los años en que la había tratado.

—Si —contesté—. ¿Haría el favor de acercarse, señorita Wyandotte?

Esbozando una sonrisa luminosa, rodeó su mesa y crucé la sala hasta nosotros. No había nadie más en la biblioteca; pasaban veintiséis minutos de las doce, según el antiguo y enorme reloj que había sobre su mesa, y el único lector que había habido con nosotros ya había abandonado la sala escasos minutos antes.

La señora Wyandotte se situé a mi lado. Yo la miré, y ella me devolvió la mirada sin variar aquella expresión complaciente e inquisitiva. Señalé el agujero en la primera plana del periódico que había ante mí.

—Antes de traernos los archivos —le dije con toda calma— recorte todas las referencias a las vainas halladas la primavera pasada, ¿verdad?

Frunció el ceño, perpleja por la acusación, y se inclinó hacia adelante para mirar, con un rictus de sorpresa, el periódico mutilado que descansaba en la mesita redonda.

Entonces me levanté para encararla, con el rostro a pocos centímetros del suyo.

—Déjelo, señorita Wyandotte —le espeté—, o lo que quiera que sea. No se moleste en hacer teatro para mí —me incliné un poco más, aproximándome a ella, mirándole fijamente a los ojos—. Te conozco —susurré suavemente—. Sé lo que eres.

Por un instante permaneció inmóvil, recorriendo inútilmente con la mirada mi rostro y el de Becky, en completo desconcierto: pero, repentinamente, dejó de fingir. Aquella señorita Wyandotte de cabellos plateados que veinte años atrás me presto el primer ejemplar de Huckleberry Finn que he leído. Detuvo su mirada en mi, mientras su rostro pasaba de la rigidez al vacío, hasta adquirir una expresión absolutamente ajena, fría e implacable. Ya no había nada en aquella mirada que pudiera tener algo en común con lo que yo era; un pez habría tenido más parentesco conmigo que lo que había ahí ante mi, mirándome de hito en hito. Entonces habló. «Te conozco», le había dicho, y ahora recibí la respuesta, desde una voz infinitamente remota e indiferente:

—¿De veras? —dijo. Giró sobre sus talones y se alejó.

Hice un gesto hacia Becky; se levantó y salimos de la biblioteca. Fuera, en la acera, recorrimos media docena de pasos en completo silencio. Becky sacudió la cabeza.

—También a ella —murmuré—, también a la señorita Wyandotte —y las lágrimas brillaron en sus pupilas—. Oh, Miles —continuó quedamente, y miró a su alrededor, primero por encima de un hombro, luego del otro, hacia las casas, hacia los tranquilos jardines y la calle de enfrente—: ¿A cuántos más? —No conocía la respuesta a esa pregunta, así que sólo sacudí la cabeza antes de seguir caminando hacia la casa de Becky.