Eran las dos y veintiún minutos de la mañana: acababa de echar una mirada a mi reloj y me quedaban nueve minutos antes de despertar a Jack para que iniciase su tumo. Estaba de ronda por la casa, caminando en silencio por el vestíbulo del piso superior, calzado sólo con mis calcetines, y acababa de detenerme frente a la puerta de la habitación de Becky. Sin hacer ruido, la abrí, entré en ella y, por tercera vez desde la medianoche, exploré cada centímetro de la habitación con el haz de mi linterna, igual que hacía con cada una de las restantes habitaciones de la casa. Agachándome, barrí con la luz el hueco que había bajo la cama de Becky; luego abrí el armario y examiné su interior.
El haz de luz azulada enfocó la pared justo encima de la cabeza de Becky, y me detuve a mirar su rostro. Sus labios estaban ligeramente abiertos, su respiración era regular y sus pestañas se curvaban para descansar en su mejilla, conformando una visión verdaderamente hermosa. Estaba muy bella, sí, tumbada allí, y advertí que estaba pensando en lo reconfortante que seria poder acostarme a su lado sólo un minuto, sentirla rebullir en sueños y percibir su calidez cerca de mí. «Huye de esta trampa, muchacho», me dije para mis adentros, y regresé al vestíbulo y a las escaleras que conducían al ático.
No había nada en el ático que no perteneciera a aquel lugar. A la luz de mi linterna vi una hilera de viejos vestidos y abrigos de mi madre, suspendidos de sus perchas a lo largo de una barra de metal, y cubiertos con una sábana para preservarlos del polvo; en el suelo, a su lado, había un arcón de cedro. Vi el archivador de madera de mi padre, con sus enmarcados diplomas apilados encima, tal y como fueron traídos de su oficina. En aquel archivador se conservaban los historiales de cuantos resfriados, dedos heridos, órganos con cáncer, huesos rotos, paperas, difterias, nacimientos y muertes habían sido en toda Santa Mira durante las dos últimas generaciones. La mitad de los pacientes listados en aquellos archivos ya estaban muertos; las heridas y tejidos que mi padre hubo tratado ya eran sólo polvo.
Caminé hacia el ventanuco donde de niño solía sentarme a leer, y contemplé Santa Mira, extendida bajo mis pies, en la oscuridad. Allí, durmiendo entre tinieblas, descansaban las gentes del pueblo; mi padre había ayudado a traer a muchos de ellos al mundo. Soplaba la brisa nocturna, y un poco más allá, a mi izquierda, sobre el asfalto, iluminadas por las farolas de la calle, las siluetas de los cables del teléfono oscilaban como una extensa maraña sin musitar un mero rumor, a un lado y a otro de la calle desierta, dando una impresión de soledad. Podía ver el porche de los MacNeeley irguiéndose nítidamente en el resplandor eléctrico de las luces nocturnas, y, tras él, la sombría mole de su casa. También podía ver el porche de los Greeson; solía jugar a las casitas con Dot Greeson cuando tenía siete años. Su vasto porche se combaba hacia adentro en una curva apenas perceptible: necesitaba una mano de pintura, y me pregunté por qué razón no lo arreglaban, si siempre habían tenido su porche muy cuidado. Más allá de la casa de los Greeson pude vislumbrar la valla que rodeaba el hogar de Blaine Smith; mi ciudad, embozada en las sombras, estaba poblada de vecinos y amigos. Los conocía a todos, al menos de vista, o de saludarlos y hablar con ellos en la calle. Había crecido aquí; desde mi niñez conocía cada calle, cada casa y sendero, la mayoría de los jardines traseros y cada colina, campo y camino en kilómetros a la redonda.
Y ahora ya no conocía nada. Sin cambio alguno para la mirada, lo que estaba viendo ahí fuera —a través de mis ojos, y más allá de ellos, en mi mente— era algo totalmente ajeno. El óvalo de luz sobre el asfalto, los porches de cada casa conocida, y los oscuros bultos de los edificios y la ciudad que había más allá de ellos me atenazaban. Ahora, todos aquellos rostros y cosas tan familiares suponían una amenaza; la ciudad había cambiado, o estaba cambiando, hacia algo verdaderamente terrible, algo que me seguía los pasos. También me quería a mí, y lo sabía.
Una pisada hizo chirriar la escalera: oí después el rumor de unos pasos ligeros y me volví en la oscuridad, agachándome todo lo que pude, con la linterna alzada a modo de arma. En voz baja, Jack dijo: «Soy yo», y encendí la linterna y vi su cara, cansada y aún soñolienta. Cuando se detuvo a mi lado apagué la luz, y durante unos instantes permanecimos allí, contemplando Santa Mira. La casa que dormía bajo nuestros pies, la calle que se extendía ahí afuera, la ciudad entera, estaban aún en calma, envueltas en un silencio sepulcral; las horas más bajas para el cuerpo y el alma.
Tras unos minutos, Jack murmuró:
—¿Has estado abajo hace poco?
—Sí —dije, antes de responder a su pregunta implícita—. No te preocupes; les he inyectado cien centímetros cúbicos de aire intravenoso.
—¿Han muerto?
Me encogí de hombros.
—Si puede decirse eso de algo que nunca ha estado vivo, entonces así es. En cualquier caso, están revertiendo a su forma original. —¿A esa cosa gris?
Asentí, y a la luz que llegaba por las ventanas pude ver que a Jack le recorría un escalofrío.
—Bueno —dijo, tratando de mantener un tono de voz indiferente—, no era una ilusión. Los intactos son reales. Duplican a personas vivas. Mannie estaba equivocado.
—Sí.
—Miles, ¿qué le sucederá al original cuando los intactos duplican a un hombre? ¿Andarán ambos por ahí al mismo tiempo?
—Obviamente no —respondí—, o los habríamos visto. No sé qué ocurrirá, Jack.
—¿Y por qué tus pacientes han ido a ti para tratar de convencerte de que nada iba mal? Estaban mintiendo, Miles.
Me conformé con encoger un hombro; estaba fatigado e irritable, y habría contestado bruscamente a Jack si hubiese intentado responder.
—En fin —dijo entonces, suspirando cansadamente al hablar—, hemos de suponer que lo que está pasando, sea lo que sea, aún se circunscribe a Santa Mira y a las zonas más próximas, porque si no… —Hundió la cabeza, y no terminó de hablar. Al rato siguió—: De modo que cada casa y cada edificio, cada espacio cerrado en toda la ciudad, debe ser registrado. De arriba abajo, Miles —añadió quedamente—. Y hasta el último hombre, mujer o niño debe ser examinado; no sé cómo ni con qué fin. Pero tenemos que pensar la manera de hacerlo, y actuar rápido. ¿Un cigarrillo? —Cogí uno de la cajetilla que Jack me ofrecía; luego me dio fuego—. La policía local o la del estado no pueden hacerlo —dijo—. No tienen autoridad para ello, y de todas maneras trata de imaginar cómo íbamos a explicárselo. Miles, esto alcanza las proporciones de una emergencia nacional. —Me miró—. Sin duda lo es, tan real como cualquiera a la que antes nos hayamos enfrentado. Puede ser incluso mucho más que eso; una amenaza inédita en toda la historia de la raza humana. —La punta de su cigarrillo ardió un momento, y Jack prosiguió, con voz tranquila, tajante, muy seria—. Así que alguien, Miles, el Ejército, la Armada, el FBI, no sé quién o qué, pero alguien tiene que venir a esta ciudad tan rápido como podamos traerle. Y debe declarar la ley marcial, el estado de sitio, algo, ¡cualquier cosa! Y hacer entonces lo que deba hacerse. —Bajó la voz antes de continuar—. Cortar esta cosa de raíz, aplastarla, triturarla, matarla.
Callamos durante un rato, mientras yo meditaba en todo lo que podría haber escondido aún bajo los tejados, rodeándonos, oculto en lugares secretos; y daba miedo sólo pensar en ello.
—Hay algo de café en el piso de abajo —dije, y nos dirigimos a las escaleras.
Ya en la cocina, serví dos tazas de café, y Jack se sentó a la mesa. Yo me apoyé en la cenefa del fogón.
—De acuerdo, Jack —repliqué entonces—. Pero ¿qué? ¿Qué podemos hacer? ¿Telefonear acaso a Eisenhower? ¿Llamarle a la Casa Blanca, y cuando responda al teléfono decirle que aquí, en Santa Mira, un pueblo que votó a los republicanos en las últimas elecciones, hemos encontrado unos cuerpos que no son verdaderos cuerpos sino otra cosa distinta, no sabemos qué, por favor envíe ahora mismo a los marines?
Jack encogió los hombros con impaciencia:
—¡No lo sé! ¡Pero tenemos que hacer algo, tenemos que encontrar la forma de llegar a quien pueda actuar! ¡Tenemos que dejar de hacer el payaso y pensar algo!
Asentí.
—De acuerdo; una cadena de mando.
—¿Qué?
Miré fijamente a Jack, entrecerrando los ojos, emocionado de pronto, porque había dado con una respuesta.
—Escucha: ¿a quién conoces en Washington? Dime alguien que te conozca, alguien que sepa que no estás loco, que cuando le cuentes todo esto sepa que estás diciendo la verdad. ¡Alguien que pueda poner a rodar el balón, y pueda empujarlo un poco cada vez, hasta que alcance a quien de veras tenga la capacidad de hacer algo!
Tras unos segundos, Jack sacudió la cabeza.
—Nadie. No conozco a nadie en Washington. ¿Y tú?
—No —me desplomé contra el fogón—. Ni siquiera a un demócrata. ¿Y si escribes a vuestro representante en el Congreso? —Entonces recordé algo, y moví la cabeza con indiferencia—. Sí sé de alguien allí; la única persona en Washington que conozco con alguna calidad oficial. Ben Eichler: estaba en el último curso de secundaria cuando yo entré en el instituto. Ahora es militar del Ejército, trabaja en el Pentágono. Pero es sólo teniente; no conozco a nadie más.
—Tu amigo nos valdrá —respondió Jack enseguida—. El Ejército podría manejar esto, y ese Ben pertenece a él. Trabaja en pleno Pentágono, y con un grado bastante bueno; cuando menos, podría hablar con algún general sin correr el riesgo de que le formen consejo de guerra.
—De acuerdo —asentí—. Al menos no se pierde nada intentándolo; le telefonearé. —Me llevé la taza a los labios y le di un sorbo al café.
Jack me miraba, frunciendo el ceño. Su impaciencia aumentó hasta que al fin estalló:
—¡Ahora! ¡Maldita sea, Miles, ahora! ¿A qué estás esperando? —Después dijo—: Miles, lo siento, ¡pero hay que moverse!
—Está bien —dejé mi taza junto al fogón y me dirigí a la sala de estar, seguido de Jack; levanté el auricular del teléfono y llamé a la operadora—: Operadora —dije, cuando respondió, y empecé a hablar muy lenta y cuidadosamente—, quiero hacer una llamada personal a Washington, DC, al teniente Benjamin Eichler. No sé su número, pero está en la guía —me volví a Jack—. Hay otro aparato en mi habitación —le susurré—. Ve a escuchar.
Con el auricular en el oído, oí el pequeño pitido de la señal y la voz de la operadora diciéndole a alguien: «MX a Washington, DC». Hubo una pausa, antes de que la voz de otra chica pronunciara una serie de números y letras en código. Durante un tiempo, de pie en la salita, sosteniendo el auricular contra el oído, estuve escuchando los débiles ruidos al otro lado de la línea: ligeros zumbidos, silencios eléctricos, distantes voces aisladas de operadoras de ciudades lejanas, el fragmentario y remotísimo rumor de otras conversaciones… Entonces la voz de la operadora pidió comunicación con el número de Información en Washington, y al fin dio con el teléfono del teniente Eichler. La operadora local me urgió a anotar el número para futuras consultas, y respondí que así lo haría. Un momento después, la señal sonaba en el auricular.
El tercer timbrazo fue interrumpido, y la voz de Ben sonó clara y minúscula en mi oído:
—¿Diga?
—¿Ben? —advertí que había levantado la voz, como la gente acostumbra hacer en las llamadas de larga distancia—. Soy Miles Bennell, desde California.
—¡Hola, Miles! —la voz trocó de pronto su tono en otro más alegre y jovial—. ¿Cómo estás?
—Bien, Ben, de maravilla. ¿Te he despertado?
—Vaya, diablos, no, Miles; sólo son las cinco y media de la mañana, ¿quién va a estar durmiendo a estas horas?
—Bueno —sonreí un poco—, lo siento, Ben, pero ya iba siendo hora de que te levantases. No pagamos nuestros impuestos para que tú tengas un salario exorbitante y encima te tires todo el día en la cama. Escucha, Ben —mi voz recuperó la seriedad—, ¿tienes un momento para sentarte y escuchar lo que tengo que contarte? Ponle media hora larga, Ben. Es terriblemente importante, y quiero contártelo con todo detalle; de hecho voy a hacerle como si esta fuera una llamada local. ¿Puedes prestarme tu tiempo, y escuchar con toda atención?
—Claro; dame un segundo —hubo una pausa al otro lado. Después, la voz de Ben, clara y distante, continué—: Iba por mis cigarrillos. Cuando quieras, Miles; estoy listo.
—Ben —comencé—, tú me conoces; me conoces muy bien. Ante todo te diré que no estoy borracho, sabes que no estoy loco y sabes, también, que no hago bromas idiotas a mis amigos en mitad de la noche, o a cualquier otra hora. Lo que voy a contarte es muy difícil de creer, pero es cierto, y quiero que lo tengas en cuenta mientras escuchas. ¿Vale?
—Sí, Miles. —La voz sonó grave, a la espera.
—Hace una semana —empecé, muy despacio—, un jueves… —y seguí refiriéndole toda la historia con mucha calma, sin prisas, desde la primera visita de Becky a mi oficina hasta concluir, veinte minutos después, con los sucesos de aquella misma noche.
No es nada fácil explicar por teléfono una historia larga y complicada cuando uno no puede ver el rostro de su interlocutor. Y encima no teníamos suerte con la comunicación. Al principio yo podía escuchar a Ben, y él a mi, tan nítidamente como si estuviéramos en habitaciones contiguas. Pero cuando comencé a contarle lo que estaba ocurriendo en Santa Mira, la comunicación se fue perdiendo por momentos, y Ben se veía obligado a pedirme que repitiese cada cosa una vez y otra, hasta un punto en que casi tenía que gritar para hacerme entender. Uno no puede comunicarse en condiciones, ni puede siquiera pensar con claridad, cuando tiene que repetir cada frase punto por punto. De modo que llamé a la operadora y le pedí que mejorara la conexión. Tras una pequeña pausa comprobé que la comunicación se había arreglado, pero no bien hube reanudado la historia comencé a oír un zumbido en el auricular, de manera que no me quedó otro remedio que el de tratar de imponer mi voz sobre aquel ruido. Por dos veces volvió a cortarse la comunicación —la señal de línea sonaba de repente en mi oído—, y, al fin, me sentí tan furioso que acabé gritando a la operadora. No era una conversación precisamente satisfactoria, así que, cuando terminé de hablar, me pregunté cómo le habría sonado todo aquello a Ben, en la otra punta del continente.
—Entiendo —respondió, despacio, antes de hacer una pausa y ordenar sus ideas—. Bueno, Miles —siguió después—, ¿qué quieres que haga?
—No lo sé, Ben —ahora la comunicación era bastante buena—, pero comprenderás que algo debe hacerse; es obvio. Ben, mueve esta historia por ahí. Hazla circular por Washington, por las altas esferas, hasta que alcance a alguien que pueda hacer algo.
Rio; era una risa forzada, provocada desde el estómago.
—Miles, ¿sabes con quién hablas? Soy teniente en el Pentágono; soy yo quien hace el saludo al conserje. ¿Por qué yo, Miles? ¿No conoces a nadie que realmente…?
—¡No, maldita sea! ¡Estaría hablando con él si fuera así! Ben, tiene que ser alguien que me conozca, y que sepa que no estoy loco. Y no sé de nadie más, sólo te conozco a ti. Ben, tienes que…
—De acuerdo, de acuerdo —su voz sonaba conciliadora—. Haré lo que esté en mi mano, todo lo que esté en mi mano. Si eso es lo que quieres, pondré sobre la mesa del coronel toda esta historia en una hora. Iré a verle y le despenaré; vive aquí, en Georgetown. Le contaré exactamente lo que me has contado, tal y como lo he entendido. Y agregaré que te conozco bien, que estás en tus cabales, que eres un ciudadano serio e inteligente, y que personalmente estoy convencido de que dices la verdad, que creo firmemente en ello. Pero eso es todo lo que puedo hacer, todo, incluso si lo que me cuentas significara el fin del mundo para antes del atardecer. —Hizo una pausa, y pude oír el silencio eléctrico de los cables entre ambos. Luego, tranquilamente, añadió—: Pero Miles, eso no dará resultado. Porque, ¿qué esperas que haga el coronel con esa historia? No es un tipo con imaginación, por decirlo suavemente. Y, aunque lo fuera, no es la clase de hombre que se pondría la soga a su propio cuello, ¿me explico? Hasta dormido sabe lo que debe añadir a su expediente. Desde su estancia en West Point se ha labrado la reputación de poseer un sentido común práctico, conciso y claro. Sin brillo pero efectivo, esa es su especialidad; ya sabes la clase de hombre a que me refiero. —Ben suspiró—. Miles, puedo imaginarle yendo al general con esa historia. ¡En adelante no volvería a confiar en mí ni para que le llenase el tintero!
Era mi turno de decir:
—Entiendo.
—Miles, ¡lo haré, si quieres que lo haga! Pero incluso si lo imposible sucediese, si el coronel le entrega esta historia al general de brigada, si a su vez este se la entrega al general en jefe, que a su vez la presenta a un superior de tres o cuatro estrellas en la pechera, ¿qué demonios podría cualquiera de ellos hacer con ella? Para entonces será una extraña historia de tercera o cuarta mano, iniciada por algún teniente idiota del que nunca habrán oído hablar. Y a él le llegó la historia a través del teléfono, por la vía de un amigo chiflado, un civil, perdido en alguna parte de California. ¿Entiendes? ¿Puedes de veras imaginar que en el caso de que tu historia alcance a la persona que pueda hacer algo, ese algo se haga? ¡Dios mío, ya sabes cómo es el Ejército!
Mi voz sonó cansada y derrotada cuando dije:
—Sí —suspiré y añadí—: Sí, entiendo, Ben. Tienes razón.
—Lo haré, y al diablo con mi expediente; eso no importa. Si puedes ver una mínima oportunidad de que esto sirva para algo, lo haré. Porque te creo. No digo que sea imposible que te estén engañando de alguna forma, por alguna extraña razón, pero, cuando menos, algo está ocurriendo allí que parece necesario investigar. Y si piensas que yo he de…
—No —repliqué, y ahora mi voz era firme y tajante—. No, Ben, olvídalo. Si hubiera pensado en ello habría llegado a imaginar una cosa así. Porque estás en lo cierto; sería inútil intentarlo. No hay razón para manchar tu expediente si eso no va a servir de algo.
Hablamos durante un minuto más. Ben trató de pensar en algo que pudiera resultar útil y sugirió ponerme en contacto con los periódicos. Pero señalé que harían con ello otro artículo más sobre platillos volantes, probablemente muy efectista y humorístico. Tras eso me sugirió el FBI. Le dije que lo pensaría, le prometí que mantendría el contacto con él y todo eso, después nos despedimos y colgamos. Un momento más tarde, Jack bajó por las escaleras.
—¿Y bien? —dijo, y yo me conformé con encogerme de hombros; no había nada que decir. Jack dejó transcurrir unos instantes antes de continuar—: ¿Quieres probar con el FBI?
No sabía qué hacer a ese respecto, o simplemente no me importaba. Así que señalé el teléfono con la barbilla.
—Ahí tienes el teléfono; si quieres probar, adelante —y Jack abrió la guía telefónica de San Francisco.
Al rato, Jack marcaba un número en el dial mientras yo le observaba: KL 2-2155. Sostuvo el teléfono junto a la oreja inclinándolo un poco, a fin de que también yo pudiera escuchar, y oí la señal de llamada. La señal se interrumpió, una voz de hombre dijo: «Hol…», y en ese momento la comunicación se cortó; un instante después, la señal de línea volvió a sonar.
Jack marcó de nuevo, con cuidado. Terminó de hacerlo, y antes de que la señal pudiera llegar a sonar en el otro lado, la operadora lo interrumpió:
—¿A qué número llama, por favor? —Jack se lo dijo, y ella contestó—: Espere, por favor —el timbre, entonces, empezó de nuevo, y continuó así durante un tiempo, timbre, pausa, timbre, pausa, hasta una docena de veces—. En el número al que llama nadie responde —concluyó la operadora, hablando con esa mecánica voz, tan de compañía telefónica, que emplean.
Durante unos instantes Jack sostuvo el auricular ante él, mirándolo fijamente; luego se lo acercó de nuevo a la boca:
—Vale —susurró—. No importa —volvió la vista hacia mí, y habló quedamente, con una voz rígida y serena—. No quieren pasar la llamada, Miles. Había alguien allí, le hemos oído contestar, pero no marcarán de nuevo ese número para nosotros. Miles, ya tienen la central telefónica, y Dios sabe qué más.
Asentí.
—Eso parece —contesté. Y entonces el pánico se abrió paso en nuestra mente.