Diecisiete

Movía una mano suavemente, acariciando el cabello de Becky, masajeándole la nuca y confortándola, o tratando de confortarla, de la única forma que podía. Y entonces me pregunté si era esa la única forma. Estaba cansado; sentía la fatiga alrededor de mis ojos y en la tirantez de los músculos faciales; podía sentirla en la lasitud de mis brazos y piernas. Pero no estaba exhausto; podía aguantar algún tiempo más, no demasiado, al igual que Becky. Y la idea de dormir, de aparcar sencillamente mis problemas y dejarme llevar, permitir que el sueño me anegara, para despertar sintiéndome como me sentía ahora, aún Miles Bennell… Resultaba pavoroso advertir lo terriblemente tentadora que era esa idea.

Levanté la vista hacia Mannie: estaba sentado en el borde del sofá, con los ojos abiertos de par en par y los rasgos fruncidos en una mueca híbrida de ansiedad y compasión, deseando que le creyese. Me pregunté si lo que nos había contado no sería la pura verdad. Incluso si no fuera así, el mero hecho de abrazar a Becky, sentir el casi imperceptible temblor que recorría su cuerpo y saber lo aterrorizada que estaba era más de lo que podía soportar, y supe así que podía hacer por ella algo más que estar ahí sentado acariciando su cabello. Podía convencerla. Podía aceptar lo que Mannie había dicho —aceptarlo y creerlo— y dejar así que mi propia convicción la persuadiera. Incluso todo aquello podía ser verdad; podía.

Acariciaba el cabello de Becky con una mano absorta, la acogía estrechamente contra mi cuerpo y pensaba en ello mientras sentía en mi piel el temblor ensimismado de su carne, también mi propia debilidad, y dejaba que el deseo de creer se fortaleciese y creciera.

Sí, Budlong estaba en lo cierto: no podemos renegar del deseo de supervivencia. Comprendí que lucharíamos, que debíamos luchar. Como un condenado a muerte que aguanta el último aliento en la cámara de gas, aun sabiendo que hacerlo será inútil, también nosotros debíamos aguantar tanto como pudiésemos forcejear con el sueño y mantener la esperanza incluso cuando no había esperanza posible. Me volví hacia Budlong, intentando pensar algo, cualquier cosa, que pudiera decir, algo que nos mantuviese despiertos, que nos mostrase un punto débil por el cual atacar, sostenido por no sabía que esperanza.

—¿Cómo ocurrió? —inquirí, tratando de entablar conversación—. Todo lo que ha pasado en Santa Mira, ¿cómo sucedió?

Budlong deseaba responder, y entendí que Mannie estaba en lo cierto; simplemente, esperarían hasta que por fin el sueño nos venciese.

—Un poco a ciegas, al principio —respondió Budlong, en tono agradable—. Las vainas, las semillas, llegaron a esta zona: podía haber sido en cualquier otra parte, pero sucedió aquí. Fueron a caer en la granja Parnell, sobre un montón de basura, y sus primeras esfuerzos no dieron sino en conseguir una réplica instintiva de lo primera que encontraron: una lata vacía manchada con el jugo de alguna fruta y el mango roto de un hacha. Es un desperdicio natural; el desperdicio en que se convierte cualquier tipo de semilla que cae en el lugar equivocado. Otras, en cambio, unas pocas de ellas (aunque lo cierto es que con una sola hubiera bastado), cayeron en los lugares correctos, o flotaron hasta ellos, o fueron arrastradas por el viento o llevadas allí por algunos curiosos. Y a partir de entonces, quienes fueron sustituidos reclutaron a otros, por lo general miembros de sus propias familias. El caso de su amiga, Wilma Lentz, es uno de los más típicos; fue su tío, por supuesto, quien dispuso en el sótano la vaina que… efectuó la sustitución. Y fue el padre de Becky quien… —Educadamente, no terminé la frase—. En todo caso, desde el momento en que la primera sustitución sucede, el azar deja de ser un factor determinante. Un solo hombre, Charley Bucholtz, el mismo que efectúa las lecturas del gas y de la electricidad, consiguió provocar unas setenta sustituciones; accede a los sótanos con total libertad, y, por lo general, nadie lo acompaña.

Descargadores, fontaneros o carpinteros efectuaron otras. Y, desde luego, una vez que en un hogar se daba una sustitución, lo demás resultaba normalmente bastante fácil y rápido de hacer —suspiró, con gesto de pesar—. Ha habido accidentes, claro, pequeños descuidos. Una mujer vio a su hermana en la cama, dormida, y un momento más tarde (el proceso aún no se había completado) la vio de nuevo, durmiendo, en apariencia, en el armario de la habitación de invitados. Se volvió loca, sin más. Algunas personas que advirtieron lo que sucedía se resistieron. Lucharon, si (es difícil comprender por qué) y aquello fue… desagradable para todos. Las casas donde había niños eran, por lo común, las que más dificultades revestían; muy frecuentemente los niños poseen una enorme capacidad para reconocer hasta las más pequeñas y triviales diferencias. Pero en general el proceso fue sencillo y rápido. Su amiga, Wilma Lentz, y usted, señorita Driscoll, son personas muy sensibles; la mayoría de la gente no se percata de ningún cambio, quizá porque estos no son muy significativos. Y, al cabo, cuantas más sustituciones se efectúan, menos gente queda para reparar en ellas.

Ahí, por fin, encontré un punto débil.

—Entonces hay diferencias; usted lo ha dicho.

—En cierto modo, no; y ninguna que sea perdurable.

Pero no podía dejarlo pasar; las palabras de Budlong me habían hecho recordar algo.

—Sabe, en su estudio me fijé en una cosa —comencé lentamente, pensando en ello—. En ese momento aquello no me dijo nada, pero usted me lo ha hecho recordar. También recuerdo algo que dijo Wilma Lentz antes de cambiar —se habían detenido para observarme, expectantes y tranquilos—. Usted me dijo en su estudio que estaba trabajando en una tesis, o algo semejante; un texto científico que era muy importante para usted.

—Así es.

Me incliné hacia él, sosteniéndole la mirada; Becky levantó la cabeza para mirarme a la cara, y luego tornó a mirar a Budlong.

—Solo había un detalle por el que Wilma Lentz supo que Ira no era Ira. Solo un detalle por el que podía advertirlo, pues esa era la única diferencia con él. No había ninguna emoción real, profunda, humana, en aquella cosa que se parecía a Ira, que hablaba y actuaba en todo lo demás como él: sólo el recuerdo, el fingimiento de que la había. —Bajé la voz—. Y tampoco la hay en usted, Budlong; sólo puede recordarla. Ya no existe en usted la emoción que suscita la felicidad, el miedo, la esperanza; ya no. Vive en un mundo tan gris como esa pútrida cosa de que esta hecho. —Le sonreí—. Profesor, los papeles que llevan días esparcidos en una mesa adquieren un aspecto peculiar; de algún modo, es como si hubieran perdido su frescura; se tornan distintos; el papel se marchita, se arruga un poco a causa del aire y la humedad, o lo que sea. Pero con echarles un vistazo uno repara en que llevan ahí mucho tiempo. Ese es el aspecto que tenían sus papeles; no los ha tocado desde el momento (fuera cual fuese) en que dejé de ser Budlong. Porque ya no le importan, ¡no significan nada para usted! La ambición, la esperanza, la emoción… ya no siente nada de eso.

—Mannie —me volví hacia él—. Ese libro de texto para estudiantes de secundaria que te habías propuesto escribir: Introducción a la Psiquiatría; el borrador en el que te enfrascabas cada vez que tenías un minuto libre, ¿qué ha ocurrido con él, Mannie? ¿Cuándo fue la última vez que trabajaste en él, o que simplemente le echaste un somero vistazo?

—Muy bien, Miles —replicó—, ya lo sabes. Hemos tratado de ponértelo fácil, eso es todo; porque una vez que el proceso ha terminado ya ha dejado de tener importancia, ya da absolutamente igual. Miles, te lo aseguro —alzó las cejas en actitud persuasiva—, no es tan malo. La ambición, la emoción, ¿qué tienen de bueno? —espetó, y me di cuenta de que estaba convencido de lo que decía—. ¿De veras dices que echarás de menos la tensión y las preocupaciones que conllevan? No es tan malo, Miles, sé lo que me digo. Es tan pacifico, tan tranquilo… Y la comida sigue sabiendo bien, los libros siguen siendo gratos de leer…

—Pero no de escribir —le interrumpí—. No hay nada en la tarea, en la esperanza y la lucha por escribirlos. No existe la emoción de hacerlos. Todo eso desaparece, ¿no es cierto, Mannie?

—No discutiré contigo, Miles —se encogió de hombros—. Pareces haber entendido muy bien cómo son las cosas.

—Ninguna emoción —dije en voz alta, pensativo, pero hablando para mí—. Mannie —le increpé, tan pronto como se me pasó una idea por la cabeza—, ¿podéis hacer el amor, tener hijos?

Me miró durante unos segundos.

—Creo que ya sabes que no, Miles. Diablos —exclamó entonces, y eso era todo lo cerca que podía estar de sentir cólera—, insistes tanto en ello que tendrás que conocer la verdad. La duplicación no es perfecta. Y no puede serlo. Es como esos compuestos artificiales con que los físicos nucleares están perdiendo el tiempo: inestable, incapaz de mantener su forma. Nuestra vida es efímera, Miles. Hasta el último de nosotros habrá muerto —hizo un gesto con la mano, como si aquello no importase— en cinco años, como mucho.

—Y eso no es todo —repliqué, suavemente—. También vale para cualquier cosa viva; no solo los hombres, también los animales, los árboles, la hierba, todo lo que vive. ¿No es así, Mannie?

Esbozó una sonrisa que fluctuaba entre el cansancio y la ironía. Luego se incorporó, dio unos pasos hasta las ventanas y apuntó a lo lejos con un dedo, allí, en el cielo de la tarde, se erguía una luna creciente, pálida y plateada en la luz diurna, pero muy nítida. Una tenue franja de niebla se movía lentamente, partiéndola en dos.

—Mírala, Miles: esta muerta; en su superficie no ha habido el más mínimo cambio desde que el hombre la estudia. Pero ¿alguna vez te has preguntado por qué la Luna es eso, un desierto, un vasto vacío? La Luna, tan próxima a la Tierra, tan parecida a ella… una parte suya en otro tiempo, ¿por qué esta muerta? —calló unos instantes, mientras observábamos la silenciosa e imperturbable cara de la luna—. Bueno, no siempre fue así —siguió Mannie—. Una vez fue algo vivo. —Se volvió, y regresó al sofá—. Al igual que los otros planetas que giran alrededor de un sol que les da la vida, como este; Marte, por ejemplo. —Sacudió levemente un hombro—. Aún hay huellas en sus desiertos de los seres que una vez vivieron allí. Y ahora… es el turno de la Tierra. Y ni siquiera el hecho de que lleguen a agotarse los recursos de todos los planetas de este sistema revestirá alguna importancia. Las esporas se pondrán en movimiento, rumbo otra vez al espacio, para flotar a la deriva por… no importa por cuánto tiempo, ni adónde se dirijan. Uno u otro llegarán a alguna parte. Budlong lo ha dicho: son parásitos. Parásitas del universo, y serán ellos sus últimos supervivientes.

—No se muestre tan perplejo, doctor —me increpó Budlong amablemente—. Después de todo, ¿qué es lo que los hombres han hecho con los bosques que cubrían el continente? ¿Las tierras de cultivo que han reducido a cenizas? También ustedes han agotado sus recursos… y han seguido adelante. No se muestre tan perplejo.

Apenas pude decirlo:

—El mundo —susurré—. ¿Vais a propagaros por el mundo?

Budlong compuso una sonrisa resignada.

—¿Qué esperaba? Primero este condado, luego los siguientes; después todo el norte de California. Oregón, Washington, la Costa Oeste, por fin; es un proceso acelerado, cada vez más veloz, y siempre habrá más de los nuestros, menos de los de ustedes. Y llegará un momento, muy pronto, en que el continente será nuestro. Y luego… si, en efecto: el mundo.

—Pero —susurré—, ¿de dónde proceden las vainas?

—De cultivos, por supuesto. Las cultivamos nosotros. Cada vez más, y más…

No pude remediarlo:

—El mundo —musité en un hilo de voz; luego grité—: Pero ¿por qué? Oh, Dios mio, ¿por qué?

Si hubiera podido enfurecerse, lo habría hecho. Pero Budlong sólo sacudió la cabeza, formulando un gesto de tolerancia.

—Doctor, doctor, no ha aprendido nada. No parece que lo entienda. ¿Qué es lo que le he dicho? ¿Qué es lo que usted hace, y por qué razón? ¿Por qué su especie respira, come, duerme, hace el amor y se reproduce? Porque esa es su función, su razón de ser. No hay otro motivo, y, desde luego, ningún otro es necesario —de nuevo agité la cabeza, asombrado de mi incapacidad para comprender—. Parece perplejo, incluso asqueado, y, con todo, ¿qué es lo que la raza humana ha hecho sino propagarse sobre el planeta hasta plagarlo con dos mil millones de seres? ¿Qué han hecho con este mismo continente sino expandirse hasta rebosar? ¿Y dónde esta el bisonte que vagaba por esta tierra antes que ustedes? Desapareció. ¿Dónde esta la paloma migradora que hace tiempo cubría literalmente los cielos de América en bandadas de millones? El último ejemplar murió en un zoo de Filadelfia en 1913. Doctor, la función de toda vida es vivir si puede, y nunca permitirá que cualquier otro motivo intervenga en ello. No podemos referirnos a esto en términos de maldad; ¿odiaba la raza humana al bisonte? Debemos continuar porque debemos hacerlo, ¿acaso no lo entiende? —Ensanchó una sonrisa amable—. Es la naturaleza de la bestia.

Y así, por fin, tuve que aceptarlo: el condenado a muerte exhalaba su último aliento, se detenía, absorbía entonces la muerte hasta anegar sus pulmones porque no podía aguantar más. No, ya no había nada que pudiera hacer, salvo esto: emplear los últimos instantes de tiempo que nos quedaban para intentar que aquello fuera lo más fácil posible para Becky… si es que, al menos, nos dejaban pasar solos esos instantes.

—Mannie —levanté la vista hacia él—, has dicho que una vez fuimos amigos, que recuerdas cómo era aquello.

—Desde luego, Miles.

—No creo que puedas ya sentirlo de veras, pero si aún puedes recordar algo de lo que significaba la amistad, entonces déjanos solos. Encerradnos en mi oficina, y así solo tendréis la puerta del vestíbulo que vigilar. Pero dejadnos ahora solos, Mannie; aguardad en el vestíbulo, donde no podáis vernos ni escucharnos. Solo te pido eso; no podemos huir, y lo sabes. ¿Y cómo podríamos dormir teniéndoos a vosotros ahí, vigilando? Todo ira más rápido así. Encerradnos en mi oficina, y esperadnos en el vestíbulo, Mannie. Es la última oportunidad que tendremos de saber lo que significa vivir; y, quizá, también tú puedas recordarlo.

Mannie miró a Budlong, y tras unos segundos Budlong asintió, sin que aquello le importase particularmente. Luego se volvió a Cari Meeker, que se encogió de hombros; al tipo bajito de la puerta ni siquiera le preguntaron.

—De acuerdo, Miles —concedió Mannie—. No veo por qué no —hizo un ademán al tipo de la puerta, que se incorporé y salió al vestíbulo del edificio. Mannie se adelantó hacia la pesada puerta de madera que conducía a mi oficina, dio una vuelta a la llave en la cerradura e hizo girar el porno para comprobar si funcionaba correctamente. Volvió a quitar el cierre y mantuvo la puerta abierta para que Becky y yo entrásemos.

Lentamente, la puerta giró sobre sus goznes, a nuestra espalda, pero antes de que se cerrase del todo tuve una última visión de aquel tipo bajito: regresaba a la recepción desde el vestíbulo del edificio, acarreando en los brazos dos enormes vainas que casi le ocultaban el cuerpo por completo. Entonces, si, la puerta se cerró, la llave dio una vuelta en la cerradura y pude oír el débil sonido de algo que rozaba el otro lado de la puerta… y supe que aquellas dos enormes vainas yacían ahora en el suelo, detrás de la puerta; tan cerca de nosotros, y, con todo, fuera de nuestro alcance.