Dieciséis

A menudo decimos: «aquello no me sorprendió», o «sabía que ocurriría», queriendo decir con ello que, en el momento en que un suceso esta teniendo lugar, y aunque previamente no lo habíamos pensado así, nos sobreviene un sentimiento de inevitabilidad, como si durante todo el tiempo hubiéramos sabido que eso era precisamente lo que iba a ocurrir. En el rato que habíamos pasado sentados junto a la ventana, todo lo que se me ocurría que podíamos hacer era esperar a que oscureciese para tratar de abrirnos camino a través de las colinas, y, desde allí, salir de la ciudad; era inútil intentar algo así por él, sabiendo que cada mano y cada mirada estaban contra nosotros. Le expliqué esto a Becky, en términos tan plenos de esperanza como pude, intentando dar la impresión de que confiaba en que lo lograríamos; y de hecho hubo momentos en que me sentí esperanzado.

Fue entonces, al oír el ligero chirrido de una llave penetrando en la cerradura de la puerta de recepción, cuando me anegó la sensación que he tratado de describir. Aquello no me sorprendió; me pareció, sin embargo, que en todo momento había sabido lo que iba a ocurrir, e incluso tuve tiempo de reparar en el hecho de que fuera quien fuese el que se disponía a entrar, habría obtenido la llave maestra del edificio de la manera más simple: pidiéndosela al conserje.

Pero cuando la puerta se abrió, y vi a la primera de las cuatro personas que entraron en la habitación, me puse apresuradamente en pie, con el corazón martilleando contra mi pecho, repentinamente eufórico. Sonriendo de renovada emoción y desaforada esperanza, alzando mi mano para estrechar la suya, di un rápido paso hacia adelante, en tanto mi voz surgía en un áspero y audible susurro:

—¡Mannie! —exclamé, presa de una feroz alegría; estreché su mano y la agité.

Él respondió a mi apretón, aunque con menos vigor del que esperaba; su mano prendía, casi fláccida, la mía, como aceptando mi saludo pero sin querer devolverlo del todo. Entonces, tras mirarle a la cara, comprendí. Es difícil decir cómo lo supe: posiblemente los ojos carecían de cierto lustre, quizá los músculos del rostro habían perdido algo de su tensión habitual, algo de su expresión alerta, o tal vez no… Pero lo supe.

Mannie, al reparar por mi expresión en lo que estaba pensando, asintió lentamente y, como si hubiera expuesto mis pensamientos en voz alta, dijo:

—Sí, Miles. Y desde hace mucho. Antes de la noche en que me telefoneaste.

Me giré para ver los rostros de quienes habían entrado con él en la habitación. Rodeé con un brazo los hombros de Becky mientras los encaraba.

Uno de los hombres —se habían detenido todos junto a la puerta— era pequeño, robusto y calvo; nunca lo había visto hasta entonces. Otro era Cari Meeker, un contable del pueblo, un tipo grande, de pelo negro y rostro amable que debía rondar la treintena. El cuarto era Budlong, que en ese momento nos dedicaba una ancha sonrisa, tan cordial y agradable como siempre.

Becky y yo nos habíamos quedado junto a la ventana. Mannie hizo un ademán hacia el sofá y dijo:

—Sentaos —su voz sonó amable. Pero nos negamos y Mannie repitió la invitación, en un tono tajante e imperativo—: Sentaos. Por favor, Becky; estás cansada, rendida. Vamos, siéntate —Becky, sin embargo, se apretó contra mí. Yo estreché mi abrazo alrededor de sus hombros, y, de nuevo, negué con la cabeza—. De acuerdo. —Mannie apartó las sábanas que cubrían el sofá y se sentó. Cari Meeker dio unos pasos hacia allí y se sentó junto a él, en tanto Budlong traía una silla de la habitación de al lado para tomar asiento frente a Mannie, y aquel hombre al que yo no conocía se quedaba junto a la puerta—. Me gustaría que os relajaseis y os tomaseis todo esto con calma —dijo Mannie, alzando las cejas y sonriendo con un franco interés por nuestra comodidad—. No vamos a haceros ningún daño, y una vez que entendáis lo que… tenemos que hacer —se encogió de hombros—, creo que aceptaréis, y quizá hasta os preguntaréis que razón había para armar tanto alboroto. —Se quedó mirándonos durante un rato; al ver que no nos movíamos ni replicábamos, se arrellanó en el sofá—. Bueno, lo primero de todo: no causa ningún dolor, no sentiréis nada. Te lo prometo, Becky —se mordió el labio un instante, poniendo en orden lo que debía decir; luego levantó otra vez la vista hacia nosotros—. Y, cuando despertéis, os sentiréis exactamente igual. Seréis los mismos, desde cada uno de vuestros pensamientos, recuerdos, hábitos y manías hasta el último y más pequeño átomo de vuestros cuerpos. No hay ninguna diferencia. Ninguna. Seréis exactamente lo que fuisteis. —Lo dijo con énfasis y convicción, pero, durante una milésima de segundo, una sombra de incredulidad hacia sus propias palabras osciló en sus ojos.

—¿De que preocuparse, entonces? —dije con indiferencia. No tenía ninguna esperanza de poder discutir sobre ello, pero sentía que debía decir algo—. Dejadnos en paz. Abandonaremos el pueblo y no regresaremos.

—Bueno… —Mannie inició una respuesta, pero se detuvo, y miró a Budlong, sentado en el otro extremo de la habitación—. Quizá seas tú quien deba responder a eso, Bud.

—De acuerdo —con gesto satisfecho, Budlong se acomodé en la silla, exhibiendo el aire de un profesor que anticipa el goce de enseñar, tal y como, sin duda, había hecho toda su vida. Y me sorprendí preguntándome si Mannie no tendría razón, si de veras no había cambio alguno y uno seguía siendo la misma persona que siempre había sido—. Ustedes vieron lo que vieron, y saben lo que saben —comenzó Budlong—. Han visto las… vainas, a falta de un nombre mejor; las han visto cambiar y prepararse; en dos ocasiones han visto el proceso casi completa. Pero ¿por qué razón íbamos a obligarles a pasar por tal proceso, cuando no hay, como hemos dicho, ninguna diferencia? —De nuevo, al igual que en su casa, las yemas de los dedos de una mano se juntaron con las yemas de la otra, en un gesto profesoral y académico, y nos dedicó una sonrisa jovial y simpática—. Es una buena pregunta, pero hay una respuesta para ella, y, además, muy simple. Como han supuesto, las vainas son, en cierto sentido, una simiente, si bien no de la forma que entendemos por simiente. Pero, en cualquier caso, son una materia viva, capaz, como cualquier semilla, de un enorme y complejo crecimiento y desarrollo. Y, en efecto, estas… semillas, las originales, en cualquier caso, llegaron a la tierra desde el espacio, después de recorrer enormes distancias y milenios de tiempo, tal y como les dije. Aunque, por supuesto —sonrió, esbozando un gesto de educada disculpa— intenté construir la frase de manera que se proyectase la duda sobre tal idea. Las semillas, en fin, están vivas; llegaron a este planeta por puro azar, pero una vez que llegaron a él tenían una función que desempeñar, tan natural para ellas como las suyas lo son para ustedes. Y esa es la razón por la que ustedes deben pasar por el proceso; las vainas han de cumplir su función, su razón de ser.

—¿Y cual es su función? —inquirí sarcásticamente.

Budlong se encogió de hombros.

—La función de todo ser vivo, habite donde habite: sobrevivir —me miró de hito en hito unos instantes—. La vida existe por todo el universo, doctor Bennell; muchos científicos lo saben, y lo admiten de buen grado; tiene que ser verdad, aunque nunca antes la hayamos encontrado. Pero esta ahí, a una distancia infinita, en cada forma concebible e inconcebible, pues existe bajo una enorme variedad de formas. Considere, doctor, que hay planetas y formas de vida incalculablemente más antiguos que los nuestros. ¿Qué ocurre cuando uno de esos planetas muere? Que la forma de vida que en él habita tendrá que afrontar ese hecho y prepararse para una sola cosa: sobrevivir —Budlong se inclinó hacia adelante, mirándome fijamente, fascinado por sus propias palabras—. Cuando un planeta muere —repitió—, lo hace muy lentamente, y a lo largo de eras inconmensurables. La forma de vida que hay en él (muy lentamente, y a lo largo de eras inconmensurables) debe prepararse. ¿Prepararse para que? Para abandonar su planeta. ¿Para llegar adónde? ¿Y cuando? No hay sino una respuesta, que ellos encontraron. Es la capacidad universal de adaptación sobre cada una de las otras formas de vida, bajo cualquier clase de condiciones que fuera posible hallar. —Budlong ensanchó una sonrisa feliz, y volvió a arrellanarse en la silla. Afuera, en la calle, un coche soltó un bocinazo, y un niño comenzó a llorar—. Así que, en cierto modo, claro, las vainas son un parásito para cualquier vida que encuentran —prosiguió—. Pero son el parásito perfecto, un parásito capaz de algo más que adherirse a su huésped. Son una vida totalmente evolucionada, dotada con la habilidad de readaptarse y reconstituirse en un duplicado perfecto, célula por célula, de cualquier forma de vida que puedan encontrar en cualesquiera condiciones a las que la vida se haya adaptado.

Mi expresión debía delatar lo que estaba pensando, porque Budlong sonrió, y alzó una mano:

—Lo sé; lo que he dicho parece incomprensible, el desvarío de un loco. Es natural. Porque vivimos atrapados en nuestras propias nociones, doctor, nuestras ideas, necesariamente limitadas, acerca de lo que la vida ha de ser. De hecho, difícilmente nos cabe concebir algo que pueda ser muy diferente de nosotros o de cualquier forma de vida existente en nuestro pequeño planeta. Haga la prueba: ¿a que se parecen esos imaginarios hombres de Marte que salen en los cómics y en las novelas? Piense en ello. Se parecen a una grotesca versión de nosotros mismos… ¡no podemos imaginar nada que sea distinto! Oh, puede que tengan seis piernas, tres brazos y una antena brotando de su cabeza —sonrió—, como ciertos insectos. Pero no son nada fundamentalmente diferente de lo que conocemos. —Levante un índice, como si reconviniera a un alumno que no se supiera la lección—. Pero ceder a nuestras propias limitaciones, y creer de veras que la evolución en nuestro universo debe, por alguna razón, seguir caminos similares al nuestro, en cualquier mínima forma, es —se encogió de hombros, y sonrió— un tanto estrecho de miras. De hecho, directamente provinciano. La vida asume el tipo de forma que deba asumir: un monstruo de doce metros, con un cuello inmenso y un peso de dos toneladas; llamémosle dinosaurio. Cuando las condiciones cambian, y la existencia del dinosaurio se hace imposible, este desaparece. Pero la vida no; esta aún ahí, concebida en una nueva forma. Cualquier… forma… necesaria. —Su expresión era solemne—. Esa es la verdad. Sucedió, si. Las semillas llegaron a la Tierra, se posaron en nuestro planeta como hicieron en otros planetas, y desempeñaron, y siguen aún desempeñando, esa función tan simple y natural que es sobrevivir en el terreno que habitan. Y lo hacen ejercitando su evolucionada capacidad de adaptarse, asumir y duplicar, célula a célula, la forma de vida adaptada a este planeta.

No sabía cuánto tiempo pensaban darnos. Pero me sentía ansioso de hablar durante tanto tiempo como a Budlong le apeteciera oírme; el instinto de supervivencia, supuse, y sonreí.

—Pura palabrería —espeté burlonamente—. Una teoría barata. Porque ¿cómo? ¿Cómo pueden hacerlo? Y, en cualquier caso, ¿cómo pueden ustedes saberlo? ¿Qué es lo que saben sobre otros planetas, sobre otras formas de vida? —lo dije mofándome, con alguna maldad y cierta acritud en el tono, y sentí que los hombros de Becky temblaban un momento bajo mi brazo.

Budlong no se irritó.

—Lo sabemos —respondió, simplemente—. No es que haya —hizo una mueca— una memoria de ello; no puede decirse así; no puede decirse tampoco de manera alguna que pueda usted reconocer. Pero hay conocimientos en esta forma de vida, claro, y estos… permanecen. Yo puedo ser aún lo que fui, en todos los sentidos, hasta en la cicatriz que de niño me hice en un pie; aún puedo ser Bernard Budlong; pero los otros conocimientos también están ahí. Permanecen, y los conozco. Todos los conocemos —durante un momento tendió una mirada en el vacío, hasta que volvió a observarnos—. Y en cuanto a cómo sucede, cómo hacen lo que hacen… —me dedicó una sonrisa—. Vamos, doctor Bennell; piense lo poco que aún sabemos sobre este nuevo, inculto y pequeño planeta. Acabamos de bajar de los árboles, ¡todavía somos unos salvajes! Hace solo doscientos años ustedes, los médicos, ni siquiera sabían de que manera circulaba la sangre. Pensaban que era un fluido inmóvil que rellenaba el cuerpo de la misma forma en que el vino rellena los odres. Y en mi propia vida, la existencia de las ondas cerebrales ni siquiera se sospechaba. ¡Piense en ello, doctor! Ondas cerebrales, verdaderas emanaciones eléctricas procedentes del cerebro en pautas especificas, identificables, dotadas de la capacidad de atravesar el cráneo hacia el exterior, para ser recogidas, amplificadas y registradas en gráficas. Uno puede sentarse y verlas en una pantalla. ¿Es usted epiléptico, real o incluso potencial? El dibujo de sus propias e individuales ondas cerebrales responderá al instante esa cuestión, como usted muy bien sabrá; usted es médico. Pero el caso es que esas ondas siempre han existido; no fueron inventadas, sólo descubiertas. La gente siempre las ha tenido, del mismo modo en que siempre ha tenido huellas digitales: desde Abraham Lincoln a Poncio Pilato, desde este al hombre de Cromañón, sólo que no lo sabíamos; eso es todo. —Suspiré, y dijo—: Y hay otra vasta cantidad de cosas que ignoramos o ni siquiera llegamos a sospechar. No sólo su cerebro; también de su propio cuerpo, de cada una de sus células, emana una serie de ondas tan individuales como sus huellas digitales. ¿Cree eso, doctor? —Sonrió—. Dígame, ¿cree usted que de una sala como esta pueden emanar ondas totalmente invisibles e imposibles de detectar; que dichas ondas pueden moverse silenciosamente por el aire, y al fin ser recogidas para reproducir con total precisión cada palabra, sonido o ruido que se haya oído en la habitación original? ¿El sonido de un susurro, la nota de un piano, el punteo de una guitarra? Su abuelo jamás habría creído algo tan imposible; pero usted si: usted cree en la radio. Incluso cree en la televisión. —Asintió—. Si, doctor Bennell, su cuerpo contiene un registre como toda materia viva: es la piedra angular de la vida celular. Porque esta se compone de diminutas líneas de fuerza eléctrica que mantienen unidos los átomos que constituyen su ser. Y por consiguiente hay un registro, infinitamente más perfecto y detallado de lo que un mapa pueda ser, de la exacta constitución atómica de su cuerpo en este preciso momento, alterada cada vez que toma aliento, a cada segundo de tiempo en que su cuerpo cambia de forma infinitesimal. Y es durante el sueño, casualmente, cuando los cambios son menores; es durante el sueño, si, cuando el registro puede ser asimilado, y absorbido, como la electricidad estática, de un cuerpo a otro —de nuevo asintió—. Por lo tanto, doctor Bennell, si que pueden hacerlo, y con bastante facilidad; el intrincado registro de las líneas de fuerza eléctrica que engarzan cada átomo de su cuerpo para formar y constituir hasta la última célula que hay en él puede ser transferido a otro cuerpo, lentamente. Y así, dado que cada clase de átomo (ese pequeño ladrillo del universo) es idéntica al resto, es como se toma posible duplicar un cuerpo con toda precisión, átomo a átomo, molécula a molécula, célula a célula, desde la cicatriz más pequeña hasta el vello de la muñeca. Pero ¿qué le sucede al original?

Sucede que los átomos que anteriormente constituían su cuerpo pasan a ser una carga neutra, nada, un montón de pelusa gris. Todo esto puede suceder, sucede, y usted sabe que ya ha sucedido; y, con todo, Todavía no es capaz de aceptarlo. —Me miró durante unos segundos antes de continuar—: Aunque tal vez me equivoco en este punto; creo que ya lo ha aceptado.

Por un tiempo la habitación quedó envuelta en silencio. Las cuatro figuras que había en la sala de espera nos observaban sin moverse, sin hacer ningún ruido. Budlong estaba en lo cierto; le creía. Sabía que todo eso era cierto, por imposible que pareciera, y la impotencia y la frustración crecían en mi animo. Podía sentirlo en el temblor de mis manos, era una verdadera sensación física, una imperiosa urgencia de hacer algo, pero me quedé donde estaba, apretando y soltando los puños. Entonces, en un gesto absolutamente impulsivo, provocado por la mera razón de moverme, de actuar, de hacer algo, di un paso atrás, cogí el cordón de la persiana y tiré de él. La persiana subió de una vez —las listas tabletearon con un sonido de metralleta—, dejando que la luz del entrase a raudales, y yo me volví a mirar el cúmulo de compradores que iban de un lado a otro: miraba las tiendas, los coches, los parquímetros… aquella escena tan normal que se nos ofrecía allá abajo.

Las cuatro figuras que había en mi oficina no se movieron, solo se quedaron en el lugar en que estaban, observándome: y yo pasé una mirada frenética de un lado a otro, por toda la habitación, tratando de dar con algo que me permitiera actuar.

Mannie supo antes que yo lo que pasaba por mi cabeza.

—Puedes coger algo y lanzarlo por la ventana, Miles. Y eso atraerá la atención: la gente levantará la vista hacia una ventana rota. Tú te abalanzarás sobre ella y les gritarás, Miles. Pero nadie subirá —deslicé la mirada hasta el teléfono, y Mannie continuó—: Cógelo; no te detendremos. Te comunicarás con la operadora. Pero ella no pasará la llamada.

Becky giró la cabeza hacia mí y la hundió en mi pecho, aferrándome las solapas con las manos; sentí, mientras la rodeaba con mis brazos, cómo sus hombros se agitaban en un seco e inaudible sollozo.

—¡Entonces a que esperáis! —podía ver una niebla roja espesándose ante mis ojos—. ¿Qué estáis haciendo? ¿Torturarnos?

Mannie esbozó una mueca, formulando una expresión de aparente dolor, y sacudió la cabeza.

—¡No, Miles! Claro que no. No tenemos el más mínimo deseo de haceros daño o de torturaros en modo alguno. ¡Sois mis amigos! O lo fuisteis —bajó la mirada, y extendió las manos en un gesto de impotencia—. ¿No lo ves? No hay nada que podamos hacer, Miles, salvo esperar y tratar de explicaros todo esto, que lo comprendáis y lo aceptéis, y hallar el modo de haceros esto tan fácil como podamos. Miles —dijo, simplemente—, tenemos que esperar hasta que durmáis, eso es todo. Y no hay manera de obligar a un hombre a que concilie el sueño —Mannie me miró, y en un tono amable, añadió—: Pero tampoco hay manera de que un hombre pueda no caer en el sueño. Puedes luchar contra él por un tiempo, pero siempre, inevitablemente… tienes que dormir.

El tipo bajito que se había quedado junto a la puerta —ya incluso había olvidado que existió— suspiró, y dijo:

—Encerrémoslos en una celda; al final tendrán que dormir, ¿no? ¿Qué sentido tiene tanta discusión? Mannie le lanzó una mirada gélida.

—Porque estas personas son amigos míos. Vete a casa, si quieres. Tres somos suficientes.

El hombre se conformé con suspirar —reparé en que nadie se dejaba llevar por la cólera— y se quedó donde estaba.

Mannie se incorporé de pronto, caminé hacia nosotros y me miró, componiendo una expresión afligida.

—Miles, ¡afróntalo! Estas atrapado; no hay nada que puedas hacer. Afróntalo y acéptalo; ¿te gusta ver a Becky así? ¡A mi no! —nos miramos a los ojos unos segundos, y de algún modo, su ira no me pareció en absoluto verosímil. Amablemente, persuasivamente, Mannie prosiguió—: Habla con ella, Miles. Hazle ver la verdad, No bromeo, ni siquiera os importará, os lo aseguro. No sentiréis nada. Dormid, y al despertar os sentiréis exactamente como os sentís ahora, solo que descansados. Seréis los mismos, ¿por qué demonios lucháis? —tras un instante se volvió, y regresó al sofá.