Ceñí el brazo de Becky, y sostuve su mano entre las mías, estrechándola; ella levantó la mirada hacia mí y trató de sonreír. La llevé hasta el sillón de cuero que había frente a mi mesa y la senté en él, y yo me apoyé en el brazo, inclinándome hacia ella y rodeándole los hombros cálidamente. No sé cuánto tiempo estuvimos así, sin pronunciar una sola palabra. Yo recordaba la noche —no hacia tanto tiempo, y, sin embargo, tanto tiempo atrás— en que Becky acudió a mí para hablarme de Wilma, y advertí que ahora llevaba el mismo vestido de entonces: seda y mangas largas, un estampado en rojo y gris. Recordaba el placer que sentí al verla aquella noche, sabiendo que, aun cuando sólo salimos un puñado de veces en la época del instituto, nunca pude olvidarla de veras. Y ahora comprendía muchas cosas que antes ignoraba.
—Te quiero, Becky —susurré. Ella levantó los ojos para sonreír, y luego dejó caer la cabeza en mi brazo—. Te quiero, Miles.
Oí un ligero ruido procedente de la puerta, un sonido familiar, aunque por un instante no alcancé a reconocerlo; era el chasquido que hace una rama seca al quebrarse. Supe entonces que había producido aquel ruido, y al punto miré a Becky, pero su expresión no indicaba si también ella lo había oído.
—Me habría encantado casarme contigo, Becky. Me encantaría que ahora estuviésemos casados. Asintió:
—A mi también. Miles, ¿por qué no lo hicimos?
No respondí; las razones, ahora, no tenían importancia.
—Debimos haberlo hecho —dijo Becky—, pero tenías miedo, por ti y por mi. Creo que más por mi. —Me dedicó una sonrisa cansada—. Y también es cierto que yo no hubiera podido fallar de nuevo, simplemente no hubiera podido hacerlo. Pero tú tampoco podías protegerme de ello. ¿Y a que otro hombre que hubiera podido protegerme habría encontrado? Dos personas que se casan corren el riesgo de fracasar; no éramos diferentes de nadie. Salvo en que sabíamos más; ya sabíamos que era exactamente el fracaso, y quizá que conduce a él, y cómo precaverse de ello. Debimos habernos casado. Miles.
Tras unos segundos, respondí:
—Quizá todavía estemos a tiempo.
Porque Becky estaba en lo cierto, sin duda: era tan sencillo como obvio, sólo que no me había permitido darme cuenta de ello. Claro que podíamos haber fracasado; yo podía haber arruinado su vida, pero eso no me hacia diferente de cualquier hombre que pudiera haber hecho lo mismo.
Un rumor de cosas que crujían, precedido de varios chasquidos, vino de nuevo hasta nosotros desde el otro lado de la puerta. Me incorporé, y merodeé por la oficina en busca de algo que pudiera servirnos. Quería otra oportunidad, más que cualquier cosa que hubiera querido antes; porque tenía que haber una salida. Recordando que debía moverme en silencio, abrí el cajón de mi mesa: en su interior había un cuadernillo para extender recetas, hojas de papel secante, tarjetas de celuloide con un calendario en el reverso, algunos clips, gomas de borrar, unos fórceps rotos, lápices, dos estilográficas y un abrecartas bañado en una imitación de bronce. Cogí el abrecartas y lo sostuve como una daga, apretando el puño alrededor del mango, y miré la superficie barnizada de la puerta de madera que daba al recibidor. Abrí la mano y dejé que aquel objeto inútil cayera en silencio sobre un puñado de hojas de papel secante.
Probé en el armario que había al otro lado de la habitación, atestado con mi instrumental médico: sobre unas toallas blancas, pulcramente dobladas, yacían hileras de fórceps de acero, escalpelos, agujas hipodérmicas, tijeras, desinfectantes, antisépticos; ni siquiera me molesté en abrir las puertecitas de cristal. Probé también en la nevera: sueros, vacunas, antibióticos y medio litro de un refresco algo pasado que mi enfermera se había dejado allí; suave mente, cerré la puerta. No había mucho más: una balanza; la camilla; un armario blanco y esmaltado donde se mezclaban vendas, tintas, yodo, mercromina, tiomersal y varios abatelenguas de madera; algunos armarios, alfombras, la mesa, cuadros y diplomas clavados en la pared: es decir, nada.
Me volví hacia Becky, con la boca abierta para decir algo, y por un momento sentí que el corazón se detenía en mi pecho; luego comenzó a latir otra vez fuertemente. En dos pasos rápidos me abalancé sobre la silla en que se recostaba Becky y le aferré los hombros, agitándola con fuerza hasta que sus párpados se entreabrieron.
—¡Oh, Miles…! Me había quedado dormida. —Ahora sus ojos se abrieron de par en par, llenos de temor.
En el cajón inferior de la mesa, a la izquierda, encontré una botella de benzedrina. Fui al lavabo por un vaso de agua y le di una pastilla a Becky. Detuve un momento la mirada en la botella, y luego la deslicé al interior de un bolsillo sin ingerir antes ninguna pastilla; podía aguantar un tiempo sin dormir, y era mejor para ambos tomarlas por turnos, a fin de que uno mantuviese despierto al otro.
Me senté a mi mesa, con los codos apoyados sobre su superficie de cristal y los puños cerrados contra las mejillas, mientras Becky me observaba para asegurarse de que no me quedaría dormido. Si había algún modo de salir de allí, este estaría en mi mente, y no en hacer rondar mis pies por la oficina.
El tiempo pasaba. Algún crujido aislado sonaba al otro lado de la puerta, y, aunque Becky y yo lo oíamos, ninguno mirábamos a la puerta. Me obligué a permanecer allí sentado, tratando de recordar todo lo que sabía acerca de aquellas vainas.
Al cabo de un rato levantó la vista, muy lentamente; al otro lado de la mesa, en la silla de cuero, Becky permanecía observándome en silencio, alerta, y pude ver que los ojos ya le brillaban por los efectos de la benzedrina. Muy suavemente, a un tiempo pidiéndole consejo y pensando en voz alta, le pregunté:
—Supón, solo supón, que hubiera una forma… no de escapar, pues no hay modo de poder escapar, sino de hacer que nos lleven a otra parte, en lugar de tenemos aquí —hice un gesto con la mano—. A la cárcel, imagino. Pero supón que hay una manera de hacerlo…
—¿En qué estas pensando, Miles?
—No lo sé; probablemente en nada. Pensaba en una forma de acabar con sus malditas vainas, aunque no estoy muy seguro de que podamos hacerlo. Conseguirían más. Nos llevarían a cualquier otro lugar y traerían más. No habríamos logrado nada.
—Ganaríamos algo de tiempo —replicó Becky—. Porque dudo que por ahora haya más vainas. Creo que hemos visto todas las que tenían preparadas —señaló con el mentón hacia la ventana y la calle que había bajo esta—: Tengo la impresión de que han utilizado todas las que habían dispuesto. Quizá las dos que hay ahí fuera —indicó con un gesto la puerta cerrada— son las dos últimas que les quedaban, las del camión de Joe Grimaldi.
—Están cultivando más; todo lo que habríamos ganado sería un pequeño aplazamiento. —Frustrado, sin hacer siquiera un ruido, golpeé el puño contra la palma de mi mano—, y eso no es bastante, no vale de nada. —Fruncí el ceño, tratando de pensar con claridad—. Un poco más de tiempo no es lo que queremos conseguir; si hay una forma de hacer que nos saquen de aquí, fuera del edificio, esa habrá de ser nuestra oportunidad; no habrá ninguna otra.
—¿Crees que podrías… —dijo Becky— cogerles desprevenidos y golpearles, y conseguir que salgamos del edificio? Como hiciste con Nick Griv…
Pero negué con la cabeza.
—Tenemos que pensar en algo que pueda hacer se, Becky; ni esto es una película ni yo soy su protagonista. No, no podría con cuatro hombres, quizá ni siquiera con uno. Dudo mucho que pudiera con Mannie, y Chef Meeker me partiría en dos. Quizá con el profesor, o ese tipo bajito y gordito… —sonreí, pero al momento recuperé la seriedad—. Demonios, ni siquiera sé si haciendo cualquier cosa les obligaríamos a que nos sacasen de aquí. Probablemente no.
—¿Cómo lo podríamos probar? —Becky no iba a rendirse.
Señalé a la puerta de la recepción.
—En este preciso momento, si Budlong esta en lo cierto, esas cosas de ahí fuera se están preparando; quizá un tanto a ciegas, en principio, pero sin duda ya se están disponiendo a imitar y duplicar cualquier sustancia viva que encuentren; célula y tejidos, estructura ósea y sangre. Es decir: nosotros, tan pronto como nos venza el sueño, tan pronto como nuestros procesos corporales se relajen y yazgan inermes. Pero supón… —Miré a Becky, vacilante; si esa no era la respuesta, no sabía cual otra iba a ser—. Supón —dije lentamente— que hacemos que esas vainas se consuman en algo que no seamos nosotros. Supón que les proporcionamos un par de sustitutos: Fred y su novia.
Becky arrugó el ceño, ignorando a que me refería, así que me acerqué al armario que había junto a mi mesa y abrí la puerta.
—Los esqueletos —exclamé, señalando con un dedo sus ojos vacíos y su enorme sonrisa—. ¡Estuvieron vivos! —de pronto hablaba deprisa, rebosante de emoción, casi como si convencer a Becky fuese todo lo que necesitaba—. ¡Son dos cuerpos humanos, y poseen una estructura ósea completa! Y si Budlong esta en lo cierto, los átomos que los componen Todavía están unidos por los mismos registros, líneas de fuerza o como quiera llamarlas, que los unieron en vida, los mismos que unen los nuestros. Ahí los tenemos, ¡dormidos y más que dormidos! ¡Preparados, deseosos y quizás dotados con la capacidad de ser sustituidos, de poder prestar sus pautas para que sean duplicadas y reproducidas en lugar de las nuestras!
—No perdemos nada intentándolo, Miles —dijo Becky, al cabo de unos segundos, pero antes de que hubiera terminado de hablar ya me había puesto en pie.
En absoluto silencio, poniendo un infinito cuidado en evitar que los oscilantes huesos de los miembros golpeasen contra los lados del armario, levanté el esqueleto masculino, lo llevé hasta la puerta de recepción y lo dejé tendido en el suelo, boca abajo, de manera que no pudiéramos ver su sonrisa burlona. Unos segundos después hice lo propio con el esqueleto femenino.
No sé el tiempo que estuvimos mirándolos, pero enseguida retorné al armario donde guardaba mi instrumental médico y, tras abrir la puerta de cristal, cogí una jeringuilla de veinte centímetros cúbicos. De un dispensador de alcohol vertí unas gotas en un trozo de algodón esterilizado: lo apliqué en una pequeña área del brazo de Becky, luego en el mio, y por último conduje a Becky junto a la puerta de recepción. Extraje veinte centímetros cúbicos de sangre de una vena de su antebrazo, y al punto —muy rápido, antes de que la sangre se coagulase— vacié la jeringuilla por el cuello y por varias costillas de la figura yacente que tenía más próxima. De mi propio brazo extraje otros veinte centímetros cúbicos de sangre, y me incliné aprisa sobre la otra figura. —Miles, no, ¡no!
Alcé la vista para ver a Becky sacudiendo la cabeza y apartando los ojos, muy pálida; pero no me detuve.
—Miles, por favor; no puedo soportarlo; su aspecto… por favor, no. ¡No sigas!
Me levanté, y me volví hacia ella.
—De acuerdo —asentí—. Ni siquiera sé si servirá de algo, sólo sé que es un poco más de materia viva que… —preferí olvidarme de ello y no concluir lo que estaba haciendo. Pero dejé las figuras tendidas en el suelo, en el mismo sitio en que estaban. No sabía que iba a hacer, pero las dejé allí, donde se hallaban.
Hice una cosa más, pero no pedí permiso a Becky. cogí las tijeras de mi mesa y corté un mechón de sus cabellos, luego un poco del mio, y esparcí el pelo sobre las dos figuras del suelo. Ya no quedaba nada más que hacer salvo esperar.
Nos sentarnos. Becky lo hizo en el sillón de cuero, y yo ante mi mesa. Y Becky empezó a hablar. Lentamente, sin demasiada convicción, y deteniéndose de vez en cuando para mirarme con una expresión interrogativa, me conté la idea que acababa de ocurrírsele.
Escuché hasta el final, y cuando se detuvo a esperar mi respuesta, sonreí y asentí un poco, intentando no parecer inmediatamente desalentador.
—Becky, quizá podría funcionar, tal y como lo cuentas. Pero al final acabaría forcejeando en el suelo con dos o tres hombres sobre mi.
—Miles —replico—, sé que no hay razón alguna para creer que todo lo que se nos ocurra debe funcionar. Pero ahora eres tú el que piensa como si esto fuese una película. Mucha gente lo hace, en ciertas ocasiones, cuando menos… Miles, hay muchas cosas con las cuales la mayoría de la gente no se topa en su vida, de modo que las imagina como si se tratasen de escenas de una película. Es el único medio por el que la gente puede visualizar determinadas situaciones de cuya experiencia carece. Y así es como piensas tú ahora: una escena en la que forcejeas con dos o tres hombres; pero, Miles, ¿qué hago yo durante esa escena? Me imaginas encogida de miedo contra una pared, con los ojos abiertos de par en par, aterrada y cubriéndome la cara de horror, ¿verdad?
Pensé en ello, y estaba en lo cierto; muy en lo cierto, de hecho, y asentí. Becky también asintió:
—Y así es como también ellos pensarán: el estereotipo de mujer ante esa clase de situación. Y eso es exactamente lo que haré, hasta que me haya percatado de que me han visto y se han fijado en mi. Entonces haré exactamente lo que tú ya habrás hecho; ¿por qué no? —me detuve a considerar lo que acababa de decir, pero Becky insistió, incapaz de esperar—: ¿Por qué no, Miles? ¿Por qué no iba a poder? —hizo una pausa—: Puedo hacerlo. Te darán una paliza, no tendrás más allá de un minuto para hacerlo, pero yo… Miles, ¿por qué no iba a funcionar?
Tenía miedo. Aquello no me gustaba nada; esto era el mundo real, se trataba genuina y simplemente de una cuestión de vida o muerte, y advertí que íbamos a enfrentarnos a ello sin planear nada, de una manera improvisada. Teníamos que pensar, convencernos y estar seguros de lo que debíamos hacer; teníamos que tomarnos nuestro tiempo hasta estar seguros y hasta saber que estábamos seguros. Y resultaba que ahora, como soldados atrapados bajo el fuego enemigo, nos disponíamos a improvisar la decisión más importante de nuestras vidas sobre la marcha y bajo una terrible presión, sabiendo que el castigo por hacer algo que no estuviese a la altura de la perfección sería la muerte, si no algo peor. Sencillamente, no había tiempo para un plan más meticuloso. Desde luego no podíamos consultarlo con la almohada, pensé, y sonreí por mi propio chiste sin ningún humor.
—¡Vamos. Miles! —susurró Becky. Estaba de pie, inclinada sobre la mesa, tironeando de mi manga—. ¡No sabes cuánto tiempo nos queda!
Hubo una ligera llamada a la puerta de mi oficina, y desde el vestíbulo oí la voz de Mannie, muy baja y suave:
—¿Miles? —musitó, e hizo una pausa—. ¿Miles…?
—Lo siento, Mannie —grité—, pero aún estamos despiertos. No puedo evitarlo; sabes que intentaremos permanecer en veía tanto como podamos. Pero no será por mucho tiempo; no podrá serlo…
No hubo respuesta, y ya no había modo de saber por cuánto tiempo más nos dejarían estar solos. Me repugnaba lo que nos disponíamos a realizar, me repugnaba depositar nuestras esperanzas en esa endeble idea de Becky, pero ciertamente no se me ocurría que otra cosa podíamos hacer.
—De acuerdo —me levanté, caminé hacia el armario y cogí un rollo bastante ancho de cinta adhesiva. En el armario donde se almacenaba mi instrumental arramblé con todo lo que necesitábamos; luego, junto a mi mesa, desabotoné las mangas de Becky a la altura de las muñecas, me remangué la chaqueta y puse manos a la obra.
No llevó mucho tiempo, cuatro minutos, tal vez. Mientras me bajaba las mangas, Becky dejé de abotonarse las de su vestido, e hizo un ademán con la cabeza.
—¡Miles, mira!
Me di la vuelta, y fruncí los párpados para convencerme de que estaba viendo lo que me había parecido ver, hasta comprender que, en efecto, así era. Los huesos que yacían en el suelo tenían un aspecto distinto. No podía decir en que habían cambiado, pero, al observarlos ahora, no cabía ninguna duda de que habían cambiado.
Podía haber sido el color —no estaba seguro de ello—, pero había algo más que eso. El sentido de la vista es más perspicaz de lo que estamos acostumbrados a pensar; alcanza a ver más de lo que creemos. Decimos: «con mirarlo supe que…» y, aunque a veces no somos capaces de explicar el hecho de que así sea, por lo general es verdad. Aquellos huesos habían perdido dureza, aun cuando ni siquiera sé que pretendo decir con eso, o cómo es que podíamos apreciarlo. Su forma no había cambiado, pero habían perdido cierto grado de rigidez o firmeza. Como un antiguo muro con los ladrillos sueltos, cuya forma no hubiera sufrido cambio alguno que la vista pudiera percibir pero en el cual la argamasa se hubiese desmenuzado, así también aquellos huesos habían perdido su solidez. Fuera lo que fuese que daba forma a esos huesos, se estaba debilitando. Y la mirada lo sabía.
Intentando no sentirme demasiado esperanzado, preparándome para desilusionarme, incapaz aún de creer lo que veían mis ojos, me detuve a mirar fijamente aquellos huesos. Y de pronto, a la velocidad de un pestañeo, en un pequeñísimo segmento del cúbito —uno de los dos huesos que componen el antebrazo— del esqueleto que teníamos más cerca, apareció una mancha gris. No ocurrió nada más en ese intervalo que hay de un latido del corazón a otro; pero luego la mancha creció un poco, y luego un poco más, extendiéndose en ambas direcciones, rápido, más rápido, por todo lo largo del hueso. Y fue entonces como una secuencia de dibujos animados, esas en las que el dibujo es bosquejado increíblemente rápido y las líneas aparecen por todas partes, más deprisa de lo que el ojo puede percibir: bajo nuestra mirada, la mancha gris se propagó por todos y cada uno de los huesos de ambos esqueletos, siguiendo su recorrido a una velocidad vertiginosa, hasta sumir en aquella grisura —más aprisa de lo que se tarda en parpadear— la caja torácica de uno de ellos. La blancura había desaparecido de los huesos, y durante un instante de tiempo suspendido los dos esqueletos aparecían compuestos —en una perfecta totalidad— como por una ingrávida pelusa gris. El instante concluyó, y los esqueletos se desmoronaron —una ráfaga de aire hubiera conseguido lo mismo— en un pequeño montón informe de polvo y vacío, sobre el suelo.
Seguí mirando durante algún tiempo más, loco de euforia, hasta que el aire entré a borbotones en mis pulmones, y grité:
—¡Mannie!
La puerta exterior de mi oficina se abrió al instante, y los cuatro hombres entraron a toda prisa, con los rostros serenos y pacientes. Apunté a un lado con la punta de mi zapato y se detuvieron, volvieron allí la mirada por unos instantes, hasta que Mannie sacó una llave de su bolsillo y quitó el cierre a la puerta de la recepción. Abrió, pero la puerta tropezó con algo, algo duro que hacia un ruidito seco al chocar con la madera. Mannie empujó, la puerta se abrió un poco más y, al fin, se atascó. Y todos, tan aprisa como pudimos, moviéndonos a un tiempo, nos apiñamos alrededor de la puerta.
Sobre la alfombra marrón, blancos y reproducidos hasta en el más nimio detalle, yacían los dos esqueletos, embadurnados de rojo en los hombros, salpicados de un puñado de cabellos oscuros que se filtraban entre los huesos. Con el rostro contra el suelo, esbozaban aquella sonrisa suya, descarnada e incesante, que parecía reír por lo gracioso del chiste. A su lado y bajo ellos, casi inadvertidos sobre la alfombra, habían varios fragmentos rotos de lo que quedaba de las dos vainas.
Mannie movió la cabeza varias veces, muy despacio, con los labios apretados, pensando para si. Budlong dijo:
—Esto es muy interesante, realmente interesante. ¿Sabe usted —se giró hacia mí, tratando de entablar conversación, mirándome con la misma expresión amigable de siempre— que nunca se me había ocurrido algo parecido? Y, con todo, como puede verse es perfectamente posible. Interesante —se dio la vuelta para devolver la mirada al suelo.
—Muy bien, Miles —Mannie me observaba, reflexivo—. Por lo visto, creo que no tenemos más remedio que reteneros en una celda, hasta que podamos conseguir otras vainas. Lo siento, pero es lo que debemos hacer.
Asentí, sin más, y salimos por la puerta para encaminarnos hacia el vestíbulo del edificio. Me daba igual coger el ascensor o bajar por las escaleras, pero Mannie dijo:
—Vayamos por las escaleras. Solo esta el conserje, es sábado; el servicio es deficiente —y avanzamos por el pasillo hasta la puerta de incendios para descender, al fin, por la larga escalera.