Diecinueve

Chet Meeker y aquel tipo bajito y corpulento iban delante. Becky y yo íbamos en medio, con Mannie y Budlong justo a nuestra espalda. Tenía claro que no había razón alguna por la que debiéramos esperar, así que al aproximarnos al rellano del primer entresuelo decidí que era el momento: uní las manos, dejando sueltos los brazos, y deslicé el pulgar y el índice de mi mano izquierda por el interior de la manga derecha, y el pulgar y el índice de la otra mano en la manga izquierda. Los dedos de cada mano alcanzaron la cinta adhesiva, justo por encima del dobladillo del puño, y fui tirando de ella hasta despegarla completamente. Ahora —y ese era el plan de Becky— llevaba en cada mano una jeringuilla hipodérmica, con una carga en su interior.

Al llegar al rellano y doblar en semicírculo hacia el siguiente tramo de escaleras, el tipo bajito se situó en la parte interior y aferró el pasamanos, y Chet Meeker se colocó junto a él. Fue el momento que aproveché para dar un paso adelante, tras ellos, y apartar de un empellón con el codo a Becky, que se echó a una esquina del rellano; al instante dirigí las manos hacia los dos hombres con un movimiento seco y rápido, apretando las agujas entre los dedos y manteniendo los pulgares sobre los émbolos, e inyecté en sus nalgas dos centímetros cúbicos de morfina, sin relajar los pulgares hasta que los émbolos no tocaron al fondo de la jeringuilla.

Los dos tipos aullaron y se volvieron hacia mí, mientras Mannie y Budlong se arrojaban sobre mi espalda. Caí sobre el suelo de metal, y forcejeé con ellos como pude, tirando patadas al aire y blandiendo las agujas de las jeringuillas. Pero eran cuatro contra uno, así que no tardaron en hacerse conmigo; me desarmaron una mano de una patada, y vi cómo la otra jeringuilla era reducida a añicos bajo la suela de un zapato. Ya habían conseguido inmovilizarme un brazo y ambas piernas, así que tracé de zafar el otro brazo —sacudiéndolo, retorciendo las muñecas y tirando de él— para que no pudieran inmovilizarlo también. Becky —pude verla, al igual que ellos— se acurrucó contra la blanca pared de ladrillo, tratando de apartarse de la pelea, lejos de los brazos y piernas que subían y bajaban; por un instante fugaz la vi allí, encogida, indefensa y aterrada, con los ojos abiertos de par en par, cubriéndose la cara con las manos y abriendo la boca en una mueca de horror. Entonces, mientras yo seguía forcejeando —oía nuestros jadeos y gruñidos resonando por el rellano—. Becky, Todavía con las manos alzadas y la mirada absorta y asombrada, llevó los dedos a las mangas de su vestido y abrió los botones. Tiré de las cintas adhesivas, dio un paso hacia Budlong y Mannie y, mientras ellos seguían tratando de inmovilizar mi único brazo libre, les clavó las agujas. Los dos hombres se irguieron. Yo seguía tendido en el suelo, inmóvil, mirando fascinado aquella escena, y por un momento todo el mundo permaneció como estaba, de rodillas, en pie o sobre el suelo, como figuras en un retablo. Budlong y Mannie miraron a Becky, y luego me miraron a mí.

—¿Qué están haciendo? —musitó Budlong, perplejo—. No entiendo nada —entonces rodé sobre mi costado, y, cuando empecé a incorporarme, los cuatro hombres saltaron de nuevo sobre mí.

No podría decir el tiempo que estuvimos forcejeando. Pero todo terminé cuando Chet Meeker, que se había arrodillado sobre mi brazo, suspiró suavemente, perdió el equilibrio y se desplomó sin fuerzas a un lado, sobre el siguiente tramo de escaleras, y cayó rodando por los peldaños hasta que los pies se le detuvieron en las barras del pasamanos; se quedó allí, agitándose como en sueños y mirando hacia nosotros. Todos, a su vez, le miraron, y Mannie dijo: «Eh». En ese momento, el tipo bajito, que se había acuclillado justo detrás de mi cabeza y aún me aferraba la mandíbula, soltó las manos y se desplomó hacia atrás, contra la pared, y resbaló por ella hasta quedar sentado, tratando de enfocar la mirada en nosotros, entre lánguidos parpadeos.

Budlong me miró, con la boca abierta para decir algo; pero las rodillas se le doblaron y cayó de tal modo que el suelo metálico vibró sordamente; luego se inclinó hasta quedar tendido sobre el costado, mascullando algo que no pude entender. Mannie se había asido al pasamanos metálico con ambas manos, y su cuerpo se dobló de forma que la frente quedó rendida sobre el dorso de las manos. Unos segundos después se arrodilló lentamente en el suelo, y la cabeza se le desplomó sobre el pecho para colgar por un momento entre las manos, Todavía aferradas al pasamanos; los dedos, al punto, empezaron a perder fuerza, y, aún sobre sus rodillas, Mannie cayó de cara sobre aquel suelo abollado, como un musulmán entregado a la oración.

Corrimos para alejarnos de allí, pero no demasiado deprisa; sabía que era posible —en especial para Becky, que calzaba unos zapatos de tacón alto— resbalar y romperse un hueso. En un minuto nos hallábamos junto a la puerta trasera del edificio, empujando con todas nuestras fuerzas para abrirla.

Pero no se abría; estaba cerrada con llave, y el edificio se hallaba vacío, envuelto en una suerte de silencio vacacional. No podíamos hacer otra cosa que girar sobre nuestros talones, atravesar todo el vestíbulo del edificio y trasponer el panel informativo en dirección a las puertas que se abrían a la calle Mayor. Al llegar a ellas, antes de salir, recordé decirle a Becky:

—Mantén la mirada vacía, y trata de no mostrar ninguna expresión, pero sin exagerar —abrí las puertas y salimos a la calle, para mezclarnos entre la gente de nuestra yerta y abandonada Santa Mira.

Tras avanzar unos pasos nos cruzamos con un hombre de mi edad; sabía quién era, le había conocido en el instituto, pero ahora, imponiendo a mi semblante un gesto indiferente y desinteresado, sólo asentí hacia él, y dejé que mis ojos pasaran sobre su rostro en un vago reconocimiento. Él asintió de la misma forma, y luego lo dejamos atrás; sentía temblar el brazo de Becky contra el mio. Pasamos junto a una mujer menuda, regordeta, que llevaba una bolsa con la compra; ni siquiera nos miró. Unos diez metros más allá, un hombre salió del asiento delantero de un coche y se detuvo a esperarnos; vestía un uniforme, era policía y se llamaba Sam Pink.

No dejé que nuestros pasos se interrumpieran o vacilaran: seguimos caminando hasta que llegamos junto a él; entonces nos detuvimos.

—Bueno, Sam —dije en un tono neutro—, ahora estamos con vosotros, y, la verdad, no era tan malo.

Asintió, aunque con el ceño fruncido, y miré al interior de su coche, hacia la radio que en ese momento emitía un levé ronroneo.

—Se suponía que nos advertirían —replicó—. Se suponía que Kaufman telefonearía a la comisaria para avisarnos.

—Lo sé —bajé la cabeza—. Y llamé, pero la línea estaba ocupada; ahora iban a llamar otra vez —me volví para indicar con un gesto el edificio de oficinas que habíamos dejado a nuestra espalda.

Sam no era ahora ni más ni menos despierto de lo que siempre había sido, así que tan solo me miré, dándole vueltas en la cabeza a lo que acababa de decirle. Yo aguardé, indiferente; al rato, y como si interpretase su silencio como que había dado la conversación por concluida, le dediqué un vago ademán: —Hasta la vista, Sam— me despedí, con una voz huera; y, con el brazo de Becky cogido al mio, ambos seguimos caminando.

No miramos atrás, ni alteramos la velocidad de nuestros pasos. Avanzamos hasta la siguiente esquina, y allí doblamos a la derecha. Al girar, vi a Sam Pink caminando a toda prisa hacia el edificio de oficinas, hasta que desapareció de mi vista.

Y entonces empezamos a correr. Corrimos avenida abajo, en pos de la media manzana de casas cuyos callejones desembocaban en el entramado de colinas paralelo a la calle Mayor. A medio camino de allí, una anciana abandonó la acera que conducía a una de las casas y nos hizo frente, alzando una mano con ese ademán abrupto y perentorio con que los ancianos dan el alto al tráfico para pasar al otro lado de la calle. Como impelido por la costumbre, me detuve, aun sabiendo que aquella ancianita —una viuda llamada Worth, ahora la reconocí— no era en realidad una ancianita, y que lo que tenía que hacer era arrojarla al suelo de un puñetazo sin ni siquiera interrumpir el paso. Pero no pude; tenía el aspecto de una mujer, vieja, menuda, frágil, y por unos segundos me quedé plantado donde estaba, mirándola sin pestañear. Entonces, sin pensarlo, la aparté a un lado con el antebrazo, y ella reculé, a punto de caer al suelo.

Alcanzamos el final de la acera, y continuamos por un sendero de arena roja. Después emprendimos la subida, hasta doblar por una senda de tierra batida de las que atravesaban todo el condado de Marin, ocultos a las miradas por la espesa maleza y las marañas de arbustos que cubrían las colinas.

Tras los primeros diez o doce pasos Becky perdió sus zapatos de tacón, y aunque sabía lo que los guijarros, las ramas, las rocas desenterradas y las raíces podían hacer, y harían, a sus pies, no detuvimos la marcha.

No teníamos ninguna oportunidad; la canción estaba a punto de acabar, y lo sabía; pero no trataba de engañarme con respecto a ello. Conocía cada palmo de aquellos senderos y colinas, pero otros también los conocían, muchos otros. Entre nosotros y la autopista 101 —ese mundo de los coches y los hombres de fuera— se extendían cerca de tres kilómetros de colinas, sendas, campo abierto y tierras de cultivo. No, jamás podríamos eludir la persecución que se emprendiese contra nosotros; de hecho, mientras pensaba en ello, la señal de incendios de la ciudad empezó a sonar en el aire, muy cerca, pues el parque de bomberos estaba a sólo dos manzanas de distancia en línea recta. En Santa Mira no se emplea una sirena, sino un altavoz ronco, profundo, que parece estallar en el aire; tanto en timbre como en tono recuerda al sonido de una sirena portuaria, pero las notas son más cortas y graves, y se emiten muy rápidamente en series de hondos bramidos que vibran en el aire en kilómetros a la redonda, atravesándolo todo. Aquellos idénticos e interminables chorros de sonido llenaban el aire y penetraban en nuestros oídos, embargándonos de una terrible sensación de pánico, y sentí que podrían hacernos perder la cabeza, hasta el punto de obligarnos a correr a ciegas y sin esperanza.

Supe entonces que, en ese preciso momento, había hombres corriendo al interior de sus coches, que había llaves girando en los contactos, motores rugiendo, vehículos avanzando casi a empellones por la carretera, transportando a hombres que seguían nuestros pasos o que iban al encuentro de nuestros pasos; cada vez más de ellos, todos siguiendo la llamada de las ráfagas de aquel sonido profundo, ominoso y terrible. Y más lejos, por delante de nosotros, había sin duda otros muchos que dejaban sus casas y granjas para desplegarse por las colinas, dispuestos a darnos caza, esperándonos en cualquier recodo. Los siguientes minutos —no más de cinco, tal vez— fueron los últimos en que pudimos albergar aún la esperanza de que nadie nos observaba.

Más arriba de aquella elevada colina que se erguía a nuestra derecha, el sotobosque raleaba y dejaba su sitio a un horizonte de campo abierto, estéril y desprotegido, ceñido por un ancho cinturón de rastrojos agostados por el sol. De caminar por ese campo, o por cualquiera de los otros que quedaban por delante, semejantes a él, seriamos vistos al instante por el primer hombre que accediese a la cima de la colina o emergiese de la maleza que había bajo esta. Y, de seguir avanzando por el sendero en que estábamos, caeríamos en cuestión de minutos en las garras de los hombres que rondarían por él y por los que lo rodeaban.

Me detuve, cogiendo a Becky por el brazo, y por un momento permanecí inmóvil. Presa de un pánico de indecisa confusión, intentando pensar en alguna opción que nos diese esperanzas. Si al menos hubiese oscurecido, no habría habido ningún impedimento para seguir avanzando por los senderos; el área de búsqueda habría sido ampliada, y… Pero estábamos a plena luz, aún con niebla, si, pero salpicada por anchos parches de sol. Para tener una oscuridad total quedaban Todavía varias horas. Me di la vuelta y saqué a Becky fuera del sendero, y subimos la colina hasta el lugar donde empezaba a extenderse aquel horizonte de campo abierto que se curvaba hacia la cima, lleno de rastrojos y, por momentos, iluminado por el sol. Agachado, me puse a arrancar enormes manojos de rastrojos sueltos tan aprisa como podía moverme, tirando de sus tallos quebradizos y apremiando a Becky con tensos aspavientos a que hiciera lo mismo. Al fin, cada uno conseguimos una brazada de rastrojos, espesa como una gavilla de trigo.

—Ve delante —le dije a Becky—, hacia el campo —y, sin preguntar nada, se encaminé hacia la extensión de campo abierto, abrazando los rastrojos contra el cuerpo y dejando tras ella una ancha franja de hierbajos partidos. Yo la seguí, caminando de lado con pasos furtivos, describiendo con mi brazo libre un movimiento de guadaña para alcanzar la maleza que habíamos doblado a nuestro paso y enderezarla de nuevo. Me moví veloz, obrando con un cuidado desesperado para devolver a cada matojo exactamente su posición original. Cuando hubimos avanzado veinte metros, no pude ver ningún rastro de nuestro paso tras de nosotros.

Ya en mitad del campo, hice que Becky se tendiese en el suelo, y luego me tendí a su lado. Dispersé su brazada de maleza amarilla sobre los dos, hasta que nos cubrió por completo; después, haciéndolo lo mejor que pude, enderecé a nuestro alrededor los rastrojos y dispuse los que había cargado yo sobre ambos, extendiéndolos y —pues estaban inclinados y combados— apoyándolos unos a otros hasta que quedaron más o menos en una posición vertical.

No sabía que aspecto ofrecería aquello a un observador que se hallase en los lindes del terreno; pero, sin un rastro que condujese a él, sólo podía esperar que no fuese particularmente perceptible. Esperaba que allí, en mitad de un ancho campo abierto que, en apariencia, podía ser despachado de un somero vistazo, hubiésemos logrado construir un escondite que nadie que pasase por allí pudiese encontrar; un cazador, me dije a mí mismo, espera que el fugitivo no deje de correr ni un solo momento.

Pasaron varios minutos; entonces —y me pareció que se oyó muy cerca— una voz gritó a otra. No pude oírla con claridad, pero me pareció que exclamaba un nombre, Al quizá; al cabo, otra voz respondió: «Sí». Escuché el crujido de la maleza; el ruido continuó por un tiempo, hasta que se extinguió. Entonces alcancé con cuidado la mano de Becky y la estreché con fuerza.