La casa de Jack es de madera, esta pintada de verde y se asienta en el costado de una colina; el garaje, en ella, forma parte del sótano. Este se hallaba vacío, con la puerta abierta, y Jack me indicó con un gesto que aparcase dentro. Después salimos del coche. Jack encendió una luz, cerró la puerta del garaje y abrió la que conducía al sótano; nos indicó entonces que entrásemos delante de él.
Llegamos a un sótano bastante corriente: había fregaderos para la colada, una lavadora automática, un aserradero de madera, periódicos apilados y, contra un muro, dispersos por el suelo, algunos envases de cartón mezclados con latas de pintura usadas. Jack se adelantó, encaminándose hacia la otra habitación; al llegar a la puerta se detuvo, y se volvió a nosotros con la mano aferrada al picaporte. Yo ya sabía que en la otra habitación tenía una mesa de billar de segunda mano, y bastante buena; me contó que la utilizaba a menudo, solo para hacer chocar las bolas con la mano, mientras escribía mentalmente. En ese momento miró a Becky, abarcando también a su esposa con la mirada.
—Mantened la calma —dijo. Entré en la habitación, tiré del cordón que encendía una luz cenital y entramos tras él.
La luz que hay sobre las mesas de billar esta concebida para iluminar intensamente la superficie del tapete. Cuelga a poca altura, así que no deslumbra los ojos cuando se juega y deja el techo sumido en una total oscuridad. Esta en concreto tenía una pantalla rectangular diseñada para limitar el foco de luz solo a la parte superior de la mesa, con lo cual el resto de la habitación quedaba en semipenumbra. No me era posible ver el rostro de Becky con claridad, pero le oí ahogar un gemido. Tumbado en la mesa verde, bajo la potente y nítida luz de los focos de 150 vatios, y cubierto con el mantel de lona que Jack usaba para tapar la mesa, había lo que sin lugar a dudas era un cuerpo. Miré a Jack, pero este se conformé con decir:
—Adelante. Retíralo.
Me sentía bastante irritado; todo esto me preocupaba y me asustaba, y había en ello demasiado misterio como para que pudiera gustarme; pensaba que el escritor que había en Jack estaba llevando el teatro demasiado lejos. Aferré el mantel de lona, di un tirón y lo arrojé a una esquina de la mesa. Allí, en el tapete verde, tendido sobre la espalda, estaba el cuerpo de un hombre desnudo. Mediría alrededor del metro setenta y cinco: no es tan fácil estimar la estatura de un cuerpo en esa posición. Era franco, tenía la piel muy pálida, bajo aquella luz límpida y brillante, un aspecto fantástico y dramático, y, con todo, parecía intensamente real, más allá de lo posible. El cuerpo era delgado (rondaría quizá los sesenta y cinco kilos), pero se hallaba bien nutrido y musculado. No podía precisar su edad, solo que no sería muy mayor. Tenía los ojos abiertos, y miraban impávidos la luz de los focos, de un modo que a cualquiera le habría hecho arder los suyos. Eran azules, de un azul muy claro. No había heridas visibles, y ninguna otra señal obvia de muerte. Me acerqué a Becky, deslicé mi brazo bajo el suyo y me volví hacia Jack:
—¿Bien?
Sacudió la cabeza, negándose a hacer ningún comentario.
—Sigue mirándolo. Examínalo. ¿No adviertes nada extraño?
Volví a mirar el cuerpo de la mesa. Me sentía cada vez más irritado. Aquello no me gustaba; había algo extraño en aquel cadáver, pero no sabía precisar el que, y eso sólo lograba enfadarme más.
—Vamos, Jack. —Le miré de nuevo—. No veo nada más que un cadáver. Déjate de misterios, ¿qué es todo esto?
Pero otra vez negué con la cabeza, frunciendo las cejas en señal de ruego.
—Miles, cálmate. Por favor. No quiero decirte que es lo que en mi opinión tiene de raro este cadáver; no quiero influirte. Si es algo que puede verse, quiero que lo encuentres por ti mismo. Y si no es así, si estoy imaginando cosas, también quiero saberlo. Ten paciencia conmigo, Miles —rogó—. Observa detenidamente a esa cosa.
Examiné el cadáver, caminando despacio alrededor de la mesa, deteniéndome a mirarlo desde varios ángulos. Jack, Becky y Theodora se hicieron a un lado para dejarme sitio.
—De acuerdo —comenté al cabo, algo reluctante, imponiendo a mi voz un tono que me disculpase ante Jack—. Hay algo curioso en todo esto. No estás imaginando cosas. O si las estás imaginando, yo también —durante algo más de medio minuto me quedé observando lo que había en la mesa—. Bien, para empezar —proseguí al fin—, uno no se topa a menudo con un cuerpo como este, vivo o muerto. En cierta forma, me recuerda a ciertos pacientes tuberculosos que alguna vez he visto, esos que pasan toda su vida en el interior de un sanatorio. —Recorrí los rostros de Jack, Becky y Theodora con la mirada—. No se puede vivir una existencia corriente sin cosechar unas cicatrices, unos coites por aquí y por allá. Pero para quienes viven en los sanatorios algo así resulta imposible; sus cuerpos están intactos. Y a eso es a lo que esta cosa se asemeja. —Señalé aquel cuerpo pálido e inmóvil que parecía reposar bajo la luz—. No es un tuberculoso, eso es cierto. Posee un cuerpo saludable y bien formado; sin duda tiene buenos músculos. Pero nunca ha jugado al fútbol o al hockey, jamás se ha caído por unas escaleras ni se ha roto un hueso. Parece… intacto. ¿ES a eso a lo que te referías?
—Sí —Jack asintió—. ¿Qué más?
—Becky, ¿estás bien? —La miré desde el otro lado de la mesa.
—Sí —respondió, mordiéndose el labio inferior.
—El rostro —continué, respondiendo a Jack. Me detuve a observar aquel rostro, blanco como la cera, absolutamente sereno e imperturbable, aquellos ojos fijos, como de porcelana—. No es un cuerpo… inmaduro, por así decir —no sabía cómo explicarme—. Tiene buenos huesos; y un rostro adulto. Y sin embargo parece —me detuve a buscar la palabra, pero no pude encontrarla— vago. Parece…
Jack me interrumpió, con una voz tensa e impaciente; de hecho incluso sonreía un poco:
—¿Alguna vez has visto cómo se fabrican las medallas?
—¿Medallas?
—Sí, medallas de calidad. Medallones.
—No.
—Bien, para hacer un buen trabajo en hierro —empezó Jack, disponiéndose a explicar— se efectúan dos impresiones. —No sabía de que hablaba, ni porqué—. En primer lugar, se toma un molde y se realiza la impresión número uno, dando al metal liso una forma preliminar, bastante rudimentaria. Luego el metal se acuña con el molde número dos, y es este segundo molde el que conforma los detalles, las finas líneas y el delicado relieve que uno ve en un medallón verdaderamente bueno. Debe hacerse así porque el segundo molde, que es el que contiene los detalles, no puede penetrar a la fuerza un metal liso. A este metal hay que darle la primera forma con el molde número uno. —Se detuvo, mirándonos a Becky y a mi para comprobar si le seguíamos el razonamiento.
—¿Y? —inquirí, un poco impaciente.
—Bien: por lo general, un medallón muestra un rostro. Y cuando lo miras tras emplear el molde número uno, ves que el rostro no esta acabado. Esta todo ahí, si, pero aquellos detalles que deben darle personalidad aún no se ven —me miró—. Miles, a eso es a lo que me recuerda este rostro. Todo esta ahí; tiene labios, una nariz, ojos, piel y una estructura ósea bajo la carne. Pero no hay arrugas, no hay detalles, no hay rasgos. Todavía esta sin formar. ¡Míralo! —su voz subió un tono—. ¡Es como un rostro en blanco, a la espera del molde que le acuñe las facciones!
Tenía razón. Nunca en mi vida había visto un rostro como aquel. No era blando, ciertamente no podía decirse eso. Pero de algún modo era informe, limpio de cualquier rasgo. No era de veras un rostro; aún no. No había vida en él, no había sido marcado por la experiencia; es la única manera en que puedo explicarlo.
—¿Quién es? —pregunté.
—No lo sé —Jack caminó hacia la puerta, y señaló el sótano y las escaleras que ascendían al piso de arriba—. Hay una alacena bajo las escaleras; su interior esta dividido en varias baldas de contrachapado para así poder emplearlo como un pequeño almacén. Lo tenemos atestado de trastos inútiles: ropa en cajas de cartón, aparatos eléctricos averiados, una aspiradora vieja, una plancha, algunas lámparas, cosas así. Rara vez lo abrimos. También guardo algunos libros ahí dentro. Pues bien, allí estaba. Me disponía a consultar una cosa que debía aparecer en uno de esos libros cuando me encontré con que había un cuerpo tendido sobre las cajas, tal y como lo ves ahora; no te imaginas el susto que me di. Pegué un salto como un gato escaldado; me hice un chichón en la cabeza. —Se llevó los dedos a la cabellera—. Luego volví y lo saqué de Allí. Pensé que podría estar vivo, cómo iba a saberlo. Miles, ¿cuánto tiempo tarda un cuerpo en adquirir el rigor mortis? —Oh… entre ocho y diez horas.
—Tócalo —pidió Jack. En cierto modo estaba disfrutando, como haría un hombre que ha realizado una enorme promesa y trata de estar a la altura de las circunstancias.
Tomé por la muñeca uno de los brazos; era flojo y flexible al tacto. No parecía siquiera viscoso o particularmente frio.
—No hay rigor mortis —señaló Jack—. ¿Cierto?
—Así es —respondí—, pero el rigor mortis no es invariable. Hay ciertas condiciones… —dejé de hablar. No sabía adónde quería llegar.
—Si quieres —propuso Jack—, puedes darle la vuelta, pero no encontrarás ninguna herida en la espalda, y tampoco entre el pelo. Ni un indicio de lo que pudo matarlo.
Vacilé, pero, puesto que legalmente no podía tocar aquel cuerpo, tomé el mantel de lona y lo arrojé de nuevo sobre él, de forma que quedé casi cubierto.
—De acuerdo —dije—. ¿Ahora qué? ¿Arriba?
—Sí —Jack indicó la puerta, y permaneció con la mano en el cordón de la luz hasta que salimos.
Ya en el salón, Theodora nos pidió amablemente que nos sentásemos. Dio una vuelta para encender las lámparas y traer ceniceros, luego marchó a la cocina y regresó de ella sin su delantal. Se sentó en una enorme butaca. Becky y yo estábamos en el sofá, mientras que Jack se había sentado junto a la ventana en una mecedora de madera, y contemplaba la ciudad. Casi toda la pared exterior del salón conforma un enorme ventanal, de modo que pueden verse las luces de la ciudad esparcidas por las colinas; es una habitación muy agradable.
—¿Os apetece tomar algo, una copa? —pregunté Jack.
Becky rehusó con un gesto. Yo contesté:
—No, gracias. Pero vosotros tomad algo, chicos.
Jack dijo que no, mirando a su mujer, y ella negó con la cabeza. Luego siguió hablando:
—Te hemos llamado, Miles, porque eres médico, pero también porque eres un nombre que no vuelve la espalda a los hechos. Incluso cuando los hechos no son lo que debieran ser. No eres el tipo que se devanaría los sesos tratando de dar la vuelta a las cosas sólo porque eso puede resultar más cómodo. Para ti, las cosas son como son, y desde luego mi mujer y yo tenemos buenas razones para pensar así.
Me encogí de hombros, y no dije nada.
—¿Tienes algo más que decir sobre el cuerpo del sótano? —preguntó Jack.
Me quedé callado durante un tiempo, jugueteando con un botón de mi chaqueta. Ordené mis ideas para decir lo que me había pasado por la cabeza.
—Sí —empecé—, hay algo que quiero decir. Esto no tiene sentido, ningún sentido, de hecho; pero daría un brazo por hacerle la autopsia a ese cuerpo, porque, ¿sabéis lo que encontraría? —Miré alrededor, a Jack, a Theodora, después a Becky, y nadie respondió; solo aguardaban a que siguiera hablando—. Creo que no encontraría causa alguna de muerte. Creo que encontraría cada órgano en condiciones tan perfectas como las que el cuerpo presenta en su exterior. Todo en perfecto orden, preparado para ponerse a funcionar. —Dejé que pensasen un rato sobre ello, y añadí algo más; me sentí totalmente idiota al decirlo, y totalmente convencido de que era cierto—: Eso no es todo. Creo que cuando le abriese el estómago no encontraría nada en él. Ni una migaja, ni una partícula de comida, digerida o sin digerir; nada. Lo encontraría así, vacío como el de un recién nacido. Y si le abriese los intestinos, lo mismo: ni un desperdicio, nada. Nada en absoluto. ¿Por qué? —De nuevo repasé sus rostros con la mirada—. Porque no creo que ese cuerpo de ahí abajo esté muerto. No hemos hallado la causa de su muerte, porque nunca murió. Y no ha muerto porque tampoco ha vivido. —Hice una mueca de indiferencia, y me arrellané en el sofá—. Ahí lo tenéis. ¿Os parece bastante descabellado?
—Si —replicó Jack, asintiendo lenta y enfáticamente, mientras las mujeres nos observaban en silencio—. Es lo bastante descabellado para mí. Solo quería que alguien me lo confirmase.
—Becky —me volví para mirarla—, ¿qué opinas ni?
Sacudió la cabeza, frunciendo las cejas, y suspiró:
—Estoy… aturdida. Me parece que tomaré ese trago, después de todo. Todos sonreímos, y Jack empezó a incorporarse para ir por las copas, pero Theodora dijo que iría ella y él volvió a sentarse.
—¿Una para cada uno? —pregunté, y todos respondimos que sí. Aguardamos, sacando cigarrillos, encendiendo cerillas y mecheros, hasta que Theodora volvió y nos acercó las copas. Cada uno tomamos un trago. Al rato, Jack reanudó la charla:
—Lo que has dicho, Miles, es exactamente lo que yo pensaba, y lo que piensa Theodora. Y el caso es que en ningún momento le expuse mis impresiones. Dejé que mirase aquella cosa y formase su propia opinión, tal y como he hecho contigo, Miles. Y ella fue la primera en establecer la comparación con los medallones; hace tiempo vimos cómo los hacían, durante nuestra luna de miel en Washington. —Jack emitió un suspiro, y meneó la cabeza—. Hemos hablado y pensado en ello todo el día, Miles; entonces decidimos llamarte.
—¿Se lo habéis contado a alguien más?
—No.
—¿Por qué no habéis llamado a la policía?
—No lo sé —Jack me miré con una sonrisa juguetona en los labios—. ¿Quieres que la llamemos?
—No.
—¿Por qué no?
—No lo sé —también sonreí—. Pero no quiero.
—Sí —Jack asintió, expresando su conformidad, y permanecimos en silencio durante un rato, mientras dábamos algún trago ocasional a nuestras copas. Jack hacia tintinear ociosamente los hielos contra el vaso, y al fin, mirándolo, dijo lentamente—: Tengo la sensación de que es hora de que hagamos algo más que llamar a la policía. Que no es cuestión de cargar a otro con el mochuelo y lavarse las manos. ¿Qué podría hacer la policía, exactamente? Eso de ahí no es un cuerpo, y lo sabemos. Es… —hundió los hombros, con el rostro sombrío—. Es algo terrible. Algo… No sé bien el que —nos miró por encima de su vaso, uno a uno—. Sí, lo sé, y de alguna manera estoy seguro de ello, que no debemos cometer ningún error con respecta a esto. Que hay una sola cosa, un único movimiento inteligente, una única acción correcta, una única cosa que hemos de hacer… y si fallamos, si decidimos erróneamente, algo terrible va a pasar.
—¿Hacer qué, por ejemplo? —pregunté.
—No lo sé —Jack giré la cabeza para mirar un momento por la ventana. Luego volvió la vista hasta nosotros, y sonrió un poco—. Tengo la horrible necesidad de… llamar al mismísimo presidente a la Casa Blanca, o al alto mando del Ejército, al FBI, a los marines o a la caballería, lo que sea. —Agitó la cabeza irónicamente, sonriéndose divertido; pero pronto la sonrisa se esfumó de sus labios—. Miles, lo que quiero decir es que quisiera tener aquí a alguien, exactamente a la persona correcta, quienquiera que esta sea, que reparara desde el mismo comienzo en lo importante que es esto. Y que él, o ellos, hagan lo que deban hacer, sin un error. Y la cosa es que cualquier persona con la que me ponga en contacto, si me escucha, si me cree, podría ser justamente la persona equivocada, alguien que tomaría la peor de las decisiones posibles. Sea esta cual sea. Sé bien que no es algo para la policía local. Es… —Vaciló, advirtiendo que se repetía, y dejó de hablar.
—Lo sé —convine—. Tengo la misma sensación, la sensación de que será mejor para el mundo que sepamos manear esto correctamente. —A veces, cuando uno se enfrenta a un caso médico complejo, una respuesta o una pista aparecen como de la nada; cosas del subconsciente, supongo—. Jack —pregunté—, ¿cuánto mides?
—Un metro setenta y cinco.
—¿Exactamente?
—Sí, ¿por qué?
—¿Cuánto dirías que mide ese cuerpo del sótano? —me miró un momento. Dijo—: Uno setenta y cinco
—¿Y cuánto pesas?
—Sesenta y cuatro kilos —asintió—. Si, aproximadamente como el cuerpo de ahí abajo. Has dado en el clavo; mi talla y constitución. Pero no se parece especialmente a mi.
—Ni a nadie. ¿Tenéis un tampón de tinta por ahí? Se volvió a su mujer: —¿Tenemos alguno?
—¿Algún que?
—Algún tampón de tinta. Como para sellos de caucho.
—Sí —Theodora se levantó y dirigió los pasos hasta una mesa, en el otro extremo de la habitación—. Hay uno por aquí, en alguna parte —encontró el tampón y lo sacó de donde estaba. Jack se acercó a ella, lo cogió, abrió después otro armario y sacó un papel.
Fui hacia la mesa, y Becky me siguió. Jack entintó las yemas de los dedos de su mano derecha, y después me la tendió. La tomé, y oprimí los dedos sobre el papel, haciéndolos rodar con cuidado hasta conseguir una serie completa de huellas digitales, limpias y nítidas. Entonces cogí el tampón y el papel.
—¿Queréis venir, chicas? —y señalé la puerta.
Se miraron la una a la otra; no querían acercarse a la mesa de billar, pero tampoco querían quedarse a esperar.
—No —dijo Becky—, pero yo voy a ir. —Y Theodora asintió.
Abajo, Jack encendió la luz que colgaba sobre la mesa de billar. La lámpara osciló un poco, y sujeté la pantalla para estabilizarla. Pero me temblaban los dedos, así que solo conseguí empeorar las cosas. La pantalla osciló aún más, formando un arco de unos dos centímetros, barriendo los bordes de la mesa antes de iluminar los ojos de aquel cuerpo, mientras dejaba por unos instantes su lisa frente en semipenumbra. Daba la impresión de que el cuerpo se movía. Le cogí la muñeca derecha, concentrándome en lo que hacia, sin mirarle el rostro. Le entinté las yemas de los dedos y luego deposité en el borde de la mesa el papel donde estaban impresas las huellas digitales de Jack, junto a la mano derecha del cuerpo. Levante la mano, la apoyé en el papel y, haciendo rodar cada uno de los dedos, conseguí una muestra impresa de sus yemas justo bajo las impresiones digitales de Jack. Por fin, aparté la mano del papel.
Becky gimió cuando vio las huellas, y creo que a todos nos temblaron las piernas. Porque una cosa es especular acerca de un cuerpo que nunca ha estado vivo, un cuerpo intacto, y otra muy distinta —y es algo que toca en la parte más profunda y primitiva de nuestro cerebro— llegar a ver esa hipótesis demostrada. Aquella mano no había dejado impresiones; solo cinco círculos sólidamente negros, absolutamente lisos. Limpié la tinta de los dedos lo mejor que pude y todos quedamos en silencio, apiñados en circulo bajo la luz oscilante, mirando las oscuras yemas de aquellos dedos. Eran tan lisos como la mejilla de un bebé. Theodora, apenas en un susurro, murmuró:
—Jack, no me encuentro bien. —Y él se apresuró a tomarla entre los brazos, pues se había doblado por la cintura. Después la ayudó a subir las escaleras.
Sentado de nuevo en el salón, sacudí la cabeza, antes de dirigirme a Jack:
—Bien, Jack, has dado con la palabra que lo define. Esta intacto, inacabado, y aún espera la última impresión. Asintió.
—¿Qué podemos hacer? —pregunté—. ¿Se te ocurre alguna idea?
—Sí. —Me quedé mirándolo un momento—. Pero es solo una sugerencia, así que, si no queréis aceptar, nadie os culpará por ello; al menos, no yo.
—¿De que se trata?
—Recordad, es solo una sugerencia. —Me incliné hacia adelante en el sofá, apoyando los antebrazos en las rodillas, y me volví hacia Theodora—: Y si consideráis que no podréis hacerlo —proseguí, pero refiriéndome a ella— será mejor que no lo hagáis, os lo advierto —miré a Jack de nuevo—. Dejad el cuerpo donde esta, sobre la mesa. Tú, Jack, debes dormir esta noche; te daré algo para que puedas conciliar el sueño. —Pasé la mirada a Theodora—. Pero tú debes permanecer despierta; no debes dormir ni un segundo. Quiero que cada hora, si te ves capaz de hacerlo, vayas al sótano y observes ese… cuerpo. Si adviertes cualquier señal de cambio, corre arriba y despierta a Jack enseguida. Sácalo de la casa, salid de aquí corriendo y venid aprisa a buscarme.
Jack miró a Theodora por un momento. Luego, con voz tranquila, dijo:
—Quiero que digas que no, si no te crees capaz de hacerlo.
Theodora se mordía los labios, con la mirada extraviada en la alfombra. Alcé la vista, primera hasta mi, después hacia Jack:
—¿Qué… apariencia adquirirá? ¿Si empieza a cambiar? —nadie respondió, tras un segundo miró otra vez a la alfombra, mordisqueándose el labio. No repitió la pregunta—: ¿Jack estará bien al despertarse? —Theodora me miró—. ¿Puedo despertarle a cualquier hora?
—Sí. Una palmada en la cara y se levantará de inmediato. Pero escucha otra cosa; incluso aunque nada suceda, despiértalo si ves que no lo puedes soportar. Y, si os parece, ambos podéis venir a mi casa a pasar el resto de la noche. Theodora asintió, y bajó la vista de nuevo a la alfombra. Al fin dijo:
—Creo que podré —miró a Jack, frunciendo el ceño—. Si sé que puedo despertarle en cualquier momento, supongo que podré.
—¿No podemos quedarnos con ella? —pregunté Becky.
—No lo sé —respondí, encogiendo los hombros—. Pero no lo creo. Pienso que quienes viven en esta casa son quienes deben permanecer aquí; de otra manera, no estoy seguro de si funcionaría. Tampoco sé en que me baso para opinar así; es solo un pálpito, un presentimiento. Pero creo que solo Jack y Theodora deben estar aquí.
Jack asintió, y tras mirar a Theodora para confirmarlo, dijo:
—Probaremos.
Quedarnos en silencio, y luego hablamos un poco —bastante poco, de hecho— mirando las diminutas luces de la ciudad que brillaban en el pequeño valle. Pero no dijimos mucho más de lo que ya habíamos dicho, y sobre las doce, cuando Casi todas las luces del valle se habían apagado, Becky y yo nos levantamos para irnos. Los Belicec tomaron sus chaquetas, y vinieron a la ciudad con nosotros para recoger el coche de Jack. Estaba aparcado en la plaza Sutter, una manzana y media más allá del cine. Cuando nos detuvimos a su lado, y tanto Jack como su mujer hubieron salido, repetí a Theodora lo que le había explicado acerca de despertar a Jack y marchar de allí a toda prisa si el cuerpo que había en el sótano empezaba a sufrir algún tipo de alteración. Cogí de mi cartera unas pastillas de Seconal de potencia media y se las di a Jack, diciéndole que una sola habría de bastar para hacerle dormir. Luego se despidieron —Jack sonriendo un poco, Theodora ni siquiera molestándose en intentarlo—, entraron en su coche y nos dijimos adiós con la mano. Después nos separamos.
De camino a su casa, mientras yo conducía a través de la oscuridad y las calles vacías, Becky dijo:
—Hay una relación, ¿verdad, Miles? Entre esto y… el caso de Wilma. Volví con presteza la vista hacia ella, pero Becky miraba la carretera a través del parabrisas.
—¿Tú que opinas? ¿Crees que hay una relación?
—Sí. —No me miró para buscar en mi rostro una confirmación a sus palabras; asintió, sin más, como si estuviera del todo segura de lo que decía. Tras un momento añadió—: ¿Ha habido otros casos como el de Wilma?
—Unos cuantos. —Mirando el asfalto iluminado por los faros del coche, podía ver a Becky, también, por el rabillo del ojo.
Pero no reaccionó, ni añadió nada durante varias manzanas. Algo más tarde doblamos hacia su calle, y cuando ya aparcaba el coche en el bordillo, agregué, Todavía mirando por el parabrisas: —Miles, quería decirte esto cuando acabase la película —inspiró profundamente—. Desde ayer por la mañana —comenzó a decir, manteniendo la calma— tengo la sensación de que —y terminé en una precipitada ráfaga de palabras— ¡de que mi padre no es de veras mi padre! —lanzando una mirada horrorizada a las sombras que ocultaban el porche de su casa, Becky se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.